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En manos del viento
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Libro electrónico168 páginas2 horas

En manos del viento

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Mikela dejará atrás súbitamente su infancia en el caserío en el momento en el que su madre viuda la lleva a la casa de los Repáraz, una familia acomodada de Alsasua, a cuyo servicio entrará la niña, de apenas trece años. Así lo han hecho antes sus hermanas mayores, y ahora le toca a ella aligerar la mesa de la casa por turno y, de paso, ejercitarse en un oficio que quizá le sea de utilidad más adelante.
Aún vivo el rescoldo de la guerra civil, en casa de los Repáraz Mikela conocerá la vida de la gente pudiente, pero también el reverso de la moneda, porque corren malos tiempos para los perdedores…
Deberá dominar la nostalgia de su familia, embridar los recuerdos y, al mismo tiempo, abrir su corazón adolescente a la nueva vida que comienza a mostrársele.
Aprenderá en su propia carne que es inútil esforzarse por permanecer al resguardo de todos los vientos; en cualquier momento, por cualquier resquicio, se colará una ráfaga imprevista que la transportará o lo desconocido. Solo quien permanece alerta podrá zafarse del vendaval.
Una educación sentimental tan dura como necesaria.
IdiomaEspañol
EditorialAlberdania
Fecha de lanzamiento1 oct 2023
ISBN9788498688092
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    En manos del viento - Amaia Telleria

    I

    Los días que siguieron a aquella muerte condicionaron notablemente el futuro de la familia Goiburu y, entre todos ellos, especialmente el de Mikela. Porque la muchacha habría de crecer sin conocer a su padre, sin disponer siquiera de una fotografía de él, condenada a olvidar su rostro.

    Cuentan que el sacerdote celebró vestido de negro el funeral por José Ángel Goiburu, tal como correspondía a un entierro de segunda; ¿qué otra cosa podía esperarse para un aldeano pobre como él? Hacía frío aquella mañana de otoño: se percibía en el temblor de quienes querían calentarse las manos entre sus piernas, en el aliento de quienes suspiraban intentando reprimir las lágrimas. No por eso quedaron las sillas vacías; las mujeres delante, los hombres detrás, las filas estaban completas a uno y otro lado. Nadie quería quedarse sin ofrecer sus condolencias a Lucía, la viuda, y a Bonipaxi, la madre del difunto José Ángel.

    Las pálidas caras de la primera fila, con la punta de la nariz enrojecida, miraban al cura, que sacudía sus manos arriba y abajo. Allí estaban, con la mirada como perdida, Bonipaxi, Lucía y los seis hijos e hijas mayores. A su lado estarían también, de vuelta del cementerio, los que se habían ocupado del enterramiento, con los bajos del pantalón llenos de barro y las camisas sudadas. Sin embargo, la mayor frialdad que podía sentirse en aquel lugar era la de Lucía: parecía que la cencellada que cubría el entorno de la iglesia había invadido su cuerpo, envuelto en un velo invisible. Con sus manos ásperas debido al trabajo del caserío apretadas contra el pecho, dicen que parecía un alma en pena. Pero no es el trabajo lo que destruye a una persona, sino la desgracia, y eso es algo que aceptaría cualquiera que hubiera visto la fuerza de Lucía una semana antes. Se habían apagado todas sus ansias y el lustre de su piel. Al menos, era así como se había imaginado Mikela aquella escena que había hilvanado a base de los relatos familiares.

    Y es que no era para menos. No se mencionaría otra cosa entre los que habían acudido al funeral, más que para dar el pésame a la familia, para enterarse de las últimas novedades del pueblo. Con el cuello erguido y las manos unidas en el pecho, convencidos de ser unos perfectos cristianos: «con cuarenta y nueve años, pobre», «pobre Lucía, menuda desgracia le ha caído encima», «después de haber perdido dos hijos recién nacidos, además», «dicen que ha sido por una apendicitis, ¡y don Joaquín a su lado, incapaz de adivinar lo que le pasaba!», «¿y qué va a pasar ahora con el caserío?».

    Pero Lucía no oía las voces de aquel coro. Aunque quienes la rodeaban la veían sentada en aquel banco de madera, su mente estaba en la cocina de Iruinbarrena, mirando el rostro sin malicia de su hija pequeña, que no había ido al funeral.

    Mikela preguntaba cuándo iba a despertarse el padre, su querido padre, el que solía llevarla a hombros a conocer los diferentes tipos de manzanas que tenían en el prado de Lertxundi.

    La víspera salió de casa a cenar con otros miembros de la Hermandad, tras jurar que volvería después de haber comprado un caballo del color de los ojos de Mikela. Le prometió que le traería el más hermoso semental, pero quién podría hacer comprender a una niña de cuatro años que, además de quedarse sin caballo, su padre no había vuelto con vida.

    Con más claridad que al cura que tenía delante, Lucía veía a su pequeña con una gota caliente que se le deslizaba rodilla abajo. Le costaba reprimir las lágrimas, pero arrugó su frente y siguió con la cabeza erguida, mirando al san Miguel del retablo; se hallaba en medio de las columnas pintadas de color dorado, con el demonio vencido bajo sus pies. La brillante espada imponía tanto respeto como la armadura y las alas gloriosas. Lucía estrechó sus manos, como hacía siempre que se angustiaba; ¡ojalá que san Miguel protegiera a José Ángel allá arriba!

    Tenía además una preocupación a la que no se atrevía a dar forma: no faltaba quien quisiera hacerse dueño de las tierras que José Ángel compró junto a su padre. Ella tenía ocho hijos e hijas que sacar adelante; era la experiencia la que enseñaba cómo lidiar con el futuro.

    II

    La casa de los Repáraz podía parecer un castillo comparada con la de Iruinbarrena. Tras la reja metálica que comenzaba a invadir el musgo, el camino zigzagueaba hacia un imponente edificio con un amplio jardín a ambos lados. Frente al seto podado en forma de cuadrado, hileras de rosas bien cuidadas.

    –¿Es esta? –preguntó Mikela a su madre, tragando saliva.

    Lucía asintió, mientras empujaba la puerta. Madre e hija recorrieron el camino mirando al letrero que decía: «Fonda de Vicente Repáraz». Ya para entonces estaba cerrada, pero en cierta época tenía mucha fama. Según le contaron sus hermanas a Mikela, en aquel sitio había vivido gente muy importante.

    Mikela no tuvo ninguna duda cuando reparó en el entorno: era un lugar que te cortaba la respiración. Las hortensias pegadas a la casa, agrupadas en un estrecho macizo, estaban en flor, pero el protagonista era un árbol frondoso similar a un castaño, tan alto como la terraza de la casa. Con solo mirar el tronco y las hojas, la muchacha era capaz de reconocer todos los árboles de la zona de Iruinbarrena, pero nunca había visto ninguno como aquel.

    Al caminar, se ciñó con una mano la tela del vestido. Ya entonces Mikela era una mujercita de trece años que empezaba a desarrollarse, con sus sentimientos a flor de piel. Sin embargo, su cuerpo era el de una niña, con pechos más pequeños y caderas más estrechas de lo que ella hubiera querido.

    Madre e hija se detuvieron en la puerta de entrada, con el bolso colgando del brazo y la cabeza erguida. Allí las estaba esperando la mujer, elegantemente ataviada, si bien decían que era bastante tosca: doña Nieves Zanguitu, viuda de Vicente Repáraz.

    Costaba apartar la mirada de su mano robusta, que sujetaba con fuerza la de su nieta pequeña, a punto de reventar la manita de la niña con su zarpa. Sobre su nariz aguileña, dos ojos negros rodeados de arrugas contemplaban a las recién llegadas.

    Bajo el sol de junio, con aquellos ojos de águila que la escrutaban, a Mikela el vestido se le pegaba a la piel. Aquella fiera iba a saltarle encima en cualquier momento. Cuando su madre posó una mano sobre el hombro de su hija, un escalofrío agitó el cuerpo de la joven, como si las garras del ave rapaz la hubieran aferrado. Tras el susto, respiró profundamente. Ras-ras, le vino a la memoria el sonido de la colada, que le ponía verdadera carne de gallina. «Lucía, Lucía, a una viuda sin caserío no le queda más remedio que lavar ropa ajena, y las aguas del Idiazábal son muy frías». Cerró los ojos al recordar lo que el vicario respondió a su madre cuando acudió a él para pedirle consejo. El águila, la colada. La colada, el águila.

    «Una viuda llena de hijos ya tiene girando a su alrededor bastantes buitres, que la pisarían y, si pudieran, se la comerían», se dijo Mikela; «yo no seré un estorbo. La casa es hermosa; la gente, importante; aprenderé mucho junto a ellos, y puede que hasta haga algún amigo».

    Tendría que quedarse allí, aunque habría preferido continuar en el caserío con sus hermanos. De poder elegir, habría optado por ir a la alhóndiga a comprar vino, y alimentar así la pizca de ilusión que le hacía ver a Andrés, el de Beheko-etxe. Un ruido de zapatos de tacón rompió el silencio cuando la hija de doña Nieves, Elvira Repáraz Zanguitu, apareció remangándose el vestido con una mano. A Mikela le pareció la mujer más distinguida que en su vida había visto. Quizá no era guapa, pero sí elegante. Llevaba el pelo oscuro, que le llegaba hasta los hombros, peinado hacia un lado, bien cardado en lo alto y con bucles que le caían hacia la espalda. La piel de su rostro parecía aclarada con polvos de arroz, y hasta aquella nariz encorvada heredada de su madre quedaba elegante en su cara.

    –Buenos días. ¿Les apetece un café? –se les acercó saludando con la mano, y Lucía negó con la cabeza, como disculpándose–. Cuidaremos bien de su hija. No se apure.

    Lucía le dio las gracias, sabedora de que así sería: no en vano había enviado allí seis hijas. Mikela miró a su madre, al tiempo que tragaba saliva: tenía cara de cansada, pero, cuando empezó a hablar, emanaba de ella una especie de vigor.

    –Cuando llegue la época de la manzana, vendré dos veces a la semana. Mientras tanto, ya sabes: si necesitas algo, habla con el lechero –estiró el dedo índice–: Recuerda, vayas donde vayas, ten siempre las manos limpias.

    Mikela asintió con un gesto, mientras miraba la blanca fachada. ¿Cómo iba a atreverse a robar en un sitio como aquel?

    Cuando vio los motivos con forma de corazón que adornaban la negra barandilla, le vino a la mente la madera gastada de las ventanas de su casa. La semana pasada, sin ir más lejos, le extrajo a Vivi una astilla que se le había clavado en un dedo.

    Por su edad podría ser su hermana pequeña, pero era su sobrina. Mikela tenía poco más de siete años cuando su hermana Julia se casó y fue madre; y a vivir con ellos en Iruinbarrena se fueron Salustiano, el marido ceraindarra de su hermana, y la niña. Si acaso Mikela había tenido alguna infancia, ahí se acabó la cosa.

    Con el pensamiento perdido en la gente de casa, las palabras le salieron precipitadamente:

    –Cuida bien de Vivi y de Sofía, mamá, y avísame cuando Julia tenga el bebé.

    Querría haberle dicho que no dejara a Salustiano elegir el nombre, que le pondría alguno enrevesado. Habría querido decirle que la iba a echar en falta. Y que la nueva situación, por encima de todo, le daba miedo. Que se quedara con ella. Cuando las lágrimas empezaron a aflorar a sus ojos, su madre la agarró del brazo y, en esa cercanía, ella repasó su rostro, como si temiera olvidar sus rasgos. Una piel madurada por el sol; una nariz que acababa en punta; unos ojos negros que le daban vitalidad.

    –Todos vamos a estar bien, Mikela. Para cuando nos demos cuenta, volveremos a estar juntas.

    Se dieron un fuerte abrazo que no se volvería a repetir en mucho tiempo, y Lucía recogió la cesta del suelo, para volver al mercado. Hasta que no vio desaparecer el largo vestido negro de su madre por la cerca del jardín, no volvió junto a las Repáraz. Elvira la miraba fijamente, quieta al pie de la escalera. Al pajarillo le había llegado la hora de emprender su primer vuelo.

    Procuró hablar lo menos posible mientras le mostraban la casa, y es que se le hacía difícil tener que hablar en castellano. Construía las frases con dificultad, con lo poco que había aprendido oyéndolo en el pueblo. Su madre le decía que, si quería llegar a ser alguien, tenía que aprender aquella lengua.

    Elvira, por el contrario, hablaba por los codos contando toda la historia de la casa, con su hija en brazos, pero a Mikela le costaba seguir el hilo. A duras penas entendió que había llegado un día de celebración, el cumpleaños del marido de Elvira: Severiano Larumbe, el famoso gerente de la fundición. Había oído a sus hermanas hablar de él muchas veces, y le inspiraba mucho respeto a Mikela; solo oír mencionarlo le ponía la carne de gallina.

    La entrada de mármol era idónea para un edificio como aquel; solo la imponente escalera de madera negra desbarataba la gama de colores. Por ella subió Mikela hasta su habitación.

    Iba a dormir sola por primera vez en su vida. La cama no era muy grande, pero tenía al lado una mesilla de noche. Por la ventana entraba luz a raudales. Desde ella se veía el enorme árbol del jardín, con sus hojas danzando con el viento. No, no estaba sola; aquel sería su compañero para los rezos de la noche.

    Continuó la visita de la casa con la boca abierta: la fonda de Vicente Repáraz no había perdido nada de su encanto cuando la cerraron. Sin embargo, cuando llegaron al comedor se quedó asombrada. Entrarían allí más

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