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Los ladrones no pueden escoger: Bernie Rhodenbarr, #1
Los ladrones no pueden escoger: Bernie Rhodenbarr, #1
Los ladrones no pueden escoger: Bernie Rhodenbarr, #1
Libro electrónico270 páginas3 horas

Los ladrones no pueden escoger: Bernie Rhodenbarr, #1

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Información de este libro electrónico

A partir de su debut en 1977, Bernie Rhodenbarr se ha ganado la entusiasta admiración de un público internacional cada vez más numeroso. Este caballero, con su corazón ligero y sus dedos más ligeros aún, cuyos talentos detectivescos lo sacan de los apuros en que lo meten sus habilidades de ladrón, se roba de paso los corazones y las mentes de los lectores. «Los ladrones no pueden escoger» es su primera aparición.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 ago 2018
ISBN9781386964735
Los ladrones no pueden escoger: Bernie Rhodenbarr, #1
Autor

Lawrence Block

Lawrence Block is one of the most widely recognized names in the mystery genre. He has been named a Grand Master of the Mystery Writers of America and is a four-time winner of the prestigious Edgar and Shamus Awards, as well as a recipient of prizes in France, Germany, and Japan. He received the Diamond Dagger from the British Crime Writers' Association—only the third American to be given this award. He is a prolific author, having written more than fifty books and numerous short stories, and is a devoted New Yorker and an enthusiastic global traveler.

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    Los ladrones no pueden escoger - Lawrence Block

    Uno


    Pasados unos minutos de las nueve, cogí mi bolsa de la compra de Bloomingdale, salí por una puerta y empecé a caminar al lado de un tipo rubio y alto de aspecto caballuno. Llevaba un maletín que parecía demasiado fino para serle de mucha utilidad. Como el de una modelo de élite, se podría decir. Su abrigo era uno de esos nuevos de tartán y su cabello, un poco más largo que el mío, había sido cortado pelo a pelo.

    ―Nos volvemos a encontrar ―le dije, cosa que era una mentira de las gordas―. Ha hecho un buen día, después de todo.

    Me sonrió, perfectamente dispuesto a creer que éramos vecinos que habían intercambiado palabras amigables de vez en cuando.

    ―Hace un poco de fresco esta tarde ―me dijo.

    Estuve de acuerdo en eso. No había muchas cosas que hubiera podido decir con las que no hubiera estado de acuerdo de buen grado. Parecía respetable y se dirigía hacia el este de la calle Sesenta y siete, y eso es lo único que necesitaba de él. No quería hacerme amigo suyo o jugar a la pelota con él o saber el nombre de su barbero o convencerlo para que intercambiásemos recetas de galletas. Solo quería que me ayudase a pasar por delante de un portero.

    El portero en cuestión estaba plantado delante de un edificio de ladrillo de siete pisos bajando la manzana, y había permanecido casi tan quieto como el propio edificio durante la última media hora. Le había concedido ese tiempo para que abandonara su puesto y no lo había aprovechado, por lo que ahora tendría que pasar por delante de él. Eso parece más fácil de lo que suena, y es ciertamente más fácil que las diversas alternativas que había considerado antes: dar la vuelta a la manzana y entrar por otro edificio para meterme en el conducto de ventilación detrás del edificio que quería, o volar como una mosca humana hacia la salida de incendios, chamuscándome a través de las rejillas de acero en las ventanas de un sótano o de un primer piso. Todo eso era posible, supongo, pero, ¿y qué? El método apropiado es euclidiano en su simplicidad: la ruta más corta hacia el interior de un edificio es atravesar su puerta principal.

    Tenía la esperanza de que mi compañero alto y rubio fuese un residente del edificio. Podríamos continuar nuestra conversación, tal y como se estaba produciendo, hacia el vestíbulo y hacia el ascensor. Pero eso no iba a pasar. Cuando quedó claro que no iba a desviarse de su rumbo, le dije:

    ―Bueno, aquí es donde le dejo. Espero que ese negocio en Connecticut le vaya bien.

    Esto debería haberle sorprendido, ya que no habíamos hablado de ningún negocio en Connecticut ni en ninguna parte, pero quizás supuso que lo había confundido con otra persona. No importaba. Él continuó dirigiéndose a la Meca y yo giré a mi derecha (hacia Brasil), lancé un saludo y una sonrisa rápidas y desenfocadas al portero, triné un agradable «Buenos días» a una mujer de cabello gris con algo más que el número acostumbrado de barbillas, reí sin convicción cuando su York me ladró a los talones, y me dirigí resueltamente hacía el ascensor autoservicio.

    Subí al cuarto piso, curioseé un poco hasta que encontré las escaleras y bajé un tramo. Siempre lo hago, y a veces me pregunto por qué. Creo que alguien lo debió hacer en una película que vi alguna vez y, evidentemente, me dejó impresionado, pero en realidad es una pérdida de tiempo, especialmente cuando el ascensor en cuestión es autoservicio. Lo que sí que hace es dejar fijada en la mente dónde están las escaleras, por si más tarde las necesitara en un apuro, pero debería ser capaz de localizar las escaleras sin precipitarme por ellas.

    En el tercer piso encontré el camino hasta el apartamento 311 en la parte frontal del edificio. Me quedé quieto un momento, dejando que mis oídos escucharan, y entonces toqué el timbre con decisión y esperé treinta considerados segundos antes de volver a tocarlo.

    Y eso, dejen que se lo asegure, no es una pérdida de tiempo. Hay instituciones públicas en los cincuenta estados que proveen de comida, ropa y techo a los muchachos que no tocan primero el timbre. Y no basta con apretar el estúpido artefacto. Hace dos años toqué diligentemente el timbre de un apartamento de cooperativa de Park Avenue que pertenecía a una encantadora pareja llamada Sandoval; apreté el timbre hasta que me dolió el dedo, y acabé yendo directamente a la cárcel sin pasar por la casilla de salida. El timbre no funcionaba, los Sandoval estaban en casa zampándose madalenas inglesas tostadas en su rincón para el desayuno, y Bernard G. Rhodenbarr se encontró rápidamente en una pequeña habitación con barrotes en las ventanas.

    Este timbre sí que funcionaba. Cuando mi segunda llamada no produjo más respuesta que la primera, puse la mano debajo de mi abrigo ―el modelo del año pasado, no de tartán sino de color oliva― y extraje una cartera de piel de cerdo del bolsillo del pantalón. En ella había varias llaves y otras cosas útiles, estas últimas hechas del mejor acero alemán. Abrí la cartera, llamé a la puerta para darme suerte, y me puse a trabajar.

    Qué curioso. Cuanto mejor es el edificio, cuanto mayor es el alquiler que se paga, cuanto más eficiente es el portero, resulta que más fácil es entrar en un apartamento. La gente que vive en apartamentos desatendidos sin ascensor en Hell’s Kitchen pone doce cerraduras con pestillos de seguridad en las puertas y añade una cerradura Segal policial para asegurarse. Los inquilinos dan por sentado que los yonquis tirarán sus puertas abajo y que tipos de brazos forzudos arrancarán los cilindros de las cerraduras, por lo que hacen que todo sea cuanto más seguro, mejor. Pero si el edificio tiene el aspecto intimidatorio para el típico artista amigo de lo ajeno, la mayoría de inquilinos tienen suficiente con la cerradura que provee el propietario.

    En este caso el propietario se había proveído de una Rabson. No es que una cerradura Rabson sea una porquería. La Rabson es muy buena. Pero yo también lo soy.

    Supongo que tardé un minuto en abrir la cerradura. Un minuto puede ser mucho o poco, significativo o intrascendente. Es mucho, ciertamente, cuando lo pasas insertando herramientas de ladrón en la cerradura de un apartamento que manifiestamente no es el tuyo, y cuando sabes que en cualquier momento de esos sesenta segundos otra puerta más abajo del pasillo puede abrirse y un metomentodo puede querer saber quién eres y qué crees que estás haciendo.

    Nadie abrió ninguna puerta y nadie salió del ascensor. Fui creativo con mis utensilios de buen acero templado, y los pistones se movieron y el mecanismo de la cerradura giró y la cerradura de seguridad se retiró deliberadamente y se desacopló. Entonces dejé ir el aliento que había estado aguantando e inhalé de nuevo. Entonces meneé mis mondadientes un rato más y abrí la cerradura con ganchillo de muelle, lo cual fue un juego de niños después de la cerradura de seguridad, y cuando acabé sentí esa sobrecarga de excitación que siempre siento cuando abro una cerradura. Es un poco como montar en una montaña rusa y como un pequeño triunfo sexual. Interpreten eso como quieran.

    Giré el paño y abrí la pesada puerta un centímetro o así. Ahora sentía hervir la sangre. Nunca se sabe con seguridad lo que uno se va a encontrar al otro lado de la puerta. Esa es una de las cosas que lo hace excitante, pero también lo hace terrorífico, y sigue siendo terrorífico a pesar de todas las veces que uno lo haya hecho.

    Una vez has abierto la cerradura, no puedes abrirla centímetro a centímetro como una vieja entrando en una piscina. Así que empujé la puerta, la abrí del todo y entré.

    La habitación estaba oscura. Cerré la puerta, giré el pestillo, saqué una pequeña linterna del bolsillo y recorrí la habitación con la luz. Las cortinas estaban echadas. Eso explicaba la completa oscuridad de la habitación, y quería decir que podía encender las luces porque nadie en el edificio de enfrente podía verme. El apartamento 311 daba a la calle Sesenta y siete, pero con las cortinas echadas era como si diese a una pared.

    El interruptor cerca de la puerta encendió un par de lámparas de mesa con pantallas de vidrio emplomado como las de Tiffany’s. A mí me parecieron reproducciones, pero eran bonitas. Me paseé por la habitación, tomándome mi tiempo para apresar la sensación. Es algo que hago siempre.

    Una habitación bonita. Grande, de unos cinco metros por siete. Un suelo de roble muy pulido con dos alfombras orientales en él. La más grande era china y la más pequeña en el fondo de la habitación quizás era una alfombra persa, pero no lo podría decir con seguridad. Supongo que debería saber más sobre alfombras pero nunca me he tomado mi tiempo en aprender porque lleva demasiado trabajo robarlas.

    Naturalmente, fui primero al escritorio. Era uno de esos con tapa deslizante del siglo XIX, de roble, enorme, y seguramente me habría acercado a él solo por el hecho de que me gustan ese tipo de escritorios, pero en este caso mi única razón para estar en ese apartamento estaba escondida en uno de sus cajones o compartimentos. Era lo que me había dicho el hombre de ojos astutos y cara en forma de pera, y, ¿quién era yo para dudar de él?

    ―Hay un escritorio grande y viejo ―me dijo, mirando con sus ojos de chocolate por encima de mi hombro izquierdo―. Lo que llaman uno de tapa deslizante. La tapa se desliza.

    ―Tiene un nombre inteligente ―dije yo.

    El hombre me ignoró.

    ―Lo verás en cuanto entres en la habitación. Es un auténtico cabronazo. Guarda la caja en el escritorio. ―Movió las manos para indicar las dimensiones de la caja de la que estaba hablando―. Es así de grande. Tiene el tamaño de una caja de puros. Quizás un poco más grande, o más pequeña. Básicamente, yo diría que tiene el tamaño de una caja de puros. La caja es azul.

    ―Azul.

    ―De cuero azul. Está forrada en cuero. Supongo que es de madera, debajo del cuero. No debe ser toda de cuero. Lo que hay bajo el cuero no importa. Lo que importa es lo que hay dentro de la caja.

    ―¿Qué hay dentro de la caja?

    ―Eso no importa. ―Lo miré sorprendido, y estuve a punto de preguntarle cuál de los dos iba a ser Abbott y cuál Costello. El hombre frunció el cejo―. Lo que hay en la caja para ti ―dijo― son cinco mil dólares. Cinco de los grandes por trabajar solo unos minutos. Y en cuanto a lo que hay dentro de esa caja, verás, la caja está cerrada con llave.

    ―Ya veo.

    Sus ojos se desplazaron del aire que había encima de mi hombro izquierdo al aire que había encima de mi hombro derecho, haciendo una pausa en el camino para mirar con desprecio a mis ojos.

    ―Las cerraduras ―dijo― seguro que no significan nada para ti.

    ―Significan mucho para mí.

    ―Esta cerradura, la de la caja, probablemente no deberías abrirla.

    ―Ya veo.

    ―Sería muy mala idea que la abrieras. Tú tráeme la caja, yo te doy el resto del dinero y todos tan contentos.

    ―Ah ―dije―. Ya veo lo que estás haciendo.

    ―¿Cómo dices?

    ―Me estás amenazando ―dije―. Qué curioso.

    Sus ojos se ensancharon unos segundos.

    ―¿Amenazarte? Nada de eso, chaval. Aconsejar y amenazar son cosas muy diferentes. Ni se me pasaría por la cabeza amenazarte.

    ―Bueno, a mí no se me pasaría por la cabeza abrir tu caja de cuero azul.

    ―Forrada de cuero.

    ―Eso.

    ―No es que importe.

    ―No, claro. ¿De qué clase de azul?

    ―¿Cómo?

    ―Azul oscuro, azul claro, azul de huevo de petirrojo, azul de Prusia, azul cobalto, azul pastel. ¿De qué color?

    ―¿Y eso qué más da?

    ―No quisiera traerte la caja azul equivocada.

    ―No te preocupes por eso, chaval.

    ―Si tú lo dices.

    ―Solo es una caja de cuero azul. Cerrada.

    ―Entendido.

    Desde que mantuvimos esa conversación me pasé las horas intentando decidir si abriría la caja o no. Me conozco lo suficiente para reconocer que cualquier cerradura constituye una inmediata tentación para mí, y cuando me han advertido que no abra una cerradura en particular, tan solo eso hace que sea más atrayente hacerlo.

    Por otra parte, ya no soy un niño. Cuando te han encarcelado un par de veces se supone que tu buen juicio debería mejorar, y si parecía que era más peligroso que beneficioso abrir la escurridiza caja azul . . .

    Pero antes de resolver el tema, tenía que encontrar la caja, y antes de hacer eso tenía que abrir el escritorio, y aún no estaba preparado para emprender esa tarea. Primero quería experimentar el ambiente de la habitación.

    Algunos ladrones, como algunos amantes, solo quieren entrar y salir. Otros intentan calar a la gente a la que roban, y construyen todo un perfil mental de esa gente basándose en lo que revelan sus casas. Yo hago algo un poco diferente. Tengo la costumbre de crearme una vida propia que encaje con el lugar en el que me encuentro.

    Así que ahora cogí ese apartamento y lo convertí de la residencia de un tal J. Francis Flaxford al sancta sanctorum de un servidor, Bernard Grimes Rhodenbarr. Me senté en un sillón de orejas enorme tapizado en cuero verde oscuro, puse los pies encima de la otomana a juego que había y contemplé ociosamente mi nueva vida.

    Había cuadros en las paredes, viejos óleos en elaborados marcos dorados. Un pequeño paisaje que, claramente, le debía mucho a Turner, aunque una mano más humilde había sostenido el pincel. Un par de viejos retratos en sus correspondientes marcos ovales, un hombre y una mujer mirándose atentamente con una chimenea pequeña a sus pies en la que no se veía ni rastro de ceniza. ¿Eran los antepasados de Flaxford? Probablemente no, pero, ¿quería hacerlos pasar por tales?

    No importaba. Yo diría que eran mis antepasados y me inventaría historias extraordinarias sobre ellos. Y habría fuego en la chimenea, lanzando un resplandor cálido por toda la habitación. Y yo me sentaría en esa silla con un libro y un vaso, y quizás con un perro a mis pies. Un perro grande, un perro grande y viejo, uno que no ladrase o hiciese movimientos bruscos. Quizás lo mejor sería un perro disecado, pensándolo bien . . .

    Libros. Había una lámpara de suelo al lado del sillón, con la bombilla a la altura adecuada para leer. La pared de detrás del sillón estaba llena de estanterías y otro contenedor para libros, uno de esos soportes giratorios, estaba en el suelo al lado del sillón. Al otro lado del sillón había una mesa baja con un platillo de plata para la ceniza y un cenicero enorme de vidrio tallado.

    Bien. Aquí haría mis muchas lecturas, lecturas de calidad, no porquería de esa moderna. Quizás esos juegos forrados en cuero estaban solo para ostentar, con las páginas aún sin cortar. Bueno, sería completamente diferente si yo viviese aquí. Y tendría un decantador de buen brandy en la mesa que había a mi lado. No, dos decantadores, un par de esos decantadores de barcos de base amplia, uno lleno de brandy, el otro lleno de Oporto añejo. Habría espacio para ellos cuando me deshiciese del plato para los cigarrillos. El cenicero podría quedarse. Me gustaba su tamaño y su aspecto, y quizás empezaría a fumar en pipa. Las pipas siempre me habían quemado la lengua en el pasado, pero quizás a medida que navegaba por la sabiduría del tiempo, con los pies encima del escabel, un libro en la mano, el Oporto y el brandy al alcance de la mano, un fuego resplandeciendo en el hogar . . .

    Pasé unos minutos dentro de esa fantasía, imaginando la vida que llevaría en el apartamento del Sr. Flaxford. Supongo que es estúpido e infantil hacerlo y sé que es una pérdida de tiempo, pero creo que cumple un objetivo: hace desaparecer la tensión. Me pongo muy tenso cuando estoy en la casa de otra persona. La fantasía convierte el lugar en mi propia casa, de alguna manera, al menos durante el corto período de tiempo en el que estoy en ella, y parece que eso me ayuda. Estoy convencido de que esa fue la razón por la que empecé a hacerlo y por la que continúo haciéndolo.

    En cualquier caso, el tiempo que perdí no podía haber sido mucho, porque miré mi reloj justo antes de ponerme los guantes para ir a trabajar y solo eran las nueve y diecisiete. Yo uso guantes de goma auténticos y muy ceñidos, como los que usan los médicos, con círculos cortados en las palmas y los dorsos de las manos para que no suden mucho. Como con todas las cosas de goma ceñidas, no se pierde mucha sensibilidad y se compensa con tranquilidad mental.

    El escritorio tenía dos cerraduras. Una abría la tapa deslizante y la otra, en el cajón superior derecho, abría ese cajón y todos los otros de golpe. Probablemente podría haber encontrado las llaves ―la mayoría de la gente guarda las llaves de sus escritorios cerca del mismo escritorio― pero era más rápido y más fácil abrir ambas cerraduras con mis instrumentos. Nunca me he encontrado con una cerradura que no resultase un juego de niños.

    Estas dos no eran una excepción. Deslicé la tapa y estudié atentamente el acostumbrado e infinito surtido de compartimentos, cajoncito a cajoncito, cubículo a cubículo. Por alguna razón nuestros antepasados creyeron que este sistema era muy eficiente para organizar los asuntos propios. A mí siempre me ha parecido que tenía que ser más problemático acordarse de qué cosillas guardaba uno en qué arcano escondite que guardarlo todo en un solo baúl y limitarse a rebuscar en él cuando uno necesitaba algo. Pero supongo que hay mucha gente que se excita enormemente con la idea de tener un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio. Es la misma gente que alinea sus zapatos en el armario según la medida. Y que se acuerda de rotar los neumáticos cada tres meses, y que destinan un día de la semana a cortarse las uñas.

    Y, ¿qué hacen con los trozos de uña? Los guardan en un compartimento, supongo.

    La caja de cuero azul no estaba debajo de la tapa deslizante, y mi cliente con cara de pera había indicado con sus manitas una caja demasiado grande para que cupiese en ninguno de los compartimentos y cajoncitos, así que abrí la otra cerradura y liberé los pestillos de los cajones inferiores. Empecé con el cajón superior derecho porque allí es donde la mayoría de la gente tiende a guardar sus objetos más importantes (―no tengo ni idea de por qué―) y fui de cajón en cajón buscando una caja azul sin encontrar ninguna.

    Busqué rápido en los cajones, pero no demasiado rápido. Quería largarme del apartamento lo más pronto posible, porque esa es siempre una buena idea, pero no había resuelto pasar de largo de cualquier otro botín que pudiese contener. Mucha gente guarda dinero en metálico en la casa, y otros guardan cheques de viaje, y otra gente todavía guarda colecciones de monedas y joyas fácilmente vendibles y muchas otras cosas interesantes que caben cómodamente en una bolsa de la compra de Bloomingdale. Quería los cuatro mil dólares que se me debían al entregar la caja ―los mil que había recibido por adelantado sobresalían de modo tranquilizador del bolsillo delantero del pantalón― pero también quería todo lo que se me pusiera por delante. Estaba en el apartamento de un hombre que era evidente que no tenía que preocuparse por el origen de sus comidas, y si tenía suerte quizás

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