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Figuras del discurso: Exclusión, filosofía y política
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Libro electrónico536 páginas5 horas

Figuras del discurso: Exclusión, filosofía y política

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Una "figura discursiva de exclusión" se forma con descripciones de aquello que no conocemos y que se ha vuelto preocupación para nosotros. Cuando construimos figuras desviamos las características de un sujeto u objeto (igualmente figurados) a otro que aún no dominamos con el pensamiento. Las figuras deben entenderse como conjuntos de construcciones sociales y discursivas que condensan prácticas sociales, prejuicios, imaginaciones e ignorancias y que son utilizadas para hiperbolizar las diferencias que existen entre determinados grupos sociales.

Las figuras de exclusión hacen pensable y dominable aquello que de otra forma aparecería como algo absolutamente extraño. Estas figuras sólo tienen sentido si son pensadas en determinadas estrategias de argumentación que hacen surgir combates políticos. Ellas dan cuenta de las luchas por el poder; pero no son referentes empíricos reconocibles y anteriores a la argumentación, sino puestas a funcionar discursivamente.

Este trabajo es una crítica del discurso social contemporáneo. Desde luego muchas subjetividades y objetos de estudio pueden ser analizados como figuras, y aquí solamente hemos estudiado algunos que interesan a los investigadores que escriben en este volumen. Todos los textos piensan el presente y debaten con otras posturas sobre las temáticas que abordan. Este texto despliega una reflexión novedosa sobre problemas de exclusión producidos por la filosofía y la política contemporáneas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 may 2017
ISBN9786078450916
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    Figuras del discurso - Bonilla Artigas Editores

    entorno.

    I

    Figuras de lo humano y de lo animal

    El hombre, el bárbaro y el salvaje: las figuras de la filosofía

    Armando Villegas Contreras

    Breve introducción metodológica

    Innumerables estudios se han realizado sobre las figuras del hombre, el bárbaro y el salvaje. No soy ajeno a ellos. Sin embargo, no han sido relacionadas críticamente. No han sido relacionadas críticamente quiere decir que no se las ha asociado directamente. Sucede como si ellas no formaran parte de una estructura discursiva contigua. Se las ha tratado de manera autónoma. Las tres figuras forman parte de una estructura argumental que nos es hoy urgente analizar cuando sintagmas como capitalismo salvaje o civilización o barbarie vuelven a levantar cabeza. La hipótesis que presento es la siguiente: por contigüidad metonímica y analogías metafóricas, estas figuras pueden confundirse. No se excluyen la una a la otra, sino que se prestan propiedades y características que, según momentos históricos determinados, se utilizan en las luchas políticas y culturales.

    Iniciemos con una reflexión sobre las figuras del discurso. Una figura discursiva de exclusión se forma con descripciones de aquello que no conocemos y que se ha vuelto preocupación para nosotros. Cuando construimos figuras desviamos las características de un sujeto u objeto (igualmente figurados) a otro que aún no dominamos con el pensamiento. Por ejemplo, la aplicación del término salvaje a los habitantes originarios de América durante la colonización. Al llegar al Nuevo Mundo, los españoles pensaron que los habitantes originarios podían ser equiparados a los viejos salvajes europeos, que supuestamente vivían en el bosque o en los márgenes de las ciudades y que se consideraban el umbral entre lo humano y lo animal. Rousseau nos dio la idea de la figura en el Ensayo sobre el origen de las lenguas. En estado de naturaleza, cuando un hombre salvaje se encuentra a otro, lo ve como un gigante. Pasado un tiempo, reconocerá que es igual a sí mismo y le aplicará las mismas cualidades que aplica para sí:

    Un hombre salvaje al encontrar a otros, al principio se habrá espantado. Su miedo le habrá hecho ver a esos hombres más grandes y más fuertes que él mismo; les habrá dado el nombre de gigantes. Después de muchas experiencias, habrá reconocido que esos presuntos gigantes no eran ni más fuertes ni más grandes que él, su estatura no correspondía en nada a la idea que en un principio había asociado a la palabra gigante (Rousseau 98).

    El miedo es la pasión que inspira la figuración. Nuestro hombre en la naturaleza imprimirá un nombre que no es adecuado a aquello que ve, para luego nombrarlo como a sí mismo, una vez que ha pasado su miedo. Así, la tesis de Rousseau es que antes que los conceptos o los lenguajes propios existen las figuras. Solo el avance de la civilización hará encontrar los nombres propios en tanto los hombres se alejan de un mundo en el que las descripciones son solo producto de la imaginación, el corazón y no de la razón.

    Las figuras deben entenderse como conjuntos de construcciones sociales y discursivas que condensan prácticas sociales, prejuicios, imaginaciones e ignorancias y que son utilizadas para hiperbolizar las diferencias que existen entre determinados grupos sociales. Pero ¿qué es la construcción social del discurso? Referimos aquí el trabajo de Laclau y Mouffe:

    Volviendo ahora al término discurso, lo usamos para subrayar el hecho de que toda configuración social es una configuración significativa. Si pateo un objeto esférico o si pateo una pelota en un partido de fútbol, el hecho físico es el mismo, pero su significado es diferente. El objeto es una pelota de fútbol sólo en la medida en que él establece un sistema de relaciones con otros objetos y estas relaciones no están dadas por la mera referencia material de los objetos, sino que son, por el contrario, socialmente construidas (114).

    El conjunto de esas relaciones es lo que aquí llamaré discurso o figura del discurso. Decir que son construcciones no significa de ninguna manera poner en cuestión su existencia. Una piedra es un objeto físico, pero según su tejido social (su texto) de significación, puede ser un proyectil o un objeto de contemplación estética (Laclau y Mouffe 115). Una figura, un bárbaro, por ejemplo, solo es posible en un conjunto de relaciones tanto históricas como de significación. Una figura del discurso puede ser subjetivada, es decir, naturalizada o convertida en una identidad. Así, de un conjunto de individuos puede decirse que son indígenas, pero ellos solo existen a condición de un proceso histórico que luego de luchas y de combates los ha identificado como tales. Un ejemplo más es el del esclavo:

    En alguna ocasión, Marx preguntó: ¿qué es un esclavo negro? Un hombre de la raza negra. Sólo se convierte en esclavo en determinadas relaciones. Una devanadora de algodón es una máquina para devanar algodón. Sólo se convierte en capital en determinadas relaciones. Arrancada de esas relaciones no es capital. Igual que el oro no es dinero en sí ni el precio del azúcar es azúcar (Marx citado en Rubin 96).

    Son pues relaciones las que determinan las posiciones de la figura. Su relación de dominación o de dominado. Incluso en un mismo sujeto pueden convenir varias figuras según las relaciones diferenciales que entable con otros sujetos. Un hombre indígena en su relación con el colonizador, pero también en relación a la mujer indígena y ambos en su relación con la naturaleza, por ejemplo.

    Las figuras de exclusión hacen pensable y dominable aquello que de otra forma aparecería como algo absolutamente extraño. Estas figuras sólo tienen sentido si son pensadas en determinadas estrategias de argumentación que hacen surgir combates políticos. Ellas dan cuenta de las luchas por el poder y no son referentes empíricos reconocibles y anteriores a la argumentación, sino puestas a funcionar discursivamente. Desde luego, ello en términos históricos tiene una consecuencia en la distribución de determinadas poblaciones.¹ Podríamos pensarlas en dos sentidos que tienen que ver con la pragmática del discurso: como estereotipos y como tácticas de argumentación. En tanto estereotipo podemos afirmar lo siguiente:

    La actividad de estereotipar es la operación que consiste en pensar en lo real a través de una representación cultural preexistente, de un esquema colectivo fijo. Así, un individuo concreto es percibido y evaluado en función del modelo pre- constituido. Lo mismo ocurre con la construcción de la imagen de sí que confiere al discurso una parte importante de su autoridad (Amossy citado en Vrydaghs 193).

    En principio, el estereotipo puede considerarse como una representación de la vida cotidiana que se piensa al margen de saberes no científicos, sin embargo, muchos de los saberes que se consideran científicos tienen un fuerte contenido imaginativo y poco positivo. Una figura que se construye con estas operaciones es resultado de una representación previa y no un objeto dado naturalmente para su explicación. Pensemos, por ejemplo, en la química que se construyó con el saber de la magia o el mismo psicoanálisis que abrevó de la medicina, pero también de la literatura y de la imaginación popular, según la confesión del mismo Freud en Interpretación de los sueños.

    Por otro lado, como táctica de combate político, las figuras de exclusión constituyen saberes que se conforman históricamente y que se despliegan en distintas luchas para deslegitimar a determinados grupos de individuos que aparecen como adversarios de la dominación y que representan oposiciones históricas para controlar un territorio, dominar un género o estigmatizar prácticas sociales o culturales. Las figuras de exclusión, podríamos decir, ejercen una función táctica en el discurso. Actúan como armas (entre muchas otras tácticas) en los combates políticos la táctica discursiva, un dispositivo de saber y poder que, precisamente, en cuanto táctica puede transferirse y se convierte, en última instancia, en la ley de formación de un saber y, al mismo tiempo, una forma común a la batalla política (Foucault, Defender 175).

    Tenemos entonces que las figuras en este sentido son representaciones previas sobre determinada subjetividad y tácticas del discurso. Es decir, no se las ha construido con los medios de verificación positivos de las ciencias de la naturaleza sino con la imaginación, interesada en combatir y practicar con las figuras excluidas procedimientos de segregación, separación, minusvaloración o exterminio.

    El hombre como figura

    ¿Existe una figura más ambigua, más compleja y más problemática que la del hombre? Esta pregunta debe hacer resonancia con el diagnóstico que hizo Derrida en 1968 a propósito del tema en un coloquio cuya temática principal era la antropología y la filosofía. Derrida hacía un diagnóstico sobre el estatuto del hombre en la filosofía francesa de la posguerra. Luego de un reflujo humanista que anclaba sus raíces más hondas en la filosofía de Sartre, encontramos el discurso de los fines del hombre, de el fin del hombre, de el nacimiento y la muerte del hombre, del desplazamiento de "el hombre como subjectum" a la cuestión del lenguaje, etcétera. Ello era posible, dice Derrida, por dos cuestiones académicas insoslayables. En primer lugar, por la traducción monstruosa que se hizo en Francia del concepto heideggeriano de "Dasein. El ser ahí famoso (y así traducido al español) se interpretó como realidad humana. Esta monstruosidad, por cierto, (y esta es la segunda cuestión) era alentada por los mismos problemas que tuvo Heidegger para deslindarse de la figura. Por no decir hombre" Heidegger decía Dasein. Pero cuando debía ajustar cuentas con la metafísica y con la antropología, no podía salir del análisis antropológico, pues el ser ahí es y no es, al mismo tiempo, el hombre. Luego de una minuciosa explicación deconstructiva Derrida concluye lo siguiente:

    Vemos pues, que el Dasein, si no es el hombre, no es sin embargo, otra cosa que el hombre. Es, como vamos a ver, una repetición de la esencia del hombre que permite remontar conceptos metafísicos de la humanitas. Es la sutileza y el equívoco de este gesto lo que evidentemente ha autorizado todas las desviaciones antropologistas en la lectura de Sein und Zeit, sobre todo en Francia (164).

    Sobre todo en Francia, pero no menos que en América Latina en donde dudo que el ser ahí como ser que habita el lenguaje no se haya entendido como otra cosa que el hombre. Por muchos esfuerzos que se hicieron, cuando alguien preguntaba a un heideggeriano: "¿qué es el Dasein?, tenían que reducirlo a un ejemplo y al tratar de traducirlo se apreciaba al final el hombre. Estas interpretaciones, malas o buenas, no muestran otra cosa que una imposibilidad: la imposibilidad de descentralizar el problema antropológico y cuya deconstrucción sigue en marcha en nuestros días, y por varios derroteros. Alberto Constante, asiduo lector de Heidegger en México, ha escrito hace poco una conferencia que denominó, El proyecto fracasado de Ser y tiempo". Para el filósofo mexicano, el fracaso consiste justo en la antropologización del Dasein:

    Todos los esfuerzos de Heidegger por deslindar a la Analítica existenciaria de ser confundida con una antropología filosófica, al parecer, fueron en vano. Desde el primer momento se emplazó a Ser y tiempo con los acertados descubrimientos que hizo Heidegger y que si no eran antropológicos, no cabían en la mente del momento que fueran otra cosa. Y no obstante, como hemos tratado de hacer ver, la menesterosidad de los avances en el aspecto antropológico hicieron concebir a la Analítica como una forma de antropología filosófica (Constante s/p).

    El simple hecho de que aún hoy se siga pensando esta problemática implica la fortaleza de el hombre. Es tan sólida la figura que su destrucción lleva ya más de cien años en el pensamiento y en la cultura y aún hoy no puede, a pesar de sus muertes recurrentes, sino erguirse de cuando en cuando. Nietzsche intentó demoler la figura creando la imagen de los nuevos valores que no debían pasar por el humanismo. Tal y como afirma Derrida:

    La distinción nietzscheana entre el hombre superior y el súper hombre cobra aquí relevancia. En una franca revuelta contra el humanismo, Zaratustra empodera las figuras de la alteridad: "Se sabe cómo, al final del Zaratustra, en el momento del signo, cuando das zeichen kommt, distingue Nietzsche, en la mayor proximidad, en un extraño parecido y una complicidad última, en la víspera de la última separación, del gran mediodía, al hombre superior (höherer Mensch) y al súper hombre (Uber mensch). El primero es abandonado a su angustia con un último movimiento de piedad. El último, –que no es el último hombre– se despierta y parte sin volverse atrás de lo que deja de sí (173).

    No es extraño que en la escena final del texto de Nietzsche sean los animales quienes están conviviendo y acercándose alegremente a Zaratustra. Ya con lágrimas, ya revoloteando, como las palomas, en una fiesta que celebra lo viviente y la amistad entre Zaratustra y la entrada de un día en que los hombres superiores se quedan dormidos mientras los animales se aman sin condición. En esa media mañana, los hombres superiores despiertan y se dan cuenta de que Zaratustra ya no está más en la caverna, salen a buscarlo para encontrar un león enfurecido que los amedrenta violentamente, retrocediendo ellos, huyendo y desapareciendo en un instante. Nietzsche pensó que el humanismo debía ser dejado en esa caverna. El hombre aparece ahí, como una figura empequeñecida ante la vitalidad de la diversidad. A pesar del pensamiento de Nietzsche, la preocupación del humanismo siguió siendo en el siglo XX articulada por disciplinas, saberes y contextos sociales, a través de distintos derroteros como el marxismo, el psicoanálisis, el cristianismo. Esa figura sedimenta las reflexiones sobre la relación de lo que la tradición filosófica llamó el hablante, y el resto de los vivientes.

    Como las figuras describen un conjunto de relaciones sociales y epistemológicas por las cuales y a través de las cuales se forma una identidad, no me cabe la menor duda de que esta figura es, a través de sus relaciones, el eje que articula las reflexiones filosóficas y culturales contemporáneas. Ello es así porque la historia de los conceptos se olvida y Todo ocurre como si el signo ‘hombre’ no tuviera ningún origen, ningún límite histórico, cultural y lingüístico (Derrida 152). Es como si ese signo, su evidencia, no fuera problemático y su referencia hubiese sido siempre la misma. Una genealogía del concepto, una historia de la figura debe mostrar que no es así. Debemos interrogar la historia del concepto. Daré algunas pistas sobre la importancia de su nueva deconstrucción. Si hablamos del animal, la mujer, la naturaleza, el salvaje, el bárbaro, el homosexual, el indígena, y cualquiera otra figura, en la base de su argumentación, está la des-sedimentación del hombre. Todas ellas arrastran al hombre del cual se quieren, por otro lado, liberar. Alrededor del hombre gira la emancipación de todas las subjetividades. Así, el hombre, como lo advirtió la crítica feminista hace ya mucho, no es el género humano sino el varón, adulto, habitante de las polis.

    Pero volviendo a los límites. ¿Cuáles son esos límites culturales, lingüísticos, epistemológicos? Debemos primero dar un rastreo etimológico para luego anudar algunas reflexiones que articulen dicha figura con el resto de lo viviente. El hombre, lo humano, no significa en términos etimológicos, más que lo terrestre, es decir, siempre ha sido usado para referir una oposición que no está delimitada en términos de lo que desde el renacimiento se reconoce como humanidad, es decir, la dignidad, el rango, la superioridad respecto a lo viviente. "Homo significa lo opuesto a lo divino",² es decir, a lo luminoso. Homo conserva en latín este significado y además le agrega en su uso, según Joan de Corominas, el asunto de la homogeneidad, la igualdad, la identidad; homo es simplemente lo terrestre igual a sí mismo. Por ello, la cuestión de la propiedad se limita a la tierra en oposición al mar y nuestras metáforas están invariablemente ligadas a la tierra, por ejemplo, la de la madre tierra, madre del hombre. También arrastra una significación que refiere a lo bípedo. En El vocabulario de las instituciones indoeuropeas, el signo hombre tiene estas dos acepciones. Por un lado, lo terrestre y por otro lo bípedo. No se equivocaba Platón al atreverse a definir al Hombre como un bípedo implume. En griego anthropos agrupa esta significación también. La lingüística comparada aporta muchos elementos para la precisión del término que en un primer momento no designa el género sexual ni nada que se le parezca al concepto aristotélico de animal racional. Cada una de las significaciones arrastró esa primera acepción de las lenguas indoeuropeas. Pensemos, por ejemplo, en las concepciones jurídicas. En un interesante texto, Carl Schmitt opone la tierra al mar de la misma manera que se opone el derecho al pirataje. Según el autor alemán, la tierra es la fuente de la ley mientras que el océano es la fuente de la excepcionalidad absoluta, de la falta de norma y del pirataje. Llama la atención que Schmitt se pregunte ¿por qué la esfera que habita se llama tierra si, en términos estrictos, debería llamarse agua? Esta consideración inteligente está en el centro de la discusión sobre lo humano terrestre opuesto a las fuerzas marítimas.

    No solo su horizonte sino también su modo de andar, sus movimientos y su figura, son los de un ser que nace y vive sobre la tierra. El astro que habita llámalo él [el hombre] tierra, aunque es evidente que en lo que a su superficie respecta, son de agua casi tres cuartas partes y tan solo una de suelo firme y que las grandes masas continentales son como islas que emergen de ella. Desde que sabemos que esta tierra nuestra tiene la forma de una bola, hablamos con la mayor naturalidad de globo terráqueo y de la esfera terrestre. Encontraríamos extraño tener que imaginar un globo oceánico o una esfera marítima (Schmitt 347).

    Aun cuando el jurista alemán no haga ningún análisis lingüístico, es evidente que el "signo homo está operando de manera en que se produce una separación entre lo propiamente humano y el resto de los elementos, como el agua, el aire, el fuego. La preeminencia de la tierra es yuxtapuesta con reflexiones sobre las mitologías (la madre tierra, por ejemplo), la ciencia (globo terrestre), el derecho (la tierra como fuente de toda propiedad y de cuadriculación del espacio), metafísicas (la vida terrena y la otra vida). El análisis del signo hombre debe comportar aspectos políticos y culturales en la imaginación que nos hemos hecho del hombre, distinto de los seres del agua y del aire. Por cuanto es el eje que articula diferencialmente relaciones de opresión, hombre" es un signo interesante. Tan solo debemos pensar en el libro fundacional de la política. La Política de Aristóteles es el esquema que marca la relación del hombre con el resto de los sujetos de la sociedad. Para el griego, la política se define y se diferencia de acuerdo a las relaciones que cada sujeto entable con el hombre. El hombre en relación a las mujeres, a los esclavos, a los animales y a otros hombres ciudadanos libres. Por ello, para él no es lo mismo gobernar una ciudad que una mujer, un esclavo o un buey. A la ciudad de hombres se les gobierna políticamente, es decir, en beneficio del que es gobernado. En cambio, al resto se les gobierna despóticamente, es decir, en beneficio de quien gobierna. En Aristóteles la política se funda con la exclusión de los que no son hombres.

    Ahora bien, no debemos pensar que articula los debates de la emancipación sólo en relación a aquellas subjetividades que se dominan con el discurso del hombre. Lo interesante es que esta figura ha sido usada también para referirse a una subjetividad totalmente indefensa. Este signo también es utilizado para referir a la víctima. Esta referencia está documentada en el pensamiento ético, tan en boga hoy día. Alain Badiou lo ha denunciado:

    La ética, en la acepción corriente de la palabra, concierne de manera privilegiada a los derechos del hombre –o, subsidiariamente, los derechos del viviente. Se supone que existe un sujeto humano por todos reconocible y que posee derechos de alguna manera naturales: derecho de supervivencia, de no ser maltratado, de disponer de libertades fundamentales [de opinión, de expresión, de designación democrática de los gobiernos, etc.] Estos derechos se los supone evidentes y son el objeto de un amplio consenso. La ética consiste en preocuparse por estos derechos, en hacerlos respetar (99).

    En efecto, el hombre de los Derechos Humanos no es sino el hombre anterior a la historia, sustraído de toda relación social y puesto a merced de las fuerzas de la civilización, que deberían respetar su dignidad más allá de las instituciones. La ética define al hombre como víctima. Así sus contiguos metonímicos en este caso, son tan hombres (el salvaje, el bárbaro, el colonizado, el indígena, incluso la mujer y el homosexual) como el hombre. En su base encontramos la universalidad de la primera declaración de los derechos del hombre que no son sino la voluntad de piedad del dominador en cada etapa en la que se otorguen Derechos Humanos a quienes primero fueron marginados.³

    El bárbaro y el salvaje

    Las figuras de el bárbaro y de el salvaje no han sido relacionadas de manera crítica en el pensamiento filosófico. La antropología pensó estas figuras, y la filosofía sólo las ha acomodado en el orden de su discurso como un exterior para pensar lo humano. Un curso de Foucault muestra la importancia de ambas construcciones discursivas. Me interesa aquí el procedimiento de Foucault que consiste en datar cómo fueron utilizadas estas figuras para construir determinadas teorías y discursos sobre la civilización. El filósofo francés los hace aparecer enfrentados en el discurso del siglo XVIII. El salvaje tuvo una relación importante con la construcción de las teorías del contrato social. Apareció en el discurso de los filósofos del siglo XVII y XVIII como parte del argumento en el que se oponía el estado de naturaleza al estado social. Este salvaje, bueno o malo, introdujo la posibilidad de la norma en oposición a la naturaleza. Este personaje como lo llama Foucault, al final de la narrativa del contrato social, siempre cede su libertad para fundar la civilización. El bárbaro en cambio, no apareció en las discusiones filosóficas sino en los discursos jurídicos y políticos. El bárbaro no es el hombre de la naturaleza sino el que amenaza la vida en sociedad, el que destruye ciudades. La barbarie es la guerra contra la cual la sociedad debe organizarse y defenderse. La idea de defensa de la sociedad cobra aquí sentido. Se defiende una sociedad para batallar contra otra. Entre los filósofos que quieren fundar una sociedad y los juristas del siglo XVIII francés existe la misma relación que entre el bárbaro y el salvaje. Este último, puede saltar de su estado natural y fundar la sociedad. El primero la amenaza. A diferencia del salvaje, el bárbaro no se asienta en un fondo de naturaleza al que pertenece. Sólo surge contra un fondo de civilización y choca con él. No entra en la historia al fundar una sociedad, sino al penetrar, incendiar y destruir una civilización (Foucault, Defender 180-181).

    El procedimiento de lectura es interesante. Foucault hace aparecer estas figuras como parte de intereses políticos que producen un discurso histórico que justifique la guerra contra determinados individuos que se identifiquen como bárbaros en un caso. O bien, como hombres naturales a los cuales hay que enseñar las bondades de la civilización mediante la colonización. O sea, estabilización del Estado mediante la prevención hacia ciertas poblaciones que tienen la misma fuerza de la sociedad que se quiere defender, o justificación de la apropiación de tierras usurpadas.

    Debemos hacer algo similar a lo que hizo Foucault: datar momentos históricos en los que estas figuras aparecen confrontadas. Un momento interesante, y que nos concierne, es el de la invención⁴ de América. En ese momento, lo sabemos, estas figuras aparecen cuando los españoles se hacen la pregunta: ¿son los indios de América, hombres? La discusión es del todo conocida, dio lugar a la controversia de Valladolid entre Ginés de Sepúlveda y fray Bartolomé de las Casas, pero también a una verdadera reflexión sobre la humanidad en su conjunto, una vez que los españoles trataron de pensar los límites de su propia cultura. Mauricio Beuchot ha datado esas discusiones en un libro que compila todas las intervenciones y argumentos a favor y en contra sobre el problema político de si era necesario esclavizar, exterminar o hacer súbditos a los indios, más tarde llamados indígenas. Aquí la figura del bárbaro aparece nuevamente, produciendo una imaginación sobre los seres humanos del nuevo continente. Ya hace tiempo, Lewis Hanke escribió El prejuicio Racial: Aristóteles y los indios de América. En este libro, Hanke da cuenta de una imaginación española que, al no tener mayores referentes que su propia filosofía y tradición de pensamiento, recurre a la figura para explicar eso que le resultaba inexplicable.

    Pero la figura del bárbaro es insuficiente para dar cuenta de los combates entre defensores y ofensores de los indios; es en este momento en que reaparecerá en las discusiones la figura del salvaje. Según Hanke,⁵ este estuvo en la Edad Media inspirando la imaginación popular:

    Se les representaba en las fachadas de las iglesias, como decoraciones de manuscritos y tapices, como seres feroces de aspecto silvestre, desgarrando leones sin arma alguna o rompiéndoles el cráneo con árboles y macizos garrotes […] el motivo del hombre salvaje se empleó mucho en España, atravesó el atlántico con los trabajadores españoles y puede verse en la fachada de la casa del Montejo en Yucatán, con esta mezcla medieval de hombre, bestia y criatura mítica, no es sorprendente que en una obra de John of Holywood sphare mundi, se describiera a los habitantes del nuevo mundo como seres de color azul y cabeza cuadrada (20).

    Aquí el salvaje se enfrenta al bárbaro por su cercanía a la naturaleza, el bárbaro, aunque otro, es familiar; los bárbaros han sido vistos. Se han podido documentar sus barbaries, por ejemplo, en el libro La Ciudad de Dios, de Agustín de Hipona. Texto en el que el autor explica por qué Roma cayó a causa de los dioses impíos que permitieron la entrada de las tropas de Alarico a dicha capital. Una figura más extraña es el salvaje, irreconocible, a su lado se pueden lograr innumerables fantasías, siempre y cuando entendamos que esas fantasías también redistribuyen a las subjetividades que se somete. Esta es la descripción que hacen de los salvajes en 1505 en un grabado de madera:

    Tanto los hombres como las mujeres van desnudos; son de cuerpo bien formado y de color casi rojo; tienen perforadas las mejillas, labios, nariz, orejas y rellenan esos agujeros con piedras azules, cristales, mármol y alabastro […] viven todos juntos sin rey ni gobierno, siendo cada uno su propio amo. Y se comen unos a otros, incluso a aquellos a quienes matan, pues la carne humana es un alimento común […] viven hasta 15 años y rara vez se enferman (Hanke 20).

    El problema es mucho más complejo. La antropología estructuralista de Levi-Strauss descubrió esta lógica más allá de los griegos. Para el antropólogo francés, cada grupo construye un exterior al que le niega el estatuto de humano o sólo le asigna propiedades metafóricas.

    Un gran número de tribus primitivas se nombran con una denominación que, en su lenguaje, sólo significa los hombres, lo que demuestra que, para ellos, cuando se sale de los límites del grupo desaparece un atributo esencial de humanidad. De esta manera, los esquimales de Nordon Soud, se definen a sí mismos –de modo exclusivo– como pueblo excelente, o con más exactitud, completo, y reservan el epíteto de huevo de piojo para calificar a las poblaciones vecinas (Las estructuras 83).

    Pero al igual que sucede con el hombre, siempre por operaciones metonímicas de contigüidad, unas veces bárbaro y salvaje describen a los oprimidos y otras veces a los opresores. Así que en este caso debemos analizar cómo cada una de estas figuras se prestan propiedades y las distribuyen según condiciones históricas bien identificadas. Hagamos un ejercicio para aclarar cómo las propiedades atribuidas a una figura se comprometen con las de la figura que se supone es su opuesto. En la tesis ocho de Filosofía de la historia están contenidos por contigüidad metonímica todos los significados del sustantivo barbarie. Benjamin sostiene una oposición entre dos tipos de historiador: el historicista y el materialista. El primero logra empatía con los vencedores, el segundo con los oprimidos. El primero es aliado del dominador actual, el segundo del que yace por la tierra. El botín de esta lucha, la cultura:

    El botín, como siempre ocurrió, también va en el desfile triunfal. Se le designa como bienes de cultura. En el materialista histórico han de encontrar un observador distanciado, pues en los bienes de cultura aprecia él, en todos y cada uno, una procedencia en la que no puede pensar sin espanto; no le deben la existencia sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la anónima servidumbre de sus contemporáneos. Nunca hay un documento de cultura que no lo sea igualmente de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión por el que ha ido pasando de uno a otro (22).

    Analicemos con calma: 1) Benjamin afirma la oposición entre civilización, los genios, y barbarie, la anónima servidumbre; los genios aprovechan su fuerza para hacer la cultura, aunque lo hagan pasando por encima de los vencidos; pero 2) esa cultura puede producirse gracias a la anónima servidumbre, es decir, a los bárbaros, los vencidos, los oprimidos. El vencedor no es el único que hace cultura, como se piensa en el siglo XIX de las bellas artes, que eran los valores más elevados del espíritu humano, siempre ligadas a las aristocracias. No. Es gracias al vencido que disfrutamos de grandes monumentos, de la técnica y de las artes. Así, Benjamin dice que la barbarie es la cultura, un proceso que se da entre la lucha de ambos bandos. 3) Por eso, la oposición misma es la barbarie. Es decir, el proceso histórico en el cual unos combaten contra otros. La guerra misma es la barbarie, no más ni menos que la civilización. Benjamin arrebata lo sublime a la cultura, al arte, a los monumentos de la historia de los vencedores. Los bienes culturales son producto de una barbarie, de la guerra.

    Ello implica que tanto el significante barbarie como el de salvaje se prestan a todo tipo de operaciones retóricas con las cuales su sentido se vuelve ambiguo.

    Ahora analicemos estos préstamos de significado en la figura del salvaje. Podemos hacerlo con un ejemplo literario, aunque esta estructura narrativa, el salvaje opuesto a la civilización, se encuentra en muchas argumentaciones filosóficas y antropológicas y desde luego, en la novela de Robinson Crussoe. Pero quiero referirme al cuento de Horacio Quiroga, Anaconda. En un texto interesante, Carla Silvia Campos ha interrogado los préstamos metonímicos y metafóricos que se vierten en el texto de Anaconda del autor uruguayo. Sabemos la historia, las víboras se ven amenazadas por hombres que buscan, con ellas mismas, extraer un antídoto para curar las picaduras que las serpientes provocan. Así, van a la selva para cazarlas y extraer de ellas el medicamento. Empero, las serpientes se organizan, olvidan sus diferencias, realizan un congreso para sobrevivir al ataque humano. Campos encuentra que la estructura narrativa hace pensar a lo humano como lo salvaje y viceversa. En el siguiente cuadro están implicados esos préstamos:

    En el primer caso, los hombres aparecen como la representación de la civilización. Se ha dicho que la civilización es salvaje, que sus productos, como el capitalismo, el progreso, el libre mercado, son salvajes, sin reglas y arbitrarios. Los hombres aquí son el progreso ciego que ataca la naturaleza y el mundo intocado del bosque salvaje. En cambio, las serpientes son la naturaleza amenazada, inocente y sin mancha ni transformación cultural.

    En el segundo caso encontramos el tópico del hombre depredador, los hombres no atienden a la razón y utilizan su pasión de dominio, convirtiéndose ellos mismos en naturaleza salvaje e incontrolable, que no le importa destruir la selva. Hombre y civilización son valorados peyorativamente. En esta lectura, podemos pensar que las serpientes representan la civilización (una idea según la cual la civilización se opone a la violencia). Ellas se organizan, toman decisiones consensadas, democráticas, para enfrentar las arbitrariedades de los hombres.

    En las dos últimas posibilidades de lectura, ambas figuras, el hombre y la serpiente, se prestan las propiedades para ser una y otra cosa al mismo tiempo. El hombre, la naturaleza salvaje y la civilización son difícilmente reconocibles. El hombre, el bárbaro y el salvaje son figuras que en todo momento hacen circular sus propiedades dejando sin claridad cuál de estos sustantivos excluye a los otros dos.

    Conclusiones

    Ahora bien, estas figuras posibilitan la idea, visión, argumento o imaginación, de que la cultura occidental es lineal, homogénea e idéntica a sí misma. Intenté demostrar que esas figuras son parte de una estructura argumental y narrativa que se ha utilizado en distintos momentos de la historia para referirse a distintos sujetos. La figura que excluye, la figura de verdadera exclusión, no es ni la del salvajismo ni la de la barbarie, sino la figura del hombre. Esta figura es un artilugio retórico que la modernidad ha inventado para colonizar, civilizar, ciudadanizar, evangelizar, educar y desarrollar ciertos proyectos tanto económicos como culturales y contra la cual los movimientos contemporáneos de emancipación no dejan de luchar, como lo muestran los textos del antropólogo colombiano Arturo Escobar. Arturo Escobar refiere, por otro lado y con acierto, un texto de Ivan IlIich en el que el concepto de desarrollo y la perspectiva de los países hegemónicos hacia el individuo subdesarrollado tendrían sus orígenes en la percepción del extranjero como alguien que necesita ayuda y que se ha metamorfoseado desde la antigüedad grecolatina, y sucesivamente, en las figuras de el bárbaro, el pagano, el infiel, el salvaje, el nativo el primitivo. Todas estas figuras y otras muchas, se arremolinan en torno a la cuestión de la humanidad, la de la civilización y la de la polis o politización de la vida. A la capacidad de ciertos individuos para hacer lo que comúnmente se llama política, actividad de la cual los demás estarían desprovistos. Pero como hemos intentado demostrar, esas figuras no son discernibles, ni identificables, a no ser que datemos las tácticas de argumentación con las que son nombradas en un periodo específico. Así, el salvaje no deja de estar entre y fuera de nosotros.

    Trataré de explicar, refiriéndome a un famoso texto de Foucault, cómo surgió esa figura y cómo retrospectivamente produjo la idea de una Europa idéntica a sí misma, sin cortes históricos y sin rupturas temporales en su historia. Una historia que bien puede resumirse en una lección preliminar de filosofía de la historia universal.

    En Las Palabras y las cosas, luego de que Foucault ha revisado su trabajo como parte de una historia de lo mismo, que produce a su otro en la modernidad, encontramos la siguiente afirmación:

    En este umbral apareció por vez primera esa extraña figura del saber que llamamos el hombre y que ha abierto un espacio propio a las ciencias humanas. Al tratar de sacar a la luz este profundo desnivel de la cultura occidental, restituimos a nuestro suelo silencioso e ingenuamente inmóvil sus rupturas, su inestabilidad, sus fallas; es él el que se inquieta de nuevo bajo nuestros pies (16).

    Aunque parezca que el hombre es el mismo desde Aristóteles, lo que encontramos realmente es que es una creación del saber moderno, que en una retrospección asociamos a los viejos griegos porque ya había la estructura argumental y narrativa según la cual el sujeto más importante de la polis es el varón. Sin embargo, los contenidos concretos del hombre lo hacen aparecer muy cercano a la naturaleza, al salvaje, al bárbaro y a la víctima y, desde luego, al dominio masculino sobre lo viviente. Por ello, cada vez que se hable del hombre lo que debe hacerse es referirlo a otras subjetividades, es decir, historizarlo. Bajo esa figura se esconden, se enciman, se empotran o se excluyen a otras. La figura del hombre sería fundadora de cierta retórica occidental y en cuyo derredor girarían otras: en este caso, nos interesan las de la barbarie y la del salvaje. Desde luego, sería impensable aquí exponer la explicación histórica por la cual Foucault llega al hombre. Pero sí podemos decir, concretamente, que si Foucault tiene razón (el hombre es una figura reciente del saber) entonces las figuras del bárbaro y del salvaje nos interesan particularmente. Con la barbarie, por ejemplo, podemos decir que ni a Platón ni a Aristóteles ni a San Agustín les habrían preocupado mucho, por más que ellos se refieran a esos seres que venían del norte. Es solo una mirada retrospectiva producida por la episteme presumiblemente universal la que nos hace pensar que han sido una constante en el pensamiento. Ahora bien, ¿cómo ha sido posible que a través de estas figuras se haya podido dibujar una retórica de la filosofía? Según esto, por cierta conjunción de las palabras y las cosas en el siglo XVII; por ciertas utopías que designan el orden de lo dicho y lo escrito; por cierta reflexión sobre el lenguaje que a partir de la episteme moderna pudo crear una teoría de la derivación del significado, distinta a la de la gramática. Esto es, sólo la retórica ha podido a través del estudio de las figuras producir el saber occidental. Ello, desde luego tiene implicaciones políticas en donde se forma silenciosamente el destino de los pueblos (Foucault, Las palabras 117).

    Bibliografía

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