Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El ladrón dentro del clóset: Bernie Rhodenbarr, #2
El ladrón dentro del clóset: Bernie Rhodenbarr, #2
El ladrón dentro del clóset: Bernie Rhodenbarr, #2
Libro electrónico240 páginas3 horas

El ladrón dentro del clóset: Bernie Rhodenbarr, #2

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Es difícil ignorar a alguien cuando tienes sus manos dentro de tu boca. Bernie Rhodenbarr es todo oídos cuando el Dr. Sheldrake, su dentista, empieza a quejarse de su detestable casi-ex esposa, y de paso menciona los valiosos diamantes que ésta tiene mal guardados dentro de su apartamento. Como es cosa sabida que Bernie suele complementar sus entradas como dueño de una librería con algunas aventurillas no tan infrecuentes en el área del latrocinio de alta categoría, unas cuantas noches más tarde se encuentra dentro del apartamento Sheldrake con la idea de volarse algunas cositas –y se ve obligado a esconderse dentro del clóset cuando la señora de la casa hace una entrada inesperada. Para su desgracia, sigue escondido allí cuando un asaltante, que no logra ver, mata a la Sra. Sheldrake…para después desaparecer con todo y las alhajas.

Bernie tiene que salir del clóset en algún momento. Pero cuando salga tendrá que enfrentarse a la acusación de un asesinato que no ha cometido –además de un latrocinio que sin duda ha intentado cometer– a menos que él mismo logre pescar al asesino que lo ha dejado colgado.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2020
ISBN9781393404491
El ladrón dentro del clóset: Bernie Rhodenbarr, #2
Autor

Lawrence Block

Lawrence Block is one of the most widely recognized names in the mystery genre. He has been named a Grand Master of the Mystery Writers of America and is a four-time winner of the prestigious Edgar and Shamus Awards, as well as a recipient of prizes in France, Germany, and Japan. He received the Diamond Dagger from the British Crime Writers' Association—only the third American to be given this award. He is a prolific author, having written more than fifty books and numerous short stories, and is a devoted New Yorker and an enthusiastic global traveler.

Relacionado con El ladrón dentro del clóset

Títulos en esta serie (19)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Humor y sátira para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para El ladrón dentro del clóset

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El ladrón dentro del clóset - Lawrence Block

    Uno


    –El parque Gramercy –dijo la Srta. Henrietta Tyler–, es un oasis en medio de un mar cruel, un respiro ante las pedradas y los flechazos de la fiera fortuna, según las palabras del Poeta –de sus labios escapó un suspiro, de esos que siguen a la contemplación de un oasis en medio de un mar cruel–. Jovencito –me dijo–, no sé qué haría yo sin este bendito ámbito de verdor. Simplemente no sé lo que haría.

    El bendito ámbito de verdor es un parque privado acomodado entre las calles Veinte y Tantos Oriente de Manhattan. El parque está rodeado por una barda negra de hierro forjado, con una altura de un poco más de dos metros. Una reja cerrada a llave niega el acceso a la gente que no tenga derecho legal a entrar. Sólo aquellas personas que viven en ciertos edificios situados alrededor del parque y que pagan una cuota anual para la manutención de éste reciben una llave que abre la reja de hierro.

    La Srta. Henrietta Tyler, quien estaba sentada en la banca verde junto a mí, poseía tal llave. Llevábamos unos quince minutos de estar sentados lado a lado, los cuales le habían bastado para decirme su nombre y además para contarme una gran parte de su historia personal. Yo estaba bastante seguro de que, si le diera tiempo, me relataría todo lo que había sucedido en Nueva York desde que nació ella, acontecimiento que según mis cálculos habría ocurrido sólo uno o dos años después de la derrota de Napoleón en Waterloo. Era una dulce ancianita, la Srta. Henrietta, y llevaba un dulce sombrerito con velo. Mi abuela solía usar dulces sombreritos con velo. Ya no se ven con mucha frecuencia.

    –La ausencia de perros –decía la Srta. Henrietta–. Me da tanto gusto que no se permitan los perros en este parque. Es el último lugar que queda en esta ciudad donde uno puede caminar sin escudriñar todo el tiempo el pavimento bajo sus pies. Asqueroso animal, el perro. Deja su porquería por todos lados, donde sea. La delicadeza del gato es infinitamente mayor, ¿no es así? Pero no digo que me gustaría tener uno siempre allí. Jamás he logrado entender esa compulsión de mucha gente, de tener animales dentro de su casa. Es más, ni siquiera me gustaría tener un abrigo de pieles. Esas cosas hay que dejarlas en el bosque, pues ese es su lugar.

    Estoy seguro que la Srta. Henrietta no platicaría así con un extraño. Pero los extraños, como los perros, son seres inexistentes en el parque Gramercy. Mi presencia en el ámbito me señalaba como una persona decente y respetable, con ocupación remuneradora o ingreso independiente, uno de Nosotros, y no uno de Aquéllos. Mi ropa por cierto había sido escogida para reforzar esa imagen. Mi traje era de casimir fino y ligero, con un sutil cuadriculado en gris oscuro sobre un fondo gris claro. La camisa era azul pálido con cuello abotonado, de mediana longitud. La corbata era azul marino con rayas plateadas y azul cielo. El portafolio a mis pies, un esbelto modelo de gamuza Ultrasuede color cacao, le había costado a alguien una buena plata.

    Mi aspecto, en su conjunto, era el de un señor soltero que tomaba un breve descanso en el parque después de pasar un duro día encerrado dentro de una oficina mal ventilada. Tal vez este señor se había detenido en algún lado para beber dos bien merecidos martinis. Ahora tomaba un poco de aire a esta agradable hora de un atardecer de septiembre antes de irse trotando a su bien amueblado apartamento, para allí echar al microondas una cena de TV y tomarse una cerveza, a lo mejor dos, mientras que los Mets ganaban un partido por un pelo en los últimos segundos del juego.

    Bueno, pues no precisamente, Srta. Henrietta.

    Nada de duro día, nada de oficina mal ventilada. Nada de martinis, porque yo no me permito ni olfatear el corcho cuando estoy a punto de ponerme a trabajar. Y dentro de mi modesto apartamento no hay horno de microondas, ni tampoco cenas de TV, y dejé de mirar los partidos de los Mets cuando canjearon a Seaver. Mi apartamento está en la sección Occidental Superior, a varios kilómetros del parque Gramercy, y no pagué ni un centavo por el portafolio de gamuza Ultrasuede, porque me lo apropié hace unos meses cuando liberé la colección de monedas de un caballero ausente. Estoy seguro que él sí pagó una buena plata por el portafolio, y que éste contenía una buena plata en monedas bonitas cuando salí valsando por la puerta, llevándolo en la mano.

    Es más, yo ni siquiera tenía llave para la reja del parque. La había abierto con la ayuda de un ingenioso utensilio de acero alemán bien templado. Esa cerradura es tan fácil de abrir que es un chiste. Lo sorprendente es que no se meta allí más gente cuando quiere pasar una hora a salvo de perros y de extraños.

    –Esa costumbre que tienen de andar corriendo, dándole vueltas al parque –decía la Srta. Henrietta–. Ahí va otro. Mírelo nada más.

    Lo miré. El tío en cuestión debía ser como de mi edad, de unos treinta y cinco años, pero ya había perdido mucho cabello. Tal vez lo dejó atrás, por andar corriendo. En este momento corría, o trotaba, o lo que sea.

    –Uno los ve noche y día, invierno y verano. La cosa no tiene fin. Cuando el día es frío llevan esos trajes, trajes sudorosos, creo que les dicen. Unas cosas grises que les van muy mal. Cuando la tarde es cálida como la de hoy usan shorts de algodón. Usted qué opina, ¿será sano portarse así?

    –¿Qué otra razón pueden tener para hacerlo?

    La Srta. Henrietta inclinó la cabeza. –Sí, pero no puedo creer que eso sea sano –dijo–. Parece tan desagradable. Usted no hace nada por el estilo, ¿verdad?

    –De vez en cuando se me ocurre que eso podría hacerme bien. Pero nada más me tomo dos aspirinas y me meto en la cama hasta curarme de la idea.

    –Creo que usted es sabio. Por un lado, aquellos se ven ridículos, y no es posible que un acto de apariencia tan ridícula pueda ser bueno para la salud –una vez más, un suspiro se escapó de sus labios–. Por lo menos están obligados a hacerlo afuera del parque –dijo–, y no adentro. Por eso podemos estar agradecidos.

    –Como los perros.

    Me miró y sus ojos relumbraron detrás del velo. –Pues sí –dijo–. Igualito que los perros.

    • • •

    A las siete y media la Srta. Henrietta dormitaba ligeramente y el trotador se había ido trotando a otro lado. Lo que es más importante, una mujer con cabello rubio cenizo cortado a la altura de los hombros, blusa con motivos persas y jeans color trigo había descendido por los escalones de piedra en frente de Gramercy Park Oeste, número 17, había mirado su reloj, se había dirigido hacia la esquina y, dando la vuelta allí, había tomado la calle Veintiuno. Habían transcurrido quince minutos y no había regresado. A menos que el edificio contuviera dos mujeres de esa descripción, esta era Crystal Sheldrake, la casi-ex-esposa de Craig Sheldrake, el Mejor Dentista del Mundo. Y si ella había salido de su apartamento era hora de que yo entrara en él.

    Abrí la reja y salí del parque (para eso no hace falta una llave, ni un utensilio de acero alemán bien templado). Crucé la calle con el portafolio en la mano y subí las escaleras del número 17. El edificio era de cuatro pisos, un perfecto espécimen de arquitectura neoclásica construido a principios del siglo diecinueve. Originalmente, supongo, una sola familia había ocupado a sus anchas los cuatro pisos, guardando sus maletas y sus periódicos en el sótano. Pero los estándares se han desmoronado, como sin duda me podría haber dicho la Srta. Henrietta, y ahora cada piso era un apartamento separado. Estudié los cuatro botones de las campanillas en el vestíbulo, pasé por alto las rotuladas Yalman, Porlock y Leffington (nombres que tomados a trío suenan como una firma de arquitectos especializados en parques industriales) y apreté el que ostentaba el nombre de Sheldrake. No sucedió nada. Lo apreté de nuevo, y de nuevo nada, y entonces entré.

    Usando una llave. «La perra cambió la cerradura del apartamento», me había dicho Craig, «pero no podía cambiar la de la entrada al edificio sin irritar a los vecinos». La llave me había ahorrado dos minutos, pues la cerradura era bastante decente. Metí la llave en mi bolsillo y caminé hasta el ascensor. Pero estaba en servicio, la jaula descendía hacia mí, y decidí que no tenía muchas ganas de encontrarme con Yalman o con Porlock. Leffington vivía en la planta baja, pero decidí que también él podía estar dentro del ascensor, regresando a su base después de darle agua a su jardín en la azotea. No importaba, seguí caminando por el pasillo hasta las escaleras y subí dos pisos de escalones alfombrados hasta el apartamento de Crystal Sheldrake. En aras de la seguridad, apreté el botón y escuché una campanilla de dos tonos allá adentro. Entonces coloqué mi oreja contra la puerta y escuché un rato, y luego quité mi oreja y me puse a trabajar.

    La puerta de Crystal Sheldrake no tenía sólo una cerradura nueva, sino dos, ambas de marca Rabson. Las Rabson son buenas y además una de estas estaba equipada con el nuevo cilindro a prueba de ladrones. No es tan a prueba de ladrones como quieren hacernos creer, pero tampoco es un plato de hígado picado, y me costó algo de tiempo forzar esta condenada. Más tiempo me habría costado, a no ser porque en casa tengo dos cerraduras del mismo tipo. Tengo una en la sala, donde puedo practicar el abrirla con los ojos cerrados mientras escucho discos. La otra la tengo en mi puerta de entrada, para que no se metan ladrones menos industriosos que yo.

    Forcé la cerradura con mi ganzúa, aunque con los ojos abiertos, y lo primero que hice después, aún antes volver a echar el pasador detrás de mí, fue darme una vuelta rápida por todo el apartamento. Un día no me tomé la molestia de hacer esto, y más tarde resultó que dentro del apartamento había un muerto, y la situación se convirtió en una vergüenza de las peores. Si la experiencia es una maestra tan efectiva, es porque uno tiende a recordar sus lecciones.

    No había muertos. Tampoco había vivos, excepto yo. Regresé y cerré las dos cerraduras, dejé caer mi portafolio sobre un sillón victoriano de palo de rosa, me puse un par de guantes muy delgados que me quedaban tan apretados como mi propia piel, y me puse a trabajar.

    Estaba jugando un jueguito que se llama Cazar el Tesoro. «Me encantaría que dejaras el lugar vacío, desnudo hasta las cuatro paredes», me había dicho Craig, y yo estaba dispuesto a hacer todo lo posible para complacerlo. Al parecer, las paredes eran más de cuatro: la sala por la cual había entrado, un comedor completo, un dormitorio grande, otro pequeño que estaba amueblado como una especie de estudio y cuarto de televisión, y una cocina que tenía piso de ladrillo falso y muchas cazuelas de cobre colgadas en ganchos de hierro. La habitación que más me gustó fue la cocina. El dormitorio era virginal, lleno de faralás, el estudio angular y falto de inspiración, la sala un triunfo ecléctico con ejemplares del mal gusto a través de los siglos. Así que empecé por la cocina y encontré seiscientos dólares dentro del refrigerador, en el compartimiento para la mantequilla. Un sorprendente número de personas guarda dinero en la cocina, y muchas lo esconden dentro del refrigerador. Dinero frío, supongo. Pero no encontré estos seiscientos a base de promedios. Yo tenía información del interior.

    –La puta guarda dinero dentro del refri –me había dicho Craig–. Por lo general tiene unos doscientos escondidos en la cajita para mantequilla. Guarda el oro con la mantequilla, porque son del mismo color.

    –Muy inteligente.

    –¿Verdad? Y guardaba la marihuana dentro del bote para té. Si ella viviera en donde la gente tiene céspedes, probablemente guardaría la mota dentro del recipiente para semilla de pasto. Son hierbas.

    No miré dentro del bote para té, así que no me enteré de qué clase de tisana contenía. Guardé el dinero en mi cartera y regresé a la sala para ver qué encontraba dentro del escritorio. Había más dinero en la gaveta superior, a mano derecha, unos doscientos dólares cuando mucho, en billetes de a diez y de a veinte. No era muy emocionante, pero sin embargo yo me estaba emocionando, con ese cosquilleo automático de la excitación que se despierta en el instante en que entro en domicilio ajeno, la excitación que crece cada vez que pongo las manos sobre propiedad ajena y la vuelvo mía. Ya sé que todo esto es moralmente reprensible y hay días en que eso me molesta, pero ni modo. Me llamo Bernie Rhodenbarr, soy ladrón de domicilios y me encanta hurtar. Simplemente me encanta.

    El dinero se acomodó dentro de mi bolsillo y se volvió mío. Me puse a abrir y cerrar de golpe las otras gavetas del pequeño escritorio, y muchas, una tras otra, resultaron vacías de todo objeto notable, y luego abrí otra más y encima de todo su contenido había tres estuches, al estilo de los que se usan para relojes de calidad. El primero estaba vacío. El segundo y el tercero no. Uno era Omega y el otro Patek Philippe y ambos estaban preciosos. Cerré los estuches y los coloqué dentro de mi portafolio, su lugar correcto.

    Los relojes eran magníficos; no había nada más dentro de la sala, pero en realidad yo ya tenía más de lo esperado. Porque la sala, como la cocina, no era más que un ejercicio para irme calentando. Crystal Sheldrake vivía sola, aunque muchas veces tenía visitas que pasaban la noche en su apartamento, y era poseedora de una gran cantidad de alhajas valiosas, y las mujeres guardan sus joyas en el dormitorio. Estoy seguro que piensan que lo hacen así para tenerlas a la mano cuando se están vistiendo, pero yo creo que la verdadera razón es otra: rodeadas de oro y diamantes, duermen mejor. Así se sienten seguras.

    –Me volvía loco –había dicho Craig–. A veces dejaba las cosas sin guardar, donde se veían a simple vista. O simplemente arrojaba una pulsera o un collar dentro de la gaveta superior de la mesa de noche. La mesa de noche del lado izquierdo era la suya, pero supongo que ahora las dos son suyas, así que busca en ambas –pues claro–. Yo le rogaba que guardara algunas de esas cosas en una caja de depósito en el banco. Ella me decía que era demasiada lata. No me hacía caso.

    –Esperemos que no haya empezado a hacerte caso recientemente.

    –No, Crystal no. Ella jamás ha escuchado a nadie.

    Llevé mi portafolio al dormitorio y me dispuse a mirar por mí mismo. Aretes, anillos, pulseras, collares. Prendedores, dijes, relojes. Joyería moderna y joyería antigua. Cosas que no estaban mal, otras que estaban bien, y otras más que ante mis ojos, razonablemente profesionales, parecían estar muy, pero muy bien. Los dentistas reciben ciertas cantidades en efectivo, además de los cheques, y aunque sea difícil creerlo, una parte de ese efectivo jamás es reportado a la Oficina de Impuestos. Una porción se convierte calladamente en alhajas, y de manera igualmente callada, esas alhajas pueden convertirse de nuevo en efectivo. No por la cantidad entera que costaron en primer lugar, porque el traficante promedio es bastante más cauteloso que el dentista promedio, pero de todas maneras la suma resultaría impresionante, tomando en consideración que en sus comienzos no había sido más que un montón de dolores de muelas y endodoncia.

    Busqué con mucho cuidado, pues no quería perderme nada. Crystal Sheldrake tenía un apartamento muy bien ordenado en la superficie, pero el contenido de sus gavetas era un escándalo, con abalorios y bagatelas mezclados con pantimedias enmarañadas y frascos de cosméticos medio vacíos. Así que me fui despacio; mi portafolio se fue poniendo más pesado mientras que mis dedos se volvían más ligeros. Tenía mucho tiempo a mi disposición. Ella había salido del edificio a las siete y cuarto, y probablemente no regresaría hasta pasada la media noche, si es que volvía antes del amanecer. Su costumbre, según Craig, era detenerse a tomar uno o dos tragos en cada uno de varios abrevaderos, cenar en algún sitio por el camino y después dedicar unas cuantas horas a emborracharse en serio y a buscar hombres, aún más en serio. Claro que había noches planeadas por adelantado, citas para ir a un restorán o al cine, pero esta vez había salido del edificio vestida para una noche de diversión casual.

    Eso significaba que traería un extraño a su casa, o que ella iría a la casa de un extraño. De una manera u otra, cuando ella cruzara de nuevo su propio umbral yo ya estaría muy lejos. Si se decidían por la casa de él, a lo mejor yo tendría tiempo para colocar las alhajas con un traficante antes de que ella las echara de menos. Si ella venía a su propia casa con el hombre y los dos estaban demasiado pedos para darse cuenta de que algo faltaba, y si

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1