Corazón indómito
Por Corín Tellado
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Corazón indómito - Corín Tellado
I
—Tú no tocarás esto, ¿lo oyes? ¡No lo tocarás!
Y Joan Swinnerton, con su cuerpecillo frágil y desgarbado, plantóse ante la bola de nieve con gesto de reina, al tiempo de alzar la cabeza arrogantemente y plasmar en sus ojos incoloros una expresión de indómito orgullo.
—Todo esto es mío —añadió con su voz infantil, plena de suficiencia—. Tú eres un plebeyo. Vete con los hijos de Button. Allí está tu lugar... A nosotros, nos manchas.
Lo dijo con tanta fuerza, que los ojos azules de Edgar Karr se tiñeron de sangre, a causa de la ira que de nuevo hubo de morder por no disgustar a su padre.
La hija única de Lord Swinnerton lo contempló fríamente. Después, lanzó sobre el cuerpo fuerte de Edgar una mirada de desprecio, y se volvió a sus primas.
—Continuemos, Bob. Ese se marchará.
Bob y Susy se encogieron de hombros. Luego, la muchachita fue hacia Edgar, que tieso y callado los contemplaba sin retroceder un paso, y, cogiéndole una mano, musitó dulcemente:
—Joan, yo quiero jugar con Edgar. ¿No ves que tiene ganas de llorar?
Edgar se revolvió como una víbora. Mirólos a todos con sus ojos grandes y expresivos, y extendiendo la mano como si temiera una nueva aproximación de la sobrina de Lord Swinnerton, dijo con arrogancia:
—Mis ojos no saben lo que es llorar. ¡Yo no lloraré jamás!
Y, dando media vuelta, se alejó apresuradamente. Las pupilas de Joan, brillantes de rabia, se clavaron en el cuerpo fuerte y ancho del hijo del administrador, y sus dientes rechinaron lúgubremente.
—Me da mucha pena ese chico, Joan.
La hija del millonario lord, se volvió rápidamente. Contempló a su prima de arriba abajo, y su voz soné con matices broncos:
—Vete con él, si lo deseas, pero te garantizo que si lo haces has terminado para mí.
Después se inclinó sobre la bola de nieve, y alcanzando su paleta, tomó la dirección del hermoso palacio.
La pobre Susy corrió tras ella.
—No me iré con Edgar, Joan, te lo juro, pero sigue jugando. Anda, primita.
Joan rió entre dientes. Su cuerpo desgarbado y desagradable pareció crecer ante sus compañeros. Era la reina, aquellos eran sus vasallos, y a pesar de sus pocos años, tenía la seguridad de que siempre, donde quiera que se hallara, su voz de mando sería escuchada atentamente, sobresaliendo de las demás.
Jamás había tenido quien contrariara sus deseos. Siempre había sido su voz altiva la única escuchada con atención, y por esa causa Joan se creyó la dueña del mundo y de los seres que la rodeaban.
La única que hubiera contenido los ímpetus avasalladores de la chiquilla, era su abuela, y ésta había muerto cuando ella vino al mundo —poco después de la madre de Joan—, dejando a la nena en manos de su hijo, cuya carrera de diplomático lo alejaba más y más de aquella muchachita indómita que, firme y orgullosa, caminaba por la inmensa avenida del parque, con la cabeza alta y una frase despectiva siempre a flor de labios.
Los criados la trataban como si en realidad fuera una gran dama y no una nena de apenas nueve años, dejando que en los ojos de expresión fría se hincara cada día más la chispa del poder y la soberbia. En aquellos días, su padre había regresado de la India, para no volver más. Se retiraba del mundo, porque su salud, bastante quebrantada de por sí, se había malogrado mucho a causa de una enfermedad crónica que no le permitía ni siquiera alternar con la sociedad selectísima a la que pertenecía.
Era un hombre sencillo, bueno y cordial. Sus criados le adoraban y si era el padre de Edgar, jamás habían dejado de ser excelentes amigos.
Aquella mañana se hallaba en la terraza, contemplando los juegos de su hija y pudo presenciar el orgullo desmedido que brillaba en la mirada de Joan. Frunció el ceño, y volviéndose lentamente hacia el administrador, vio con dolor que la faz de su amigo se hallaba terriblemente crispada.
—Hay que evitar esto —dijo enérgico, apoyándose más en su bastón—. Joan es orgullosa como toda la familia de su madre, pero yo dominaré ese orgullo. Es preciso que Joan sea, con el tiempo, una mujer como lo fue mi madre. Jamás toleraré que se parezca a mi esposa.
Y en la inflexión de aquella voz potente, había un mundo de amargura.
Karr lo miró suplicante. Era un hombre de rostro noble, donde los ojos tenían aquella expresión dulcísima que brillaba en la faz de facciones correctas. No era alto, pero su cuerpo fuerte y ancho tenía algo poderoso que invitaba a la admiración. La frente despejada la coronaba una mata de cabellos grises y la piel tersa le daba aún más personalidad.
—Joan es una chiquilla —comentó, mientras sus ojos iban a clavarse en la figura de la chiquilla que, ajena a la observación de que era objeto, continuaba en sus juegos en unión de dos primos—. El tiempo es un gran maestro, milord, y Joan tiene aún mucho tiempo para aprender.
—El tiempo, en un carácter como el de mi hija, pasa sin decir que lo hace. Me parece que Joan lleva el orgullo en la sangre. Mira y observa a sus primos: son dos infelices, dos criaturas, y sin embargo, Bob ya tiene quince años.
Movió la cabeza de un lado a otro, y añadió con pesar:
—El día menos pensado este soplo de vida que me queda, se irá también, y entonces Joan quedará a merced del mundo. Es lamentable, amigo mío. Muchas veces tengo miedo hasta de pensar, porque mi temor al dejarla aquí, es demasiado intenso...
Pasóse una mano por la frente, y limpió el frío sudor que la perlaba.
—En cambio, tu hijo es un excelente muchacho. Ahí se ve personalidad, carácter, que aun con ser firme y seguro, jamás roza los límites de la soberbia. ¡Cuánto daría por que Joan llegara a ser algún día una mujer como lo fue mi madre!
Y como si quisiera destruir el recuerdo, dio un paso atrás, dejando al administrador solo y pensativo.
* * *
El administrador le encontró recostado contra el quicio de la puerta. La mirada ausente, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón de franela, y la cabeza inclinada hacia el suelo. Se aproximó a él, lo contempló dulcemente y posando la mano en el hombro de Edgar, dijo cariñoso:
—Ea, chiquillo, vayamos adentro. ¿Qué haces aquí? No hay que ponerse de esa forma por la tontería de una muchacha consentida.
Edgar, que hasta entonces parecía ajeno a la proximidad de su padre, alzó la cabeza con presteza y mirándole al fondo de los ojos, preguntó ronco:
—¿Piensas, acaso, que tengo en cuenta las palabras de ella?
—¿Por qué, entonces, estás pensativo? Tienes un carácter alegre por naturaleza, hijo mío, llevas la sonrisa a flor de labio, eres optimista y dicharachero... —Miró la cabeza de un lado a otro y se encogió de hombros—. Lady Joan es una muchacha extraña, y tú aún no sabes comprenderla.
La risa de Edgar sonó a falsa. Su padre lo miró fijamente y frunció el ceño.
—¡Lady Joan! —desdeñó fríamente—. ¿Quién se habrá creído esa muchacha que es? ¡Lady Joan!
Y como si el tratamiento sonara a burla en sus oídos, soltó una estrepitosa carcajada, al tiempo de dar la espalda a su padre y caminar en dirección al interior de la vivienda.
—¿Qué sucede, Edgar? —preguntó su madre, saliéndole al paso.
Era una mujer menuda, de rostro afable y mirada extremadamente cariñosa. Edgar la abrazó estrechamente. Después, volviendo la cabeza hacia su padre, contestó sin dejar de reír. El señor Karr vio que en los ojos de su hijo había prendidas dos lágrimas, pero no supo si eran producidas por el orgullo, la rabia o la pena.
—Papá pretende que estoy pensativo por dos tonterías que ha dicho la hija de Lord Swinnerton.
—Hubiera sido absurdo —repuso la dama, mirando significativamente a su marido.
Luego, Edgar se desprendió de los brazos de su madre, y se fue apresuradamente, en línea recta, hacia su cuarto.
Los ojos del señor Karr le siguieron hasta que hubo desaparecido.
—¿Otra vez, Michael?
El administrador dio la vuelta, y la contempló de frente.
—Otra vez, Dolly, y siempre será igual mientras ambos no cambien.
—El no cambiará. Es un muchacho noble y cariñoso. Ella es totalmente diferente.
Vino a sentarse sobre un sillón y cruzó las manos sobre el regazo. Karr quedó de pie ante ella.
—Siempre he dicho que se parecía a su madre. ¿Recuerdas? Ya cuando la vi en el jardín en los brazos de su nodriza, observé que en sus ojos verdes había la misma expresión dominante que en los de Lady Maud...
—No digas eso. Ella era una mujer hermosísima, mientras que su hija es bien distinta. Ni sus ojos son verdes ni su cuerpo se asemeja al de aquella mujer de figura de estatua... No, Michael. Lady Maud era una dama muy bella. A veces pienso que demasiado bella y Joan no tiene ni el más leve parecido.
—¡Ta, ta! No digas tonterías. Joan es una chiquilla. ¡Dios mío, si apenas tiene diez años! ¿Qué sabemos nosotros lo que puede llegar a ser aún?
Y como Edgar hacía su aparición en la estancia, ambos esposos cambiaron el rumbo de la charla.
* * *
Aquella misma tarde, Susy y Bob marchaban de nuevo a Londres, donde los esperaban sus padres.
Joan había permanecido en la terraza, con los ojos clavados en la lejanía hasta que el lujoso automóvil desapareció en aquella carretera blanca e interminable. Luego, volvióse hacia su padre, que pensativo descansaba en una amplia butaca, y dijo suspirando:
—Me gustaría ir con ellos,
Aquella voz infantil, llena de matices altaneros, tuvo la virtud de traer a la memoria del caballero el recuerdo de lo sucedido aquella misma mañana.
Alzó la cabeza y contempló a su hija con manifiesto dolor.
—Ven a mi lado, Joan. He de decirte algo.
La chiquilla se aproximó despacio, dejándose caer sobre un cojín.
—Escucha, Joan. Voy a contarte un cuento. ¿Prestarás atención?
—Bueno.
—Era una vez un hombre noble y cariñoso, que no tenía más objeto que encontrar una mujer cariñosa y noble que supiera comprenderlo