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Efecto Cotard, versión gratuita
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Libro electrónico300 páginas4 horas

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Información de este libro electrónico

Una extraña enfermedad se extiende por el mundo. Sus síntomas resultan extraordinarios y desconcertantes.

Katherine Riddle, una eficiente agente de la NSA, ha establecido un sorprendente vínculo entre ese proceso y una organización secreta cuyo origen se remonta a tiempos bíblicos. Junto con Richard Jasper, un compañero cuya malograda vida sentimental lo ha convertido en un controvertido activo de la agencia, se enfrentará a un reto mucho mayor del que jamás pudiera imaginar.

Efecto Cotard es un palpitante thriller donde el temor a lo sobrenatural  y la acción policial se entremezclan constantemente, imponiendo un vertiginoso ritmo de sucesos y conjeturas. Una novela brillante que obligará a leer con avidez a fin de descubrir, capítulo a capítulo, los sorprendentes y originales giros que se esconden en cada línea argumental.

El presente libro es una muestra gratuita, aproximadamente la mitad de la obra completa.

Edición corregida y revisada: 1 de Julio 2018

IdiomaEspañol
EditorialCarter Damon
Fecha de lanzamiento12 jul 2018
ISBN9781386265580
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    Vista previa del libro

    Efecto Cotard, versión gratuita - Carter Damon

    INDICE

    CAPITULO 1

    CAPITULO 2

    CAPITULO 3

    CAPITULO 4

    CAPITULO 5

    CAPITULO 6

    CAPITULO 7

    CAPITULO 8

    CAPITULO 9

    CAPITULO 10

    CAPITULO 11

    CAPITULO 12

    CAPITULO 13

    CAPITULO 14

    CAPITULO 15

    CAPITULO 16

    CAPITULO 17

    CAPITULO 18

    CAPITULO 19

    CAPITULO 20

    CAPITULO 21

    CAPITULO 22

    CAPITULO 23

    CAPITULO 24

    CARTA 1º

    CARTA 2ª

    "Que a partir de ahora no volveréis al cielo

    Y por todas las épocas

    No subiréis"

    Libro de Enoc

    CAPITULO 1

    El cielo desapacible y plomizo, cargado de nubes cenicientas empujadas por un recio viento de poniente, se cernía amenazador sobre Georgios y el sombrío extranjero que le acompañaba. El ánimo de Georgios  se hundía por momentos. Parecía que la promesa de la paga se hacía lejana y el ímpetu con el que había aceptado el trabajo días atrás se diluía como  un azucarillo en una enorme jarra de agua.  Trepaban por un angosto acantilado y  el vértigo se arremolinaba en su estómago como si las mismas ráfagas de viento que alborotaban su pelo rizado también revolvieran sus entrañas. Más de cincuenta metros en caída libre. Georgios tragó saliva. Un paso en falso en la estrecha y empinada escalera de piedra por la que ascendían y sería el final. El griego se agarraba, escalón a escalón, clavando los dedos, incluso las uñas, en el granito, que con su aspereza, parecía rechazar y repeler  ariscamente  la visita de aquellos intrusos.

    Contaba la leyenda que antaño, el Ser Supremo, deseando establecer un lugar privilegiado para aquellos que querían dedicar la vida a la oración, arrojó del cielo estas impresionantes moles rocosas que ahora sobresalían del valle de Tesalia, en el norte de Grecia, como una majestuosa presencia. Su denominación, Meteora, reflejaba el origen de su mitología, algo venido de fuera de este mundo. La idea resultaba romántica cuando se observaban las prominencias de piedra en la bruma de las últimas horas de la madrugada, al verlas surgir magnificentes y poderosas de entre los vapores neblinosos. Se habían aproximado a los acantilados  a través de una vertiente apenas conocida, traqueteando con un jeep alquilado por un camino de grava y barro. Las  impresionantes siluetas se desdibujaban ante Georgios como una portentosa osamenta de una criatura antediluviana. Muy distintas resultaban ahora, a mitad de camino de una de las cimas, en una aventura de pesadilla de la cual quería despertar cuanto antes. Y así, aferrado a la roca de granito que era a la vez sendero y asidero, rememoraba las horas de los últimos días como el náufrago que asido a un madero ve pasar ante sus ojos las alegrías y pesares de su vida, intuyendo que su fin está próximo. ¿Cómo había llegado a esa situación?

    *****

    El hombre que le acompañaba le intimidaba. Su conversación días atrás, cuando se habían conocido, había resultado muy especial y de alguna manera... habían conectado. Georgios había sentido que la propuesta que recibía no era una oferta laboral cualquiera. El extranjero parecía introducir, tal vez con su acento inglés particular, un deje de reto, un cómplice guiño a participar en la búsqueda de un tesoro que no estaba escondido en una isla, sino en una especie de escondrijo milenario custodiado por una rara estirpe de guardianes. La historia que dejaba entrever en su monólogo lento, interesadamente lento, de eso estaba convencido Georgios, era como el anzuelo, que atractivo, por su brillo y por el suculento cebo que en él permanece clavado, aguarda paciente al pez incauto. Él, inexperto doctorado de filología de griego antiguo, había picado como un novato. Tal vez el hombre había estado buscando desesperadamente un intérprete en una materia muy particular y seguramente no le extrañaba que bajo aquellas condiciones sospechosas la mayoría de los requeridos hubieran rehusado tal honor. Sin embargo Georgios intuía que el hombre, avispado, había detectado su punto flaco, y hábilmente había movido los hilos de la conversación para pulsar los resortes debidos. Un tanto de dinero, otro tanto de aventura, y sobre todo, el reto de descubrir una traza de la historia universal, regado todo ello con  un buen raki, un aguardiente griego, servido a altas horas de la noche, confería al proyecto un aura irreal de gran epopeya griega, de hazaña proscrita, de conspiración truculenta. Pero el calor y la luz de misterio que tan magníficamente se había delineado en esa conversación tardía de taberna de estibadores ateniense, había quedado completamente distorsionado y hasta  olvidado, dado el cariz que tomaba la misión en aquel ascenso a las alturas de Tesalia, y aquel recuerdo romántico que tanto había contribuido a ilusionarle en un principio, le parecía ahora a Georgios un artificio, una mala pasada que le había gastado su imaginación del cómo debía ser una aventura en el mundo real.

    Meteora era famosa por sus monasterios colgantes, y cuando aquel hombre misterioso le propuso que le sirviera como intérprete porque pretendía mantener una entrevista con un monje ortodoxo que aún habitaba uno de aquellos lugares emblemáticos de la Grecia septentrional, pensó que sin duda se trataba poco más que visitar alguno de los monasterios habituales inscritos en las multitudinarias excursiones de turistas. El mérito de su contratación estribaba más bien en su disposición a emprender aventuras de índole académica y a sus particulares aptitudes eruditas. Sin embargo, ante algo tan prosaico y tan escasamente arriesgado el contratista sabía aderezar elementos, bien sea una mirada, un ademán, un echarse hacia atrás en el respaldo de la silla después de haber dicho algo a medias, como el jugador de póker que muestra su mano y espera a que los demás hagan lo propio, que confería a su propuesta no el ánimo de quien ofrece un vulgar empleo, sino más bien, un reto,  la oportunidad de una  vida. No era un monasterio convencional. No era un monje acostumbrado a recibir visitas. Había picado la curiosidad del griego y se había aprestado a colaborar con el extranjero.

    Y así se había iniciado la jornada en una mañana brumosa y fría de otoño. El hombre, moreno, de barba compacta y de semblante magro, mantenía ahora una conversación escasa y una actitud tan gélida como el viento que soplaba. Una tensión interior desconocida había eliminado toda sombra de cortesía y amabilidad en su trato. No quedaba en él ni rastro de la confraternización de días atrás, ni trazas de las miradas cómplices ni de las insinuaciones de misterio que había deslizado en su conversación... hasta el punto que Georgios no sabía ya si era  imaginación suya, como un espejismo que se desvanece, el magnetismo y atracción que el extranjero habían despertado en él. Por su parte, y debido a su desconcierto, atribuía al exceso de raki la evanescencia y el romanticismo de sus recuerdos. El reencuentro le había deparado un trato frío y taciturno, casi brutal por el contraste, como el que dispensa el terrateniente que espera impaciente al operario que se dispone a cavar una fosa y que no quiere ser entretenido en conversaciones intrascendentes. De pronto Georgios comprendía, como un mal jugador de cartas, que había mostrado atolondradamente todas sus figuras como un burdo aprendiz, mientras que su acompañante mantenía su mano inescrutable... Nada sabía de él ni de lo que pretendía verdaderamente. Sentía que sin saber cómo, ahora que su vida estaba en el aire,  la apuesta había subido.

    Pronto se dio cuenta Georgios que la excursión no iba a seguir los caminos transitados por turistas y guías. El extranjero había maniobrado abruptamente a fin de abandonar la pista por la que circulaban y se había encaminado con decisión, campo a través, hacia  la base de un impresionante grupo de rocas verticales que conformaban un paisaje acantilado que parecía de otro mundo. Allí estaban, al pie de los meteoros, enormes bloques de piedra, de traza vertical, sobresalientes y majestuosos, labrados por el más paciente de los escultores, el tiempo. A veces incomunicados unos de otros y en otras ocasiones enlazados en caprichosas formaciones. Su color y textura diferían por completo de las tierras del valle, llanuras arcillosas salpicadas de matorral y árboles achaparrados, o los bosquecillos espesos de un verde intenso que se aglutinaban a los pies de los gigantes de roca.

    Para su sorpresa dirigieron sus pasos hacia lo que parecía una pared vertical, tan impracticable que parecía que ni en escalada libre pudiera avanzarse lo más mínimo. Pero el extranjero sabía muy bien lo que buscaba y rápidamente encontró, disimulada, una escarpadura que permitía trepar por la roca a aquel que tuviera un mínimo de pericia.  Así,  en la cara más sombría del cerro, el sendero se iniciaba abrupto, y sugería en la mente del joven griego  que el ascenso iba a resultar memorable.

    En esos primeros momentos Georgios se sintió aturdido y opuso cierta resistencia a embarcarse en semejante excursión. Él no era persona dada a ese tipo de ejercicios, aunque intuía que la palabra ejercicio se quedaba corta para lo que prometía el risco que pretendían escalar. Ya a los pocos minutos de apoyar manos y piernas y avanzar dificultosamente hacia los cielos, la distancia que los separaba del suelo era notable. El ánimo de desdecirse de lo pactado fue medrando en el corazón de Georgios como una pleamar, que con cada nueva acometida alcanzaba un punto de la costa más elevado. Georgios se armaba en silencio de nuevos argumentos dispuesto a encararse con su acompañante y abandonar la empresa. Y como las olas que vienen y van acariciando la arena tersa de una playa así se debatían en el interior de Georgios, entre suspiros y sudores, los pros y contras de dar por finalizada su contratación. Su  respiración parecía más agitada por cada nuevo peldaño que ascendían, y su pulso se aceleraba con el simple elevar la mirada y valorar cuanto quedaba aún por escalar. Georgios recordaba preocupado que en el colegio él era de los últimos en la clase de deportes.

    Pero estaban en un lugar tan aislado que contradecir a aquel hombre de aspecto belicoso le parecía otra temeridad. Para salir de ese callejón sin salida intentaba pensar en algo agradable. Korina. 

    ¡Qué suerte había tenido de conocer a Korina y enamorarse! Aquel chispazo de emoción ayudó a serenar su temple. La imagen de Korina no era un simple rostro que aparecía fugazmente en su mente. Era la idea de una vida placentera y serena junto a la persona que parecía reunir una disposición de carácter tan simétrica a la suya que a veces asustaba. El joven griego temía la posibilidad de que semejante conjunción de personalidad pudiera algún día desbaratarse por los cambiantes caprichos del destino, como el pintor que ya vislumbra su obra maestra casi completada, pero que teme que un nuevo brochazo le aleje  de la promesa de lograr un algo sublime que ya se intuye. En poco tiempo terminaría el doctorado y probablemente podría dar clases en la universidad. Junto a esa perspectiva, Korina era su billete de embarque rumbo a la felicidad... y estaba tan alcance de la mano... Sin embargo la debilidad de su prometida por antojos de toda índole a menudo disolvía su autocomplacencia y le obligaba a abandonar su cómodo letargo académico. El hecho de que a su amante se engatusara con alhajas, prendas de marca y todo género de caprichos, y que Georgios orbitara hipnóticamente en derredor de la joven, le forzaba a salir de su vida rutinaria de doctorando y desvelarse por ver cumplidos los sueños de Korina. Y ante la necesidad de satisfacer convenientemente las complacencias de Korina, siempre acababa echando mano de su paupérrima tarjeta de crédito. Sí, no cabía duda de que el miedo a defraudar a Korina también había obrado como un importante acicate a la hora de asociarse con el extranjero.... La paga era buena, muy buena.

    *****

    El extranjero le habló, por primera vez desde que habían iniciado la ascensión, y su  voz grave sobresaltó a Georgios.

    -Aquí hay que saltar. – Era una advertencia formulada en un tono tranquilo pero que hacía alusión a una maniobra que nada tenía de sencillo. Georgios se inclinó hacia el extranjero, que ascendía por delante de él, a fin de vislumbrar a qué se refería. Al contemplar con sus propios ojos el abismo que se abría entre él mismo y la continuidad de la travesía y a que era necesario saltar sobre ese inacabable vacío, sintió que su corazón golpeaba su pecho con la fuerza de un martillo, hasta el punto de sentir que su respiración se detenía y una sensación de desmayo se apoderaba del filólogo.

    Georgios se dijo que ni un experto alpinista sería capaz de dar aquel salto. Supo que jamás lograría superar aquella dificultad. Se agarró a la piedra hasta el punto de sentir sus dedos agarrotados. Sus manos pobladas de arañazos y con casi todas las articulaciones del cuerpo sufriendo algún género de magulladura, clamaban por un descanso. Se sentía incapaz de seguir a su intrépido contratista.  El vértigo lo dominaba. Su respiración desacompasada e irregular reflejaba su penoso estado físico.   

    Allí, delante del extranjero, parte del sendero había desaparecido por completo, imposible saber desde hacía cuanto tiempo. Tan solo la marca en la roca, de un tono distinto, indicaba donde otrora una parte de la misma se hubiera desgajado, eliminando por completo tres o tal vez cuatro de aquellos estrechos escalones.  Ante él se abría un vacío que juzgaba como absolutamente insuperable. Tan sólo era un salto de un metro, pero el abismo que mostraba resultaba aterrador. Una muerte segura. Se recreó en  el vértigo de la caída... unos segundos en los que las ropas aletearían, el pelo se enredaría en su cara... tal vez golpeara algunos salientes en aquellos segundos voraces y quedara inconsciente, antes del definitivo y seguro final, sin estertor ni otro sufrimiento último que no fuera la agonía del vuelo. Georgios negó con la cabeza.

    El hombre que le acompañaba, aún siendo joven,  le parecía a Georgios mucho mayor que él mismo. Debía superar holgadamente la cuarentena pero su fisonomía flaca y atlética contribuía a crear una duda razonable en torno a cuanto más joven que lo que esa primera estimación pudiera incitar. Sus ojos indescifrables le miraron fijamente unos segundos, como sopesando el valor del griego. Después se volvió hacia delante, encarando el abismo, y saltó sobre el vacío.... Aterrizó con agilidad felina, pero por un momento pareció desequilibrarse y Georgios gimió de miedo.

    El hombre se volvió de nuevo hacia él desde el otro lado del precipicio y le tendió la mano, aguardando que el propio Georgios saltara, para ayudarlo. Tal vez su rostro sin afeitar y la expresión severa y malencarada con la que se dirigía a él contribuían a desorientar al griego. Sin embargo, lo que atenazaba su espíritu  hasta desconcertarlo por completo, era esa voz autoritaria, inflexible y una mirada que no admitía vacilaciones de ninguna clase. Georgios diría que mirando fijamente esas pupilas encendidas sería capaz de atravesar los nueve círculos del infierno. A saber qué intenciones ardían tras ese brillo, pensó asustado. Pero en cuanto su mirada se desclavó del otro y  se perdió en la caída libre que se abría a sus pies, su voluntad flaqueó definitivamente. Sintió que se mareaba, palideció y un sudor frío empapó su frente. Su expresión de cordero degollado era harto elocuente. Pero el extranjero ignoraba su temor y seguía aguardando al otro lado con una mano tendida, la otra férreamente sujeta a una hendidura y el cuerpo tenso, invitándole a dar el salto y dispuesto a atraparlo si por casualidad daba un mal paso. Georgios decidió que había llegado el momento de poner fin a semejante disparate.

    -Por supuesto que no voy... - su voz sonó vacilante pero inequívoca. Había hablado en griego presa de la agitación, olvidando que su interlocutor no entendería nada, aunque la entonación y su mirada acobardada lo decía todo. Sin embargo, a tenor del nuevo ademán apremiante que le hizo para animarle a dar el paso, el extranjero ignoraba notoriamente su voluntad.

    Un halcón lejano emitió un agudo chillido que resonó entre las masas de piedra creando un efecto tétrico que a Georgios la parecía ya de por sí premonitorio, como un aviso de pesadilla que invitaba a huir, a que escapara de aquella aventura infernal cuanto antes. La situación resultaba asfixiante, como una invisible partida de ajedrez de dos voluntades enfrentadas en la que Georgios sentía que había de ganar inexorablemente pues de otra manera era segura su muerte. En lo más recóndito de su subconsciente ya articulaba palabras de excusa ante una imaginaria Korina que hacía mohines de desencanto al no ver satisfecho la sorpresa que él, incauto, ya había prometido. Son curiosas las cosas que pueden cruzarse por la mente en una situación dramática. Iba a decepcionar a Korina.

    -Georgios... -la voz del extranjero sonaba segura a la vez que terriblemente decidida.- Si no vienes conmigo éste será un camino sólo de ida para ti.

    Al no comprender exactamente qué decía,  Georgios consideró en su primera interpretación trataba de un simple error gramatical y que no había oído lo que creía haber entendido. Él por su parte siguió articulando frases inconexas y entrecortadas, alternativamente en inglés y griego, explicando que tal hazaña estaba muy por encima de sus habilidades, que regresaría sin cobrarle un céntimo por la excursión y que semejante nivel de riesgo debía haberse expuesto más claramente cuando se detallaban las condiciones del trabajo. Su nerviosismo le impedía concluir las frases correctamente porque en su mente se agolpaban los argumentos sin orden alguno. Sin embargo la mirada renuente del hombre y su insistencia contumaz, firme, autoritaria, al repetir una segunda vez la misma frase, remachando cada palabra  con atisbo de violencia en el rostro, le hicieron ver la luz, como un breve y deslumbrante chispazo del entendimiento, y en un instante, como el relámpago que ilumina una estancia oscura, comprendió Georgios de pronto que aquel hombre lo estaba amenazando de muerte.

    Maldijo para sí una y otra vez mientras miraba alternativamente adelante y atrás, evaluando al tamiz de la amenaza, que era menos imprudente, si seguir o regresar.

    -A la de tres salta a donde estoy....

    Imposible decir no. Si de Georgios hubiera dependido se habría despertado en  la cama de su desaliñado apartamento de Atenas deseando que todo aquello no fuera sino una breve y desgraciada ensoñación. Pero ni siquiera la huida era una opción. No le cabía duda que su descenso por aquel camino impracticable sería lento y torpe. Si la amenaza de aquel hombre era cierta nunca concluiría ese descenso por su propio pie.

    El extranjero contó hasta tres, y efectivamente, Georgios saltó, tal vez con demasiado ímpetu, con lo que casi embistió al hombre que le aguardaba con la mano tendida. Perdió completamente el equilibrio y gritó, temiendo que fuera a precipitarse al vacío,... creyó sentir su pelo alborotado por el viento en la caída y su cuerpo ingrávido.... pero un abrazo  formidable lo mantenía asido y bien sujeto. De momento estaba a salvo.

    Abrió los ojos y temblando se pegó a la pared de la cual se había separado en exceso, tanto que si no hubiera sido por su compañero de ascenso habría perdido el equilibrio con toda seguridad. En su interior la mezcla de sentimientos se acumulaba en una marea de sensaciones en las que era difícil poner orden. Deseaba volver cuanto antes a los brazos de Korina, pero a la vez sentía por ella un sordo resentimiento por haberle empujado, en cierto sentido, a embarcarse en tamaña insensatez. Sabía bien que ella no le había obligado a nada, pero como cautivo del deseo de satisfacer sus caprichos, no había sabido negarse a una aventura de apariencia insensata. Georgios comprendía que la cuantía de lo que iba a recibir por su trabajo no pagaría su sufrimiento. Al menos confiaba que la promesa de un logro de naturaleza académica que el extranjero le había prometido fuera lo suficientemente relevante para ayudarlo en su incipiente carrera.

    -Vamos- dijo el hombre, y Georgios suspiró agotado.

    *****

    La cima se antojó al joven como el paraíso. Toda la tensión y el pavor que había sentido durante la caminata se liberó en un segundo, y casi sin fuerzas, sintiéndose desfallecido, se dejó caer sobre el suelo rocoso de lo alto del cerro. Extendió brazos y piernas, y tendido bocarriba, sintió recobrar con ese breve descanso el ánimo. A pesar de lo inclemente de la intemperie, del viento que parecía rugir allí arriba con más ímpetu y mala gana que en ningún otro punto del recorrido, bramando e insultando a aquellos que lo desafiaban, Georgios sintió una mezcla de alivio y euforia inesperada. Se daba cuenta de que aquel hombre le había arrastrado mucho más allá de lo que él consideraba razonable. Había superado barreras infranqueables y se veía a sí mismo más capaz que nunca antes, más fuerte y seguro... como si sus temores y vacilaciones de minutos atrás jamás hubieran existido, como si hubiera llegado a un nivel de hombría que lo hiciera a él mismo más varonil, más maduro. En un instante de lucidez consideró, sorprendido, la variabilidad del espíritu humano, que tan pronto supera la prueba olvida los miedos que lo habían atenazado unos segundos antes, y él, que estaba a

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