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Nada que declarar
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Libro electrónico274 páginas4 horas

Nada que declarar

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A través de dos planos temporales, un presente ubicado en la primera década del siglo XXI, y unas regresiones a los 90 del siglo anterior, conoceremos al personaje principal, bibliotecario treintañero afincado en San Sebastián, que tiene a su joven pareja en Madrid cursando un pomposo máster en arte contemporáneo, una amante que trabaja en una tienda de perfumes, un padre enfermo y un grupo de amigos de juventud con los que la distancia se acrecienta de día en día.
Un personaje desencantado con la realidad social y política del País Vasco, con aquello que
se denomina «izquierda independentista», cuyas luchas, ideas, relaciones afectivas fueron un día las suyas, pero que hace tiempo dejaron de serlo.
Con un tono descarnado, irónico, sarcástico por momentos, la novela despliega una amplia
gama de temas, pero nos sirve también para entender mejor lo que nos ha sucedido recientemente, sin ir más lejos el conflicto vasco, desde dentro, de la mano de alguien que lo alimentó, padeció y que acabó renegando de él.
IdiomaEspañol
EditorialAlberdania
Fecha de lanzamiento1 oct 2023
ISBN9788498688252
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    Nada que declarar - Beñat Sarasola

    Reina Sofía

    Un edificio gris de bloques de piedra, que perfectamente podría ser una comisaría enorme si su fachada no ostentase dos torres de cristal, por cada una de las cuales sube y baja un ascensor a una velocidad que revela cierto optimismo; visitantes que parecen contagiados de dicha euforia escudriñan el horizonte desde el interior del ascensor, como si trataran de dar con el límite de la ciudad. Entre ambas torres de cristal, sujeta a la pared, cuelga una gran lona con letras vistosas: Jessica Stockholder, Ibon Aranberri, Hans-Peter Feldmann, Antoni Miralda, Val del Omar.

    No le suena ni un solo nombre, pero no le importa demasiado; en realidad casi no les ha prestado atención, tiene la mirada clavada en el móvil. Frente a él se encuentra Lucía, sentada en el borde de la escalinata, ella también en la misma postura, de manera casi simétrica, atenta a la pantalla, moviendo el dedo a mayor velocidad.

    No le puso ninguna cortapisa cuando ella le dijo que se iba a ir a Madrid a estudiar. Ni siquiera se lo consultó, también hay que decirlo. «He decidido hacer un máster» o «me voy a estudiar a Madrid, un máster», no se acuerda exactamente de cómo fue. Tampoco de su respuesta, pero le respondería «bien», «de acuerdo», «ajá» o algo por el estilo, o puede que asintiera discretamente. También se alegraba un poco, aunque le costara reconocerlo. Se sentiría más libre, liberado. Ni a uno ni a otro se le ocurrió que él pudiera dejar su trabajo para venirse a Madrid con Lucía. No tenía opción de pedir una excedencia, un permiso de trabajo o algo así, porque había pasado muy poco tiempo desde que se sacara la plaza en la biblioteca. Por tanto, enseguida se convenció de que les vendría bien «un poco de distancia» o, si no, mirándolo con un grado mayor de frialdad, le vendría bien a su relación un poco de distancia. Más distancia, o mayor, o como se diga, pensaría. A su relación. Sí recuerda que en ese momento le dijo que una de las profesoras era Rosalind Krauss, un nombre que no habría tenido la suerte de escuchar si no hubiera oído antes a Lucía: «El inconsciente óptico, Rosalind E. Krauss. Ah, qué libro». Lucía suele tener la costumbre de nombrar los libros ingleses por su título en castellano, aunque, leer, los lee en versión original. Todo un detalle, piensa él, que difícilmente puede imaginar algo más pedante que decir los títulos de los libros en inglés.

    Según sabría más adelante, Krauss solo les iba a impartir una clase, una master class, pero aparecía en mayúsculas en todos los carteles del postgrado. También se nombraba a otros profesores; con la letra algo más pequeña, a Jacques Rancière, y, a continuación, ya con el mismo tamaño de letra menor, a todos los demás: Valeriano Bozal, Gerard Vilar, Anna María Guasch, Yves Michaud... El director del museo, Manuel Borja-Villel, también les iba a impartir alguna clase.

    –Cállate, estúpido, ya sé lo que vas a decir.

    –Bueno, también podía dedicarse a la moda.

    Le dijo que publicaría en sus redes sociales que buscaba habitación, a ver si encontraba algo a buen precio. No conocía a nadie en Madrid, pero un compañero bastante idiota del programa de doctorado, Beñat, había estudiado allá, y le preguntaría a ver si sabía de algo.

    –Vale, pero a mi edad no estoy para pisos de estudiantes.

    –Ni que lo digas.

    En menos de una semana tenía tres opciones, de las que dos no le hacían mucha gracia; las fotografías de una de ellas no sugerían nada bueno –tampoco sobre el autor de las mismas–, y la otra se trataba de un piso en el que convivían seis personas, demasiada gente, francamente, para lo que Lucía andaba buscando. «Uno o dos compañeros de piso, como mucho». Desde un perfil desconocido, bajo el nombre de Mallabiko Sorgiñe, sin embargo, recibió una alternativa que tenía buena pinta. Horreur, pensó él cuando vio el perfil. Un montón de fotografías sacadas en cumbres de montes con la banderola de Euskal presoak etxera; imágenes cutres con proclamas políticas; fragmentos de bertsos y poemas.

    En el piso vivían un chico holandés y una chica de Salamanca; situada en Almagro, la casa era bastante fea por fuera, pero con el interior reformado, y, si las fotos no mentían, todo estaba pulcro y decorado con buen gusto, al estilo noreuropeo. La chica parece que era enfermera e iba a irse un año a África con Save the Children, Médicos sin Fronteras, o Mundi o Cáritas o alguna parecida. Además, se encontraba a buen precio, porque el trato incluía que se quedarían con sus objetos, metidos en cajas en un rincón, y con la estantería repleta de libros de su cuarto.

    Cuando le pidió que fuera con ella a ver esa habitación y otras más que había buscado por una agencia, y que la acompañara a hacer la matrícula, lo primero que le pasó por la cabeza fue que perdería la ocasión de pasar unos días él solo en San Sebastián; pero bueno, como no existía otra respuesta posible, le respondió que claro que sí, que iría encantado, aunque Lucía sabía perfectamente que no le encantaba tanto. Él odia acompañar a trámites y planes ajenos, aparentar ser solícito. Lo pone automáticamente de mal humor, y durante un tiempo emplearía el pretexto de la irascibilidad para sugerir que tal vez no era buena idea, «seguro que acabamos discutiendo», y «será mejor que vayas a Madrid por tu cuenta», que así podría hacer lo que deseara, visitar los museos que le apeteciera, realizar las compras que quisiera, y que, por tanto, estaría mejor sin nadie que la molestase. «Entonces, ¿para qué somos una pareja, si no es para acompañarnos?». Recuerda cómo una vez empleó un argumento parecido, no precisamente con motivo de un viaje, sino porque Lucía tenía que ir a hacerse unas pruebas al hospital. «Luego podemos aprovechar y visitar las torres de Arbide». Silencio. «Tú también te pones nerviosa cuando vas al médico».

    Finalmente, sí que discutieron, principalmente a cuenta de la decisión sobre la habitación. De hecho, antes de llegar les comunicaron que, en vez de 300 €, la habitación costaba 400 €. La enfermera resultó ser una mujer calculadora, fría y un poco avara, bastante alejada del estereotipo de enfermera acogedora, entrañable y dulce. Que no sabía quién les había dado esa información –Mallabiko Sorgiñe, estuvo a punto de decir en ese momento–, pero el precio era de 400 € desde el día en que puso el anuncio. Que tuvieran en cuenta que era bastante céntrico, totalmente reformado, y que había varias personas más interesadas. A él se le ocurrió preguntar: «¿El precio es negociable?» con cierto aire resolutivo, como creía que solían adoptar los negociadores que manejan codiciadas carteras. Pero la avara enfermera le respondió a bocajarro: «Esto no es un bazar, chato». Un bazar, pensó: una mención desafortunada para alguien que pretendía irse de misionera al tercer mundo. Al final, les pidió que le dieran una respuesta para el día siguiente. Si era afirmativa, tendrían que esperar algunos días hasta que ella decidiera.

    –Como os he dicho antes, hay más gente interesada.

    Así que aquello era un casting. Los dos salieron indignados del piso; él, por el corte que le había dado la enfermera; Lucía, tanto porque veía más complicado lo del piso como por la actitud que él había mantenido durante la visita.

    –Siempre tienes que hacerte notar. ¿Por qué demonios has tenido que preguntarle si el precio es negociable? ¿No puedes dejarme hablar a mí?

    –Era por ayudar.

    –Pues ya ves cómo se lo ha tomado.

    –Como se tome las cosas esa enfermera petarda no es problema mío.

    –No puedes admitir ni una vez que has metido la pata.

    Estaba la discusión servida.

    –¿Ves? Ya te lo dije, no era buena idea que viniera.

    Cuando llega la pelea, no puede contenerse y se sumerge de cabeza en su propia hiel. Él sabe perfectamente que es un tema de orgullo, aunque difícilmente se lo reconocerá a nadie, siempre encontrará algún pretexto para no moverse ni un ápice de su posición, de su muralla. Soltar o no una pulla deja de ser una opción, y, en cuanto atisba un punto débil, no duda en clavar el aguijón. Sin embargo, hasta la fecha no había conocido a nadie con la capacidad de Lucía para detener todas sus embestidas, e incluso de devolvérselas; al final, aunque todas esas riñas no consigan más que aumentar su rabia y salga más mal que bien parado, él entra al trapo en todas ellas. Lucía, a menudo, hace como que pasa de él, observa distante cómo él despotrica, incluso alguna vez se ríe con insolencia, lo cual, claro está, todavía lo encorajina más a él; otras veces, le responde con ironía, simula darle la razón, «coño, eso mismo estaba pensando yo», «cómo no me había dado cuenta antes», «te agradezco infinitamente que me hayas iluminado», «qué haría yo sin tu perspicacia», etcétera. Aunque todas ellas le duelan, lo que peor lleva es cuando le responde directamente, tal como son las cosas, es decir, tal como Lucía las ve; supuestas verdades rotundas, sin resquicios, lanzadas desprovistas de todo contexto u ornamento: «No puedes admitir ni una sola vez que has metido la pata».

    –Bueno, creo que voy a entrar ya.

    Observa que faltan diez minutos para las cuatro. Durante un largo minuto mira por primera vez más allá de la pantalla del móvil, con los ojos un poco entornados.

    –Vale, a ver qué tal. No sabes cuándo saldrás, ¿verdad?

    –No. Si quieres te aviso cuando salga.

    –De acuerdo, no andaré muy lejos.

    Tras mirar un instante la silueta que se le ha plantado delante, él también se levanta y la abraza. A ver qué tal la primera impresión, ya me contarás, a ver cómo son tus compañeros, seguro que hay algún vasco. Lucía se despide insistiendo en que le avisará al salir y se dirige hacia las enormes puertas de cristal. Más arriba: Jessica Stockholder, Ibon Aranberri, Hans-Peter Feldmann, Antoni Miralda, Val del Omar.

    Recuerda, de otra ocasión, que la entrada al Jardín Botánico no se encuentra en el propio paseo, sino en una calle perpendicular. Pero no sabe concretamente dónde, y decide probar por Claudio Moyano. En el cruce de dos calles se topa de frente con el enorme edificio rojizo de Atocha. Centra su atención en la espectacular cúpula y enseguida acude el recuerdo, el del atentado. Aquellas imágenes grabadas desde el aire, los vagones de Renfe destrozados, con agujeros que casi tenían la forma perfecta de un círculo, como si los trenes fueran de hojalata. Y los restos humanos, sobre todo los restos humanos, aquellos miembros ensangrentados. Y los restos materiales, como escombros de edificios derrumbados. Y todavía más escombros. Y aquel hombre diciendo «aquello era el infierno», y enfatizando, tras una pausa, preocupado por si no había sido lo bastante claro, «el infierno, pero literalmente: el infierno». Alguna vez ha pensado en cómo ha cambiado el tema de los atentados, qué imágenes tan diferentes, casi antagónicas, diría, las de Carrero Blanco y las del 11 de marzo, seguramente los dos atentados más famosos en España. Y si alguien le dijera, bueno, que todas las muertes son irreparables, pero que no se puede comparar un atentado que mató a cientos de personas –inocentes– con el realizado contra una sola persona, diría que sí, pero a ver cuántos atentados en Europa en las últimas décadas hay que hayan acabado con la segunda autoridad de un Gobierno, y su valor simbólico, etcétera. No obstante, no puede evitar contraponer aquellas imágenes posteriores al atentado de Carrero, que el profesor sustituto que les daba en la facultad Historia Contemporánea de España les pasó en un CD: un periodista con gafas, en el ampuloso español de la época, pero en un tono bastante ligero, casi desvergonzado, hablando junto al gran socavón provocado por la bomba, moviéndose con agilidad de un lugar a otro, sorteando los restos con pequeños giros, y un montón de policías y bomberos tratando de poner un poco de orden en aquel despropósito, y los fotógrafos con sus cámaras con flashes gigantes; cómo el periodista de gafas, entonces, va entrevistando a algunos ciudadanos de a pie que se encuentran apostados en los alrededores, que le responden como si estuvieran comentando un partido de fútbol. Los que se encuentran junto al que habla sonríen, seguramente porque están apareciendo por televisión, sorprendidos, nerviosos, orgullosos; y un entrevistado grandullón declarando que «estaba en la cama cuando escuché la explosión», y, de repente, suelta «mire, todavía llevo el pijama puesto», y cómo muestra a la cámara el pijama de seda bajo los pantalones de pana –para regocijo de los que le circundan, incluido un policía–, y el periodista de gafas, en lugar de reconvenirle, por romper la solemnidad que exige lo trágico de la situación con asuntos de pijama, en lugar de interrumpir, avergonzado, la grabación, en lugar de pedirle «un poco de respeto, señor, estamos ante un hecho muy grave» o algo por el estilo, en lugar de todo ello, cómo confirma «efectivamente, el señor lleva el pijama puesto». La gente que aparece en las imágenes, en general, sin rastro de tristeza, sin sentido de la tragedia, pero –diría– no por motivos políticos, sino por la falta de una forma ensayada de reaccionar ante una situación de esa índole. Visto desde hoy, un sketch, una parodia, tal vez incluso condenable por ofensa a las víctimas; por lo menos, piensa para sus adentros.

    Ni punto de comparación con las imágenes posteriores a los atentados del 11 de marzo. Como si un país hubiese aprendido cómo reaccionar tras un atentado, bien asimilado ya el semblante serio, severo, casi trascendental que había que mostrar ante las cámaras; bien aprendidos los movimientos pausados de los cuerpos, los pasos lentos y enfáticos; bien aprendidas las palabras enjundiosas que han de emplearse, «estos asesinos no doblegarán el Estado de derecho», etcétera. Ese momento en que un país aprende la representación milimétricamente, después de innumerables muertos (sobre la mesa), consecuencia de convertirse en una democracia homologada, piensa.

    A él lo pilló en un autobús camino de Vitoria. Le tocó un hombre grande de unos cuarenta años al lado, del Goierri, por la manera de hablar y por lo que pudo deducir de sus conversaciones telefónicas, que seguro participaba en uno, o quizás en dos, de los cientos de instituciones, asociaciones, grupos y grupúsculos que trabajan a favor del euskera. Las palabras que empleaba, «certificado», «gestión», «labor», delataban no solo su origen, sino también su mentalidad. Desde que ha comenzado a trabajar en la biblioteca reconoce perfectamente a la gente de ese pelaje. Diría que es capaz de identificar a un activista, es decir, a un miembro de la cultura vasca con solo verlo en cuanto cruza por la puerta.

    Total, que estaban llegando a Andoain, él sin prestar atención a la cháchara ya bastante fastidiosa de su compañero de asiento, cuando el vascófilo cuelga el teléfono y dice «un atentado en Madrid, con muchos muertos» o «han puesto bombas en trenes en Madrid, al menos cuarenta muertos» o algo por el estilo, no mirándole a él, sino hacia adelante, más allá del respaldo del asiento delantero, con los ojos abiertos como platos. Aunque no se había dirigido a él, sintió la obligación de decir algo, puesto que había sido el único en oír lo que había dicho el tío.

    –¿eta?

    –Eso dicen. Pero no puede ser.

    Y ya sí, girado hacia él.

    –¿Cuarenta muertos? ¿eta?

    «No, qué va», pensó para sus adentros, enojado. En ese momento lo que menos deseaba era mantener una discusión política con un desconocido, por lo que permaneció callado. No quería recordarle todas las burradas perpetradas por eta a lo largo de su historia y, ni que decir tiene, en los últimos años. Por no mencionar, más concretamente, Hipercor –sí, un montaje policial, todo lo que quieras–, el cuartel de Zaragoza y, más recientemente, las furgonetas cargadas con bombas que trataron de hacer estallar en Madrid. A él, al menos, ya no lo sorprende nada. Considerando la deriva de los últimos años, su decadencia, podría creer cualquier cosa, máxime estando al mando más de uno que él conoce bien. Y, por otro lado –y esto sí que no se atrevía jamás a formularlo en voz alta–, no hay mal que por bien no venga, pensó, porque esto le daría la puntilla que pondría fin de una vez por todas a esa fatigosa cuestión. Ese fue precisamente el comentario del vascófilo.

    –De ser cierto, estamos acabados.

    Vaya, ahora «de ser cierto», pensó; por lo que tan descabellado no sería. Además, en cualquier otra circunstancia le hubiese preguntado a quién se refería con esa primera persona del plural: ¿las siete, las tres, las cuatro, las seis o incluso, como propone algún supuesto historiador, las ocho provincias vascas?

    –Pues sí, va a caer una tremenda.

    Porque también era consciente de que la cosa no saldría gratis en absoluto.

    Al cruzar la calle y subir la cuesta, enseguida advierte que la entrada principal no está por ahí. Al comienzo de la pendiente existe una puerta grande, pero se da cuenta de que es un «Acceso restringido a personal autorizado». Más arriba ve unos puestos de venta de libros de segunda mano, y en ese momento recuerda que las casetas se encuentran al otro lado de la entrada principal. De todas maneras, estimando que tiene tiempo de sobra, no cambia de dirección y se dirige a echarles un vistazo a los libros.

    En San Sebastián siempre ha echado de menos poder comprar libros de segunda mano. A falta de librerías de libros usados –salvo alguna que otra dedicada a coleccionistas–, quien quiere un libro está condenado a comprarse una edición nueva, de un precio bastante elevado, en el mejor de los casos; en el peor, está ya agotado y, a causa de la cicatera política editorial, sin esperanzas de ser reeditado. Por si fuera poco, con la política de las megatiendas casi no tienes más remedio que comprar los libros en las cuadriculadas, repetitivas y anodinas tiendas del eusko-emporio. Una vez que la librería Ramos cayó bajo sus redes, Hontza y Lagun son prácticamente la única alternativa, y él siempre va a esta última.

    De entre el caos de libros, rescata un ejemplar bastante nuevo –de los 90– de Zumalacárregui, de Pérez Galdós, ve que está a tres euros y se dirige al vendedor. Un tipo larguirucho con una chaqueta gastada de mahón; se nota que acaba de afeitarse, pero, aun así, una marcada sombra asoma a mitad de la mandíbula. Coge el libro, mira la portada y la contraportada, y le lanza una sonrisa.

    –¿Qué, del norte?

    –Más o menos, de San Sebastián.

    –Anda, qué bonito San Sebastián. La Concha, los pintxos

    La pregunta le ha hecho gracia. Más que la pregunta, el prejuicio que encierra, esto es, que solo la gente «del norte» puede sentir interés por Zumalacárregui o el carlismo, aunque el autor del libro sea un clásico español, y del sur. Pero la cuestión es que ha acertado el buquinista y, bien mirado, a él también le resulta difícil pensar que un libro con ese título pueda suscitar interés fuera del País Vasco. ¿El madrileño de a pie, el valenciano, el cacereño, el jienense o incluso el logroñés de a pie conocerán a Zumalacárregui y sus aventuras? No lo cree.

    El buquinista comienza a hablarle de los Episodios nacionales. Paradojas de la literatura, dice, desde el punto de vista nacional los primeros son mucho más hermosos, la Guerra de Independencia y otras varias victorias, el Trienio Liberal, pero literariamente son mejores los últimos, en los que España pasa de la crisis al desastre; «y ahí seguimos», añade con una sonrisa. Que la literatura bebe mejor de la desgracia que de la dicha. Que el propio Galdós se hundió en el mayor de los pesimismos a finales del siglo xix, lo cual se adivina fácilmente a partir de la tercera serie. A él, quizás por reforzar su carácter de historiador, le resulta dudosa esa lectura del siglo xix español, pero no tiene ganas de contradecir al hombre y alargar la conversación. No obstante, el buquinista aprovecha la ocasión para decirle que también tiene que estar por ahí España sin rey, el primero de la última serie, y que se espere. Sale de la caseta, se acerca a unas cajas donde se amontonan los libros y al poco extrae el ejemplar con un gesto ostentoso. Que se lo va a regalar, que ya no le interesa a nadie y que no sabe qué hacer con tanto libro, que le ha hecho ilusión toparse con un joven interesado todavía en estas cosas; los dos Episodios nacionales por tres euros.

    Le ofrece la mano el buquinista al despedirse, con gran simpatía –a la madrileña, sin ninguna ceremonia–, y al observar su rostro de tan cerca, tiene la sensación de que durante los minutos que ha permanecido en el puesto la barba le ha crecido algún milímetro.

    –Que tengas una plácida lectura.

    Continúa, por tanto, subiendo la cuesta, sin poder rehuir todavía la acometida del sol, por lo menguado de la sombra de los árboles. A la derecha, un elegante edificio, seguramente un ministerio, y cuando llega a la rotonda de arriba duda si continuar el camino y entrar o no en el Prado. Aunque, finalmente, figurándose que en el museo no hallará ninguna tranquilidad, sigue hacia el Jardín Botánico.

    La entrada le parece barata, pero, aun así, se lamenta por haberse dejado el carnet universitario en casa. Siempre le pasa lo mismo, por no cargar demasiado la cartera las tarjetas que solo usa ocasionalmente (las de las gasolineras, las de fidelización y otras cuantas) las guarda en una cajita, en uno de los cajones de la mesita de noche, pero siempre se le olvida coger la correspondiente cuando la necesita. Hace ya tres años que abandonó el doctorado, pero sigue conservando la tarjeta, porque le vale igualmente para cosas así.

    Entra y, en lugar de observar las plantas del camino y su profusión, busca un rincón apartado. No lo encuentra enseguida, tiene que alejarse bastante de la entrada, porque no quiere un banco al calor del sol, ni un lugar demasiado sombrío; no descansa hasta encontrar uno protegido por las ramas de un árbol –apenas distingue un roble de un haya–, que se encuentra mitad al sol mitad a la sombra. Se acuerda de que una novela leída no hace mucho se situaba en ese jardín, pero no es capaz de recordar concretamente cuál. Atxaga o Saizarbitoria, eso seguro, porque, salvo en contadas excepciones, no lee a otro escritor en euskera, y normalmente para llevarse una decepción. Diría que no se ha publicado nada de fundamento después de Obabakoak: Los pasos incontables y poco más.

    Se sienta y abre Zumalacárregui, no con intención de iniciar a leerlo, sino para ojearlo más detenidamente. De todos modos, no puede evitar comenzar a leer el primer párrafo. «Ufano de los triunfos de Salvatierra y Alegría, en tierra alavesa, Zumalacárregui invadió la Ribera de Navarra, donde el Ebro se bebe tres ríos: Ega, Arga y Aragón». Qué

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