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El reflejo de la tibieza
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El reflejo de la tibieza
Libro electrónico142 páginas2 horas

El reflejo de la tibieza

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Información de este libro electrónico

Ane y Xabi forman una pareja común, con una vida completamente normal. Ambos son amigos íntimos de Elene, y los tres juntos van de vacaciones a Portugal. Un año después de ese viaje, nada será igual. Ane cuestiona las decisiones que ha tomado a lo largo de su vida. Una por una. Son dudas que nunca antes había sentido. Dudas que llegan al punto de cuestionar su propia identidad, tanto la que muestra ante los demás como ante sí misma.
A modo de contrapunto, Elene es un espejo para Ane. Es el reflejo de la vida que Ane siempre ha querido vivir. Ane y Elena se buscan la una a la otra, pero más aún buscan su ser más profundo. Y esa búsqueda no dejará nada intacto: el cuerpo, el género, la intimidad, los roles, las relaciones, el amor, la construcción de la identidad, en definitiva.
Se trata, en definitiva, de una novela sobre las relaciones interpersonales, la forma en que se plantean, se mantienen y se destruyen o se transforman.
IdiomaEspañol
EditorialAlberdania
Fecha de lanzamiento1 oct 2023
ISBN9788498688214
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    El reflejo de la tibieza - Goizane Aizpurua

    VERANO

    Toda sociedad es un espejo,

    pero la mirada que se dirige al espejo es siempre la de cada uno.

    Lo que ve la propia mirada

    es siempre uno mismo, incluso cuando no ve

    más que miedos.

    Oier Guillan, Mr Señora

    Y se nos acumulan los amaneceres, los atardeceres, las anochecidas y las noches. El aroma de las noches de verano y los gritos lejanos de los niños. Arena en el suelo de casa, en las alfombras, en la bañera, entre los dedos de los pies y en las sábanas frescas.

    Se nos acumulan las interminables horas en que, mirando al cielo, dibujábamos constelaciones. Noches ebrias empapadas en vino, sobremesa de color naranja, sal en los labios.

    Se nos acumulan las ocho de la mañana a 20 grados, los cuerpos calientes a 36 y las noches que no bajan de los 17.

    Y se nos acumula el olor de las flores de las huertas, y la nostalgia de las flores del funeral de alguien que no nos importa.

    Se nos acumulan las olas, las ondas y la espuma. Bateles, traineras, ballenas y arpones.

    Se nos acumulan cabellos despeinados que desprenden gotas, cuerpos perfectos y pieles bicromáticas en los claroscuros.

    Se nos acumulan deseos sexuales, sábanas arrugadas, siluetas inolvidables, rodillas amoratadas y el aliento en la garganta. El azúcar pegajoso de los helados en las manos, la espuma de las cervezas en el bigote y la aspereza de la ginebra garganta abajo.

    Se nos acumulan en los poros los conciertos de música, la piel de gallina en los brazos, los saltos en los pies y el sudor en las axilas.

    Se nos acumulan las vistas miopes de la siesta de sobremesa, cafés helados y muslos humedecidos.

    Se nos acumulan los remos, el salitre, el chirrido del estrobo, las salpicaduras y las medusas. El verdín, el fango, las conchas de ostra y las rocas.

    Se nos acumulan el olor de los baños vespertinos en el río, los saltos desde el puente y las escaleras metálicas bajo nuestros pies.

    Se nos acumulan los cantos rodados, los tamarices sobre los chinchorros, las palmeras y las mesas de madera. La hierba alta, los sanjuanes, el fuego y el hollín.

    Se nos acumulan los prados, los bailes sueltos, los barrios y las romerías. Las ermitas, las campanas, las costumbres, las sogas y las alpargatas.

    Se nos acumulan las anclas en los talones, las amarras en las muñecas, los timones en la espalda y las chalupas bajo el trasero.

    Se nos acumulan las ramas entre las uñas, las espinas en el corazón, las zarzas en la garganta, los pétalos en los párpados, helechos en las orejas y el polen entre los dientes.

    Se nos acumulan las ganas, las vergüenzas, los juegos, los inviernos, las pasiones, las dudas, los otoños, los miedos, los sueños, la madurez, los veranos, las decisiones, los idiomas, las arrugas y las primaveras.

    Se nos acumulan las urgencias de huir a cualquier otro sitio.

    ESA MARCA BLANCA EN EL DEDO

    Me dices que el océano es muy grande, y que no entre a bañarme así como así. Al parecer, tienes miedo a las olas.

    Sacudo los restos de arena de la toalla con tres o cuatro golpes con los dedos, y me pongo boca arriba apoyada en los codos. En el anonimato de las gafas de sol, vuelvo a recorrer tu cuerpo de arriba abajo. Un cuerpo enrojecido y seco, sediento de agua salada. Igual que ayer noche, me parece que no tienes más que curvas. Solo curvas, desde el brillo de tu espalda a la redondez de tus senos. Esos pechos semibronceados que has dejado al descubierto gracias al desparpajo que te dan las playas desconocidas. Los pezones, oscuros, justo en el centro, en contraste con la piel blanca, ni grandes ni pequeños, proporcionados en relación al tamaño del seno.

    También el ombligo lo tienes redondo. Situado en pleno centro entre tu vientre y tus caderas arqueadas. Más abajo, la pieza huérfana del bikini. A punto de acabar el verano, ha perdido la poca elasticidad que tenía en mayo. El cordón izquierdo se te ha deslizado un poco, y tienes a la vista el acceso hacia la entrepierna, casi transparente. Sigo el itinerario hacia abajo, hasta tus dos espléndidos muslos. Dos robustos pedazos de carne que muestran de forma aún más patente el color moreno de todo tu cuerpo.

    Escondes los pies bajo la arena templada. Asciendo directamente, sin detenerme. También tú llevas las gafas puestas. ¿Adónde estarás mirando? Esa cicatriz bajo el mentón, ¿qué esconde? ¿Algún accidente de la infancia, o la mala resaca de alguna borrachera? Tengo calor, me voy al agua. Te pones la pieza superior del bikini y te diriges a la orilla. Frente a esas olas que hace unos pocos minutos te daban miedo.

    Me pongo boca abajo. Me quito las gafas y cierro los ojos. En mis retinas aparece tu cuerpo, como si estuviera grabado allí. Giro la cabeza y abro los ojos, y ahora recorro ese otro cuerpo que tengo al lado. Este es más claro, como si el verano no hubiera transitado por su piel. En los músculos se le notan las horas de piscina. Tiene los codos hincados en la toalla, y destaca brillante la anatomía de sus brazos. El bañador le tapa casi hasta las corvas, y las piernas velludas aparecen tímidas por debajo. Ahora me resulta un cuerpo desconocido. No lo reconozco. No tengo conciencia de que mis labios lo hayan besado de arriba abajo. Tiene algo distinto.

    Suspiro, y me tumbo boca arriba. Entonces te veo volver del agua. Es tuyo, es tuyo ese cuerpo que ahora reconozco. Ese que, desde la noche de ayer, conozco milímetro a milímetro. ¡Está muy buena, qué fresca me he quedado! No hay nada mejor para quitarse la resaca, me dices, despreocupada. Como si en las horas anteriores y posteriores a las de anoche no hubiera pasado nada. Agitas tu pelo, salpicándolo todo. Las gotas cristalinas se posan en mi piel caliente y me contraen los músculos. Los riachuelos que caen de tu pelo negro bajan rápidamente por tu piel hasta desaparecer en la arena. Y yo no puedo olvidar que ayer era mi lengua la que mojaba tu piel de arriba abajo.

    Desde ayer por la noche, me he repetido una y otra vez que tenía que haberle dicho que no a Xabi, cuando a principios de mes organizamos las vacaciones. Cuando volvimos de tomarnos unos vinos, no pude quitarle aquella idea de la cabeza; venía emperrado. Chiquita, hoy he visto a Elene bastante decaída. Ya sé que no está muy bien desde que cortó con Eider, pero pensaba que con el tiempo le daría la vuelta a la situación. ¿Qué te parece si le decimos que se venga con nosotros de vacaciones?

    ¿Qué me pareció? En aquel momento, una buena idea. ¿Hoy? Una mala decisión. A ti te alegró la invitación, y yo, la verdad, también me alegré. Porque, últimamente, nuestras vacaciones habían sido bastante aburridas. Parece que, una vez casados, todo se vuelve más soso, más pesado, más gris.

    Te echas boca arriba a la izquierda de mi toalla, y te vuelves a quitar la parte de arriba del bikini. Quizá con la ilusión de que los últimos rayos del verano igualen el tono de tus pechos bicolores. A mi izquierda, tú; a mi derecha, Xabi. En medio, yo, y mis dudas. Si la gaviota voladora mirara hacia abajo, se encontraría con una imagen igual a la de otro cualquiera: somos un trío que ha pasado de los treinta. Unidos entre sí por hilos invisibles. Los hilos que me unen con el cuerpo de la derecha son de oro, llevan el peso del firme «sí, quiero» que pronuncié frente al sacerdote. Los que me unen con el cuerpo que está a mi izquierda, en cambio, son de agua, húmedos y viscosos.

    Me tumbo boca abajo, y vuelvo a cerrar los ojos. No puedo alejar de mi mente tu imagen entre las sábanas. Empapada en sudor, te me resbalabas entre las manos. También ahora te tengo mojada a mi lado, de agua salada del océano. Las cervezas que bebiste una tras otra después de cenar te produjeron una torpe borrachera, y tuve que acompañarte dando tumbos a la habitación del hotel. Apenas podía con el peso de tu pequeño cuerpo. Sentada en la cama, te quité las chancletas y la poca ropa que llevabas encima. Fue la penúltima noche de las vacaciones, la más calurosa hasta entonces. Habías aparecido a cenar con un vestido ligero atado con un cordón. Cuando, de pie frente a ti, desaté el cordón y te quité el vestido por los hombros, me agarraste por la cintura, igual que un náufrago se aferra a un tablón solitario en medio del océano a fin de permanecer en la superficie. Te acaricié el pelo, mis dedos entre tus rizos. Miraste hacia arriba, y me di cuenta de que, de repente, se te había pasado la borrachera. El náufrago había divisado una lengua de tierra, y se sentía a salvo. Me agaché hasta que mis ojos quedaron a la altura de los tuyos. El atrayente color de ese océano que da miedo. Un color arrebatadoramente tentador para quien necesita que se lo lleve la corriente. Los labios se acercaron. Se encontraron, húmedos. Lejos de los besos cotidianos, los tuyos eran suaves. Carnosos. Húmedos. Con la presión precisa y bien situados. Llevaban impreso el rastro de aquella nueva sensación que me era, a un tiempo, conocida y desconocida.

    Nos enredamos. Nos sumergimos en el profundo océano de los ojos verdes. Saltamos a las olas de las sábanas y nos zambullimos en ellas. Me puse sobre ti, pero tú, incómoda, te pusiste en mi lugar. Con tu rodilla, me abriste las piernas, y apretaste tu muslo contra mi entrepierna. Sabías lo que hacías. Pero yo no. Te dejé, me dejé hacer, acallando mi voz interior que me reprochaba lo que estaba haciendo y me recordaba lo que debía hacer. Me contagiaste tu ebriedad a lametazos. Borracha. Con tu mano izquierda en mi entrepierna, me tapaste la boca con la derecha, enmudeciendo mi voz interna. Haciéndola callar. Me crecí. De repente, me puse sobre ti. Aferrándote entre mis piernas, me froté contra tu vientre. No eran las caricias de los últimos años en mi piel. No eran mis propios dedos sobre mi propia piel. Me buscaste entre incontrolables ímpetus de deseo. Te encontraste con mi entrepierna húmeda. Estás mojada. Te tapé la boca con un beso fogoso. Qué más necesitabas para sumergirte en mí. Rebusqué en tu cuerpo, leyendo en braille aquella anatomía siempre y nunca recorrida. Deslizándome por los blandos pliegues, te metí los dedos. Te estremeciste. Tu cavidad me acogió

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