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Un consultor especializado en reflotar situaciones de crisis regresa a la empresa donde estuvo tiempo atrás para una nueva misión. Conociendo sus métodos y todavía con las secuelas de la vez anterior, el personal se verá abocado a una competición silenciosa para conservar su trabajo en un contexto socioeconómico de crisis salvaje, en el que las empresas cierran cada día, el entorno se degrada y las personas van cayendo en la miseria, extremándose las diferencias entre los que tienen trabajo y los que no. Todo se removerá en una carrera contrarreloj en la que se mezclarán relaciones laborales y vidas privadas, se abrirán heridas del pasado, aflorarán comportamientos individualistas y mezquinos y se moverán las pasiones más ruines. Y nadie podrá fiarse de nadie porque no hay sitio para todos. Porque algunos tendrán que quedarse por el camino.
Novela más turbia que negra, con aires de western de polígono industrial, Desagüe pone el foco en la parte oscura del género humano y habla de las relaciones tóxicas, de la manipulación y del sacrificio de valores como la amistad, el compañerismo y la dignidad cuando está en juego la supervivencia.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento13 dic 2017
ISBN9788417263041
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    Desagüe - Jordi Macarulla

    publicat

    1

    –¿Crees que se puede sobrevivir al ataque de un depredador?

    Óscar se lo preguntó a Rubén después de comer juntos en el centro deportivo. La comida se había alargado más de la cuenta y ahora, de regreso, circulaban a poca velocidad por el carril central de la autopista, en dirección a la empresa. Tenían concertada una reunión a las cinco en punto y ya llegaban tarde, pero Óscar no parecía tener prisa.

    –… Quiero decir un depredador hambriento y sanguinario que ya te tiene en el punto de mira, ¿me sigues?

    –Te sigo –contestó Rubén con cautela. Todavía le conocía poco, pero lo suficiente como para saber que con ese tipo debía andarse con cuidado.

    –Imagina un oso, por ejemplo. Estás de excursión en la montaña y se te aparece justo delante. Va a atacarte. En algún lugar donde abunden los osos, está claro. Os encontráis en un espacio lo suficientemente extenso para que no puedas correr hacia ningún lado antes de que te haya alcanzado y empiece a despedazarte.

    El asfalto estaba mojado. Llevaba todo el día nublado y había empezado a caer una lluvia fina y extraña, como si pesara tan poco que se mantuviera flotando en el aire. Óscar se demoraba en accionar el limpiaparabrisas y la visibilidad poco a poco se volvía más borrosa.

    –Bueno –contestó Rubén–, supongo que la única opción sería correr todo lo que pueda, tirarle una piedra o lo que tenga a mano y ganar un poco de tiempo antes de largarme rápido de allí e intentar ponerme a salvo.

    –Creo que no me has entendido –dijo Óscar con la vista en el cristal cada vez menos visible–, los osos pueden llegar a correr a más de cincuenta kilómetros por hora. Imposible, al menos el que yo digo te habría alcanzado antes de que dieras unos cuantos pasos.

    –Entonces lucharía con lo que fuera –contestó Rubén mirando de reojo si Óscar tendría o no la intención de accionar ya el limpiaparabrisas.

    –No tienes nada.

    –Pues rezaría para que el oso perdiera el interés por mí y acabara por marcharse. O mejor, me haría el muerto. Creo que esto a veces funciona con los osos.

    –Negativo, ya te he dicho que está hambriento y que te ha cogido como su presa.

    –A veces los osos…

    –Pues imagina que te estás bañando en el mar. Te has alejado de la costa, ponle unos doscientos metros. Ves la aleta que se te está acercando, enorme. No en este mar, está claro. En uno donde haya precedentes de ataques a humanos. Australia, Sudáfrica, por ejemplo.

    –Me lo pones difícil.

    –Se te está acercando, en línea recta, lo tienes a unos diez metros. Ves la playa pero está claro que no vas a poder alcanzarla. ¿Qué haces?

    Óscar al fin accionó la palanca del limpiaparabrisas y la visión de la autopista se volvió nítida al primer barrido de las escobillas.

    –Creo que no nadaría –respondió Rubén–. Esperaría tenerlo encima e intentaría ahuyentarlo dándole patadas y puñetazos.

    –¡Imbécil! Mide cuatro o cinco metros. Podría partirte en dos de un solo bocado. En cuestión de minutos serías solo una gran mancha roja diseminándose en el agua, un montón de diminutos restos de carne que acabarían por comerse otros peces más pequeños.

    –Pues no sé, la verdad, supongo que estaría perdido.

    –Te rindes…, te voy a dar una oportunidad. Te lo pondré un poco más fácil: No estás solo, has ido con alguien más. De excursión a la montaña o a nadar a la playa alejándoos de la orilla más de la cuenta. ¿Qué me dices?

    Pasaban por el panel vertical que anunciaba la salida a quinientos metros. Óscar echó un vistazo al retrovisor y cambió al carril de la derecha sin poner el intermitente.

    –No sé, supongo que si somos más de uno aumentan las posibilidades de repeler el ataque, de conseguir que acabe por marcharse.

    –Sigues sin entenderme. El depredador tiene que comer y nada va a impedir que lo haga. O sea, que ni aunque fuerais diez podríais evitarlo.

    El coche descendía ya por el carril de desaceleración de la autopista. Aunque no llovía demasiado, Óscar había puesto el limpiaparabrisas en la posición máxima y no daba tiempo a que el cristal volviera a mojarse. El ruido de las varillas era persistente, casi frenético.

    –¿Solo hay un depredador? –preguntó Rubén.

    –Veo que empiezas a captarlo. Vamos por el buen camino. Efectivamente, un solo depredador y varias presas posibles. Descartemos que podáis enfrentaros a él, no servirá en este caso, de ningún modo aquí es aplicable lo de la unión hace la fuerza.

    Rubén se quedó un momento callado. Empezaba a darse cuenta de que estaba justo donde ese tipo había querido llevarlo y que ahora iba a ser difícil encontrar la salida. Sin apartar la vista del cristal podía notar como Óscar, sin dejar de atender a la conducción, a veces le estaba mirando.

    –Un conocido, por ejemplo –continuó Óscar completando la información del problema planteado, como si estuviera dando una nueva pista para ayudar a resolverlo–. Estáis los dos y de pronto os encontráis en la dramática situación que te propongo.

    Rubén se lo pensó un momento. Estaban llegando a la empresa pero quedaba el tiempo suficiente para seguir con la conversación hasta el final, sin que pudiera evadir cada una de las respuestas. Probablemente Óscar así lo habría calculado.

    –Si no hay otra opción, digamos que sálvese quien pueda ¿no?

    –Claro, como aquello que se dice: no tengo que correr más que el oso, solo tengo que correr más que tú.

    –Supongo.

    –¿Así, sin más?

    –¿Hay otra forma?

    –Compliquémoslo un poco. Digamos que tienes algo de ventaja, ves la aleta acercándose cuando tu conocido todavía no la ha visto, cuando el oso se dispone a iniciar el ataque él está de espaldas y no se da cuenta. Dime: ¿qué vas a hacer? Te recuerdo que es inútil que os enfrentéis a vuestro depredador. Uno tiene que morir. Estamos hablando de supervivencia.

    Bajando un par de puntos el volumen de su voz y casi con vergüenza, Rubén respondió a la pregunta de Óscar.

    –Aprovechar que lo he visto antes para coger un poco de ventaja.

    –Perfecto, aquí quería llegar, has elegido la única posibilidad que puede salvarte la vida. Eres listo. A cambio, claro está, de sacrificar la del otro. Puede que así tuvieras tiempo de ponerte a salvo, de llegar a la orilla.

    Circulaban por la recta que llevaba al polígono donde está la empresa. Se veía ya la circunvalación de acceso, la gasolinera, las primeras naves de esa zona, las cubiertas de hormigón prefabricado sobresaliendo unas de las otras.

    –Y todavía vamos a complicarlo un poco más –siguió retorciendo Óscar, porque esto todavía no había terminado–. Que no sea simplemente un conocido, pongamos que el otro es un buen amigo. O mejor dicho, que quien está contigo en medio de la montaña o a doscientos metros de la orilla, bañándose a tu lado, sea tu mujer, o tu hija. ¿Qué me dices ahora?

    2

    De todo lo que Rubén vivió con Óscar hace un par de años, durante los apenas dos meses que ese tipo estuvo haciendo el plan de viabilidad de la empresa, esa es una de las conversaciones que más recuerda. O dicho de un modo más exacto, de las que más le cuesta olvidar. Quizá por todo lo que pasó después y por tener que seguir haciendo el mismo recorrido cada día para ir al trabajo. La imagen de los tres carriles de la autopista, el panel de salida, la rampa de desaceleración para entrar al polígono, le llevan una y otra vez a ese momento. Quizá porque aquel día, al llegar a la reunión que tenían concertada con Chinelli, el gerente, y Vero, la otra comercial, la respuesta final quedó en el aire. Porque al fin y al cabo a Óscar no le interesaba lo que Rubén pudiera contestarle cuando le planteó la pregunta definitiva. Lo que le interesaba era el desorden que, al hacérsela, pudiera provocarle. Asegurarse de que el veneno fuera inyectado. Y eso ya lo había conseguido.

    Ahora, dos años más tarde de esa conversación, Rubén está haciendo el mismo trayecto. Solo, en su coche, en dirección a la empresa. Autopista, poco antes de las nueve de la mañana. Lo ha seguido haciendo durante estos dos años que han pasado desde que Óscar terminara su trabajo y se marchara. No ha sabido más de él, la empresa reflotó gracias a su severa pero al parecer acertada intervención que, por otro lado, se llevó por delante a la mitad de la plantilla. Rubén fue de los que conservaron su trabajo. Aprovechar que he visto antes que el otro al depredador para coger un poco de ventaja, recuerda que le dijo. A eso se refería Óscar. La salvación, continuar teniendo trabajo, dependía de él mismo, de lo que hiciera cuando llegara el momento clave, de su reacción ante el peligro, su capacidad de supervivencia. Y también logró salvar su relación con Nora, su mujer, a pesar de todo. Ni siquiera tuvo que ofrecer ese sacrificio para ser de los que no recibieran la carta de despido. Óscar acabó por marcharse cuando terminó su encargo, como el depredador que cuando lo tiene todo a favor para el ataque final acaba por desentenderse de su presa.

    Quizá porque ya la tiene localizada.

    Son ya las nueve cuando Rubén aparca el coche y se dispone a entrar en la nave industrial de la empresa. El largo rótulo pintado en la fachada, de lado a lado, visible desde la autopista, le da la bienvenida cada día. Elementos de baño y cocina para la construcción, líderes en el mercado. Cuando acciona la llave de contacto, ve ese X5, negro, brillante, matrícula nueva, aparcado demasiado cerca de la entrada. No lo identifica. Antes de entrar le asalta un mal presentimiento que espera que no se confirme cuando llegue arriba. La sonrisa exenta de saludo de Esteban, el vigilante jurado de la empresa, al entrar en la nave tampoco augura nada bueno.

    Porque está a punto de comprobar que, dos años después, Óscar ha vuelto.

    Sube la escalera hacia la planta de arriba. Ya han llegado casi todos. Los del colectivo, como él y Cánovas, el otro comercial, les llaman con discreción cuando se refieren a ellos. También está Chinelli.

    Ha vuelto. A Rubén se lo confirma ahora Rosita después de hacerse rogar un buen rato, siguiendo con la mirada cómo él se ha dado cuenta de que hay luz en el despacho y que no está solo. Oye voces de una conversación al otro lado de la puerta cerrada, antes de mirar a la mesa de la secretaria de Chinelli con el interrogante fiscalizando la expresión de su cara.

    –¿Con quién está?

    –Óscar, te acuerdas de Óscar, ¿no? –le dice Rosita con ese casi imperceptible atisbo de malicia que parece supurar de su mirada en determinadas situaciones.

    Se queda un momento pensativo, como si todo se estuviera removiendo en su pasado mal olvidado.

    –Sí, claro, Óscar.

    Vuelve a mirar la puerta y las paredes de cristal con las lamas horizontales de las persianas de plástico cerradas. Sabe que no va a sacar más información de la secretaria del jefe, que será inútil indagar si la reunión ha sido concertada o es una visita de paso, de pura cortesía. Y que sea lo que sea se lo iba a decir precisamente a él en ese momento. Aun así, espera esos segundos de margen que se conceden incluso cuando las esperanzas de conseguir algo son mínimas por si le dice algo más, allí, de pie, entre la mesa de Rosita y la puerta cerrada del despacho del gerente. Pero la puerta no se abre y ella empieza a teclear liquidando cualquier posibilidad de continuar con ese conato de conversación. Mira la pantalla, ignorando su alrededor donde Rubén sigue esperando una ampliación de la rácana información que ha recibido. La mesa, como siempre, perfectamente ordenada y un recipiente de cristal azul con un pequeño ramo de flores elegidas y combinadas con gusto, un recipiente que el día de antes no estaba allí. A él no le pasa por alto ese detalle y ella, de reojo, se da cuenta y el labio superior se le contrae levemente por la parte derecha, dibujando un sutil apunte de sonrisa.

    Rubén liquida el intercambio con Rosita y entra en su despacho. A diferencia del de Chinelli, el resto de despachos individuales no tienen las persianas de lamas practicables, por lo que desde afuera, desde la sala diáfana donde están dispuestas las mesas de trabajo del colectivo, puede verse todo lo que pasa dentro. Si habla por teléfono o mira la pantalla, o si les da la espalda cuando se pone en pie para mirar al exterior a través de la ventana horizontal. A veces levanta la vista de sus papeles y se encuentra con la mirada persistente de Rosita o la de cualquier otro de los del colectivo, o de dos o más que están juntos, y les sorprende mirándole sin apresurarse demasiado en articular un gesto de disimulo, como si estuvieran hablando de él en ese momento. Pueden seguir sin problema el transcurso de las reuniones que Rubén celebra dentro como quien tiene el televisor encendido en el comedor de casa pero continúa con sus quehaceres domésticos. Sin atender, pero alerta a pararse de golpe en el momento que salga algo que suscite su interés en la pantalla. Él también puede verlos a ellos pero la situación está descompensada y la sensación de estar en un escaparate suele incomodarle. Ya ni cierra la puerta, porque es como detener un disparo con las manos.

    Se sienta en su silla y la hace rodar hasta que queda en posición centrada respecto a la mesa y a la situación exacta del teclado. Excepto los despachos individuales, los lavabos, parte de la zona de recepción, donde está Jessica, y la sala office, tiene una perspectiva generosa de la superficie total de la oficina dispuesta en forma de rectángulo. Si se mueve un poco puede ver hasta la puerta de entrada a la que se accede por una escalera circular justo al entrar al recinto. La pared izquierda de su despacho comunica con el de Chinelli. A su derecha, el despacho de su compañero Cánovas tiene la luz apagada. Cree recordar que le dijo que tenía una visita comercial esta mañana.

    En eso está cuando, con el torso en diagonal y de cintura para arriba, aparece de pronto en el marco de la puerta de su despacho la figura de Óscar.

    3

    El operario cruza el estrecho pasillo en dirección hacia la puerta donde está la cocina, tal como le va indicando la mujer que camina delante. Va con cuidado de no golpear con la caja de herramientas el papel pintado de las paredes y los objetos decorativos que hay encima de los bufetes. Entran los dos en la cocina y lo primero que hace la mujer es disculparse por haber mostrado tanta prisa para que viniera, pero que estaba desesperada, se le ha inundado varias veces el suelo y se le estropea todo lo que tiene debajo del fregadero cada vez que abre el grifo. La melamina de los cajones se le ha bufado formándose ampollas y ennegreciendo los bordes. Casi no ha dormido en toda la noche. No sabe cómo agradecerle que haya venido tan rápido. Su marido está de viaje y no ha podido mirárselo. Pero que si estuviera tampoco solucionaría gran cosa, la verdad. Vuelve a decir que está desesperada y que le disculpe el desorden. El operario la tranquiliza, deja la caja de herramientas en el suelo y, poniéndose en cuclillas, echa un vistazo para hacer una primera valoración de los daños. Las dos puertas de los bajos del fregadero están abiertas, dejando a la vista, entre el catálogo de botellas de productos de limpieza, el recorrido de la tubería y los accesorios de acoplamiento. Se toca la barbilla mientras recorre con la vista todo el conducto antes de decidirse por la herramienta adecuada. El latiguillo, debe ser el latiguillo, o quizá el sifón, también puede ser el sifón, dice mientras enciende una pequeña linterna cilíndrica y fija la luz en un punto concreto de la instalación. La mujer da un paso hacia delante y se coloca justo entre el operario, que todavía sigue en posición de cuclillas, y el fregadero. Está de pie y le da la espalda, mientras acciona el grifo para que él pueda detectar el punto exacto del goteo y en qué momento se intensifica hasta convertirse ya en un chorro sin intermitencias. El operario tiene que voltear un poco la cabeza y cargar el cuerpo en la pierna izquierda para seguir teniendo el ángulo de visión despejado. Ella mantiene la mano en el grifo aunque no haga ninguna falta y flexiona un poco el cuerpo hacia delante, con las piernas rectas y el vientre pegado al canto de la encimera. ¿Se ve bien?, le pregunta al operario. Pero el operario empieza a no tener ojos solo para las entrañas del fregadero. La mirada le hace incursiones sin control en las piernas que tiene delante, recorriendo el trayecto desde los talones desnudos que descansan sobre el tacón considerable de los zuecos, subiendo hacia la curva de la rodilla y queriendo ir más allá de donde empieza la falda. Igual que no ha podido evitar fijarse en el desprendido escote de la mujer acentuado por un botón sin abrochar más de la cuenta de su jersey fino y arrapado, cuando le ha abierto la puerta de casa, también le había echado una ojeada rápida a ese bonito culo apretado dentro de la falda cuando caminaba delante suyo, una especie de bata corta de una pieza que lleva por debajo. Sin poder evitarlo, ahora mueve la cabeza para mirar más arriba, con cuidado de no ser descubierto en un movimiento repentino de ella para decirle cualquier cosa. El latiguillo, seguro que es el latiguillo, vuelve a decirle con la mirada ya desbocada de un sitio a otro. Si flexiona un poco más el cuello puede ver parte de las nalgas separadas en medio por una mínima tira de tela roja. Pero podrá arreglarlo ¿no? Dígame que podrá arreglarlo, le pregunta la mujer dándole un matiz de súplica a la voz que enciende todavía más al operario, mientras hace un giro lento de la cabeza que el hombre aprovecha para no verse sorprendido, para disimular su atrevimiento, para poner a resguardo su insolencia y devolver la vista a ese punto de donde no debiera haberse movido. Vamos allá, dice mientras se acerca la caja de herramientas y se pone panza arriba, con la cabeza dentro del armario y la cara justo debajo de donde la vertical del tubo se bifurca en dos ramales iguales. La mujer le dice que mientras lo arregla ella va haciendo y se retira hacia un lado. Desde su posición, como una especie de contrapicado desde el ángulo donde se encuentra, tiene la visión de la mujer de cintura para abajo. Está sofocado y nota que el miembro se le ha puesto en tensión y por un momento teme no controlar que la mujer se haya podido dar cuenta por lo que flexiona las dos piernas encubriendo el percance. De reojo, la ve andando de un lado a otro de la cocina, moviendo cubiertos o abriendo la tapa de la lavadora. En uno de los paseos, a la mujer se le cae una pieza de ropa que llevaba al tendedero y que le queda a él sobre el abdomen. Ella se agacha y lo recoge disculpándose y por un momento se encuentran las miradas que él aguanta hasta que la mujer la aparta algo azorada antes de levantarse de nuevo. El operario estira ahora una pierna y nota como la cordura ya no gobierna del todo en su cabeza, como algo se le está revolucionando por dentro, y va aumentando su osadía mientras empieza a bajarse hasta medio pecho la cremallera del mono de trabajo, dejando ver una parte del torso peludo pero bien trabajado. Ya no le importa que la mujer descubra su erección violenta y poco a poco va estirando la otra pierna. Señora, le dice, debería abrirme un momento el grifo para ver como ha quedado esto. Lo que usted me diga. El ruido de los tacones de los zuecos se le va haciendo cada vez más cercano hasta que se detiene y vuelve a tener delante la visión de las dos piernas desnudas, bastante por encima de la rodilla. Cuando quiera, le dice la mujer mientras pone una pierna rozando la cintura izquierda del hombre y lentamente levanta la otra para franquear el cuerpo tumbado boca arriba, como si estuviera haciendo el gesto de montar un caballo imaginario. El operario descubre una visión mucho más generosa ahora desde su posición. Sin querer, la mujer se ha abierto la bata al separar los pies y los lados le han quedado a la altura de la cadera. Él oye otra vez el ruido del agua del grifo pero ya no atiende a las posibles fugas del entramado de tuberías, juntas y codos. Suelta la llave inglesa y haciendo fuerza, con las dos manos contra la pared interior, va desplazándose hacia fuera de forma que la visión es cada vez más precisa. Como el depredador que escondiendo su propósito se posiciona para que en un movimiento rápido no se le escape la presa y pueda quedarle fuera de su alcance, se le va acercando poco a poco hasta tenerla cercada, hasta que un repentino gesto de huida pudiera ser atajado de inmediato, con solvencia. Y así lo hace, cuando la mujer se percata de la falta de comunicación con el hombre, cierra el grifo por si el otro le dice algo que no oye e intenta volver a levantar la pierna para pasarla al otro lado. Es el momento. El operario tensa los bíceps y cierra con fuerza los cepos de sus manos en los tobillos de la mujer, que en un infructuoso intento de fuga pierde el equilibrio y va cayendo hacia atrás, sin posibilidad ya de escapatoria, apoyando las manos en el suelo pero quedando totalmente al alcance del operario que empieza a incorporarse separando la espalda de la superficie, sin soltarle los tobillos. A la mujer le asusta todavía más la forma con la que ese sujeto no le quita los ojos de encima, su mirada desquiciada, apretando los dientes, las venas que se le marcan en las sienes y en el cráneo. Empieza a intuir lo que está a punto de sucederle. Está sola, las niñas en el colegio y su marido lejos, y nadie que va a venir a ayudarla. Palpa por atrás buscando algún objeto con que defenderse pero no hay nada, solo el desabrigo de las baldosas frías. El movimiento de los brazos se queda en aspavientos malogrados que van y vuelven. Grita o intenta gritar, pero enseguida nota la mano enorme de aquel tipo cerrándole la boca, impidiéndoselo, aniquilando cualquier posibilidad desesperada de pedir ayuda. Se resiste, pero el peso de aquel cuerpo le cae encima, inmovilizándola mientras nota como con las rodillas le mantiene las piernas separadas, abriéndoselas cada vez más con la efectividad de un mecanismo de palanca y una de sus manos empieza a transitar por debajo de la ropa, arrancándosela a su paso, derribando murallas incapaces de hacer frente a esos ataques, apretándole los pechos con violencia hacia arriba y hacia abajo como si a cada fricción desmesurada fuera a arrebatárselos del cuerpo. Los botones de la bata que saltan uno a uno por los aires por la presión del ataque subterráneo. Suélteme, he dicho que me suel… Intenta en vano articular palabras de defensa. El hombre gime de ansia buscándole la boca con su boca y blande la lengua entrando y saliendo cuando quiere, para seguir hacia el cuello, para mordérselo lo justo para no dejarle marca. Ella encoge la cabeza intentando evitarlo, pero no lo consigue. Luego el hombre va bajando, tensa el brazo cercándole el cuello para ahogar cualquier otro intento de grito y abre las fauces hasta atrapar buena parte de uno de los pechos succionándolo ruidosamente. Sin un solo instante de tregua, el operario se incorpora y, de un salto, le coloca las dos rodillas sobre los brazos inutilizándolos contra el suelo. Con una mano le agarra del pelo y con la otra acaba de bajarse del todo la cremallera del mono de trabajo, desvistiéndose los hombros hasta que queda totalmente desnudo de cintura para arriba. Luego, lentamente, erguido sobre la mujer que cada vez opone menos resistencia, suelta el miembro que mantenía tenso dentro del slip e, inclinándose sobre ella, le agarra la cabeza con las dos manos para que no la mueva y se lo acerca a la cara esgrimiéndolo recto y venoso como un ariete que a embestidas ha de acabar partiendo la traviesa que aguanta el portón de la fortaleza, aniquilando la última barrera y entrando con toda su ofensiva, con el enemigo ya sometido y entregado. Y así lo hace.

    Cuando Cánovas ha terminado se incorpora y se va hacia el ángulo de la cocina donde está instalada la cámara para darle a la pausa. Comprueba que la escena se haya grabado correctamente. La numeración sigue corriendo en el LED, segundo a segundo, antes de darle a la tecla correspondiente. 22 minutos 53 segundos en total. Se da la vuelta y ve a su mujer todavía en el suelo en medio de la cocina, boca arriba. Los brazos separados y doblados por los codos como si la estuvieran apuntando con una pistola. El jersey fino y la bata un poco más allá de su cabeza, un montículo de ropa sin forma, abandonada, como si hubiera caído planeando de la cubierta de un rascacielos. Una pierna doblada por la rodilla sobre la otra, torciendo un poco la cadera y tapando el minúsculo tanga de color rojo, la única prenda que le ha quedado intacta.

    –¿Quieres que la veamos juntos, cariño? –Marga sonríe con picardía sin moverse de su posición, como si estuviera tumbada en una cama a punto de encenderse un cigarro. Él consulta la hora en el reloj de pulsera y se rasca la cabeza moviéndola horizontalmente.

    –Es tarde, a esta hora ya debería estar en la oficina. Ya lo sabes.

    –Vamos, un ratito más, podemos grabar ahora mismo una segunda parte –Marga se ha puesto de lado, todavía en el suelo y, con los brazos extendidos hacia él, hace el gesto de atraerlo con las manos.

    Cánovas pone un vaso en el expendedor de agua fría de la nevera y se lo bebe entero de un trago.

    –No puedo, Marga, de verdad. Si quieres lo vemos esta noche –le dice mientras enfila ya la dirección al lavabo para darse una ducha rápida.

    –Tú te lo pierdes.

    Cuando entra otra vez en la cocina lo hace perfectamente maqueado, camisa blanca y bien planchada y corbata azul oscura con dibujos en relieve. El cráneo brillante y completamente afeitado para evitar la infamia de una calvicie excesiva. Un fuerte olor a perfume masculino, no del todo vulgar, le acompaña por donde pasa, por donde entra. A pesar de sus casi cincuenta años y de esa irreversible calvicie, se mantiene en buena forma. Marga ha puesto la cafetera en la plancha de inducción y lleva otra vez la bata como al principio de la escena, como si nada hubiera pasado. Las dos puertas de debajo del fregadero vuelven a estar cerradas. Cánovas se acerca con sigilo y, con la mano que no sujeta las asas de su cartera, le agarra con fuerza una de sus nalgas.

    –Acuérdate, esta noche.

    –¿No te esperas? El café está a punto.

    –Me voy, no puedo. Ya me lo tomaré en la oficina –Cánovas le da un beso en el cuello mientras le agarra por detrás uno de sus pechos, como despedida. Luego se da la vuelta para marcharse y repara en la cámara, todavía en el mismo lugar estratégico donde la había colocado antes de ataviarse con el mono de operario.

    –Y guarda esa cámara. No vayan a encontrarla las niñas.

    4

    Dos vasos de plástico en la mesa del despacho de Rubén.

    –Gracias –le dice Óscar a Sara, una de las auxiliares administrativas del colectivo a quien momentos antes le había pedido los cafés.

    Sentado, y con un giro de cuello de más de noventa grados, sigue ahora atento su recorrido de regreso hacia la puerta. Ella le dedica una breve sonrisa antes de salir del despacho. Luego, Óscar vuelve la mirada a Rubén.

    La última vez que lo vio fue sentado en esa misma silla, antes de ponerse en pie, estrecharle la mano y salir por fin de su vida. Dos años. Así se cerró ese oscuro periodo de algo más de dos meses que, lejos de haberlo superado pasando página, Rubén lo había escondido en su memoria, torpemente, como quien guarda alguna prueba que puede inculparle en un cajón poco accesible mezclado con otros papeles y documentos innecesarios y echa la llave y la abandona en algún lugar del que después se olvida. Pero que sigue estando allí dentro. Lo había tapado como quien, una tras otra, va echando palas de tierra sobre algo que no debe volver a salir a la superficie. Una cada día, para que el tiempo y su labor muda y constante de desdibujar los recuerdos llegue a hacerlos tan borrosos que puedan parecer invisibles. Pero solo a parecerlo. Palas de tierra, una cada día. No le había vuelto a ver desde entonces y ahora Óscar vuelve a estar sentado allí delante. Y Rubén sin saber todavía por qué, qué es lo que le ha traído nuevamente a la empresa. Como de pronto encontrar esa llave sin buscarla, como un golpe de aire repentino que esparce la tierra y deja ver un breve fragmento de algo que ha permanecido allí, mal enterrado mucho tiempo. Y todo se remueve.

    –Bueno, y tú qué te cuentas –le inquiere Óscar introduciendo el palito de plástico en el vaso de café y removiéndolo despacio con el ritmo persistente de las aspas de un ventilador de techo. Sin dejar de mirarle a los ojos.

    Rubén empieza a explicarle lo que ha sido de su vida desde que dejaron de verse hace dos años. Le dice que las cosas no han cambiado demasiado. No quiere parecer esquivo y habla con calma escogiendo las palabras a conciencia, haciéndolas rodar por un cauce tranquilo, llano, sin sobresaltos, para que la incomodidad que le causa la presencia de Óscar en su despacho siga siendo solo una amenaza bajo tierra, controlada. Le mantiene la mirada lo suficiente, sin que denote temor pero tampoco desafío, en esa estrecha barra de equilibrio entre la opción de la huida y la del enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Cuidando también el lenguaje no verbal para mostrarse relajado, incluso hospitalario, como si llegara a alegrarse de volver a verle tras la primera reacción de sorpresa. Y se mantiene tranquilo, para que no le delate algún tipo de tensión inoportuna que el otro pudiera percibir, olisquear en el ambiente.

    –Más o menos lo mismo, aquí me tienes. Sigo viviendo en el mismo sitio, ¿te acuerdas? Mi hija se está haciendo mayor. Ya casi ocho años. Cómo pasa el tiempo. Al gimnasio cuando puedo. Y Nora, como siempre.

    El nombrar a Nora ha hecho que Óscar se incorpore levemente en su asiento. Un movimiento mínimo, imperceptible a los ojos de cualquiera que no estuviera alerta, que no esperara una acción reacción al activar la combinación de las dos sílabas. NO-RA. Un brillo en los ojos de apreciación microscópica.

    –Nora, Nora, y tanto. Dale recuerdos de tu amigo Óscar, no te olvides.

    –Así lo haré.

    Ahora hay que extremar las precauciones. Cuidar la información que se transmite, solo la justa. Hablar despacio y con serenidad permite eso, que no se desboquen las revelaciones que deban permanecer bien amarradas. Óscar está sentado en una de las dos sillas de confidente que hay frente a la mesa de Rubén, con las manos en los bolsillos del pantalón, las piernas abiertas, escuchando el desarrollo de la respuesta a su pregunta que ha sido formulada para activar la relación y tal vez para llegar a ese punto donde estaban. Por eso, ahora hay que ser cauto, mantener el tipo y no mostrarse agobiado, capear las cuatro preguntas que le puedan caer encima, domar la insistencia, reconducir la conversación, sacarla del fuego.

    Rubén le cuenta que Nora está bien, que sigue trabajando. Sí, donde estaba. Que los dos están bien, que ahora no tienen problemas. Y que si no pasa nada tienen pensado ir los tres de viaje este verano.

    –¿Y qué va a pasar? –le pregunta Óscar.

    Al otro lado del cristal, Rubén ve a Rosita de perfil en su mesa de trabajo. No les mira pero está seguro de que a intervalos lo hace, que está más pendiente de lo que pase dentro del despacho que de la pantalla de su ordenador donde está mirando. Los del colectivo también están sentados en sus mesas. De vez en cuando pasa por delante alguno de ellos con papeles en la mano y levanta la vista hacia dentro.

    Y de pronto ve también a Jessica. Mantiene la vista un momento en su recorrido, breve, de un ángulo que queda fuera de su alcance visual desde donde está sentado hacia la fotocopiadora situada en medio de la sala. Un punto céntrico desde donde la puede ver casi a cuerpo entero con solo levantar la cabeza. El recorrido se repite unas cuantas veces cada día y luego el tiempo que permanece allí, de perfil, levantando la cubierta, agachándose con la espalda recta y reponiendo el paquete de folios en la bandeja de alimentación cuando la señal luminosa le indica que se ha quedado vacía, volviéndose a incorporar, esperando que concluya la serie de fotocopias mientras el fogonazo verde se dispara intermitentemente, amortiguado por la tapa, como queriendo alcanzarla sin conseguirlo en cada una de las detonaciones, esperando esos segundos inmóvil, con el cuello levemente curvado hacia delante desnudando su nuca y la vista fija en el panel de control de la máquina. Allí, de pie, a su alcance, silenciosa, misteriosa, inconfesablemente deseable. Y cuando termina la tarea, el camino de regreso. Hasta una nueva visita a la fotocopiadora.

    La ha mirado apenas un instante. Aunque le cueste no hacer lo que hace siempre, toma sus precauciones para que nadie le sorprenda pendiente de ella. Es fácil, mira un momento y deja de mirar, lo hace hacia otro lado. La pantalla del ordenador, los papeles sobre su mesa, el simulado infinito que son las paredes más allá del cristal de su despacho le sirven de contrapunto, de coartada, para alternar la vista, para esconder el objetivo de su atención. La cara de Óscar cerca de la línea de visión. Hay que decir algo.

    –Y tú, ¿qué es de tu vida?

    –Aquí, ya ves –responde Óscar–, visitando a mis viejos amigos.

    Jessica recoge las fotocopias flexionando un poco una pierna y abre la tapa de la bandeja para sacar también el original. Se da la vuelta y se aleja hacia su mesa, donde en cuestión de segundos Rubén dejará de verla. Ese momento previo a la pérdida momentánea, que sucede cada vez que aparece por delante de su despacho, le hace aferrarse a la visión más de la cuenta, como si, aunque sabe que no será así, algún día dejara de pasar esta escena y no volviera a verla, como ocurre los viernes a la hora de marcharse, con el largo fin de semana por delante. Ese vértigo de dejar de tener al alcance las cosas que se desean. En circunstancias normales esto no tiene más efectos, una simple persistencia en la mirada justo en ese tramo final de la secuencia, una concesión inofensiva, bien disimulada. Y luego volver a lo que estuviera haciendo. En circunstancias

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