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Telémaco
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Libro electrónico271 páginas6 horas

Telémaco

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Gracias al científico Amos Tahly, la Tierra cuenta con el Telémaco, la primera nave interestelar. Tahly oculta un invento aún más importante y trascendental para la historia de la humanidad, pero revela su localización solamente a su vecino de cuatro años, Pau Haguen, escogido, junto con otros ocho niños, para formar parte de un programa científico experimental.

Veinte años más tarde, siguiendo las instrucciones programadas de Thaly, Pau tendrá que decidir a quién entrega el terrible invento: al inspector que intenta protegerlo o a los famosos Nueve, quienes planean secuestrar el Telémaco. Su decisión podría sentar las bases para una civilización completamente distinta de la conocida por los seres humanos hasta el momento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 feb 2014
ISBN9789968684286
Telémaco

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    Telémaco - Jessica Clark

    Capítulo 1

    Jueves

    10:53

    23° C

    Pau pensó que la ironía era que estaba sobrio. Estaba aquí para llenarse de drogas, pero ni siquiera las había comprado aún, de modo que la falta de coordinación y la paranoia eran completamente propias, solo los síntomas más recientes de su locura.

    Paró en la esquina para ubicarse. En esta parte de Sena los edificios no eran solo rascacielos, eran hipertorres, ciudades por derecho propio, iluminadas en patrones de colores y luces en movimiento. Era demasiada información para Pau, los cambios constantes no lo dejaban pensar. Se pasó una mano por la cara. Hacía calor, aún a esta hora de la noche, y las personas que pasaban a su lado llevaban ropa escasa y brillante. Sus risas repentinas lo sobresaltaban. Pau tenía miedo de tocarlas porque en el tren de camino acá había descubierto que con un roce podía sentir sus emociones y la experiencia lo había dejado con una migraña asesina.

    Apuntó los ojos entrecerrados al torrente de luz que marcaba la puerta del club y sintió miedo. Si el tren había sido traumático, si la calle le daba miedo, una pista de baile atestada iba ser el infierno. Pero Iván estaba adentro, e Iván tenía las pociones. También había otra razón para arriesgarse, pero esta Pau no quiso admitírsela mientras cruzaba la calle. Lo cierto era que tenía todos los químicos que necesitaba, pero era muy posible que mañana estuviera en la cárcel y que dentro de un tiempo estuviera muerto y no quería pasar su última noche en Sena sin contacto humano.

    Un grupo de muchachas salió del club, hablando y caminando tan rápido que Pau no tuvo tiempo de salir del camino. Vio micro faldas, piernas brillantes por el sudor y un bosque de las sombrillas diminutas que estaban de moda y producían su propia llovizna. Ellas vieron una actitud peligrosa, cabello oscuro y rebelde que se soltaba de la cinta que lo mantenía atado, y un cuerpo delgado mantenido a tono por actividad constante. No hicieron ningún esfuerzo para evitar los choques y Pau sufrió el rápido bombardeo de sus dudas, sus miedos, cansancio, nerviosismo y deseo. Todas dejaron rastros en él, como efectos residuales de relaciones vividas en tres segundos.

    Luego quedó solo frente al resplandor blanco de la entrada. El calor conectaba todo con él en una solución pegajosa y salada. Era como si toda la ciudad fuera el interior de un cuerpo que estaba conociendo con demasiada intimidad. En su estado alterado, a Pau le pareció que por los escalones atestados de gente bajaba una barrera tangible de sudor, perfume y el polvo verde de las burbujas que estaban consumiendo arriba. Inhaló con fuerza. Instinto animal: le dio ganas de sacar la lengua y probar la masa caliente y un impulso suicida lo empujó a zambullirse de lleno en la multitud.

    La escalera desembocaba en el centro de la pista de baile en el segundo piso y Pau fue la única persona inmóvil en un mar de cuerpos que brincaban al mismo ritmo. No era el único mirando hacia arriba: sobre el mar de cabezas flotaba la proyección holográfica del número treinta y uno, que indicaba la temperatura dentro del club. Pau veía además una serie de números y letras: H36, AZ282, pero sabía que eran una alucinación. También sabía que eran coordenadas simples, pero de nada le servían sin conocer el planeta o estrella al que aplicaban.

    Una mano pequeña le tocó el pecho y Pau se sobresaltó en partes iguales por el contacto inesperado y por la aguda corriente de deseo que vino con él. Su primera impresión fue de piel perfecta, que brillaba por una fina capa de transpiración, pupilas dilatadas y labios color de confite. Conocía a la muchacha pero no recordaba su nombre y por un momento temió la carga emocional que podía recibir si la ofendía.

    —Te encontraron –gritó ella sobre el escándalo de la música.

    Pau sintió pánico. Que él supiera, nadie lo estaba buscando, pero la posibilidad lo hizo mirar alrededor con una repentina descarga de adrenalina.

    —¿Qué?

    —Que me contaron de lo tuyo con Lucy… Qué mal.

    Pau intentó retroceder. No pensaba discutir sobre Lucy con esta persona. La suerte fue que ella tampoco tenía interés en una velada de apertura emocional, aunque sí tenía un tipo de proximidad en mente y cuando la multitud los obligó a acercarse aprovechó para colgarse del cuello de Pau.

    —La meta es llegar a cuarenta grados –dijo, a solo centímetros de su boca–. ¿Te apuntas?

    Pau bajó la vista al torc que descansaba sugestivamente entre sus pechos. Era un cilindro de platino delicadamente labrado. Dado el atrevimiento de las manos que ahora exploraban su espalda y uno de sus muslos, supuso que estaba lleno del polvo verde que hacía las burbujas.

    Ella rió y le permitió abrir el torc con un hábil movimiento de dedos. Pau vertió una pequeña dosis de polvo verde en la palma de su mano, a sabiendas de que no sería suficiente. Su metabolismo quemaba los químicos con la misma rapidez que la comida y las burbujas estaban diseñadas a propósito para crear apenas una leve excitación sexual. La idea era inhalar varias dosis, mezcladas con el monóxido de carbono en la respiración de otra persona, para pasar de una placentera inquietud a la urgencia y Pau no tenía tiempo para eso. Aún así, un pequeño impulso hacia la inconsciencia era mejor que nada. Su cuerpo no colaboraba, pero su mente ya era adicta al escape y celebró cuando ella exhaló sobre la palma de su mano para levantar la nube verde, que Pau inhaló por la nariz. Los labios ajenos contra los suyos le supieron dulces y puros y no recibió de ella más emoción que la fabricada por los químicos.

    Dos o tres personas lo detuvieron en el camino a la barra y Pau se entretuvo con el juego de las burbujas cada vez por más tiempo, aumentando el efecto con las sensaciones que robaba de sus compañeras. Cuando finalmente alcanzó la barra tuvo que calcular conscientemente la distancia para no invadir el espacio personal de Iván.

    Iván jamás consumía sus productos. Era un tipo pálido de cara cuadrada que no hablaba mucho pero se oponía a las convenciones sociales con cada detalle de su atuendo. Contrario al resto del mundo, usaba el cabello oscuro extremadamente corto y vestía ropas sencillas de colores neutros. Esa noche llevaba una camiseta azul que anunciaba en simples letras blancas que aún no había vida inteligente en Marte. Sus lentes, redondos, pesados y completamente opacos, apuntaron a Pau desde la barra pero regresaron inmediatamente al trago que descansaba frente a él.

    —Olvídalo –dijo.

    En su rápida inspección de Pau, Iván había notado un par de cosas también. Pau usaba el cabello a la altura de los hombros, como cualquier persona, pero era el único en el club que no llevaba un aro de comunicación en la oreja. Vestía chaqueta en un calor infernal e Iván había pescado bajo ella el asomo de tela color rojo vivo. Era una camisa interfásica, igual que el guante que Pau traía en la mano izquierda y el guante no era el típico accesorio personal, era un guante especializado.

    Iván sospechaba que Pau lo estaba usando para más que buscar recetas pero no era la actividad ilegal lo que le molestaba. Una pieza fásica de ese calibre era el tipo de tecnología que uno no mostraba en público. Era un descuido. Sacudió la cabeza e hizo lo que hacían las personas para alejar a los pordioseros o a los perros callejeros: ignoró a Pau, levantó su vaso y pareció muy interesado en el contenido. Esperaba que Pau tomara el rechazo con un poco de dignidad y lo dejara en paz, pero Pau permaneció donde estaba, viéndose patético y decidido al mismo tiempo.

    Iván giró en su banco y quedó cara a cara con un rostro inexpresivo.

    —No sé que me da más miedo –le dijo a Pau–, que no te hayas matado todavía o que sigas tratando.

    Pau no contestó.

    —¿No prefieres jugarte la vida por algo que valga la pena?

    Pau ladeó la cabeza.

    —Estoy en eso –dijo.

    Iván abrió la boca, pero prefirió cerrarla antes de preguntar. No quería verse respondiéndole preguntas a los de Integridad de Sistemas.

    —No puedo darte nada, mano, se lo prometí a Lucy.

    —Lucy no está aquí.

    —No, Pau, y tampoco ninguno de tus amigos. ¿Te has preguntado por qué?

    –Necesito más.

    Iván le dio la espalda. Sostuvo su bebida entre las manos y comenzó a contar los segundos. Llegó hasta diecisiete antes de que Pau se rascara la nuca, se frotara el pecho con la mano y comenzara a ajustar la cinta que sostenía su cabello. Iván sacudió la cabeza imperceptiblemente, quizás respondiendo a la embarazosa conducta de Pau, quizás a algo que veía detrás de sus lentes.

    Pau regresó por donde había venido, tardó tres veces más, tomando todo lo que pudo de los intercambios de burbujas. Ya estaba en el primer escalón cuando una fuerte mano se envolvió alrededor de su nuca y lo atrajo, de modo que Pau quedó frente a frente con un hombre de aspecto intenso.

    Se mantuvo completamente inmóvil, preguntándose si el hombre estaba a punto de besarlo y qué debía hacer al respecto, pero el hombre se limitó a hablar:

    —La Tierra para el hombre, las estrellas para Dios –dijo entre dientes–. Marchamos dentro de una semana.

    Pau se separó con un movimiento brusco. Hacía tiempo había perdido el hilo de los dramas que montaban, por aburrimiento o hábito, las facciones de Sena y un reloj interno le decía que no iba a vivir para enterarse de si se conquistaba el espacio en nombre de las Casas, de la humanidad o de nadie.

    No registró el viaje a través de la ciudad, excepto durante un segundo en el que sintió miedo sin razón aparente. La cápsula magnética del metro, disparada a alta velocidad bajo la tierra, lo dejó a pocas cuadras de una zona industrial. No había nada aquí mas que edificios bajos y extensos, estructuras aburridas sin ventanas, acomodadas unas contra otras al borde de callejones blancos que solo frecuentaban convoys automatizados de carga.

    Pau había caído en el hábito de viajar sobre los tejados planos, saltando de uno a otro en línea recta en lugar de seguir el laberinto. Desde esta llanura irregular era fácil ver la torre que había sido groseramente implantada en el corazón del antiguo barrio. Ella era su faro en la oscuridad y él su único visitante, involuntario pero fiel.

    Los tejados planos terminaban al borde de una plaza irregular, que se extendió a sus pies como un lago congelado. En el centro, la torre se levantaba del pavimento como una grácil aguja redonda, más ancha en la base y esbelta en los pisos superiores. Eran siete de ellos y Pau solo conocía dos. Por fuera, como por dentro, la torre era un reto inmaculado, sin puertas ni ventanas excepto por la línea de material polarizado que rodeaba el sexto piso. Pau se preguntó si solo él había aceptado el reto durante estos veinte años o si era nada más el único que había persistido lo suficiente para encontrar la entrada.

    Midió la torre desde el borde del tejado como un pistolero en un duelo. La torre sabía que él estaba ahí y comenzaría a jugar con su mente en el momento en que pusiera un pie en la plaza, como lo había hecho desde el primer día. No importaba el ángulo desde el que se acercara, ni la hora, ni si lo hacía rápido o despacio, aunque algunas veces un poco de ayuda química lo llevaba sano y salvo hasta la entrada.

    Así que Pau soltó su torc de la cadena que lo sostenía y sacó una delgada aguja. Era una astilla química, frágil y olorosa, como una especie exótica, que sostuvo entre el pulgar y el índice. Juntó los dedos con un movimiento decisivo y la aguja penetró fácilmente la piel, disolviéndose con impenitente rapidez. Pau se llevó el pulgar a la boca y su mente se abrió como una flor de loto dándole la bienvenida al universo. Las estrellas colgaron del cielo como fuegos blancos y él se convirtió en el animal mítico y fiero que podía robárselas. Pero su misión estaba en tierra y Pau saltó sin miedo a la plaza blanca.

    Esperó un segundo y supo que esta vez las pociones le habían fallado. Cinco enormes reflectores blancos se encendieron, no en torno a él, sino dentro de su cabeza y Pau se vio atrapado bajos sus luces rectangulares. Siempre llovía dentro de su alucinación, con un agua chocantemente fría. Pau comenzó a caminar y luego a correr hacia la base de la torre. Cuando alcanzó la suave superficie de la pared miró hacia atrás, buscando la desembocadura de uno de los callejones de transporte mientras tocaba una serie de puntos en la pared. Una pareja emergió del callejón, resbalando sobre el pavimento mojado. La mujer comenzó a sacar algo de debajo de su blusa y Pau falló uno de los puntos de la combinación. Sabía que nada de esto era real, pero todos sus instintos le gritaban que saliera de ahí y acabó girando para enfrentar a sus atacantes.

    Tres, dos, uno. La mujer disparó y un arco brillante de plasma atravesó el aire. Pau saltó hacia un lado y aterrizó con un sólido golpe sobre el suelo seco, en una noche oscura, sin nadie en la plaza más que él.

    Rodó para quedar boca arriba y recuperar el aliento que le había sacado el golpe a las costillas. Las estrellas parecían incendios. Eran importantes, pero no sabía por qué.

    —Viejo loco –dijo al aire.

    Se levantó, temblando, y comenzó la combinación de nuevo. Esta vez silbó una tonada infantil para defenderse contra el silencio.

    11:37 p.m.

    Miguel entró a la cocina con los brazos cargados de vasos vacíos. Sonrió al ver a sus amigos desde el desayunador: habían caído en un abrazo grupal en el sofá y cantaban al mismo tiempo dos canciones distintas.

    —Ninguno de ustedes debería tomar más –les advirtió mientras comenzaba a mezclar una nueva ronda.

    —Si no nos vas a dejar la receta –dijo Sergio–, tenemos que guardar todo lo que podamos dentro de nosotros.

    Su mano ya iba a medio camino de la pierna de Yelena y Miguel rió de nuevo. Era una lástima que no fuera a estar en la Tierra para ver el inevitable drama que esa pequeña acción desencadenaría… a menos que el plan de Jota y Sim funcionara, pero tras casi una década de mantener el secreto Miguel ni siquiera se permitía pensar en eso en público.

    —Claro, y mañana me van a rogar que me la lleve conmigo y la entierre en la tierra dura y seca de Hiperión.

    Sergio levantó un vaso imaginario para brindar con él.

    —A una nueva generación de ebrios, más lejos de lo que nadie ha llegado.

    —A los ebrios –corearon los otros con solemnidad.

    Miguel comenzó a servir los tragos. Solo tuvo un segundo de advertencia antes de que comenzara otro episodio. Le dio tiempo de soltar el pichel sobre el mostrador y luego el mundo comenzó a derretirse en un mar de colores y sensaciones. Liberada repentinamente de su forma usual, su piel se extendió para experimentarlo todo. El universo se le mostró como un objeto de belleza infinita, una idea comprendida pero imposible de articular. Miguel levantó la vista al techo y no le sorprendió ver estrellas. Las estrellas eran importantes.

    No soy yo, se dijo de la forma más calmada que pudo, no soy yo, no es real.

    Pero no quería regresar; quería quedarse en las estrellas, donde pertenecía.

    ¡Suficiente!

    Por un segundo le pareció que estaba lloviendo. Buscó algo de qué aferrarse y descubrió su imagen distorsionada en el pichel. Un gran ojo castaño le devolvió una mirada de pánico. Ese soy yo. En la Tierra, no en el espacio. En la cocina. Las estrellas desaparecieron y Miguel respiró profundamente. Sus amigos en la sala no habían notado nada excepto que había dejado caer el pichel con fuerza y estaban gritando que él tampoco debía beber más o iba a ser expulsado del programa por ebrio. La broma no le hizo gracia, pero Miguel fabricó una sonrisa.

    —Si caigo yo, caen todos conmigo –dijo.

    Con las risas de fondo se dio un momento para apoyarse contra el mostrador, esperando que su pulso se normalizara y pensando, mierda, mierda, mierda.

    Edgar se acercó y se detuvo a su lado, estudiando su cabeza inclinada.

    —¿Qué te echaste?

    —Nada.

    Edgar asintió como si esto fuera una admisión de culpa.

    —Espero que se den cuenta en el próximo control y te saquen del programa.

    Miguel, más seguro de que ya tenía el control, levantó la vista.

    —Supongo que todo por mi propio bien.

    —Aunque no lo creas, sí –dijo Edgar, que había comenzado a llenar los vasos metódicamente–, pero también porque no es justo que los otros nos quedemos en la lista de espera mientras un idiota que sí fue escogido se dedica a volarse los sesos dos meses antes del lanzamiento.

    Miguel comenzó a recoger algunos de los vasos llenos.

    —Tengo que ir, hay gente apostando que voy a ser el primero en dormir con una extraterrestre. Además, a nadie controlaban tan de cerca como a él. No podría usar drogas aunque quisiera.

    Pasaban de las dos de la mañana cuando sus amigos finalmente se marcharon, conversaban en voz alta y lo abrazaban más de lo necesario, considerando que habría muchas despedidas más antes del lanzamiento.

    Miguel ya estaba sobrio cuando cerró la puerta. De hecho, no había llegado a estar completamente ebrio porque su metabolismo rara vez lo permitía. Además, no había bebido tanto. Le quedaban tres semanas de pruebas finales, incluyendo un estricto control de salud con Lena Han. Habría sido una noble abstinencia de no ser por el imbécil que había dado por volarse con agujas tres veces al día y llevárselo a él en el proceso.

    Se soltó el cabello castaño, que cayó a la altura de sus hombros, y caminó sin rumbo por la sala del apartamento, chupándose distraídamente la punta del dedo pulgar en el punto donde alguien más se había perforado la piel. Edgar tenía razón: tarde o temprano uno de los viajes del intruso lo iba a pescar en medio de una sesión de prueba y sería expulsado del programa. Aún si no pasaba, podría desconectarse del mundo en un momento crítico sin saber quién estaba secuestrando su mente ni por qué.

    Comenzó a desabotonarse la camisa pero se detuvo. No podía evadir más el asunto. Tenía que llamar a alguien y la primera persona que le venía a la mente era alguien que no había visto en diez años.

    —Giacomo –dijo–, llama a Ina Pandolfo, en el campus de Arken.

    Un rectángulo mate se dibujó en la pared y Miguel se sentó sobre el respaldo del sillón mientras el nódulo del apartamento establecía la comunicación. Cuando apareció el patrón de espera se dijo, con un poco de culpa, que tal vez no debía haberse apartado tanto de los otros. Aunque, sin importar cuánto

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