El Flamenco Blanco
Por James A. Newman
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Fun City está gobernada por dirigentes corruptos y mafiosos respetables que llevan opulentas vidas en las mansiones de la colina, por encima del puerto, la playa, y la jungla de neón. Un día cualquiera aparece el cadáver de una chica por horas, TAMMY, mutilada encima de una mesa; su cadáver presenta indicios de haber muerto a manos de un asesino imitador de Jack el Destripador.
La organización criminal local conocida como la POLICÍA arresta al conocido pervertido SEB BELL, hijo de la una famosa y bella pin-up de los setenta que solía ser conocida como EL FLAMENCO BLANCO.
EL FLAMENCO contrata al detective JOE DYLAN para encontrar al ASESINO antes de que sea puesto en búsqueda y captura y más mujeres pasen a engrosar la lista de víctimas.
EL FLAMENCO BLANCO es un auténtico y vertiginoso thriller de la nueva novela negra cada vez más importante dentro del género de la novela detectivesca.
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El Flamenco Blanco - James A. Newman
EL FLAMENCO BLANCO
JOE DYLAN
SAGA CRIME NOIR, LIBRO #3
Por
James A. Newman
Traducido por Naiara Pérez Pérez
La saga:
Bangkok Express #1
Red Night Zone #2
The White Flamingo #3
The Black Rose #4
Fun City #5
––––––––
Contenido
UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
CATORCE
QUINCE
DIECISÉIS
DIECISIETE
DIECIOCHO
DIECINUEVE
VEINTE
VEINTIUNO
VEINTIDÓS
VEINTITRÉS
VEINTICUATRO
VEINTICINCO
VEINTISÉIS
VEINTISIETE
VEINTIOCHO
VEINTINUEVE
TREINTA
TREINTA Y UNO
TREINTA Y DOS
TREINTA Y TRES
TREINTA Y CUATRO
TREINTA Y CINCO
TREINTA Y SEIS
TREINTA Y SIETE
TREINTA Y OCHO
TREINTA Y NUEVE
CUARENTA
CUARENTA Y DOS
CUARENTA Y TRES
CUARENTA Y CUATRO
CUARENTA Y CINCO
CUARENTA Y SEIS
CUARENTA Y SIETE
CUARENTA Y OCHO
CUARENTA Y NUEVE
CINCUENTA
CINCUENTA Y UNO
CINCUENTA Y DOS
CINCUENTA Y TRES
CINCUENTA Y CUATRO
CINCUENTA Y CINCO
CINCUENTA Y SEIS
CINCUENTA Y SIETE
CINCUENTA Y OCHO
CINCUENTA Y NUEVE
UNO
TAMMY había sido mutilada y abierta en canal en Fun City; tras eso, habían dispuesto su cadáver como si fuera un pedazo de carne cruda en un puesto callejero. El asesinato había tenido a lugar durante las primeras horas del jueves, entre la hora de cierre a las dos de la mañana y la de apertura a las once.
En vida, su cara solía recordar a la de un zorro confuso; le gustaban los móviles con tonos de llamada de canciones pop, la comida japonesa, caminar por el paseo marítimo y los programas de televisión basura. A primera vista, Tammy no tenía nada de especial, salvo la forma en la que había sido mutilada. El Detective imaginó que su mente se había dejado llevar por el compás del dinero justo antes de que la hoja del asesino entrara en escena.
Estaba abierta de parte a parte. Cruda como el sashimi. De arriba abajo, con el tipo de cuchillo que usan los vendedores ambulantes para cortar el pollo a la barbacoa. Era una imagen difícil de olvidar: habían metido el corazón en la tronera superior de la derecha de la mesa de billar, el ventrículo izquierdo sobresalía por la red como una captura viva. Su hígado abotargado estaba exactamente dentro del semicírculo de snooker desde el que se saca la bola blanca. Ambos ovarios se encontraban en las buchacas de al final de la mesa. En cada uno de los bolsillos centrales estaban alojados los pechos amputados. Habían introducido la bola número ocho en su vagina, tenía la bola roja en una mano y la amarilla en otra. Llevaba las uñas pintadas de un brillante color carmesí. Tenía la cabeza hacia arriba, los ojos miraban fijamente hacia la lámpara sobre la mesa con aquella súbita mueca de sorprendida mortalidad. El asesino había hecho cortes en todas y cada una de las partes del cuerpo de Tammy, salvo en su rostro.
Había dejado su rostro intacto.
Lo que más parecía llamar la atención de los testigos siempre eran los intestinos. No muchas personas con profesiones ajenas a la medicina eran conscientes de lo mucho que pueden abarcar. Los de ella parecían una desmoronada ración de espaguetis a la boloñesa sobre las baldosas del suelo. El olor recordaba al de un mercado de carne al aire libre en un país tropical, un hedor oscuro y crudo que llenaba los pulmones y se atragantaba en la garganta. Un hedor que camuflaba el del humo de cigarrillos y la cerveza y el whisky rancios. Los dos hombres miraron al cadáver, ambos sabedores de que ni el paso del tiempo, ni los chupitos de Tiger Sweat conseguirían borrar semejante imagen.
Una partida de billar sumamente desagradable.
Las moscas pululaban por las heridas abiertas mientras el ventilador del techo zumbaba por encima de sus cabezas. En su muslo izquierdo habían tallado toscamente un símbolo, que al detective se le antojó un ave zancuda dibujada por un niño, una cigüeña o una garza.
Había otra en el abdomen.
Mal de la cabeza.
Quien quiera que hubiera hecho aquello.
Aquel cabrón estaba mal de la cabeza.
El Detective tenía treinta y tres años. Los años podrían haber sido menos benévolos, pero no había ocurrido así. Aún le quedaba mucho pelo y no necesitaba gafas. Su idea de hacer ejercicio era subir tres pisos de escaleras hasta su apartamento de una habitación sin acceso a agua caliente. Estaba sobrio.
Miró hacia el propietario del bar.
Él, en cambio, no lo estaba.
Jim el Flaco.
De Birmingham, Inglaterra, unos 57 kilos.
No sólo había desperdiciado dieciocho años en Fun City, también había olvidado cómo los había pasado. Calvo como una bola de billar, El Flaco no estaba bien de la cabeza; no tenía más que costillas, dedos e hígado. Tenía ese aire ausente de alcohólico tropical que se acaba adueñando de muchos borrachos al cabo de un tiempo. De su frente goteaba sudor y le temblaban las manos mientras encendía un cigarrillo de la marca Mild Seven y miraba hacia la mesa de billar del bar.
La mesa.
El cadáver.
El Detective había contestado al teléfono a las seis de la mañana. No creía que fuera a recibir mucho dinero por aquel caso.
Un detective privado en Fun City se apañaba con lo que había.
Suponía que el tipo equivocado acabaría entre rejas, siempre ocurría lo mismo en Fun City. Y si a alguien le importaba aquel tipo, entonces pagarían al Detective para que encontrara al asesino. Conseguir pruebas para sacar al tío equivocado del trullo era lo que se le daba bien. Las cosas funcionaban así en una ciudad donde la corrupción no era un problema del sistema, sino el sistema en sí. La corrupción inundaba las alcantarillas junto con las ratas, los lagartos varanos y las pitones. Se deslizaba por sus grietas hasta llegar a las calles, donde prostitutas y mendigos ejercían su oficio. Se alzaba hasta los altos edificios de apartamentos y las mansiones de las colinas, donde los ricos contaban dinero sucio con sus suaves e inmaculadas manos.
Manos bonitas.
Manos cuidadosas.
Manos con uñas arregladas. Manos que tocaban el piano, extendían cheques y firmaban demandas, jugaban a las cartas y brindaban con vasos de whisky puro de malta.
Se lo bebían.
Bailaban al foxtrot.
Y al chachachá.
También había inmundicia en el cielo, pues la mafia dirigía el único aeropuerto que daba acceso a Fun City, que además era el lugar donde más dinero se blanqueaba. Los aeropuertos eran el lugar ideal para limpiar un poco las diferentes divisas que entraban y salían. Otra manera era el contrabando de piedras preciosas y objetos históricos, junto con el de trabajadoras sexuales destinadas a la esclavitud en el extranjero.
Sin embargo, otros contrabandistas que intentaran introducir drogas o piedras en la ciudad, acababan generalmente en prisión con cadena perpetua. A la ciudad no le gustaba tener competencia, y tampoco se permitía a los forasteros trabajar legalmente. El único cometido de estos era llegar a la ciudad, gastar todo su dinero y marcharse a través del aeropuerto o tirándose desde el balcón de un hotel.
Lo que más fácil resultara.
— ¿Has llamado a los Muchachos de Marrón? — preguntó El Detective al propietario del bar, éste negó con la cabeza.
— Aún no.
El Detective comprendía que el Flaco tuviera sus dudas. El dinero era la piedra angular del sistema legal de Fun City. El que lo tenía era inocente, al que no tenía le pillaban con las manos en la masa. Un forastero con dinero tenía alguna posibilidad, pero un lugareño con dinero estaba por encima de la ley. Los magistrados usaban su trabajo para llenarse los bolsillos de dinero y conseguir favores sexuales de prostitutas y cantantes de salón. Fomentaban el crimen para resolverlo y conseguir beneficios a cambio. Simplemente, no había diferencia entre políticos, criminales, abogados, magistrados y directores de empresas importantes. Todos ellos vivían de las rentas. Inalcanzables e implacables señores del crimen que llevaban vidas opulentas en las grandes mansiones sobre las colinas, con vistas al puerto, la playa y al tranquilo mar tropical.
Fun City también tenía muchos bares, miles de ellos, iluminados por luces de neón y adornados con bailarines y bailarinas. Había sitios donde se podía pagar para beber una pinta de sangre de serpiente y ver a un enano manteniendo relaciones sexuales con una monja semidesnuda. Tortilla de hongos mágicos para desayunar, el Valium en la encimera, chupitos de Tiger Sweat por la tarde, cocaína, Viagra y veinte mil prostitutas que ofrecían sus servicios por la ciudad. Tammy solía ser una de esas mujeres, antes de que la asesinaran y mutilaran en la mesa de billar de Jim el Flaco.
— Preferí llamarte antes de avisar a los Muchachos de Marrón— dijo Jim, pasándose los dedos por la calva. Los Muchachos de Marrón era una organización criminal muy importante autorizada para mantener el orden público. Se les conocía como MDM por el color de sus ceñidos uniformes—, pensé que no vendría mal una segunda opinión para confirmar mis sospechas.
— ¿Qué sospechas? —el Detective cogió la caja de cigarrillos de Jim, llevaba años sin fumar, pero no pudo resistirse a encender uno de encima de la mesa.
Debía tener cuidado.
Ya había cometido algún desliz.
Bebida, mujeres y cigarrillos; los tres eran vagones de un mismo tren, el mismo tren abocado al desastre. La cuestión era no subirse en él; no tomar el vaso, el cigarro o a la zorra. El caballo era algo temporal. El jaco no era un tren, era un avión.
Un Boeing 747.
El Flaco le pasó un mechero.
Encendió el pitillo.
— Yo creo que un suicidio no ha sido.
— Ahí te doy la razón, Jimmy. ¿Quién entró al bar anoche?
— ¿Quién no entró? —contestó el Flaco, mientras cogía otro cigarro de la cajetilla y encendía el quinto de aquella mañana—. Esto no es ningún club exclusivo, aquí entra cualquiera....
— Me lo puedo imaginar....
— Las chicas duermen arriba y los borrachos fuera. El viejo Vern duerme en la silla de fuera y entra el bar de los primeros. Lleva bebiéndose el culo de los vasos desde 2003. Vio a la chica y le entró Miedo.
— ¿Vern fue quien la encontró?
— Eso creo, se fue hacia la playa, estaba temblando por el mono. La de la limpieza tiene una llave, vendrá más tarde. Hay cuchillos en la cocina. ¿Crees que uno de nuestros chicos pudo hacerlo?
El Detective dio una larga calada al cigarrillo, sabía a mierda; pensó en el tren. Luego dirigió la mirada hacia el cadáver mutilado.
— Sólo hay unas pocas personas en el mundo que hayan podido cometer semejante crimen. Por suerte para nosotros, todos viven en Fun City—el Detective miró al hombre delgado a los ojos—. ¿Hay una entrada trasera? ¿O sólo se puede entrar por las ventanas de delante?
— Hay un pequeño patio en la parte de atrás, una puerta y un muro de tres metros.
— De acuerdo—el Detective dio otra calada y metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta—. ¿Te importa si saco la papela y me meto un chute?
Jim se encogió de hombros.
— ¿Me pones un vaso de agua?
— Claro.
El Detective sacó sus instrumentos: una aguja hipodérmica y una cucharilla de plata.
Se arremangó, buscó una vena a la luz de la bombilla sobre la mesa. Jim vino con el agua y El Detective abrió un pequeño paquete de dama blanca que se había sacado del bolsillo. Se la traían de las montañas, a unos seiscientos kilómetros al norte, a lomos de una mula y oculta en cestas de té y hierba prensada. El Detective se quitó el cinturón, lo ató alrededor de su brazo, llenó la jeringuilla con agua del vaso y luego echó un chorrito en la cucharilla sobre el polvo. Calentó la cuchara con el mechero del Flaco, removió la mezcla con la punta de la aguja y luego la absorbió con la jeringa. Aquello olía a victoria. Empujó el émbolo mientras admiraba sus antiguos instrumentos alemanes fabricados a comienzos del siglo XX. Los había conseguido en China Town de un tipo llamado Chow.
Bingo.
Devolvió los instrumentos a su bolsillo y volvió a meter el cinturón por las trabillas del pantalón.
— Necesito sacar unas fotos.
— Ahora sacas otra cosa aparte de la papela, ¿eh? —dijo el Flaco con una sonrisa.
El Detective sonrió como un tiburón que ataca a un banco de peces de cebo en el bajío. De su hombro colgaba un maletín marrón de cuero, de esos que llevan los médicos para hacer visitas a domicilio; sacó una cámara de fotos de él. De repente le invadió una gran sensación de calma, como si viera a un amigo por la calle.
Tomó unas cuantas fotos de la mesa, del cadáver y de aquella confusión de colores. Bajo los efectos del caballo, la escena era tan impactante como una obra de arte contemporáneo creada por un niñato pijo que parloteara más por Twitter que un canario hasta arriba de bencedrina.
— ¿Tenía nombre? —inquirió El Detective.
— Tammy.
— Qué bonito, ¿trabajaba aquí?
— De vez en cuando. Iba por libre, de bar en bar; a los jugadores les gustaba porque no venía con chulo incluido.
— ¿Te gustaba?
— Mientras pagara sus propias bebidas o consiguiera que alguien se las comprara, no me importaba que viniera.
— ¿Os llevabais bien?
— Se le daba bien conseguir bebidas gratis, se pegaba a los borrachos.
— Te lo preguntaré otra vez. ¿Os llevabais bien?
— Llevaba un mes sin verla por aquí, hasta este momento. Hasta esto— Jim señaló hacia la mesa de billar.
— ¿Pero nunca te acostaste con ella?
— A ver, Joe, puede que sí; de verdad que no lo sé. Ha habido miles, y ya sabes lo que dicen: sólo recuerdas a dos.
— Ya, claro—coincidió el Detective—. La primera y la última.
Miraron fijamente el cadáver sobre la mesa de billar.
El Detective se metió la cámara al bolsillo, sacó un cuaderno y empezó a hacer un boceto de la escena. Las mesas. Las sillas. Las puertas. El dibujo del cadáver era simple. No esbozó los detalles del pelo con sangre apelmazada, o el líquido que manchaba su mejilla izquierda. No mostró la desnudez, los jirones de encaje negro de su ropa interior. Era un monigote en una página.
Un informe impersonal.
Ya tenía las mutilaciones grabadas en la mente.
DOS
EL DETECTIVE se llamaba Joe Dylan. Conocía el crimen lo suficientemente bien como para haber desarrollado cierto gusto y un buen olfato para ello. Tenía las piernas para moverse por aquel mundo y, mientras estuviera sobrio, la mente para comprenderlo. Había días en los que no tenía ni el estómago ni la empatía necesarios como para ponerse a reflexionar sobre él. Era uno de esos días; Joe contempló el corte del abdomen, tallado con el filo de una hoja, como el dibujo de un niño. El Detective se imaginó el ataque, usando los brazos para recrear la escena, blandiendo una hoja imaginaria tanto con el brazo izquierdo una vez como con el derecho. Los cortes iban de derecha a izquierda, lo cual podría indicar que el atacante era zurdo.