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Pasando entre cristales rotos
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Libro electrónico455 páginas7 horas

Pasando entre cristales rotos

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Emocionante con una aventura en una época convulsa donde todo estaba por cambiar, con la industrialización en el eje de la historia.

Barcelona de fin de siglo XIX es la espectadora del desasosiego de un hombre que se ve obligado a cambiar su vida cuando, despojado de todo aquello que le importa, es obligado a huir para protegerla. Esta convulsa aventura comienza con la explosión de una bomba en la fábrica donde trabaja Pedro, después de ser acusado de su colocación huye para salvar su vida e intentar encontrar a su hijo, al que su mujer entrega antes de ser encarcelado, provocando un cambio radical en su vida y en todo lo que lo rodea.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento8 ago 2016
ISBN9788491126737
Pasando entre cristales rotos
Autor

Francisco Expósito Morillas

Inspirándose en una época muy convulsa, donde todo estaba por cambiar, el autor, un funcionario nacido en Orgiva, provincia de Granada el 1 de noviembre de 1960, aficionado a la novela histórica nos narra, en esta su primera obra, una aventura que transcurre entre Sant Boi, su ciudad de residencia y Barcelona. En ella destaca la supervivencia de las personas ante los retos que nos presenta la vida, el personaje central es un poco su reflejo, un trabajador que sueña con cambiar el mundo empezando por cambiarse él.

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    Pasando entre cristales rotos - Francisco Expósito Morillas

    PASANDO ENTRE

    CRISTALES ROTOS

    Francisco Expósito Morillas

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    Título original: Pasando entre cristales rotos

    Imagen de la cubierta de Jorge Expósito Jiménez

    Primera edición: Agosto 2016

    © 2016, Francisco Expósito Morillas

    © 2016, megustaescribir

              Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    C o n t e n i d o

    Capitulo 1   El fuego

    Capitulo 2   En el barrio

    Capitulo 3   El plan

    Capitulo 4   Hay que escapar

    Capitulo 5   El infierno

    Capitulo 6   La vida es un juego

    Capitulo 7   Vamos a sacarlo

    Capitulo 8   La vida en la ciudad

    Capitulo 9   El tiempo no importa

    Capitulo 10   Los primeros Pasos

    Capitulo 11   Gustavo y el Capitán

    Capitulo 12   Investigando

    Capitulo 13   El mercado

    Capitulo 14   El dinero no es amigo

    Capitulo 15   La Muerte no se Aleja

    Capitulo 16   Hola Lucia

    Capitulo 17   Se va la vida

    Capitulo 18   Volver

    Capitulo 19   Un buen encuentro

    Capitulo 20   De vuelta al castillo

    Capitulo 21   Ahora no me vengas con remilgos

    Capitulo 22   Atando cabos

    Capitulo 23   Descubrir la verdad

    Capitulo 24   Todos juntos

    Capitulo 25   Esperemos los resultados

    Capitulo 26   Venganza

    Capitulo 27   Volver a nacer

    El destino de cada hombre se lo escribe uno mismo, aunque a veces se necesite que alguien le extienda una pluma para poder hacerlo.

    Cristina, sin ti este libro solo serían letras sin sentido.

    Capitulo 1

    El fuego

    LA MAÑANA ERA gris, como casi todas las mañanas, el aire corría por las calles cortando la piel de todo aquel que se pusiera a su alcance, la calle estaba desierta, solo los perros, que dormitaban en las puertas de las casas levantaban la cabeza para verlo pasar, aún no había amanecido pero el día empezaba a despuntar.

    Caminaba con la cabeza gacha entre las solapas de una chaqueta raída por el tiempo, que era como una segunda piel, la gorra gris anclada hasta las orejas, se confundía con el cielo que a esas horas no tenia definido el color, las manos en los bolsillos del pantalón, el paso firme y ligero sin mirar a ninguna parte, pues el camino era conocido por sus alpargatas, tan conocido que sus suelas de esparto estaban moldeadas a las piedras y guijarros de la calle.

    Mientras caminaba, los cinco kilómetros que le separaban de su destino, dejaba vagar su cabeza en pensamientos e ilusiones de una vida que cada día se le escapada tan deprisa que le era imposible recuperarla.

    A cada paso que daba el frío le iba calando más adentro, la humedad de la tierra iba subiendo por las piernas y atacando todos los huesos del cuerpo, era tanto el frío que los dientes empezaban a castañear involuntariamente, hasta hacer un repique que acompañaba su andadura diaria.

    El río no había crecido por las lluvias de la noche anterior, por lo que cruzarlo, saltando entre las piedras, no iba ser demasiado difícil esa mañana, la única dificultad estaría en la humedad que las piedras habían acumulado por la lluvia, que le podían hacer caer al lecho. Irremediablemente le vino a la cabeza la caída que sufrió el año pasado, el amargor le subió por la garganta hasta la boca, revivió el momento como si hubiese sido ayer, la mañana era más o menos como la de hoy, se había levantado un poco más tarde, antes de marchar, preparó el fuego para su mujer y su hijo recién nacido, salió de la casa y apretó el paso para no llegar tarde, cuando llegó al río saltó una vez, dos, tres y a la que hizo cuatro le falló el apoyo resbalando y cayendo al agua, quedó todo empapado, pero ya no podía volver atrás por lo que tuvo que trabajar todo mojado, eso le caló tan fuerte que al día siguiente la fiebre ya no le dejó levantarse se apoderó de él de tal manera que al final esa calentura se transformó en una pulmonía que le supuso estar sin trabajar más de un mes. Desde la cama veía con impotencia cómo su mujer tenía que mendigar comida entre los vecinos, acarrear la leña para no quedarse helados de frío, ver como su hijo lloraba sin cesar horas y horas por falta de comida

    Con todos esos recuerdos iba llegando a la fabrica, la cual se levantaba como un castillo siniestro de entre las brumas que se empezaban a alzar con los primeros rayos del día, era un recinto amurallado de ladrillo rojo con una gran puerta de hierro, con los barrotes acabados en punta de lanza y una cerradura del tamaño de tres ladrillos, en el centro del amurallado había una serie de naves todas unidas, con los techos de Uralita, inclinados y con las chimeneas en el centro de cada uno de los edificios.

    Pocos antes de atravesar la última avenida, que le conducía hasta la puerta de la fábrica empezó a ver a otros, que como él, se dirigían hacia el castillo del terror, doce o trece horas incesantes de andar entre telas, tejer, tintar, acarrear sacos de carbón y cajas.

    Los primeros saludos que se ofrecían unos a otros eran prácticamente ininteligibles, el repique de dientes solo dejaba entre ver una especie de gruñido familiar, todos vestidos igual, de la misma manera, pantalón oscuro, alpargatas de esparto, blusón azul, gorra de pana, chaqueta remendada y cara de cansancio y frío, mucho frío.

    —Hola, Hoy es el gran día Pedro, hoy tienes que demostrar a los mandamases lo que vales, no puedes fallar, así que deja de tiritar, que cuando te entren los nervios, sudaras y te quejaras del calor que hace y lo difícil que es respirar aquí.

    —Si esto sale bien, lo próximo que haga será una maquina que sirva para limpiar el aire de esta fábrica, para que todos podamos respirar sin tener que tragarnos el polvo que hay en este aire tan cargado por los hilos y telas.

    Había sido el saludo del capataz, hombre corpulento, moreno, alto, con la tez tan curtida que bien podía decir que había vivido en el mar, los ojos negros vivaces, nariz ancha, hombre de pocas palabras y muchas órdenes. Después de más de tres años trabajando con él, ahora era cuando le empezaba a mostrar más confianza, los primeros meses habían sido muy duros, como buen capataz, y hombre serio donde los hubiese, no mediaba palabra y solo los gestos y gruñidos que soltaba de vez en cuando habían servido para dar las órdenes.

    Nunca se mostraba nervioso, todo lo arreglaba con una calma eficiente, pues donde los demás solo veían problemas y nervios, él veía soluciones, pese a su carácter osco era apreciado por los trabajadores de su sección, no era el clásico déspota que trataba a los subordinados como esclavos, sin impórtale quienes eran, o que problemas tenían, ni si eran personas o animales. Él, en cambio miraba a los trabajadores como personas y los trataba como tales.

    Él era quien le había dado una oportunidad a Pedro, para poner en marcha un nuevo sistema de hilar, haciendo uso del vapor, aplicaba un motor de vapor a la máquina de hilar tradicional, de esa forma se conseguía hilar mejor y más deprisa.

    Pedro había hablado con su capataz de la idea, y de que él mismo, con sus conocimientos de mecánica, que había aprendido de su padre lo podría poner en marcha y así sucedió después de seis meses de trabajo duro y con la ayuda de algunos de sus compañeros, aquel día probaría su motor a vapor.

    Esta idea revolucionaria que Pedro tenia, no era compartida por todos los obreros que veían en el invento un enemigo, algo que podía hacer peligrar su puesto de trabajo, en cambio para Pedro era la oportunidad de prosperar, de dedicarse a algo más que cargar carbón, precisamente entre palada y palada, le había venido la idea, Él había visto que con el vapor que generaban las locomotoras los trenes se desplazaban con rapidez por las vías.

    Todo estaba preparado para que aquella mañana se pusiera en marcha el invento, la caldera estaba a punto, las tuberías de vapor selladas y revisadas, el motor engrasado y esperando los primeros empujes del calor del vapor.

    Antes de empezar con el nuevo sistema había que hacer funcionar los calderos de agua caliente para tintar las telas de los diferentes colores, por eso Pedro y otros cuantos se encargaban de alimentar el horno con carbón para que el agua empezara a hervir.

    Pedro se quedó observando al capataz, mientras cargaba el carbón, todo parecía distinto, no por su imagen, que era la de siempre, sino por su actitud, no paraba quieto controlaba todo lo que se movía dentro de su radio de visión, mandaba, más que de costumbre, azuzaba a todos, amigos y enemigos, se intuía en él la intranquilidad.

    — Que pasa hoy, el señor Isidro no parece el mismo.

    — Vendrán de Barcelona.

    — Quieres decir, si aún no estamos a final de semana.

    — La visita de hoy nada tiene que ver con la semanada.

    — Coño! Dejaros de tanto parlotear y quiero los hornos funcionado ya, para que cojones creéis que se os paga, venga que las palas no paren.

    El grito del capataz pilló desprevenido a los dos hombres, que asustados movían las palas tan deprisa que los brazos les dolían por los movimientos tan bruscos.

    Es verdad señor Isidro que vienen los jefes de Barcelona, si es verdad, pero no es para lo que tú piensas, vienen para enseñar la fábrica a los políticos, y creo que el estreno de tu máquina tendrá que esperar un día más, pues hoy con el revuelo que se formará aquí no podremos estar por ninguna otra cosa, ahora basta de charla y a trabajar que los calderos aún no están hirviendo.

    Como era de esperar a media mañana, empezó un gran revuelo, todos los capataces, encargados y jefes corrían de un lado para otro, nadie paraba, era un frenesí delirante, los repiques de tacones, no cesaban, los pasillos eran un verdadero trajín de idas y venidas, y después de una nube de cepillos con chaquetas almidonadas, dos hombres de aspecto menudo con barba a la moda, sombrero, bastón y trajes caros, aparecieron por delante de los hornos, miraban el fuego, los calderos, las telas y a los hombres, con ojos de complacencia.

    Los dos hombres subieron las escaleras que conducían a los despachos del piso superior, seguidos, de los jefes de la fábrica, los encargados y capataces, todo un gran desfile, una vez llena la oficina, los que no podían entrar esperaron al pie de las escaleras, montando guardia, frunciendo el ceño, hablando y dando muchas explicaciones los unos a los otros.

    Mientras tanto los trabajadores, ya ajenos a lo que estaba ocurriendo en el piso superior, seguían con sus tareas cotidianas, a ellos no les importaba demasiado un visita de políticos, pues su tarea seguía siendo la misma, nadie les iba a librar de ella.

    Pedro seguía cargando el horno de carbón, cuando se acercó Emilio, un compañero y amigo desde niños, se habían criado juntos, aunque ahora, desde que este se casó, vivía en ese lado del río.

    — Pedro que tal está tu mujer.

    — Bien, ya está repuesta del todo, ha estado mal, pero parece ser que ya ha pasado lo peor, ayer ya pudo hacerse cargo de la casa.

    — Las fiebres son muy malas y traicioneras, que vigile, pues una recaída ahora puede ser fatal.

    — Y tú Emilio, como lo llevas con tu suegro, mejoran las relaciones.

    — No, no hay manera, cada vez que empezamos a hablar, acabamos discutiendo, sin ir más lejos el otro día, hablamos de tapar el pozo, para seguridad de los niños y acabamos discutiendo por cómo poner los travesaños, si horizontales o transversales, esto no hay quien lo arregle.

    — Paciencia, es una persona muy mayor y se les va la cabeza, con esa edad.

    De repente, un ruido ensordecedor, que hizo temblar toda la fábrica, dejó paralizados a todo el mundo, el suelo se resquebrajaba, el techo caía a trozos, vigas y tochos eran como proyectiles sobre sus cabezas, el fuego emergía de los hornos que se habían roto, todo el mundo corría de una lado para otro huyendo de lo que parecía el fin del mundo, buscando la salida que parecía estar lejos.

    Pedro algo mareado por la sucesión de hechos no daba crédito a lo que ocurría, el mundo se le venía encima, todo a su alrededor estaba derrumbándose, el suelo estaba lleno de cascotes, vigas, hierros y telas en llamas, pero además también veía hombres, personas destrozadas, ensangrentadas y muertas en el suelo. Se desesperaba, no sabía lo que estaba ocurriendo pero veía el desastre. De repente un quejido le llamó la atención, detrás de un trozo de pared, un hombre se encontraba mal herido, quejándose por el dolor que le producía estar atrapado por una viga que le impedía moverse.

    Sin pensarlo se fue hacia él, intentó sacarlo, pero cada movimiento que hacía con aquel hombre, era un nuevo grito de dolor que le producía, pronto comprendió que no solo no podía moverse, si no que las piernas estaban totalmente atrapadas y chafadas por la viga. Rápidamente Pedro pensó como podía sacar a su compañero de allí, se situó delante de la viga y empezó a estirar de ella, el peso era demasiado para su fuerza, y lo único que producía eran movimientos que se trasladaban al herido en dolor. Empezaba a desesperarse, cuando de repente sus ojos se fijaron en un hierro que había debajo de unos cascotes, aquello lo podía utilizar como palanca, así que sin dudarlo cogió el puntal lo introdujo por debajo de la viga y con gran esfuerzo la pudo levantar lo suficiente para que las piernas quedase liberadas, el hombre perdió el conocimiento a causa del dolor producido por el esfuerzo de retirar las piernas de debajo de la viga que lo oprimía.

    Estaba cansado, sin fuerzas y sin aire que respirar pero con un esfuerzo sobre humano cargó al hombre en su espalda y busco la salida, pero mirarse por donde mirase solo veía fuego y escombros que no le dejaban verla. Tomó la dirección por intuición más que por conocimiento y sus pasos le llevaron hasta ella. Una vez fuera del edificio en llamas unos compañeros le quitaron al hombre de la espalda y con un poco de agua fueron reanimándolo hasta que este recobró la conciencia.

    Pedro miró a su alrededor, la desolación se había apoderado de aquel lugar, todos corrían hasta la puerta para atender a los pocos que iban saliendo. Allí, cerca de donde se encontraba, vio a uno de su equipo de trabajo y le pregunto por Emilio, no obteniendo ninguna respuesta de su compañero se aproximó hasta él y cogiéndolo por los hombres lo zarandeo y le volvió a hacer la pregunta:

    — Donde esta Emilio? Lo has visto salir?

    — No, no lo he visto y déjame en paz, quien te crees que eres para zarandearme, tú y tus inventos sois los que tenéis la culpa.— Y con un manotazo se lo quitó de encima y se alejó

    — Pero sabes algo de Emilio o no? – grito Pedro de forma desmesurada mientras veía como el otro se alejaba.

    — No, no sé nada, seguramente estará tirado hay dentro como el resto y no podemos hacer nada por él.

    — Gritaba y gesticulaba el obrero mientras se alejaba del lugar.

    Pedro empezó a preguntar por Emilio a todo el que veía, y de ninguno de ellos obtuvo respuesta, por lo que sin pensarlo dos veces, entró de nuevo al edificio en llamas y empezó a buscarlo, gritando su nombre en un intento de que este le respondiese. El humo no le dejaba respirar, además los golpes recibidos no ayudaba a sus escasas fuerzas, ya empezaba a darlo todo por perdido cuando de repente vio a Emilio en el suelo, sangrando por la cabeza, un trozo de viga le había golpeado, se fue hacia él, vio que estaba inconsciente, lo sacudió para que volviese en sí, apoyo su cabeza en el pecho y notó que aún respiraba, miró hacía todos los lados buscando ayuda, no sabía que debía de hacer, pidió socorro, pero nadie le oía. Sin más cogió a Emilio y apurando sus últimas fuerzas se lo cargó al hombro, encorvado por el peso se dirigió hacia la salida, mientras llevaba a su amigo. De nuevo en la misma situación dentro de un infierno, mirara donde mirara solo veía fuego, miró a su derecha mientras andaba hacia el exterior y vio solo cuatro hierros donde antes estaban los despachos, veía como ardían hombres, entre amasijos de piedras, maderas y carbón, veía una gran cantidad de hombres muertos y otra gran cantidad de hombres heridos, que como podían salían de aquel siniestro lugar.

    Pero lo que Pedro no veía, era la salida, cada vez era más difícil respirar, no había casi aire, solo humo y polvo, los ojos ardían, la piel quemaba, las fuerzas flaqueaban, la temperatura cada vez era mayor, vio alguien correr y tomó esa dirección, era la buena ya casi estaba fuera, se volvió a colocar a Emilio, cuando de repente algo le sujetó el pie, primero el humo no le dejó ver con claridad lo que le sujetaba, pero una llamada de socorro que venía del suelo le hizo volver a mirar para abajo, allí cogido a su pantalón vio a un hombre tirado, arrastrándose por el suelo, con las piernas cortadas y sangrando que le pedía ayuda desesperadamente, Pedro estaba confuso, pero sin pensarlo dos veces, agarró el cuerpo de esa persona por la cintura y lo arrastró hasta la entrada, una vez fuera, respiró por fin, los pulmones los llenó una y otra vez, saciando su hambre de oxigeno.

    Dejó a ambos en el suelo y, pidió ayuda, varios compañeros se acercaron unos atendieron al hombre sin piernas y otros con una camisa envolvieron la cabeza de Emilio, intentando taponar la herida, en unos segundos la camisa se tiñó de rojo, y Emilio sin poder abrir los ojos se le escapó la vida entre suspiros.

    Pedro aún con Emilio entre los brazos se desvanecía, se esforzaba por tener los ojos abiertos, pero el suelo se movía, el cielo se caía sobre él, los gritos se perdían en el aire, las personas dejaban de existir, solo estaba él, no había nadie más que él, y el mundo lo abandonaba.

    Un fuerte ruido lo trajo a la vida, cuando abrió los ojos estaba rodeado de un humo que no le dejaba respirar, sus pulmones se hundían en su pecho intentando atrapar el último resquicio de aire que pudiese haber, aturdido vio como su entorno estaba lleno de muertos y heridos, era un gran campo de despojados, intentó incorporarse, haciendo un lado a Emilio, que aún permanecía en su regazo.

    Con gran esfuerzo se levantó, y tambaleándose se alejó unos metros del lugar buscando aire para respirar, se situó a unos cincuenta pasos de la entrada y miró la fábrica y como el fuego devoraba los muros, las ventanas, las puertas, los hombres, el aire, el cielo y el mundo.

    Todos corrían de un lugar para otro sin saber bien lo que hacer, unos intentaban socorrer a los que iban saliendo, otros gritaban desconsolados ante la tragedia que tenían frente a ellos, petrificados por el miedo y el horror que su mente no era capaz de asimilar.

    Después de varios minutos de desconcierto los capataces y encargados, sobrevivientes, empezaron a organizar a los que no estaban heridos, se montaron cadenas de hombres que portaban agua desde los embalses hasta las paredes de la fábrica, con tal de intentar apagar el fuego que ardía con gran virulencia desde dentro del edificio.

    Pedro se encontraba a tres puestos de la pared, el calor que desprendían las llamas era tal, que la ropa quemaba la piel de los hombres que en su lucha contra el fuego ponían más corazón que cabeza, ya que con su aportación de agua no lograban ni detener el avance de aquella lengua roja que devoraba todo lo que a su paso encontraba. Pasaron horas en la cadena humana, cambiándose de puesto y haciéndose relevos cuando ya el calor les podía y caían casi inconscientes al suelo por su efecto.

    Ya había pasado el medio día y la fabrica seguía ardiendo por los cuatro costados, la gran columna de humo negro que se formaba por encima del edificio tapaba el sol, creando una penumbra desoladora para todos, que les impedía saber a la hora del día que se encontraban.

    Los carros se acercaron con gran ruido a las laterales de la fábrica, de ellos se bajaron un sin fin de militares, ataviados con palas, rastrillos, picos, mangueras y una maquina de bombeo de agua, formaron un ejército de hormigas muy bien adiestrados. Todos sabían dónde ponerse y donde estar en cada momento, después de los primeros minutos aparentemente de desconcierto para los allí presentes, todo el engranaje militar empezó a funcionar, con una gran precisión, un equipo de unos cincuenta hombres formaron una brigada de zapadores que se dedicaron abrir huecos para que otra brigada menos numerosa empezara a manejar la bomba de donde milagrosamente brotó agua por las cuatro mangueras que se encontraban conectadas.

    — Apartaros, dejad trabajar a los soldados. Bramó un capataz a los obreros y seguidamente otros capataces comenzaron a dar órdenes a los trabajadores, para que las filas humanas que habían intentado sofocar el fuego se retiraran lentamente, dejando paso a aquellas personas mejor preparadas, que con gran acierto hacían retroceder las llamas.

    Pedro miró a su alrededor, no se había dado cuenta que además de los militares que habían llegado preparados para apagar el fuego, también habían llegado otros que no portaban palas, ni picos, ni herramientas, estos iban armados con fusiles.

    — Te has fijado, como vienen preparados, dijo un compañero a Pedro.

    — Porque van tan armados.

    — Para que crees tú, para arrestar a los que han hecho esto. Respondió, mientras se alejaba, pero antes de marcharse, se volvió para decirle, — yo que tú me quitaba de en medio, pues siempre hay un tonto que paga los platos rotos.

    De repente se armó un revuelo, una columna de soldados armados, formó delante de la entrada del recinto y bloqueándola, impidiendo que entrasen, o saliesen de allí. Los obreros gritaban e increpaban a los soldados para que les dejasen salir, los familiares que empezaban a llegar, hacían lo mismo pero desde la otra banda y con intención de entrar, ya que deseaban saber y ver a sus maridos, esposos o hijos, de los cuales no tenían noticias.

    Los mandos militares se agruparon en una esquina del recinto, justo donde se encontraban las personalidades que habían llegado desde Barcelona, mantuvieron una reunión donde se discutía acaloradamente sobre qué es lo que había pasado y quienes podrían ser los culpables, en ocasiones los gritos eran tales que se oían por encima del ruido de los camiones y del fuego que aún quemaba.

    De vez en cuando llamaban a un jefe o aún capataz, les preguntaban, sobre donde empezó todo, que es lo que había pasado, donde estaba él en esos momentos, después de las respuestas, muchas de ellas inconexas, el grupo seguía discutiendo.

    Una vez se habían interrogado a todos los jefes y capataces, el grupo sé disgregó, los militares de alto rango después de dar una serie de instrucciones a los suboficiales, abandonaron el lugar, junto con las autoridades.

    Cuando ya habían marchado todos los altos cargos, se formó un grupo de soldados, comandados por un sargento que inició una investigación entre los obreros, por lo que todos los que no estaban heridos debían formar una fila, para ir pasando de uno en uno por la mesa del pelotón de investigación.

    La manera de interrogar y de investigar era completamente diferente, las preguntas eran escupidas por el sargento, si no se contestaba como él quería, asestaban golpes de culata hasta que la respuesta era de su conformidad.

    Eran pocos los que no se llevaban un chichón de recuerdo de ese día. La fila avanzaba despacio, Pedro se encontraba a una buena distancia, de la mesa de interrogación, cuando vio como un personaje pequeño que estaba siendo interrogado le miraba y lo señalaba delante del sargento.

    Acto seguido un grupo de soldados se dirigía hacia él con paso firme y rápido, abriéndose camino entre los escombros y los demás obreros. Pedro nervioso miraba hacia los soldados, a un lado y otro buscando una explicación a lo que veía y a la vez buscando compresión entre sus compañeros.

    De pronto una voz que salía de detrás suyo le dijo – corre Pedro, corre, que si te cogen de estas no sales, ese hijo puta te ha señalado como culpable de lo ocurrido, corre Pedro, corre.

    Mientras Pedro visiblemente más nervioso dudaba entre correr, plantar cara o simplemente desaparecer, mas voces se unían al grito de corre Pedro, corre.

    El pelotón seguía avanzando inexorablemente hacía él, mientras entre empujones, Pedro, se iba alejando de los soldados, tropezándose una y otra vez que los compañeros de fila que se encontraban detrás de él.

    No apartaba la vista de los soldados, que cada vez estaban más cerca, ya casi podía ver el sudor en sus caras, corriendo por sus mejillas, cuando desde atrás una persona vestida con ropa de obrero y gorra de matón, asestó un golpe seco en la nuca de Pedro, haciéndolo caer al suelo, sin sentido, a la vez que todos se iban alejando de él, como si fuese un apestado.

    El pelotón en esos momentos llegaba junto a Pedro se pusieron firmes delante del obrero con gorra de matón, y este sin más les ordenó que lo cogieran y lo cargaran en el camión junto a los otros detenidos.

    Capitulo 2

    En el barrio

    EL SOL ESTABA acariciando la puerta de la casa, mientras Eulalia daba el pecho al pequeño Pablo, era la mejor hora del día todo estaba en silencio, nada interrumpía ese momento mágico, en el cual el niño saciaba su apetito de los pechos de su madre, que lo arrullaba transmitiéndole todo su cariño, dulzura y seguridad, pese al más de un año que tenía el niño a ella le encantaba ese ritual.

    Para Eulalia el día empezaba de esa manera con su hijo en brazos mimándole, había sido una noche tranquila Pedro y ella cenaron con luz de vela, y al cobijo del fuego de la chimenea, estuvieron hablando largo rato, como siempre, Pedro le contó las innumerable ideas que tenia para salir de la pobreza en que vivían, ella lo había escuchado con la mirada atenta y una sonrisa en los labios, para ella, era un placer oírlo hablar de esa manera, era como si los problemas desaparecieran, el entusiasmo que ponía en su forma de hablar la contagiaba de tal manera que en esos momentos no existía otro mundo, que el mundo que Pedro ideaba para ellos, lo que más feliz le hacía era que todas aquellas ideas estaban incluida ella y Pablo.

    Una vez en la cama hicieron el amor con el mismo deseo que el primer día, el amor con el que se acariciaban, se besaban, les transportaba al éxtasis más completo, fue una noche feliz, de aquellas que se tardan en olvidar, el día no parecía que iba a cambiar las cosas, pese al frío que entraba por debajo de la puerta.

    Después de amamantar al pequeño lo pondría a dormir y mientras tanto, iría al pozo a por agua, se lavaría, comería algo y comenzaría la rutina de la casa, le gustaba mantener su casa limpia y ordenada, para ella era algo imprescindible, no podía soportar el desorden y la dejadez, su madre siempre le decía, que no por ser pobre hay que ser desordenada y dejada. La única tarea que le resultaba pesada era lavar la ropa, pues tenía que ir hasta la orilla del río y allí arrodillada lavarla, nunca le gustó demasiado los ríos, son traicioneros y además le traían malos recuerdos, su padre murió ahogado en una riada y su marido estuvo muy enfermo, el año pasado tras caerse al agua, cuando iba a trabajar.

    Ya con el sol alto, todo lo alto que puede estar en invierno, Eulalia salió de su casa con su hijo colgado de las faldas y se dirigió a una pequeña plaza de tres calles más abajo, justo en el centro, todos los días se instala un pequeño mercado, que aunque está allí desde que ella tiene memoria, cada vez que aparece delante de sus ojos, tiene la impresión que es el primer día que se han colocado las paradas.

    Las siete u ocho paradas que componen el mercado están regentadas por vecinos, son sus vecinos, ella los conoce bien a todos, pero no obstante para ella solo hay tres paradas donde hace la compra son las paradas que en los tiempos difíciles le han ayudado.

    Esta Carmen, la carnicera, una mujer de anchas caderas, estura pequeña, una amplia sonrisa debajo de una nariz puntiaguda y un pelo rubio casi cano, tiene carne de todo tipo depende del día de la semana, o de las ganas de andar de su marido, unos días vende gallinas, otros cerdo, otros cordero y algún día, pero muy de vez en cuando vaca.

    También esta Antonio hombre delgado casi un saco de huesos, con la cabeza pequeña, y con amplios hombros su figura recuerda mas una percha que una persona, de genio fuerte, casi malcarado, pero con un corazón que se le sale de ese esqueleto de lo grande que lo tiene, aquí hay verduras, verduras que siembra en sus huertos y que cada día antes de venir al mercado las recoge para venderlas.

    Pero si hay una parada que para ella es especial, es la de Rosalía, una mujer muy, pero que muy vieja, nadie sabe su edad pues todos los del barrio han crecido con ella detrás del puesto de huevos y leche. Para Eulalia, compre o no, esa es la primera parada, Rosalía siempre ha tenido un afecto especial con ella, desde que esta se casó con Pedro y se vino a vivir al barrio, ella la acogió como a una hija o más bien como a una nieta que desvalida de padres y personas que le puedan aconsejar de las cosas más cotidianas de un matrimonio, encontró en la anciana esa pieza vital que hace falta para que todo funcione.

    Cuando Eulalia giró la última esquina, antes de llegar al mercado, pudo observar como todo seguía igual, en aquel barrio nada cambiaba, las personas rodeaban los puestos comprobando el género, discutiendo con los vendedores, comprando, y en algunos casos probando el género a espaldas de su dueño.

    Al entrar a la plaza recibió el saludo de algunos de sus vecinos y por supuesto de Rosalía, esta la apartó de la gente y con un gesto medio amagado le metió en el cesto media docena de huevos.

    — Esto es para este chiquillo tan guapo

    — Gracias, pero esta vez te los pago, ya sabes que las cosas han cambiado, Pedro cobra su semanada, ahora nos podemos permitir algún lujo de tanto en tanto.

    — Tú, compra lo que quieras, esto es un regalo para mi niño, para Pablo, que quiero que crezca tanto o más que su padre, que se haga un hombre de provecho y que todas las mozas vayan detrás de él.

    — Si ya sabes que Pablo aún no come ni huevos, ni otras cosas, de momento le doy el pecho y así está mejor alimentado y yo más tranquila.

    — Muchacha no me contradigas y no hagas enfadar a esta vieja, por cierto, hoy no compres carne, Carmen no tiene un buen día, se ha vuelto a pelear con el vago de su marido pues este al levantarse le ha dicho que está muy cansado y no tenía fuerzas para ir a buscar más genero, aunque Carmen le ha chillado, y lo ha echado de la cama a escobazos, este, se ha metido debajo del catre y ha seguido durmiendo.

    Las dos comenzaron a reírse con la anécdota, mientras reían, Rosalía enseñaba las encías faltas de dientes, que provoca aún más risa a la joven, después de un rato de risas y más risas se despidieron. Eulalia siguió su sendero particular por el pequeño mercado hasta llegar a la parada de Antonio donde compró, patatas y tomates, para la comida del día, tortilla de patatas con tomates, pensó mientras dejaba atrás el mercado.

    Dobló la esquina para dirigirse a su casa, subió por una calle estrecha con varios recodos, que en verano, adornados con macetas hacían un sitio agradable, pero en aquella época del año daban una sensación desalentadora y fría, siempre que pasaba por allí tenía el mismo pensamiento.

    Paro en una casa bajita, con una puerta destartalada y pintada de azul, las ventanas estaban como descolgadas por debajo de la medida normal, picó a la puerta, esperó a que le abriesen, como no recibió respuesta, volvió a picar esta vez con más fuerza, hasta que desde su interior oyó una voz lejana que le dijo pasa, pasa que está abierto.

    Eulalia empujó la puerta con cuidado, con miedo a que no se cayese de las bisagras, al entrar busco en su interior a su moradora, a pesar de que la casa era de una sola estancia Lucia tenía por costumbre acurrucarse en algún rincón de ella y esperar las horas muertas, hasta que llegase la noche, para meterse en la cama y dormir hasta el día siguiente, eso es lo que ella entendía por vida.

    Lucía era una mujer de unos cuarenta años, que pese a su dejadez aún conservaba una gran belleza, era una mujer alta, esbelta, de bonitas facciones, ojos de color azul llamativo y pelo rubio, hacía más de tres años que había perdido a su marido y a su hijo, este hecho la había sumido en una catarsis de la cual aún no había salido y que tampoco quería salir.

    Durante el día no salía de casa no quería ver a nadie y que nadie la viera a ella, las visitas le molestaban, incluso la de Eulalia, pero la persistencia de esta había dado sus frutos, casi todos los días pasaba por allí, entraba la saludaba, le preguntaba por sus cosas y si podía le dejaba algo de comida en la mesa.

    Después de encontrarla, como siempre arrinconada, detrás del catre en el suelo con los brazos recogiéndose las piernas, se acercó a ella, con voz tierna empezó a hablarle e interesarse por su salud.

    — Estoy bien siempre me preguntas lo mismo y siempre es la misma respuesta, estoy bien, quiero morirme, quiero reunirme con ellos, quiero estar donde están ellos, pero yo estoy bien.

    — No sé como estaría yo si me pasara lo mismo que a ti, a lo mejor no sería tan fuerte como tú y me moriría de dolor por la pérdida de mis razones de vivir, pero tú que eres fuerte, luchadora y que comprendes lo que ha pasado, tienes que sobreponerte, volver a vivir junto a tus vecinos que aún te aprecian y te quieren.

    — Como me puedes decir cada vez lo mismo, como sobreponerme a la injusticia de la vida a que un mal accidente se lleve a tus dos seres queridos a que te dejen sin razones para seguir con una vida que ya no quieres, un accidente, un accidente, porque no pudo pasar antes o después, porque tuvo que caer la piedra en ese momento, por que tuvo el burro que asustarse en ese momento, por que se tuvo que romper la rueda del carro justo en ese momento, porque tuvo que volcar el carro en ese momento, aplastando a mis dos amores, porque la vida me tuvo que dejar sola, vacía, sin esperanza, sin aliento, en esta oscuridad que nunca desaparece, por más que luzca el sol.

    Se agacho rodeándola con sus brazos y le besó con ternura, mientras que Pablo imitó a su madre y se abalanzó con los brazos abiertos contra las dos mujeres, provocando la risa de ambas, convirtiendo la situación en una tierna estampa, dando unos momentos de felicidad a una persona sola y falta de cariño.

    — No sé como aún sigues viniendo por aquí, jamás tengo una palabra bonita contigo, jamás tengo un gesto de agradecimiento, jamás me alegro de tu visita y eso que es la única que tengo.

    — Somos amigas, yo he pasado malas rachas, tú me has ayudado, y ahora que la mala racha la tienes tú aquí estoy yo para ayudarte, para no dejarte caer.

    — Soy un caso perdido, mi vida se acabó, ya no soy de este mundo, quiero que lo entiendas, quiero que sepas que tengo que estar con ellos y que me he cansado de esperar, todo tiene un final y el mío ya ha llegado.

    — Me asustas con esas palabras tan duras.

    — Dura, la vida sí que es dura.

    Levantó los ojos miró con rabia, enfurecida por su destino y con un grito histérico bramó — vete déjame sola, no vuelvas mas por aquí, vete.

    Eulalia que ya conocía esos momentos de histerismo, cogió a su hijo en brazos y salió de la casa, al salir un frío recorrió su cuerpo y algo parecido a una sombra, pareció doblar la esquina de su calle, fijó la vista en esa esquina como interrogando con su mirada las paredes, para que estas le confirmasen la visión, pero no hubo respuesta ni confirmación.

    Siguió andando hasta llegar a su casa, una vez dentro encendió el fuego que tanto le servía para calentar la casa, como para hacer la comida, tenía los troncos dispuestos y con la yesca y el pedernal se disponía a encender el fuego, faena desagradable, que requería paciencia y una buena dosis de suerte.

    Aún estaba agachada intentando encender la yesca, cuando golpearon la puerta repetidamente, con ansiedad, esto asustó a Pablo el cual se puso a llorar de inmediato, dejando el encendido para después cogió en brazos al niño y se fue hacia la puerta, antes de llegar, otra vez golpearon la puerta, esta vez aún con más fuerza e insistencia.

    Eulalia empezó a asustarse, nunca nadie llamaba de esa manera, su mente

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