Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Caracol Col Col
Caracol Col Col
Caracol Col Col
Libro electrónico568 páginas9 horas

Caracol Col Col

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Cuatro muertes en la familia, contando la suya, explican esta novela de mi tío Antonio sobre el clan Salvador. Mirada atrás iracunda e indulgente, imaginada y cierta, además de afortunada, porque tuvo al tío Miguelpara rehacer la historia, con lo que se evitó el sobresalto tardío de descubrir que para cuando llega la hora acuciosa de hacer preguntas ya no queda nadie que pueda contestarlas. Detalles anecdóticos aparte, éste es un vistazo al pasado familiar como cualquier otro, pero el de un español varado en un islote desierto que, a falta de mejor público, leía sus pinitos literarios a las gaviotasdel caserío canadiense de Blandford. En su lengua, la de quien llevaba años hablando en inglés por fuera y en un castellano añejo por dentro, un madrileño petrificado medio siglo antes y pasteurizado por treinta años de docencia en universidades norteamericanas. Álvaro Toledo Ruiz
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2014
ISBN9788490094860
Caracol Col Col

Relacionado con Caracol Col Col

Libros electrónicos relacionados

Biografías históricas para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Caracol Col Col

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Caracol Col Col - Antonio Ruiz Salvador

    Islallana.

    1

    Bulerías de la embolia

    Hoy hace un lustro que en la su villa de Guadarrama falleció mi tío Miguel. Y es raro que lo recuerde, pues aunque no hay día en que no piense en él varias veces, y siempre con una sonrisa de oreja a oreja, no suelo recordar el día de su óbito, tal vez porque no quiero recordar en el aniversario de su muerte a quien era todo vida. Con Carole me pasa algo parecido. El Día de los Enamorados es el único día del año en que no le digo que la quiero. Y lo comprende, porque sabe que ese día, al grito de ¡Víctimas de la sociedad de consumo, uníos!, me dedico a cualquier cosa menos a honrar la memoria del azarante San Valentín, aquel cursi edulcorado que nos impusieron en su día las Galerías Preciados para forrarse a cuenta nuestra, y de paso cubrirnos el amor de babas, que eso sí que no se lo perdonaré mientras viva. Que sólo Dios sabe cuánto más será, por cierto. Incertidumbre que me ha venido de una certeza reciente, la de saber que ya no soy inmortal, que es la que me ha hecho recordar a mi tío Miguel en un día en que nunca lo recuerdo. Y es que ayer, en el Professional Medical Centre, me diagnosticaron una embolia cerebral.

    –A ver si lo comprendes de una vez, maestro. Una embolia es como cuando un chinazo te destroza el parabrisas. Vas tan tranquilo y, ¡zas!, salta un coágulo asilvestrado y te deja el cristal hecho una pena. Con la diferencia de que aquí no hay seguro que valga ni prado que no tenga hierba.

    No cabe duda de que el fuerte del doctor Bill Battenkill, conocido cardiólogo, antiguo asistente a mis cursos universitarios y admirador declarado de Luis Buñuel, no es precisamente la sutileza, aunque logró que captara la gravedad del percance sufrido mientras leía no recuerdo qué, pero apaciblemente, sin hacerle daño a nadie y con una copa de coñac en la mano, llena, como es natural. Tal vez fuera por esa vanidad del profesor que ve a sus alumnos como criaturas hechas a su imagen y semejanza, pero me habría gustado que en vez de explicarme la cosa desde la metáfora del chinazo lo hubiera hecho de una manera menos celtibérica. Qué sé yo, diciendo que la embolia tiene nombre de ninfa, o de sílfide, y puede que así lo inevitable se me habría hecho más llevadero. Pero en ese estado pasajero que le cruza los cables al más flemático, le solté lo que le sueltan al mensajero aquellos a quienes el Usía ha sacado el pañuelo del primer aviso:

    –¿Y por qué salta la piedra? ¿Y por qué coño tiene que darme a mí y no a ti?

    –Porque a alguno tenía que tocarle la china, macho.

    –Bill, las cartas sobre la mesa. ¿Por qué me ha dado este telele?

    –El comercio y el bebercio, tío, que tienes más colesterol que un niño con mocos.

    –¿Yo?

    –Sí, hombre, tú, y encima lo riegas con lo primero que pillas y en plan vaso tamaño regadera.

    –¿Y ahora, qué hago?

    –Prepararte a bien morir. –Y el cabrito de él soltó una carcajada.

    –Pues sí que me he lucido, me tendré que volver a aprender el Padrenuestro.

    –No sería mala idea, pero mientras tanto, moderación.

    –¿En todo?

    –Sí, claro, dos vasitos al día, whisky, cerveza, vino, coñac

    –¿De cada? ¡No jodas!

    –No, dos en total, y los puedes combinar. Nada de fritangas, ¿eh?, y ojo con los huevos.

    –¡No me estarás decretando el sexto!

    –¿Qué sexto?

    –¡El mandamiento, joder, no va a ser el cantante!

    –¿Qué cantante?

    Tampoco hay que pedirle peras al olmo, pero se ve que a Battenkill no le interesa la música, como le pasaba a mi tío Miguel. A no ser la que hacía la cama al moverse bajo el ayuntamiento de dos cuerpos, esa unidad de destino en lo carnal que en mis tiempos tardaba más en llegar que el tranvía, otra unidad de destino pero en lo municipal. Los médicos de antes eran otra cosa. Igual te auscultaban, que te sajaban, que te recetaban lo que fuera, que te escribían un libro sobre Velázquez, el pintor o la calle, daba igual. Bill Battenkill al menos se ha visto todo Buñuel y habla el castellano, que en estas latitudes canadienses equivaldría a que un concejal de Cabezón de Cameros se supiera de memoria las sagas nórdicas en versión original, y si encima receta con tino, no hay por qué andar quejándose.

    –Toma. Una pastilla diaria. Éstas con el desayuno, y éstas al acostarte y con mucha agua.

    –¡Agua!

    –Del grifo, que algo tendrá cuando la bendicen. ¿No es así como se dice?

    –¡Se dicen tantas estupideces!

    –Y me vienes a ver dentro de un mes.

    –Si duro.

    –Durarás. Mala hierba, ya sabes, buena sombra la cobija. ¿No? ¿Puta la manta que la cobija?

    –Frío.

    –¿Busca la sombra el perro?

    –Nunca muere.

    –¿Quién?

    –¿Y quién coño va a ser? ¿El perro, la manta? ¡La mala hierba! ¡Yo!

    Por entre nubes de buen tiempo se mueve un sol de agosto aún juguetón, y por encima de las olas de Mahone Bay, una voz verde limón acaricia las copas de los abetos. El coro tornasolado de la chopera agita sus hojas y los abedules menean sus ramas. Los pájaros han enmudecido sus reyertas, y al compás de las palmas de Rubichi, el chinchorrito chapotea en la marea baja de la cala. Yo no le temo a la muerte porque morir es natural, está cantando Estrella Morente por bulerías en la brisa salada. Tampoco yo le temo a la mía, que ahí mismo está, esperándome sin prisa, ensabanada en espuma y tan intensamente azul.

    Carole lleva tiempo preocupada. Se lo noto en el gesto triste y en la mirada, en cómo no se le escapa la cantidad de mantequilla que me unto en la rebanada, ni si me salto a la torera la barrera etílica impuesta por el buñuelero de Bill. Me cuentas hasta los garbanzos, protesto. Tampoco se olvida de preguntarme con una voz dulce pero firme si me he tomado las pastillas, y me recuerda que me lleve el móvil si voy al bosque, o que ya va siendo la hora de la siesta. Me tiene dominado. Sólo puedo decirle que sí y que no, según, y si veo que el silencio se le espesa en la mirada, entorno los ojos y bizqueo, para que se ría.

    –¿Por qué no pones otra cosa?

    –Porque el flamenco es lo más grande que hay.

    –¿Y qué está diciendo?

    –Que no le teme a la muerte porque morir es natural.

    –Claro, es muy joven. ¿Y tú, le temes?

    –¿Me estás llamando vejestorio?

    –Te estoy haciendo una pregunta.

    –Pues yo tampoco.

    Bueno, siempre y cuando la autoridad competente me permita doblar con limpieza, pienso. Y si es así, verde y con asas, porque eso que está cantando ahora de que más que a la muerte le teme a las cuentas que le tendrá que dar a Dios no va conmigo. De verdad. Hace un montón de años que el padre Pazos, aquel franciscano benévolo del colegio Estudio que me absolvía de cualquier barbaridad que le confesara, y fueron muchas, y todo por alargar la penitencia en el ropero para no tener tiempo de volver a la clase de matemáticas del señor Bauluz, me desmontó las fritangas eternas del infierno con una frase: Sí, claro que hay infierno, pero está vacío. Desde entonces, habiendo sobrevolado los no tan felices años cuarenta del nacionalcatolicismo, sé que haya o no haya Dios, pura cuestión de detalle, es misericordioso. Natural. El Señor, con mayúscula por si acaso, que malcreó a este ser plagado de imperfecciones que llamamos Hombre, ¿cómo iba luego a pedirle explicaciones por sus torpezas y a mandarlo a las calderas de Pedro Botero a pagarlas todas juntas? No, va y lo perdona, y al perdonarlo se perdona la chapuza, porque divina o no, tenemos que reconocer que somos una chapuza, pero gracias a ello el infierno está vacío y Botero en el paro. ¿Cómo voy a temerle a la muerte? Todo lo contrario. ¡A mí el pelotón, Sabino, que los arrollo! ¡Dejadme solo! Y que conste que no es cuestión de furia española ni de valentía, es que el toro es una cabra.

    –¿Por qué la iba a temer? Que yo sepa, nadie que haya muerto se ha molestado en volver. ¿Recuerdas lo que decía tu padre de las tapias de los cementerios españoles? Que no servían para nada, porque los muertos no querían salir

    –Ni los vivos entrar. ¿Y tú, quieres entrar?

    –Hombre, prisa, lo que se dice prisa, no tengo.

    –¿Entonces?

    –Que tampoco tengo miedo.

    –Pues a mí el más allá no me hace la menor gracia.

    –¿Y no hablas a menudo con tu abuela Bruce, que en paz descanse? Pues si la ves contenta, como dices, será porque descansa en paz, ¿no?

    –Tal vez sea porque nunca he podido con las abstracciones.

    –¿Y qué me dices entonces de la laguna Estigia? Dicen que el barquero Caronte cruzaba a los antiguos de la orilla de la vida a la de la muerte.

    –¡Un crucero en la Transmediterránea!

    –Y más sabiendo que el puerto de destino era el jardín de las delicias.

    –Otra abstracción.

    –No, no lo es. Por lo visto ya se te ha olvidado aquella cinta del tío Miguel.

    El orden impecable que reina en los anaqueles de la cocina (Serie I: las cintas que grabamos juntos, en el primero. Serie II: las que él me mandaba, en el segundo), me permite encontrarla en cosa de un instante. Serie III: cintas cidianas, en el tercero. GLORIA, rezan unas letras negras en el lomo. Y procurando no apagar la voz de Estrella en mitad de un verso, por si trae mala suerte, he pulsado el botón de la flechita.

    –¿Qué me dices ahora? –pregunto al cabo de unos minutos.

    Carole se lo está pensando.

    Arena lleva la playa, yo tu querer no lo olvido, por donde quiera que vaya.

    Al ritmo del chapoteo del chinchorrito, la voz dorada de Estrella Morente sale de esas algas amarillentas que peina la marea en la cala. ¡Ay, cómo escuecen esos versos de salitre!

    Que mis ojitos estaban tan hechos a verte a ti tó los días.

    Un lamento salado pespuntea las aguas, como el cormorán.

    ¿Lo está cantando Estrella, o es Carole la que lo cantará, la que lo canta ya?

    Mis vecinos de Blandford me han contado que sus antepasados zarpaban con el nombre de su mujer grabado en la proa de las goletas, Katherine M. MacAdam, Matilda McKay, Maggie Cruickshank, Bernice Zinck, y para cuando volvían con la bodega llena de bacalao, o de ron caribeño, ya ellas habían subido cientos de veces al widow’s walk por ver si divisaban las velas en el último azul. Porque el mar sabe a desesperación de mujer esperando, como escribió Alberti, que sabía la mar de mares. Y en lo más alto de las casas antiguas de por aquí se ven todavía esas barandillas cargadas de melancólica amargura, pino verde de nuestra canción popular, barandales de la luna de aquella gitana sonámbula que se cansó de esperar. Widow’s walk. ¡Balcón de viuda! Hay palabras amargas que lo dicen todo. Recuerdo un anuncio que en su laconismo me llenó de desolación. Solía citarlo en clase para sacar a la soledad y la amargura de la abstracción aséptica en que las tenía, bien arropaditas ellas, el diccionario. Vendo. Traje de novia. Sin estrenar.

    Al timón de mi goleta yo no le temo a la muerte porque morir es natural, pero ¿cómo puedo dejar a esta mujer en tierra, malviviendo con la viudedad, del usufructo, lidiando con el papeleo de la testamentaría, el lío de los proindivisos, mis pertenencias, con Hacienda? Ahí me duele. No el que se vaya uno por esos mares de Dios, sino el que se queden otros en este valle de lágrimas con el fregadero hasta arriba de platos sucios.

    –¿Y yo? –murmuró, mirando al mar nuestro de cada día.

    –Tú tranquila, pichona, que no me va a pasar nada.

    –¿Y si le pasa, tío Miguel?

    –Que le haga caso al Bill Battenkill ese. Pero en todo, ¿eh?, absolutamente en todo. Que se prepare a bien morir, pero que se tome las pastillas. Porque la Gloria es una delicia, pero también la vida es bella, como dicen que dijo el incauto de León Trotsky al ver a su mujer en el jardín, o a Frida Kahlo, que los cronistas no se acaban de poner de acuerdo en este detalle –le dijo a Carole hace días en la cocina de casa entre pompas de jabón de fregar platos, y en un inglés bastante más aceptable que el que farfullaba en vida. Y según la versión de mi mujer, su abuela Bruce bordaba en punto de cruz y decía a todo que sí con la cabeza.

    Pastillas en mano, dejo correr el grifo y lleno el vaso hasta el borde.

    Aparta, Señor, de mí este caliz, imploro, pero me lo llevo a los labios.

    Fatigas, fatiguillas dobles pasa, pasaría aquel que tiene el agua en los labios y no la puede beber, no la puede beber, no, no la puede beber, está cantando Estrella con música de tango.

    Virgencita de la Embolia, apiádate de mí.

    Un trago.

    Nuestra Señora de la Moderación, ampárame.

    Otro trago.

    2

    Buscando a la musa en Blandford

    Carole se pasó una servilleta por los labios y preguntó:

    –¿Sabes lo que te digo?

    –Que te han gustado más esos bogavantes rojos que los verdes que trajo Scott esta tarde. ¿No? Pues que un puñadito de algas hirviendo quince minutos en agua de mar hace milagros.

    –Frío.

    –Me rindo. ¿Qué ibas a decirme?

    –Que por qué no escribes algo sobre tu clan.

    –¿Mi clan? ¿La familia Salvador? ¿Cargado de años y escribiendo de fantasmas? ¿Para qué? –Descoyuntada la mandíbula por el asombro, pensé que hice bien en rendirme a tiempo, porque jamás habría adivinado con lo que iba a salir–. ¡Mi clan! Una cosa es que te hable de vez en cuando de mi abuelo, o de su padre, y otra que me ponga a escribir sobre todos ellos cuando hay temas que me interesan más.

    –¿No empezaste ya algo después de morir el tío Miguel?

    –¿Algo? Cuatro notas.

    –¡Ya serían más!

    –Ni sé por dónde andarán.

    –Se buscan, Tonio, ya aparecerán.

    –Estaban escritas a lápiz. Tendría que pasarlas al ordenador.

    –Pues las pasas.

    –¡No sabría por dónde empezar!

    –Empieza por el principio.

    –¡Qué fácil me lo pones! Además, ¿para qué empezar algo que no voy a terminar?

    –¿Como te pasó con todas tus investigaciones?

    –No, ya sabes, mis achaques, los años.

    –¿Otra vez presumiendo de viejo? –Dueña del momento, sonriendo, me acarició la mejilla, un recurso que no suele fallarle para salirse con la suya–. Anda, por una vez en tu vida –dijo con voz melosa–, termina lo que empezaste.

    –No quiero dejar cosas a medio hacer –dije, tajante, a pesar de aquellos arrumacos.

    –¿Tanto, que prefieres dejarlas por hacer?

    –Tú lo has dicho.

    –¿Como esos cerezos que te ha dado por no plantar?

    –¿Y qué gracia le ves tú a plantar algo para que crezca cuando ya no pueda verlo?

    –¿Es eso? Eso es egoísmo. –Silencio despectivo por mi parte–. ¿Y qué pasa, que los demás no podemos disfrutar viéndolo crecer?

    –¿Y qué puñetas vais a ver si me quedo a medio escribir?

    –Lo que hayas escrito.

    –Mis sobras incompletas.

    –Como esa sinfonía de Schubert. ¿O es que ya no volverás a ponerla por si no te da tiempo a oírtela enterita por muy incompleta que esté? –dijo, devolviéndome el ingenio con un rapapolvo–. ¿Ya no lees por miedo a no llegar al último capítulo? Me estás recordando a aquel tipo que como sabía que tenía que morirse tendía la manta

    –¿No era una capa?

    –Da igual, manta o capa, la tendía en el suelo y no se hartaba de dormir. Pero tú no eres así.

    –Además, si el pasado pasó –dije, escurriendo el bulto–, ¿para qué contarlo?

    –Porque antes de salir de casa se deja la cama hecha. Porque antes de irnos de viaje hacemos las maletas. Vamos a ver, ¿tienes algo mejor que hacer antes de que venga la Parca a buscarte?

    –Entre otras cosas, el ensayo ese sobre Blandford y el multinacionalismo canadiense.

    –¡Ganas de perder el tiempo!

    –¿Por qué dices eso?

    –Llevas meses a vueltas con él, atascado, estreñido, harto.

    –Harto no, que se está retrasando un poco el parto.

    –¿Y qué otra cosa tienes que hacer?

    –¿Cuándo?

    –Mañana.

    –Cardiólogo, ¿recuerdas? A las cuatro y media.

    –¿Y de mañana en adelante?

    –Nada urgente –dije después de pensármelo.

    –¿Entonces?

    Blandford es un caserío pegado al mar en un rincón de Nova Scotia, la provincia canadiense que tiene las mayores mareas del mundo y forma de bogavante en los mapas. Uno de tantos caseríos en esta costa que, marcada a dentelladas por el Atlántico, es un inmenso cementerio de hombres y de barcos. Aspotogan, Donde dan la vuelta las focas, en la lengua antigua de los Mi’kmaq, es el nombre de una cala muy estrecha donde abetos, hayas y abedules llegan tropezándose los unos con los otros hasta las rocas de la orilla. Aspotogan es también el nombre del caserío que se asoma al balcón de la cala, el del monte que le quita el sol de la tarde y el de la península que separa Saint Margaret’s Bay de Mahone Bay. En aguas de ésta, mirando a Poniente, está el caserío de Blandford.

    Canadá es un país con demasiada geografía para tan poca historia, dicen que dijo alguien hace ya tanto tiempo que ni se recuerda su nombre, ni dónde lo dijo, ni si realmente llegó a decirlo. Pero como tantas otras frases célebres que suelen citarse hasta el aburrimiento, con la posible excepción de Pobre Canadá, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos, también ésta es falsa, porque no define al país, ni a la provincia, ni al condado de Lunenburg, ni al municipio de Chester, ni al caserío de Blandford (Caserío, Carole, como lo oyes, porque para ser pueblo hay que tener plaza, a ser posible con fuente de dos caños, así que de pueblo, hoy por hoy, y por muy village que se crea, nada).

    Los canadienses lucharon en las dos guerras mundiales del siglo XX y en la de España. Los Mac-Paps de la Brigada Internacional Mackenzie-Papineau. En el XVIII, de esta misma tierra fueron expulsados en masa los acadienses, por ser franceses, y como hicieron nuestros sefarditas por el ancho mundo, se llevaron todo lo que eran y ahora nos falta al sur de los Estados Unidos. Hoy son los Cajuns del estado de Louisiana. Así que no faltan batallas ni diásporas, y sin embargo, a pesar de tanta sangre y tantas lágrimas, el tópico de que Canadá carece de historia tiene para infinidad de canadienses la fuerza de las verdades reveladas. La historia existe, ¿cómo no va a existir? Pero no aquí. Y los que así piensan no se cansan de repetir que hay que ir a buscarla a otras partes, a cualquier país del mundo donde se la dejaron al venir a estas costas, con su billete de ida, su maleta de cartón y su esperanza, los emigrantes. A veces parece como si la historia hubiera constituido un exceso de equipaje, y como tal, para evitarle gastos inútiles a un viajero no demasiado sobrado de medios, no llegó a cruzar el charco.

    Que infinidad de canadienses desconocen su historia es un hecho (Sí, sí, Carole, ya sé que en todas partes cuecen habas), como también es cierto que por ignorarla la desprecian, pero lo más curioso en estas latitudes es que sus habitantes parecen habérsela negado a sí mismos hasta como posibilidad. Los europeos, que vivimos en el otro extremo de la cuestión con el espinazo doblado por el peso histórico que nos hicieron mamar desde pequeñitos, ¿cómo podemos comprender que hay millones de individuos que andan por la vida hechos unos adanes, despojados de capacidad histórica, no siendo, en lo que a la historia se refiere? Pues aquí es cosa de todos los días (Antes de que mi mujer salga preguntando que de dónde saco todo esto, ahí van unas reflexiones para ir planteando el tema).

    País más que indeciso a la hora de definir su identidad nacional, por no decir reacio, Canadá no sabe lo que quiere ser cuando sea mayorcito. Hoy por hoy, sólo sabe lo que no quiere ser, y con eso parece bastarle. Tan claro tiene que no quiere ser el próximo estado de los Estados Unidos como que no quisiera seguir siendo dominio del Reino Unido. Algo es algo, pero se trata sólo de un espejismo, porque ninguna de las diez provincias quiere ser como Ontario, la provincia todopoderosa del interior del país, ni las del Oeste como las del Atlántico, ni ninguna de éstas como las otras tres de su zona (Ah, con que exagero, ¿eh? Vas a ver).

    Para mis paisanos de Nova Scotia, ser de New Brunswick, la provincia vecina con quien tanto comparten, es una desgracia (Anda, niégalo). Y aquí mismo, los de la isla de Cape Breton, esas pinzas del bogavante en los mapas, reniegan de los de tierra firme y maldicen el puente que los une. ¿Une? En Blandford ven a Halifax, la capital, como la ven los demás caseríos. Atascos ingentes de tráfico, desmadre de drogas duras, corrupción política, chupatintas del Estado y otros horribles etcéteras, pero que nadie nos venga con que tenemos que estrechar lazos de amistad con los del caserío vecino de Bayswater, donde según cuentan los entendidos, la mayoría son primos y tienen seis dedos en cada pie. Ni que les digan a los palmípedos de Bayswater que hagan migas con los del caserío de Aspotogan, donde desde hace un montón de años, y en auténtico espíritu de frontera de tensión, coexisten en paz y a palos dos familias, los Backman y los Boutillier. Y por si no fuera bastante con todos estos grupúsculos de taifas, para terminar de arreglar las cosas en este país de las dos grandes soledades oficiales, los habitantes de la provincia de Québec no quieren que se los trague el mundo anglosajón, y los de habla inglesa, como la Virgen del Pilar, no quieren ser franceses (Ya oigo decir a mi mujer que eso pasa en todas partes, en España sin ir más lejos, y hasta en Suiza. Y tiene razón, lo cual no quita que no pase también en Canadá, país invertebrado donde los haya).

    Todo este testarudo no querer ser lo que los otros son tiene un precio, y elevado, el de no darse cuenta de lo mucho que comparten con ellos, empezando por una historia. Pero no sólo la historia que se escribió con sangre canadiense en el barrizal ponzoñoso de las trincheras de Vimy Ridge, y en las arenas normandas de la Juno Beach, y sobre los cardos de nuestro Brunete bajo un sol de plomo, sino la historia del desarraigo. Porque el canadiense es más que nada un desarraigado, y si pudiera mirar más allá de sus narices vería que ni los trámites interminables de la emigración, con las colas de rigor en consulados remotos, ni la espera angustiada de una carta con membrete oficial que no acababa de llegar nunca, ni siquiera la travesía clandestina en el vientre de un contenedor fueron pasos únicos de su calvario, exclusivamente suyos, sino estaciones de ese acto colectivo, nacional, de desarraigarse que comparte con todos los que arribaron y seguirán arribando a estas costas, unas veces por las buenas y otras por las malas.

    Sólo con que mirara alrededor, más allá de sus raíces, cualquier canadiense vería que el camino a Canadá, más que una odisea personal e intransferible, fue una misma vía dolorosa para la inmensa mayoría, un vía crucis de lágrimas compartidas. Y sabría que la arribada no fue menos difícil para el turco que para el chino que para el libanés, porque la discriminación de los anfitriones de turno se cebó con la misma saña en todos ellos. Y comprobaría que tampoco fue sólo él quien cortó de raíz con un mundo conocido y no por cruel menos amado, un mundo que al soltarse las amarras del barco que lo llevaba a un futuro incierto se quedaba allí, donde siempre había estado, para irse convirtiendo en un allá cada vez más lejano y más borroso, un punto de referencia tan indispensable como inexistente, apenas recordado, visto en una fotografía, imaginado.

    Al cabo de cinco, cincuenta, cien años de soledades, aquel allá ultramarino aún no ha sido substituido por nada, y menos por el acá del Canadá nuestro de cada día. Y es una lástima, porque hasta que lleguen a comprender su propia historia del desarraigo como una experiencia colectiva, una vivencia que los une, los canadienses no podrán echar raíces en esta tierra de todos y de nadie. Y hasta que venga ese día, si viene, Canadá seguirá condenado a seguir siendo un país con demasiada geografía para tan poca historia (¿No es paradójico que en este país de los grandes bosques haya tanto canadiense sin raíces? Sin señas de identidad canadiense. ¿Y por qué será que en este país de tantas soledades, cuando alguien enarbola la suya particular, como el franco-canadiense de Québec, que cree saber lo que es y quiere seguir siendo, el resto se lo toma como una afrenta personal? ¿Por qué? Las soledades están para salirse por la tangente, Carole, no para andar a la sopa boba de Ottawa. ¿Por qué denostar al que toma el portante del referéndum para despedirse a la francesa? ¿Porque no quiere ser canadiense? ¡Pero si nadie quiere serlo! Y a lo de antes, ¿qué nos dijeron las provincias del Oeste, con la petrolera Alberta a la cabeza, cuando la crisis energética de hace unos años? ¡A joderse, cabrones! ¡A congelarse, hermanos! ¿Ya no recuerdas aquel bonito ejemplo de solidaridad nacional? Pues es todo un símbolo).

    Otra reflexión. Además del pasaporte que les expide Ottawa, lo único que une a los habitantes de este país como canadienses, y eso sólo de Pascuas a Ramos, y no a todos, es la selección nacional de hockey sobre hielo. Algo es algo, pero a todas luces insuficiente para crear una identidad nacional. Porque aunque goles y peleas hayan canadianizado al país por un rato, el canadiense apaga el televisor al terminar el partido y vuelve a caer en el hamletiano ser o no ser, con énfasis en esto último (¿Y qué demonios pinta Blandford en todo esto?, preguntará mi mujer, que a pesar del mucho amor que me profesa tiene poca cuerda para este tipo de disquisiciones diuréticas).

    Blandford es un caserío de gentes que llegaron huidas de muchas partes del mundo pero que no acaba de enterarse de la importancia que esto tiene, y como no se entera, vive aislado, cantando a solas aquello de a mis soledades voy, de mis soledades vengo. Los llamados Leales vinieron de los primeros Estados Unidos de América, bien porque quisieron seguir siendo súbditos de Su Majestad británica, o porque les pegaron la patada de Charlot, que las independencias tienen esas cosas. Pero el caso es que recalaron por estas costas con lo puesto y sus bienes muebles, incluidos los esclavos negros. También fue refugio de clanes escoceses escapados de Escocia por sabe Dios qué intransigencias religiosas, pero con sus nieblas, sus meigas y sus gaitas. Y de familias alemanas que desembarcaron con la Biblia familiar a cuestas y ese culto fundamentalista suyo a las salchichas y al repollo, culto que aún colea en la sauerkraut de Tankook Island y en las morcillas de Lunenburg. Familias alemanas que pronto cambiaron los apellidos de Gaetz a Gates, de Berghaus a Barkhouse, de Eizenaur a Eisenhower, de Schlagentweit a Slauenwhite, de Rodenhäuser a Rhodeneiser, de Bubeckhoffer a Publicover, quién sabe si por esnobismo o prudencia, pero para hacerse pasar por anglosajones.

    También vinieron noruegos. Aquellos lobos de mar de los barcos mercantes que habían hecho docenas de veces la travesía de Southampton a Halifax, y vuelta, durante la segunda guerra mundial por un Atlántico infestado de submarinos alemanes. Noruegos que con la paz se quedaron cazando ballenas en Mahone Bay, y después, cuando acabaron con ellas, apiolando focas en los hielos de Terranova. Como mi vecino Johannes Viddal, que volvía de la campaña de todos los marzos con un saco de aletas y las guisaba canturreando una receta inmemorial de su padre. Y nos las comíamos en silencio, porque el sabor se lo llevaba lejos de allí y sólo volvía para decirnos que comiéramos más, porque era cosa fina. Johannes trabajaba en la sala de máquinas del Theron, y en 1955 estuvo en la Antártida con Sir Edmund Hillary y otros vecinos de Blandford, Pinean Awalt, Cecil Zinck, Knoble Meisner, un tiarrón con brazos como mazas que reparaba redes en camiseta en medio de las ventiscas delante de nuestra casa, la casa de entonces.

    ¿Pero quién sabía eso? En Blandford todo el mundo, porque en los caseríos se sabe todo. Y también lo sabrían los vendedores ambulantes sirios que hasta hace unos años recorrían la costa con el barro y la nieve hasta las rodillas. Pero los que lo valorábamos como es debido, modestia aparte, éramos los menos, y casi sin excepción, los recién llegados. Media docena de norteamericanos que no quisieron volver a oír el nombre de Vietnam ni en sueños, el ex prisionero alemán, la esposa holandesa de guerra, aquel galés estrafalario que llevaba a la Escuela de Artes y Oficios de Lunenburg un botijo lleno de humo de marihuana para fumárselo en el recreo. Los que, quitando a Greta y a Helmut Hanke, que llevaban más tiempo, todavía no llevábamos ni diez años por estos andurriales.

    ¿Y quién más lo sabía? Durante el verano, por ser la península de Aspotogan ruta turística, pasaban gentes en coches con matrícula de Massachusetts, Maryland y otros estados. Gentes que circulaban sin prisa por la carretera que bordea la costa admirando el paisaje, aspirando el aire salado y mirándolo todo al pasar. Un anciano que escardaba en su huerto. Otro que abría la tapa del buzón. Dos hombres, Johannes y yo, que, apoyados contra un pozo, estaban bebiéndose unas cervezas a morro. Nos habían visto al pasar pero no sabían quiénes éramos. ¿Y cómo lo iban a saber? Ni que Johannes estuvo en la Antártida, ni que de pequeño, allá en su fiordo, saltaba de un velero a otro columpiándose en las jarcias como Tarzán de los monos. ¿Cómo iban a saber que aquel hombre pálido de la camisa escocesa conocía todos los mares del mundo, algunos bien de cerca, obsequio de los torpedos que lo habían hundido tres o cuatro veces en una sola guerra? ¿Cómo podían imaginárselo en cientos de tempestades rompiendo a hachazos el hielo de la arboladura para que no zozobrara el barco, partiendo en cachos su propio vómito congelado contra cabos y aparejos? No, nadie podía imaginarse la historia de Johannes, ni que Neil Christie, que se pasaba el santo día abriendo el buzón por si le había escrito alguien, estrechó la mano de Yuri Gagarin una tarde como aquella, en Upper Blandford, cuando vino invitado por el multimillonario Cyrus Eaton a su casa de verano. Tampoco podían saber que Ernie Langley, el vejete de la azadilla, se pasó los años felices de la Ley Seca en los Estados Unidos yendo en una goleta de Lunenburg a las islas francesas de Saint Pierre y Miquelon, al sur de Terranova. Y ya con la carga de ron, whisky y champán en la bodega, a dar de beber al sediento si las autoridades y el tiempo no les impedían llegar a la cita en el límite jurisdiccional de las doce millas.

    ¿Y no podríamos bandeárnoslas sin historia si tenemos semejante intrahistoria? Porque no hay que ir a las novelas en busca de capitanes intrépidos, los tenemos aquí. ¿Pero quién se da cuenta de eso al pasar aspirando el salitre por la ventanilla de un automóvil? Es más, si el viajero es norteamericano, ¿puede imaginar que en un lugar tan diminuto de cuyo nombre no podrá acordarse al llegar al hotel pueda haber hombres de esta naturaleza? Y digo esto porque cuando vivía en los Estados Unidos me molestaba esa mala costumbre que tienen sus medios de información de presentar los problemas en función de unos límites geográfícos. ¿Qué coño tendrá que ver la gravedad de un suceso con el tamaño del país donde se ha producido? Ahora bien, el norteamericano medio, ¿puede tomarse en serio algo que haya ocurrido en un país cuyo territorio no supera el del estado de Rhode Island? Relativamente, porque si de entrada le han nadeado el lugar del suceso, se dirá que no es para tanto y pasará página en busca de países grandes, que es donde pasan las cosas. Creo que esta miopía es propia de los países de grandes extensiones, y que les hace caer a sus envanecidos habitantes en un grave error, el de medir horizontalmente a los demás, ignorando su verticalidad, mejor dicho, su profundidad. Y se me ocurre otra cosa. ¿Puede un norteamericano alto y con complejo de alto, superiormente alto, mirar a uno que no lo sea, ni norteamericano ni alto, de tú a tú? ¿Puede concederle un mínimo de esa grandiosidad que a él le sobra? (Toda esta palabrería, se reirá mi mujer, para decir que mejor nos iría si pensáramos en profundidad, pues de esa manera daría igual dónde hubiera tenido lugar el suceso, porque lo que cuenta es el suceso, y mil muertos son mil muertos en la India y en Albacete. Sí, pero hay más).

    Yo aprendí en Blandford, gracias a Johannes, a Knoble y a otros vecinos de biografías tan ilustres como invisibles al vistazo fugaz y distraído, que nunca se sabe quién hay dentro de ese hombre que se ha sentado en ese banco. Sí, ése que está mirando el atardecer con cara de papahuevos. Puede que no haya nadie, lo admito, pero puede que haya un filósofo, un santo, un poeta, un pirata, un genio desconocido, y por si acaso nos pone de rodillas al revelarnos su secreto, debemos respetarlo y asombrarnos de antemano con sus posibilidades infinitas. Por eso, cada vez que veo esa ventana que, a pesar de ser ya las tantas, permanece encendida en los edificios de pisos de Halifax, nunca pienso en si será alguien que tiene que tomar un vuelo a Dios sabe dónde antes de que amanezca. O tomarse un bicarbonato, o un antibiótico, o esa píldora milagrosa de después del ayuntamiento carnal que, al revés que María Santísima, nos permite pecar sin concebir. Pienso en cosas menos pedestres, como que ahí puede haber alguien a punto de dar con la receta del bálsamo de Fierabrás, o de darnos la fórmula de la piedra filosofal. Alguien que en ese preciso momento puede estar corrigiendo a Galileo, descubriendo el órgano del cuerpo humano cuya función es el pitorreo, la razón por la que a algunos siempre se les caerá la tostada al suelo por el lado de la mermelada, la orientación sexual del Cristo histórico, la gran hipada genética que trajo al mundo centauros, sirenas, gatos con alas y águilas bicéfalas, descifrando la clave del habla de los jilgueros, demostrando de una vez por todas la cuadratura del círculo, que la gilipollez es una afección virásica, que hay dos sin tres y carreteras sin barro, que también segundas partes pueden ser buenas, que la historia no se repite ni las excepciones confirman la regla, y todo en absoluta soledad mientras sus conciudadanos, abrazados a sus señoras, sueñan con los angelitos.

    Así veo también a mi tío Miguel. Un señor mayor, bajito, pegado a una gabardina de cuello grasiento, que arrastra un poco los zapatos resecos que se le agrietan por los lados. Empujando un carrito costroso de la compra por Guadarrama. Mirando de reojo, como un conejo, ese culo que se aleja calle abajo. ¿Qué pensarían de él los chavales que volvían de la escuela? ¿Qué sabrían de él los que sólo lo conocían de verlo pasear, siempre solo, por el pueblo? Nada, no sabían nada, y en el mejor de los casos, a no ser que fuera una mirada profunda la que lo contemplaba, poco más que nada. Un señor mayor con barbita y sombrero de fieltro tirando a verdoso. ¿Y eso es todo? ¿Algo más? Nada más, hasta un hombre como él no es nada más. Piénsalo bien, ¿qué somos sin esa mirada profunda, de amor, que nos descubre al inventarnos? Corteza, cáscara, caparazón, costra, perfil de sombra. ¿Lo oyes? ¿Lo has oído, tío Miguel? ¡Cómo vas tú a ser sólo eso, siendo como eres tanto más! ¡Tantísimo más! ¡Todo lo que me está impidiendo empezar a escribir sobre ti! Una vida no cabe en la memoria, escribió Jorge Guillén como si hubiera estado pensando en ti. ¿Cómo empiezo, di?

    Johannes murió hace años en Blandford, a donde volvió una noche de su fiordo noruego con el corazón sentenciado. Pudo haberse quedado allá, cerrando así el círculo, pero quiso dejar a Pauline en el caserío donde la conoció al terminar la guerra y había sido feliz con ella compartiéndola con el mar. Y en casa la dejó, como se dejaba a la novia después del baile, y en Blandford quedó también él, en el cementerio de Saint Barnabas, mecido por las mareas, contemplando la herrumbre de las puestas de sol. Johannes murió al poco de irme yo a Halifax para ver si se vivía mejor solo que acompañado, pero no fui justo con el caserío, porque también me divorcié de Blandford y pasaron años sin que volviera por aquí ni en el más lacónico de los recuerdos. Estuve en el cementerio aquella mañana radiante y heladora, pero al estrechar a Pauline en un abrazo estremecido, Viniste, gracias, el caserío se me fue hundiendo en una niebla misericordiosa, sin graznidos de gaviotas, ni chapoteo de oleaje, ni lamentos de sirena, hasta desaparecer en una nada reparadora que creí definitiva. Pero me equivocaba, porque sólo la muerte lo es. O casi, por eso Johannes no vuelve por aquí más que de vez en cuando, lo sé por Pauline, y yo volví a quedarme, aunque tardé casi veinte años en hacerlo.

    Aquí estoy de nuevo, frente al mar de antes, encrespado, enfurruñado, siempre majestuoso, de vuelta a la niebla nuestra de cada día. Ahora contemplo los atardeceres sangrientos, anaranjados, violáceos, que antes sólo contemplaba en invierno, porque la casa de entonces tenía otra orientación, pero ya no veo los tatuajes que han dejado los neumáticos de la fiebre etílica de los sábados en la curva de la carretera. Ni la gasolinera de los hermanos Publicover. El larguirucho Andreas, que de tanto beber ya no recuerda lo que se propuso olvidar. Y Raymond, de biografía tan breve como pública, por mucho que corra las cortinas. Porque de Mondy se dice que lleva más de treinta años echándole un par de polvos al día a su señora, Wanda Whynott, uno antes y otro después del desayuno. Y aunque aquí es fuerte, huevos fritos y morcilla de Lunenburg, el médico de Chester le ha aconsejado que le eche el segundo antes o después de cenar, da igual, pero la costumbre es la costumbre y la gente del caserío sabe que eso de enseñarle trucos nuevos a un perro viejo sólo son ganas de perder el tiempo.

    Ya no se oye el fragor amarillo del autobús que traía a los niños de la escuela, la misma donde una placa debería conmemorar que allí mismo, cumplidos ya los cuarenta y con la ilusión temblona del neófito, pude depositar el voto que me negó en mi tierra el Invicto. Los tuyos, Tony, no han hecho un gran papel que digamos, me dijo Andreas al día siguiente. Y cuando le pregunté que cómo sabía quiénes eran los míos si el voto era secreto, me contestó que como desde hacía años el NDP sólo sacaba seis votos en Blandford y esta vez habían sido siete, pues que a ver de quién iba a ser el séptimo. Tampoco se oye ya el estertor de la respiración emboscada del cotilla de Clayton Coolen en el teléfono, cuando varios vecinos compartíamos línea, porque el venerable asmático quería enterarse de todo lo que se cocía en casa del prójimo para irle luego con el chisme al pastor de almas. De mí sólo sacó un par de barbaridades que no recuerdo, pero sí que el pastor de entonces, el reverendo Josiah Cornelius, que no dejaba pasar un domingo sin exhortar a sus feligreses a que se arrepintieran ipso facto de sus pecados para así evitarse las previsibles colas y aglomeraciones a las puertas del Cielo, siempre se quitaba el sombrero cuando me veía en el supermercado de Chester.

    Desde aquí no veo el puerto de los pescadores, ni el muelle del que saltó Gordie Publicover una tarde de marea baja y ya no volvió a andar, ni el sendero por donde va Pauline a coger arándanos, unas veces sola y otras con Johannes. Tampoco veo la casa de entonces, ni la de mi vecino Oran Roast, que en paz descanse, un inspector de Hacienda que venía a pasar el verano con su familia, que hacía todas las comidas sentado en una rama de su castaño, así cayeran chuzos de punta, y que los días de viento no jugaba nunca al golf por miedo a que con una racha se le volara el peluquín infamante que gastaba. Alguien me contó una vez que la señora Roast, Chastity Pearl, que así se llamaba aquel putón desorejado también conocido por Titty, le aguaba la cola con que se lo pegaba, y que lo hacía por venganza, un arreglo de cuentas congénito e impreciso que la había empujado igualmente, aguja en mano, a perforar el condón matrimonial, quién sabe si buscando con premeditación y alevosía la concepción de Murray, un gamberro de mucho cuidado que acabó matando a su progenitor a disgustos por el procedimiento de dosificárselos como si de una pócima se tratara.

    No se ve la casa del fallecido capitán Ira Yeomans, que conoció a Exaudia Emenau, madre de sus trece hijos, gracias al anuncio que puso en el periódico de Lunenburg hará más de medio siglo. Y que cuando fue concejal por Aspotogan defendió a la juventud del municipio del nefasto aprendizaje del francés con un fervor de cruzado y elocuencia demostina. Yo estuve en el Ayuntamiento en aquella sesión histórica, decisiva, y aún le oigo repetir a rugidos y a manotazos que mientras él fuera concejal, y ojalá que lo fuera por muchos años (una ovación ensordecedora de casi un minuto le permitió darle varios tientos al botellín de ron que llevaba en el bolsillo), en el municipio no se enseñaría ni francés ni hostias (la traducción, muy libre, es mía), y que todos los franceses, empezando por el primer ministro Robespierre Trudeau (eso dijo, soy testigo, y hay otros), ya podían volverse a la Unión Soviética, que era de donde habían venido, escapados, como ratas que abandonan un buque que se hunde.

    Ya no veo la casa de Knoble, ni la de Morley MacCulloch, que murió durante mi ausencia sin recordar cuándo había dejado de dirigirles la palabra a sus hermanos, pues eran tantos que, aunque todos vivían por la zona de Aspotogan y estaban muy unidos, sólo se comunicaban por carta circular. Eran diecisiete o dieciocho, no recuerdo cuántos, pero una nube, y cada semana le tocaba escribirla a uno de ellos y ponerla en circulación. El viejo Obadiah, Obie, primo de los MacCullochs, también fallecido, que era entonces el cartero, iba cogiendo, depositando, recogiendo y volviendo a depositar la carta en los buzones de los MacCullochs, siguiendo la ruta rural de correos en el sentido de las agujas del reloj, y de esta ingeniosa manera, por una cuartilla escrita de vez en cuando y sin necesidad de poner sello, detalle no exento de interés para un clan escocés, se ahorraban una fortuna en teléfono. Tenían por costumbre no asistir nunca a bodas ni bautizos de la familia, tal vez para ahorrarse regalos y palabras, y aunque asistían a sus sepelios, lo hacían en el más respetuoso de los silencios. Los MacCulloch, como lo fueron luego sus hijos y ahora sus nietos, eran conocidos por el mote que les pusieron en el caserío, La Harca, porque se rumoreaba que un sirio de los de antes de que se construyera la carretera le había vendido un traje de percal a su abuela Gisela, una MacTavish, y de paso se la había beneficiado.

    No veo la casa de Willie Corkum, que había hecho de todo en su vida, hasta tiempo en la cárcel por contrabando de tabaco, y que de sus años como electricista en Nueva York le había quedado una admiración tan desorbitada por los norteamericanos que llegaba a negar que hubieran alunizado cuando se dijo que habían alunizado por primera vez. Y no porque no fueran capaces de hacerlo, que eran capaces de eso y mucho más, sino porque esa noche no había habido luna llena, y buenos eran ellos para andar alunizando en una luna pequeñaja cuando solamente tenían que esperar al plenilunio, que es cuando se alunizaba que era un gusto, pues no se podía fallar el blanco ni con los ojos vendados.

    Tampoco veo la casa de Philip y Anne Thornton, ingleses, aunque prefiero no tener que verla desde que su hijo Paul los mató a balazos.

    Blandford otra vez, mordiéndose la cola, como yo vuelvo a mordisquear un lápiz amarillo, bien afilado y con una goma de borrar roja sin estrenar en la punta. Un lápiz inútil, porque ahora, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, estoy sentado delante de un ordenador portátil mirando las ramas de los álamos, madre, y cómo las menea el aire. Mirando cómo se mueven las olas, María Dolores, a ritmo de bolero. Mirando la pantalla polifémica en blanco del Toshiba. Tamborileando sobre la mesa. Buscando esa primera palabra que desatrancará lo que llevo dentro. Esa palabra que tendría que tener ya en la punta de la lengua, pero sin dar todavía con ella, como hace años, aquí en Blandford, buscaba en la marejada, en el vuelo en uve de los gansos y en las estelas de los pesqueros que andaban al bogavante, la palabra justa que abriera textos vergonzantes de solicitud de becas de investigación.

    Érase una vez. Once upon a time, long, long ago.

    Hará cosa de unos meses que los razonamientos de mi mujer sobre el antes y el después me arrearon el puntapié necesario para meterme en esta empresa de once varas condenada a quedar sin terminar. Sé a donde voy, le había dicho yo en numerosas ocasiones sin demasiado convencimiento. ¿Y sabes de dónde vienes?, porfiaba ella. Hasta que después de unos cuantos empellones dialécticos más acabó convenciéndome de que si lo supiera, si conociera bien mi antes, llegaría al después más ligero de equipaje.

    –Como tu admirado tocayo –sonrió mientras secaba los platos.

    Hace tiempo que volví a las notas, las placas estereoscópicas, las cintas y los recuerdos, ordenándolo todo por temas, personajes, lugares, cronológicamente, retocándolo. Varado como estoy por mis achaques, tuve que recurrir a guías de La Rioja cuyas fotografías me hicieran ver paisajes familiares pero nunca vistos por mí. También a planos callejeros de Logroño que me permitieran deambular por sus calles, y a la cartografía militar para orientarme por caminos de herradura, imaginármelos desde sus nombres, andármelos sin salir de aquí. Consulté enciclopedias, libros y diccionarios, y hasta vagué por los espacios cibernéticos a lomos de mi ordenador pegaseo buscando datos informativos en gluglu.com que apuntalaran el vacío y llenaran huecos, minucias que me ayudaran a reconocer lo desconocido y a recordar luego a solas lo que nunca supe.

    Ya solamente me falta esa primera palabra que busco en la pantalla inmaculada, en esas dos focas que nadan entre las algas heladas de la cala, en esa nieve de bolitas escarchadas que está cayendo ahora y que no sé qué nombre tendrá de los doscientos que tiene la nieve en la lengua antigua de los Mi’kmaq. Aún no he dado con ella, pero la siento acercarse, y cuando me encuentre será coser y cantar, porque todo irá saliendo detrás, como las cerezas, no las picotas, las otras, las de rabo.

    –¡Tonio!

    Qué

    –¿Estás ocupado?

    De lo más

    –Te lo pregunto porque habría que subir más leña.

    Leña. ¿Leña? ¿Ha dicho leña?

    –¡Leña!

    La palabra explota, despega a cámara lenta, toma altura y seguida por la cola de caballo de una estela blanca se dispara hacia el espacio a los acordes grandiosos de la odisea de Stanley Kubrik.

    –¡Más leña, Pilar!

    Pero antes de que mis dos dedos empiecen a teclear, antes de que la pantalla se llene de letras que pronto llenarán páginas, compruebo que todo está en posición correcta. Luego abro la caja de los gerundios, esos octanos salvavidas del diálogo, me aprieto los machos de la voluntad de estilo, y para no salir despedido por los aires, me abrocho el cinturón de sobriedad de maese Pedro: Llaneza, muchacho; no te encumbres, que toda afectación es mala. Ya sólo falta poner a los personajes en posición de firmes. Tal vez me esté curando en salud, pero leí en algún lugar, y hasta solía repetirlo en mis clases, que las criaturas pueden desmandársele a su creador, y que si les da por ahí hacen lo que les viene en gana, y ya puede el creador recordarles que sólo son creaciones suyas, porque lo único que logrará es que le hagan la peseta, mejor dicho, el euro, así que no está de más tomar precauciones, y hasta puede

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1