Escritos de un hombre perdido: Porque no hay persona más perdida que un viajero
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Una obra original, fácil de leer, con un formato poco o nada explorado. Está compuesto de pequeños y grandes poemas, de fragmentos de prosa poética, de pequeñas reflexiones y narraciones, que tienen que ver sobre todo con el estado emocional del personaje durante su vida de viajes.
He aquí un libro de viajes como tal vez nunca se había escrito. No es un diario, ni una bitácora. Es una expresión emocional de un alma inquieta que viaja para buscar y encontrarse a sí misma.
En este libro, el autor nos lleva de viaje con él a mil lugares y situaciones. A través de sus vivencias, pareciera que estamos platicando con él caminando por una calle de París, en una montaña en Nicaragua, en un tren que cruza Europa. La obra avanza mostrando la evolución emocional del personaje, contándonos sus encuentros, sus desencuentros, sus amores, sus nostalgias, sus recuerdos y paisajes, sus adioses, sus experiencias multicolores en un largo viaje de auto descubrimiento, y lo hace a través de pequeños o largos poemas que describen sus momentos, de relatos cortos que más bien constituyen reflexiones. Es una expresión de sentimientos y, a la vez, un caleidoscopio de recuerdos que conforman el verdadero bagaje de este viajero que, por cierto, no está tan perdido.
Escritos de un hombre perdido muestra el amor del autor no solamente por los viajes, sino también por el oficio de escribir. Un libro que es, en realidad, un amigo fiel.
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Escritos de un hombre perdido - Felipe Symmes Avendaño
PRÓLOGO: VIAJO PARA ENCONTRAR MI ORIGEN
Viajo desde los veintidós años. No como turista, elección que siempre he despreciado para conocer el mundo. Me parece una manera muy liviana de viajar, como si sólo quisiéramos conocer la parte del mundo que nos agrada y se adapta a nuestra comodidad: los paisajes hermosos, las calles limpias, las sonrisas con bloqueador. A diferencia de los primeros años de mi partida, ya muchas arrugas marcan mis facciones, particularmente las de mi alegría, paradójicamente. Me he convertido en un adulto fuera de casa. Lejos. Nací en Chile, allá, al fin del mundo. Estados Unidos, Nicaragua, Francia, y Costa Rica los países que me han acogido en diferentes tiempos y espacios.
El tiempo transcurre sin remedio. Y fue esa conciencia de notar mi paso efímero por él lo que me hizo ver que cumplo este dos mil dieciséis, año en que decidí publicar este libro, diez años de comenzar una vida nómade. Naturalmente me pregunto: ¿Por qué viajo? ¿Por qué poseo un instinto interior que me lleva constantemente a buscar un hogar distinto del lugar en que nací, creyendo que lo encontraré, lejos, muy lejos, más lejos, donde habrá por fin descanso de itinerar por tantos puntos y presencias, caras de diferentes pieles y colores, hermosas y desfiguradas, manos abiertas y cerradas, alegría y desesperanza, tragedias y bellezas?
Yo viajo porque busco. Nací buscando. Nací fuera de lugar. Busco por tanto porque no sé de dónde provengo. No me mal comprendan. No hablo de linajes sanguíneos de familia, razas, ni fronteras nacionales. Sino realmente de mi origen que me entregaría una base sólida para vivir una vida sincera y sin arrepentimientos.
En un principio, como se expresa en los primeros escritos de este libro, me sentía único en esta búsqueda. Egocentrismo adolescente. El tiempo fue nuevamente quien haría evidente mi error. No estoy solo. Me acompañan viajeros, sedentarios, jóvenes, banqueros, profesionales, emprendedores, capitalistas, comunistas rezagados, y empleados. Todos somos modernos. Y como tales estamos destinados a la eterna búsqueda. Es el peso de la época que nos tocó vivir. Me hice consciente de esta compañía de golpe, cuando en una noche solitaria, de las más solas que he experimentado, con el corazón roto y la sensación de que el mundo me desgarraba, rodeado de caras desconocidas, caminando por las calles grises de París, intenté recordar a las personas de las tierras que he visitado y que han marcado mi vida: un sin número de rostros de diversas partes del mundo, todos seres únicos e irrepetibles, bellos ya solamente por esa característica. Un punto en común había notado en cada uno de ellos, sin importar su lugar de nacimiento: la incomodidad y el desajuste con el presente, la búsqueda de algo perdido que se ha roto en alguna parte de nuestro camino, la idealización del ayer, y la ansiedad de que arribe el futuro para que desaparezca el miedo a lo incierto.
El gran escritor mexicano, Octavio Paz (uno de los grandes amigos de mi modernidad), argumenta que la adultez, y para ser más precisos, la adultez de las personas modernas, está marcada por la soledad que, como el paso del tiempo, no tiene remedio; una separación que no nos permite vivir en nuestro presente cronológico y espacial. Siempre vivimos en el futuro y en el ayer. Y el presente no es más que cenizas. Ése es el mal de nosotros los modernos: vivimos entre la nostalgia de lo perdido en el pasado y el ansia de futuro. Es nuestra penuria y peor prisión.
Particularmente, esto es cierto para los latinoamericanos modernos. Los que vivimos en las ciudades y estudiamos en universidades. Los que tuvimos las luchadas oportunidades. Vivimos en otro tiempo y en otras tierras, remotos a los nuestros. Imaginamos vidas mejores en los países desarrollados donde el tiempo es otro. Nos movemos por sus tendencias y sueños, olvidando los nuestros y nuestras propuestas locales que se deben a la obligación natural y espontánea de sumar piezas al puzle de lo que llamamos cultura universal. ¡Error gigante! Error del turista. Error del que vive bajo slogans y clichés de progreso. No neguemos que el progreso es al menos en parte ansiedad de futuro.
Mi propuesta para salir de esta encrucijada en que vivimos las personas modernas, sin importar si viajamos o no, se caracteriza por su simpleza ya que es la única opción que siento que queda: luchar por darle nombre a nuestra búsqueda de modernos, que ésta no se quede en una búsqueda que jamás encuentra, en un vacío sin creencias, en una identidad perdida hasta la muerte, en no ser capaz de comprender cuál es el origen y el fin de nuestra existencia. Amar a otra persona y compartir una vida con ella es una primera batalla. El amor, al venirse abajo la personalidad por el deseo de unión con el ser amado, logra hacer desaparecer la sensación de separación y creer que la búsqueda se ha acabado. Pero la cotidianeidad y rutina de una relación amorosa de largo plazo marca el hecho, doloroso sin duda, de que la soledad humana es resiliente, y que, por ende, no es suficiente encerrarse en la burbuja de la familia y el amor romántico para acabar con la separación del origen y anhelo de futuro que nos refleja la eterna soledad de la existencia moderna.
Lo único que nos queda es abrirnos al mundo, al encuentro sincero con otros seres humanos de realidades diferentes a la nuestra. Dejarnos afectar por ellos. Es lo único que nos acerca a que esta incomodidad incesante que sentimos en nuestros corazones se transforme en algo que nosotros mismos podamos nombrar. Hacer que el tiempo de los otros sea también nuestro tiempo y sus lugares nuestros lugares, y así lograr una realidad real que nos calme el corazón. Que el tiempo y los lugares de los migrantes, los fronterizos, los pobres, los ricos, los artistas, los ingenieros, los economistas, los médicos, los negros, los blancos, los pueblos originarios, los derechistas, los comunistas, los viajeros, los campesinos, los sedentarios, los empresarios, los abogados, los emprendedores y los empleados, sean el mismo. Y para esto hay que encontrarse, conocerse. Mirarse a los ojos. Entender los miedos mutuos, las razones que llevaron a cada persona, grupo, pueblo o país a coexistir de tal o cual manera, los amores y las razones que tienen para vivir o morir.
Para esto las redes sociales no son suficientes. Ellas son como los viajes de turistas: muestran sólo la cara del mundo que nos acomoda, o a lo más, un activismo de sofá con el que a través de un click pretendemos cambiar el mundo, lo cual me parece más patético que quizá los mismos turistas. Los dos no hacen más que acrecentar nuestra separación con la realidad. Con nuestro presente. Abrirse al mundo quiere decir vivir la experiencia del otro, experimentar su realidad, vivir su dolor y su alegría. ¡En la realidad real! Todas nuestras iniciativas espirituales, laborales y personales debieran estar enfocadas en eso: buscar saber quiénes somos. Nombrar nuestra propia búsqueda. Es la única manera en que la modernidad podrá pertenecernos un poco más al presente. A nosotros mismos. Y esto solamente lo lograremos conociendo al otro, conociendo el mundo. La soledad moderna sí puede tener remedio.
Siento que he encontrado así mi respuesta. Viajo porque estoy en búsqueda de mi origen. Un origen más allá de las razas y las fronteras nacionales. Un origen que me diga de dónde proviene y adónde va mi más sincera sangre.
Felipe Symmes Avendaño
Heredia, Costa Rica, a 1 abril 2016
NOTA
Los escritos a que el lector se enfrenta en este libro reflejan los caminos de un joven para desentrañar el mundo y poder contemplarlo y vivirlo con sus propios ojos, y así transformarse en un hombre. De esta manera, el libro describe los recorridos de un viajero por distintas partes del mundo, al mismo tiempo que indaga en su exterior e interior cambiantes, para poder encontrar un sentido que satisfaga su vida. Y lo hace con ahínco, fuerza, y a veces desesperación.
Los viajes, que logran salir de la experiencia de un turista en búsqueda de vacaciones, siempre tienen causas que no son conscientes en un principio, pero que sin duda, empujan con fuerza y esperanza desde esas certezas que sólo pueden venir de las zonas oscuras del alma, hacia otras tierras que permitan ver otros paisajes y soles, escuchar voces desconocidas durante noches de distinto color y compañías, y más que nada, poblarse de encuentros que, como aquellos verdaderos y sinceros, a través de alegrías y dolores, de ofrendas y pérdidas, encaminen al puerto que se sueña llegar. De este modo, el joven protagonista de este libro representa quizás a cuántos humanos que se sienten perdidos en esta modernidad y que desean llegar allá donde todo cobra sentido y la esperanza colma los espacios y los bosques.
Los escritos fueron elaborados durante las estadías del autor en diversos países de América, Europa, África, y Medio Oriente en diferentes etapas de la década de sus veintes. El libro comienza en Santiago de Chile y termina en Santiago de Chile, escribiendo a un costado de casas de Pablo Neruda. De especial importancia en los años entre esa ida y regreso es su vida en Nicaragua y París, en conjunto con cortos viajes como visitante a Chile. Sin embargo, la obra toma coherencia en su completitud ya que son sus experiencias en diferentes lugares y los recuerdos que ellas mismas desentrañan en su mente y corazón los cuales muestran la evolución, no solamente de sus pensamientos e inspiraciones poéticas, sino que también de la estética y profundidad buscada y expresada en sus propios escritos. Así, los textos simples y sencillos que anteceden a su autodefinición como escritor y que describen las primeras páginas de este libro, muchas veces marcados por la desadaptación, frustración y consecuente escape, comunes de todo joven idealista curioso por conocer el mundo y que se siente encerrado en su hogar, mudan hacia un carácter y talante más agudo a medida que el libro se desarrolla y se comienza a reconocer la crudeza y belleza del mundo. Es el mismo autor quien aprende así a escribir mientras viaja. La dureza de algunos trabajos, especialmente en Francia al lavar platos en un restaurante perdido y solitario en las montañas de los Alpes y como recepcionista nocturno en París, permite al joven protagonista de este libro experimentar la vida de un migrante no burgués y así al menos encontrar parte de su identidad y creencias en los recuerdos, la nostalgia de familia, amigos, amores y tierras, y también en los nuevos encuentros con personas, paisajes, estatuas, calles, iglesias, temperaturas, ciudades, y pueblos. Por eso puede considerarse este libro como páginas de un viajero que recuerda y que al mismo tiempo vive en un presente que aprehende y que, por ende, lo transforma.
Son las mujeres parte central de aquellos encuentros ya que ellas abren en el viajero otra perspectiva y sensibilidad frente a la vida: un amor perdido en California, otro amor que nace en Nicaragua proveniente de Cochabamba y que se pierde en el traspaso de Lyon a París y muta a un desamor, específicamente a partir del interludio del pueblo de Valloire en los Alpes, y otras mujeres que le hacen notar lo perdido y lo ganado en el camino. Amor singular o plural, son ellas las que en gran medida dieron vida a este libro.
Escribir es conocerse y desconocerse. Al momento de publicar este libro y leerlo y releerlo infinitas veces, no me identifico con todas las ideas, creencias, pensamientos y estéticas descritos en él. Mal que mal, ya experimento la década de los treinta años. Creo en todo caso que eso es irrelevante. Al fin y al cabo vivir se trata de eso: amar, desamar, creer, descreer, vivir y morir en ideas, pensamientos y cuerpo. Para hombres y mujeres no creo que haya una gran diferencia en este ámbito. Somos los dos seres de este mundo.
Cada viaje ofrece numerosas oportunidades para nuevos conocimientos y también nos expone al riesgo de la desorientación. Estar solo en un país extraño, sin el apoyo de la familia, los vecinos o los amigos, crea un cierto momento de verdad, cuando el héroe puede descubrir quién es en realidad, o bien ser destruido por esa experiencia.
Sallie Nichols
A todos los que han sido parte de este camino
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CARTA A CALIFORNIA
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