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Mal y sufrimiento humano: Un acercamiento filosófico a un problema clásico
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Libro electrónico788 páginas15 horas

Mal y sufrimiento humano: Un acercamiento filosófico a un problema clásico

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El dolor es, ante todo, una posibilidad de develar lo íntimo, pero también lo externo. A través del sufrimiento es posible acceder a información sobre el mundo que nosotros mismos no descubriríamos de otro modo. No darle la cara al sufrimiento, buscar justificarlo, manipularlo o, en el peor de los casos, ignorarlo es un trabajo vano que nos aísla de lo que somos, y desfigura las posibilidades sinceras de nuestra existencia. No afrontar el sufrimiento es no aceptar el mundo. Este libro busca, ante todo, mostrar la pertinencia filosófica de la problemática general del Mal, con preguntas sobre su origen, naturaleza y responsabilidad. Examina además el camino de la consolación; reflexiona la posibilidad real del Mal de un modo dialéctico, y analiza la necesidad de pensar de un modo ontológico nuestro presente histórico. Para abordar esta problemática general del Mal, se debe esclarecer el rol fundamental del sufrimiento humano y orientar las consideraciones filosóficas de este en la evolución del despliegue histórico del nihilismo occidental.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 ene 2012
ISBN9789587168013
Mal y sufrimiento humano: Un acercamiento filosófico a un problema clásico

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    Mal y sufrimiento humano - Luis Fernando Cardona Suárez

    LUIS FERNANDO CARDONA SUAREZ

    MAL Y SUFRIMIENTO HUMANO

    Reservados todos los derechos

    © Pontificia Universidad Javeriana

    © Luis Fernando Cardona Suárez

    Primera edición: febrero de 2013

    Bogotá, D. C.

    ISBN: 978-958-716-585-2

    Número de ejemplares: 300

    Impreso y hecho en Colombia

    Printed and made in Colombia

    Editorial Pontificia Universidad Javeriana

    Carrera 7, n.° 37-25, oficina 1301

    Edificio Lutaima

    Teléfono: 320 8320 ext. 4752

    www.javeriana.edu.co/editorial

    Bogotá, D. C.

    Corrección de estilo

    Francisco Díaz Granados

    Montaje de cubierta

    Fredy Espitia

    Diagramación

    Fredy Espitia

    Desarrollo ePub

    Lápiz Blanco S.A.S.

    Mal y sufrimiento humano / Luis Fernando Cardona Suárez. -- 1a ed. -- Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2012. -- (Anábasis colección).

    565p.; 24 cm.

    Incluye referencias bibliográficas ([549]-565).

    ISBN: 978-958-716-585-2

    1. BIEN Y MAL. 2. SUFRIMIENTO. 3. DOLOR. 4. VIOLENCIA. 5. FILOSOFÍA. I. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Filosofía.

    CDD 111.84 ed. 21

    Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.

    ech. Octubre 01 / 2012

    Prohibida la reproducción total o parcial de este material sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

    El dolor es una de esas llaves con que abrimos las puertas no sólo de lo más íntimo, sino a la vez del mundo. Cuando nos acercamos a los puntos en los que el ser humano se muestra a la altura del dolor o superior a él logramos acceder a las fuentes de que mana su poder y al secreto que se esconde tras su dominio. ¡Dime cuál es tu relación con el dolor y te diré quién eres!

    Jünger

    Parece casi como si bajo el dominio de la voluntad, al hombre le estuviera vedada la esencia del dolor, del mismo modo como la esencia de la alegría. ¿Podrá tal vez la sobremedida de dolor traer todavía un cambio?

    Heidegger

    INTRODUCCIÓN

    La relación entre mal y sufrimiento humano ha sido una constante temática en el campo de la discusión teológica, la teodicea, la moral, las ciencias sociales, las expresiones artísticas y las diversas consideraciones terapéuticas de enfoque filosófico existencial o psicológico. Pero no ha ocupado un lugar decisivo, o por lo menos no con relativa frecuencia, en la discusión ontológica y metafísica; a menudo esta discusión ha estado más preocupada por los problemas relativos a la posibilidad de la determinación conceptual de lo que sería lo que es en cuanto tal, su naturaleza, sus relaciones con las diversas manifestaciones ónticas y en torno a la supuesta legitimidad del lenguaje para abordar el ser en general.

    Con frecuencia, se suele indicar que esta relación es algo tan obvio que no amerita una reflexión atenta a su articulación y que, por tanto, el análisis ontológico no se debe enredar en este asunto. Y en el caso de que se quiera acoger la relevancia metodológica y conceptual de este problema, se considera necesario tener presente, ante todo, que se trata de un tema más de los que normalmente aborda con frecuencia la filosofía en su largo recorrido histórico en Occidente. Por esta razón, parece que simplemente basta con realizar una historia general del problema del mal, tal como se presenta el asunto, por ejemplo, en el famoso trabajo de Billicsich¹, articulándola con los problemas más específicos asumidos por la tradición filosófica clásica, a saber, el conocimiento, la acción, la expresión, la decisión, la volición, la valoración, etc. Además, se considera que se debe tener como telón de fondo, al asumir la naturaleza de esta relación, la pregunta guía por el origen del mal, su causa y naturaleza, pues, una vez abordado este asunto, parece que puede quedar plenamente justificado el dolor en el mundo y la desmesura del sufrimiento humano. Igualmente, se afirma que, si dicha reflexión ha sido realizada de manera exhaustiva, se puede con ello contribuir a ofrecer al individuo y a la comunidad doliente una serie de estrategias más o menos adecuadas para contrarrestar su crudeza, mitigar sus consecuencias o, por lo menos, compensar su inevitable presencia.

    Si bien solemos vincular de manera más o menos inmediata mal y sufrimiento, lo cierto es que dicha vinculación no está exenta de dificultades. Es un lugar bastante común relacionar mal y sufrimiento de modo causal. Desde esta perspectiva, el sufrimiento sería entonces una mera consecuencia o efecto directo o indirecto de un cierto mal previamente dado o configurado. Por ejemplo, en algunas concepciones teológicas morales que buscan comprender los acontecimientos y sucesos humanos el dolor y el sufrimiento son asumidos aquí como el efecto inmediato de una condición originaria de mal, pecado o desobediencia de un mandato divino. Igualmente sucede en aquellas perspectivas teóricas, más o menos secularizadas y muy frecuentes en los debates contemporáneos sobre la salud y la justicia social, que consideran que nuestros padecimientos psicosomáticos, dolores en general o sufrimientos sociales, vitales o existenciales son realmente efectos de un desorden más hondo y esencial, esto es, de una ruptura consciente o inconsciente, individual o colectiva, terrenal o simplemente cósmica, de un cierto equilibrio en sí mismo retenedor. En este contexto, parece ser que esta ruptura se ancla en nuestra propia existencia en sí misma efímera, en cuanto expresión directa o indirecta de nuestra inevitable miseria².

    Así, cuando asistimos a una valoración médica a causa de una dolencia determinada, después de múltiples exámenes detallados tras la búsqueda de las causas más inmediatas e incluso remotas, se suele señalar que, en última instancia, todos nuestros males se deben a un supuesto desorden o desequilibrio en nuestro régimen de vida, expresado en malas prácticas nutricionales, de postura corporal o ambiente social o del entorno, que lesionan de manera significativa nuestra precaria calidad de vida. Y en los análisis de coyuntura social y política, tan frecuentes en nuestro mundo académico, publicitario y mediático, después del diagnóstico pormenorizado de las posibles causas económicas, sociales y políticas que han dado origen a las situaciones de deterioro de nuestra actual forma de vida, se suele también señalar que todos estos males que hoy nos aquejan tienen realmente su causa en un desorden más estructural, de tipo cultural, social o antropológico, que enmarca el surgimiento histórico de lo que hoy nos aflige.

    Como podemos ver, en todos estos ejemplos la estrategia de comprensión es sencillamente la misma: lo que se nos presenta hoy como dolor y sufrimiento se asume, en última instancia, como expresión de un efecto directo de un mal más profundo que lo explica, legitima, justifica, engloba o, simplemente, enmarca. Es decir, el sufrimiento humano es aquí subsumido y comprendido discursivamente en el contexto más amplio de la problemática general del mal: su justificación. Debemos tener aquí presente que la pregunta por la justificación del mal se encuentra, en este contexto, emparentada originariamente con la pregunta ontoteológica por el origen del mal, unde malum? ³Este es el problema que se ha asumido normalmente bajo el título genérico de teodicea. Si bien parece ser que, a primera vista, un rasgo distintivo de nuestra época contemporánea es el abandono expreso de la temática general de la teodicea, que ya antes en la modernidad clásica había alcanzado su máximo esplendor, podemos, empero, corroborar, tal como lo sugiere Odo Marquard⁴, que antes de haberse agotado esta estrategia discursiva de justificación y legitimación de la presencia del mal en el mundo y de la desproporción desmesura del sufrimiento humano, lo cierto es que dicha temática se ha renovado más bien a lo largo del siglo XX y de lo llevado del XXI, en diferentes y variadas formas encubiertas, más o menos secularizadas. En esta renovación, la pregunta apremiante por las posibilidades de justificación del dolor y del sufrimiento permanece aún abierta, aunque su formulación sea variopinta.

    La temática de la teodicea, antes que acabarse, se ha encubierto hoy bajo diferentes ropajes. Por ejemplo, los aportados por la filosofía de la historia, tanto de origen idealista como materialista; los provenientes de las diversas formas de antropología filosófica, ya sea de procedencia fenomenológica, hermenéutica o existencial; los derivadas de la filosofía de la cultura que buscan asumir la llamada decadencia de Occidente o sus formas menos agonistas de crisis de la cultura capitalista, del modelo neoliberal de desarrollo, de los valores del humanismo, de las formas deseables de la vida buena compartida en comunidad, del espíritu de la democracia y de sus posibilidades de ampliación a las diversas esferas de la convivencia, etc.; o los originados en cosmovisiones mítico-religiosas, ya sean originariamente heredadas por la tradición o simplemente asumidas de un modo acrítico y artificial gracias a la globalización de la información y de los sentidos de vida compartidos históricamente, que pregonan por doquier la inevitable proyección de una cierta consumación apocalíptica, de un desorden cósmico o de una extinción epocal. En estas diversas estrategias discursivas el dolor del mundo y el sufrimiento humano se convierten en un pseudofenómeno de algo más desolador y fundamental. Es decir, antes de plantarle cara al sufrimiento, le damos la espalda.

    Aunque busquemos esquivarlo, por medio de múltiples posibilidades de su funcionalización, instrumentalización o simple justificación, el sufrimiento nos acecha, arremete o confunde, con más frecuencia de lo que creemos. Su inevitable presencia es asumida de múltiples modos, que van desde el aislamiento, la desesperación individual y colectiva hasta la protesta y denuncia por su inequidad e injustica. En este sentido, la presencia del sufrimiento en nuestro mundo se ha vuelto tan impopular como provocadora, pues nos revela una condición estructural de este mundo que ya no podemos pasar por alto por más tiempo, aunque asumirla implique, en efecto, caer en la desconfianza, en el desconsuelo y en la tentación de la blasfemia. Es decir, el sufrimiento nos dice del mundo algo que nosotros mismos no descubriríamos de otro modo. Por esta razón, podemos decir, siguiendo en este punto a Jünger:

    El dolor es una de esas llaves con que abrimos las puertas no solo de lo más íntimo, sino a la vez del mundo. Cuando nos acercamos a los puntos en el que el ser humano se muestra a la altura del dolor o superior a él logramos acceder a las fuentes de que mana su poder y al secreto que se esconde tras su dominio. ¡Dime cuál es tu relación con el dolor y te diré quién eres!

    Pero aunque esta posibilidad de apertura nos esté dada, lo cierto es que hoy pasamos de largo no solo ante nuestro propio sufrimiento, sino sobre todo ante el de los demás. Parece ser que la llave se nos ha refundido en medio de las seguridades habitualmente ofrecidas en la sociedad del control, la técnica y el confort; vivimos como si no contáramos ya con el acceso adecuado a lo más íntimo y al propio mundo. En este sentido, podemos decir que, al darle la espalda al sufrimiento, tratando de justificarlo, de manipularlo o, simplemente, de no escucharlo, no solo emprendemos un esfuerzo inane, sino ante todo nos aislamos de lo que nosotros mismos somos, y falseamos con ello las verdaderas posibilidades de nuestra existencia y mundo social. Darle la espalda al sufrimiento es sencillamente darle la espalda al mundo y, pese a esto, querer salir victorioso. Bajo ninguna circunstancia esto puede ser considerado como una tarea digna para nuestra condición humana.

    Plantarle cara al sufrimiento no implica, empero, hundirnos en el espectáculo de las catástrofes que hoy abunda con desproporción como noticia e información. Aunque no podemos desconocer el papel que han jugado la prensa, la fotografía, la televisión y el cine en la configuración de nuestra actual conciencia de lo que sucede en el mundo, esto no quiere decir que nos encontremos hoy más abiertos al mundo mismo. Sin duda, la forma como asumimos hoy el dolor se encuentra labrada por los logros científico-técnicos desplegados en la modernidad. Por esta razón, la presencia del sufrimiento y el dolor revelan la ambigüedad estructural de nuestros tiempos modernos: todo es presencia, pero distancia asegurada. Es más, la presencia se ha convertido hoy en espectáculo y el lugar de la miseria humana, un atractivo para empresas de turismo:

    Ser espectador de calamidades que tienen lugar en otro país es una experiencia intrínseca de la modernidad, la ofrenda acumulativa de más de siglo y medio de actividad de esos turistas especializados y profesionales llamados periodistas. Las guerras son ahora también las vistas y sonidos de las salas de estar. La información de lo que está sucediendo en otra parte, llamada noticias, destaca los conflictos y la violencia —si hay sangre, va en cabeza, reza la vetusta directriz de la prensa sensacionalista y de los programas de noticias que emiten titulares las veinticuatro horas— a los que se responde con indignación, compasión, excitación o aprobación, mientras cada miseria se exhibe ante la vista⁶.

    Pero, más allá del espectáculo, el dolor es el único criterio que promete informaciones ciertas⁷, pues delata la impronta de una negatividad que asola al mundo y nos deja sin respuestas. En momentos de dolor inmenso o de sufrimiento desgarrador, tan solo atinamos a balbucir un simple ¿por qué? Como anota Remedios Ávila, el sufrimiento humano es el verdadero límite de la comprensión⁸. Recordemos que el movimiento exigido en la comprensión, más allá de la explicación lineal, determinista y causal, es de doble dirección: de aproximación y de distancia. La pretensión científica de querer comprenderlo todo encuentra aquí su verdadero límite, pues parece que ese todo siempre nos está vedado cuando intentamos abordar el dolor y el sufrimiento.

    Teniendo como telón de fondo los acontecimientos desgarradores de los campos de concentración, Primo Levi llama la atención sobre la posible inmoralidad de querer comprenderlo todo, pues "quizás no se pueda comprender todo lo que sucedió, o no se deba comprender, porque comprender casi es justificar"⁹. Pero esto no quiere decir que frente al dolor el único espacio que nos quede sea el silencio o hundirnos en un relativismo valorativo, donde se diluye la diferencia ontológica entre bien y mal, justicia e injustica, sano y enfermo. Pero no solo no podemos comprenderlo todo, sino que el mismo dolor fractura nuestras posibilidades abiertas de comprender el mundo, pues, como señala Hannah Arendt: El dolor es el único sentido interno encontrado por la introspección que puede rivalizar independientemente de los objetos experimentados con la evidente certeza del razonamiento lógico y matemático¹⁰.

    Atendiendo, entonces, al sentido de este desafío, en la presente investigación sostendremos que, antes de quedar englobados o enmarcados en cualquier estrategia de la razón teórica para dar cuenta de su presencia en el mundo, el dolor y el sufrimiento humano son realmente el resto pendiente de todo intento de justificación o de teodicea. Esto sucede así no simplemente porque aún no hayamos encontrado las repuestas a todo o porque nuestra comprensión no se haya podido elevar a este todo, sino porque son, principal y realmente, el límite definitivo de toda comprensión. Esto implica, además, modificar la forma habitual de proceder discursivamente para pensar la relación entre mal y sufrimiento, pues parece claramente improcedente la forma habitual de enfrentar dicha relación, según la cual la presencia del dolor en el mundo y, en particular, la desproporción del sufrimiento humano son temas derivados o secundarios de una problemática más amplia, a saber: la pregunta por el origen del mal en general y de su posible justificación.

    Al contrario, en el presente trabajo queremos señalar que el sufrimiento humano es el horizonte desde el cual debe plantearse la pregunta filosófica por el mal. Este viraje en la forma de abordar este asunto trae consigo, obviamente, una toma de distancia frente a la metafísica tradicional, que ve en la pregunta por la negatividad del mal un falso problema que solo ofrece confusión teórica y práctica, pues el mal no sería otra cosa, para esta tradición, que una mera negación del bien o privación de bien, lo que implica que su consideración únicamente puede estar enmarcada en el horizonte más general de la identificación estructural de ser y bien, que ha determinado el rumbo histórico de la metafísica occidental. De acuerdo con esta identificación, el mal realmente no es y, por tanto, el sufrimiento no sería entonces otra cosa más que mera apariencia.

    El marco general que circunscribe el viraje que aquí queremos emprender lo hemos encontrado en las posibilidades abiertas por la deconstrucción heideggeriana de la metafísica occidental, pues nos permiten asumir con la piedad del pensar la negatividad presente en el mal y en toda experiencia general de dolor, sin caer, empero, en la trampa teórico-metodológica de su justificación moral u ontológica. Como lo señala Jünger, en el movimiento hacia el dolor se anida realmente un signo asombroso, pues allí se delata la impronta negativa de una estructura metafísica¹¹. Esta impronta nos revela la verdadera cara de nuestro problema: la pregunta por el sufrimiento humano no es realmente una más de las tantas preguntas que solemos hoy formular a modo de exigencia, teniendo en cuenta los adelantos científicos, tecnológicos y culturales, que enmarcan el rumbo histórico de nuestro presente.

    Pese a este desarrollo, lo verdaderamente alarmante consiste, más bien, en que —en medio de todo este desenfreno de conservación, producción y reproducción de la vida, sobre todo de la supuesta dignidad de la vida humana— parece que al hombre de hoy le estuviera vedada la esencia del dolor, del mismo modo como la esencia de la alegría. ¿Podrá tal vez la sobremedida de dolor traer todavía un cambio?¹² Este cambio, a menudo tan deseado, no se provoca simplemente porque queramos o lo necesitemos; en efecto, todo cambio implica siempre darle la cara a lo que se nos presenta realmente como problemático, sin enredarnos en sus máscaras y apariencias.

    Ponerle la cara a lo realmente problemático parece ser hoy una tarea intrépida, sobre todo si tenemos en cuenta las enormes comodidades no solo teóricas, sino ante todo prácticas, que se encuentran disponibles con relativa facilidad en nuestro medio dominado por la ciencia y la técnica. Pero en verdad se trata de una empresa muy simple a la que estamos llamados: preguntar por aquello digno de ser pensado. Atendiendo en este punto a nuestra lectura detenida de la obra de Heidegger, consideramos que aquello que se debe asumir hoy con la devoción del pensar, a saber, el preguntar, es precisamente el sufrimiento humano. Por esta razón, consideramos que esta pregunta es ante todo una cuestión de enorme relevancia filosófica, más allá de los prejuicios biomédicos y naturalistas que suelen enmarcar actualmente nuestras consideraciones sobre estos verdaderos asuntos humanos.

    No debemos pasar por alto que la reacción metafísico-técnica frente al dolor encierra una problemática ontológica que a menudo escapa a la mirada más aguda de la investigación científica, pues la ciencia moderna se caracteriza por ser realmente ciega ante sí misma. Esta reacción y ceguera ha determinado precisamente la dilucidación de la esencia del dolor y del sufrimiento. En este sentido, podemos decir que la ciencia y la técnica no solo sobrevaloran sus verdaderas posibilidades frente al dolor, sino que ante todo nos hunden en una penuria abismal, pues nos llevan a darle la espalda a aquello que nos es más íntimo, pues está más adentro de nuestra propia carne o de nosotros mismos. Es decir, lo específicamente más humano consiste en estar atravesado por un dolor que no tiene medida alguna o proporción conocida. Esta penuria que nos envuelve de una manera casi incomprensible es realmente lo más doloroso del dolor, lo más negativo de cualquier negación posible y lo más maligno de cualquier mal:

    El dolor, del que primero hay que hacer la experiencia y cuyo desgarro hay que sostener hasta el final, es la comprensión y el saber de que la ausencia de penuria es la suprema y la más oculta de las penurias, que empieza a apremiar desde la más lejana de las lejanías¹³.

    Teniendo presente ahora el proceso de racionalización occidental y, por tanto, de desolación del mundo, parece que la consecuencia más inmediata de dicho proceso ha sido precisamente el desgaste de las teodiceas, pues a la muerte de Dios que caracteriza al desenfreno nihilista le sigue necesariamente el despliegue de la reacción metafísico-técnica al dolor¹⁴. En este contexto, cuando se pregunta por qué me pasa lo que me sucede, se quiere encontrar inmediatamente la razón que explique una condición tan precaria; y en la medida en que dar razones significa también justificar, lo que se busca aquí es realmente ofrecer una cierta justificatio acorde con la iustitia. Pero dado que un dolor justificado es siempre un dolor justo, se arremete de manera descomunal contra la víctima y el doliente. Sin duda, son múltiples las formas con las que solemos asumir hoy esta arremetida.

    Sloterdijk ha demostrado, de manera magistral, cómo gracias a la racionalización científico-técnica característica de la modernidad han surgido en nuestro ámbito vital nuevas formas de teodicea, basadas ahora en aquellas prácticas médico-espirituales que buscan dar sentido al sufrimiento. A esta estrategia discursiva la llama algodicea (algos: dolor y diké: justicia). En este contexto, la pregunta ahora no es si Dios puede ser justificado frente al mal en el mundo, sobre todo frente al sufrimiento del más inocente, sino que el problema ahora es, dado que ya no hay un Dios que pueda ofrecernos consuelo, pues antes se podía apelar a un cierto referente trascendente o trascendental que pudiese ofrecer sentido a lo que ocurre en este mundo, ¿cómo se puede entonces soportar el dolor? Como podemos ver, el problema se desplaza ahora del campo teológico-metafísico al terreno de la técnica y la política¹⁵. Este desplazamiento es lo que con Heidegger denominamos reacción metafísico-técnica al dolor. No en vano la problemática del dolor y del sufrimiento humano se ha convertido hoy en asunto y agenda de los planes políticos de desarrollo y de salud pública. El dolor se ha vuelto, entonces, un asunto político. Pero con todo esto lo único que realmente ha ocurrido ha sido el agudizamiento de un nuevo encubrimiento profundo y una evasión de nuestra tarea irrevocable de plantarle cara al sufrimiento. Es decir, bajo la máscara de la algodicea se encubre, empero, el viejo fantasma del nihilismo. El viraje en la comprensión de la relación habitual entre mal y sufrimiento lleva implícito también el distanciamiento de estos intentos de algodicea, tan promovidos en la sociedad contemporánea. En efecto, el dolor y el sufrimiento son del orden de lo injustificable. Es decir, carecen sencillamente de un porqué último que los pueda englobar y justificar.

    * * *

    El recorrido seguido en el presente libro se realiza en seis momentos, que configuran igualmente sus seis capítulos. En el primer momento se quiere mostrar la pertinencia filosófica de la problemática general del mal, la pregunta por su origen, naturaleza y responsabilidad. Teniendo presente la historia de la metafísica occidental, se examina aquí cómo el pensamiento filosófico ha intentado, desde sus orígenes más remotos, asimilar la diferencia, la contradicción y las diversas figuras de la negación, buscando relativizar con la fuerza propia del pensamiento su avasalladora presencia. Si bien no había surgido aún en este contexto inicial del pensamiento filosófico la necesidad de justificar el sufrimiento, en cuanto estrategia explícita de teodicea, el problema del mal sí estuvo presente en la Antigüedad clásica como un desafío a los presupuestos ontológico-morales que buscaban guiar la experiencia cotidiana del hombre. Se suponía así que el hombre podía englobar con la fuerza del pensamiento el conjunto de sus experiencias, por desconcertantes que fueran. Para emprender dicha tarea se contó inicialmente con el presupuesto metafísico de la identidad estructural de ser, bien y pensar. Pero este esfuerzo se vio confrontado a menudo con la experiencia más simple del dolor, el sufrimiento, la inevitable descomposición de lo real y, finalmente, la muerte. Es decir, la unidad que el pensamiento pretendía descubrir fue desafiada por la propia experiencia de los asuntos de este mundo. En este punto, debemos tener presente que en el mundo griego, al lado del esplendor de su filosofía, cohabitaba también la observación atenta de los asuntos de este mundo, la épica y, ante todo, la tragedia¹⁶. En medio de esta interacción activa de las diversas posibilidades de comprensión de lo real se fue abriendo paso la necesidad de una mirada dialéctica para asumir el desafío del mal. Este desafío fue asimilado, posteriormente, en las figuras clásicas de la consolación y la teodicea propiamente dichas.

    En el segundo momento se examinan de manera detenida las posibilidades del camino de la consolación. Teniendo presente el contexto existencial y vital que dio origen a La consolación de la filosofía de Boecio, se quiere señalar ahora la peculiar experiencia de aislamiento que sufre aquel que ha sido abatido por un sufrimiento inmerecido y realmente desproporcionado. En esta experiencia inicial de asilamiento se asume, de una manera ante todo vivencial, el desafío del mal indicado ya con anterioridad en el primer momento de nuestra reflexión, señalando ahora sus verdaderas consecuencias teórico-prácticas.

    El aislamiento provocado por el dolor, en un primer momento, conduce al hombre sufriente a buscar consuelo, pero este camino pasa necesariamente por una revisión cuidadosa de los presupuestos fundamentales de la mirada clásica del mundo, que se encuentra anclada en la filosofía griega y en el presupuesto de la unidad estructural de ser, bien y pensar. El eje de la problemática del mal se asume ahora desde la perspectiva desgarradora de la experiencia del sufrimiento humano, ante todo del sufrimiento personal. Desde esta perspectiva parece ser que no es posible, a primera vista, alcanzar un consuelo en y desde una visión de mundo que no afirme en el interior del corazón la unidad indivisible de la simplicidad, bondad y justicia divina. Si bien la estrategia de la teodicea clásica aún no se ha desplegado a cabalidad y bajo su forma racional más plena, este deseo de consolación es realmente la antesala a todo intento de justificación racional del dolor y del sufrimiento. En este sentido, podemos ver cómo el aislamiento original provocado por el desgarro del sufrimiento personal se desvanece paso a paso, en la medida en que se acepta el camino de la fe. Disolver la vivencia inicial provocada por un desafío no implica empero acogerlo de manera frontal. El deseo de consuelo abre también el espacio de la búsqueda de justificación.

    En el tercer momento se aborda el camino clásico de todo intento de teodicea, la justificación. Asumiendo ahora la necesidad de ofrecer una justificación plausible del dolor, la injusticia y al sufrimiento experimentados por doquier, no solo personalmente sino ante todo a partir de los acontecimientos de este mundo, el pensamiento metafísico asumió de manera racional la pregunta más acuciante de nuestra existencia abatida por el dolor: unde malum? En el proyecto leibniziano de teodicea este problema fue asumido de manera explícita. Para ello, el filósofo de Leipzig desarrolló un sistema plenamente racional que buscaba incorporar la existencia del mal, el dolor y el sufrimiento como disonancias necesarias en la unidad armónica del todo de la creación. Pero la presencia de estas disonancias no pone en entredicho la unidad, bondad, justicia y perfección de la creación, pues todo lo que sucede en este mundo tiene realmente una razón de ser que lo justifica plenamente, aunque ello no sea fácilmente comprensible a primera vista.

    Para descubrir la verdadera perfección de la creación divina, se propuso entonces examinar todo lo que nos sucede con la debida atención de los principios supremos del entendimiento, sobre todo, a la luz del principio de razón suficiente. En este sentido, si hay una razón de ser de que esto sea así y no de otra manera, por ejemplo, de que yo sufra o padezca injusticia en este mundo perfectamente concebido y ejecutado por la bondad divina, todo lo que sucede o acontece en él está plenamente justificado, pues dar una razón implica necesariamente ofrecer una iustificatio acorde con la iustitia divina. Pero, ¿qué ocurre aquí con el exceso del sufrimiento humano?

    Si bien Leibniz buscaba establecer una diferencia plenamente racional, que desde este momento se hizo ya clásica, entre la imperfección originaria de la criatura (malum metaphysicum), el pecado (malum morale) y el dolor (malum physicum), determinó también una cierta relación de implicación causal entre estas diversas formas de concebir el mal. Según esta relación de justificación, ya no hay que buscar el origen del mal en el mundo ni en la materia misma, tal como lo señalaban las escuelas del platonismo clásico, ni en la propia voluntad divina, pues su raíz radica realmente en la propia constitución metafísica del mundo y, en particular, en la constitución más originaria de la criatura, que es la verdadera condición de posibilidad del pecado y, con ello, del dolor. Como podemos ver, en esta estrategia de justificación el desgarro del sufrimiento humano quedó realmente silenciado: ofrecer una razón suficiente significa también acallar la queja y la protesta, para resaltar así la armonía y justicia última del todo de la creación. Pese a este esfuerzo descomunal de justificación, el dolor y el sufrimiento humano no son aquí atendidos ni escuchados en su inefable desgarro.

    En el cuarto momento se asume la indicación schellingniana de pensar la positividad real del mal de un modo esencialmente dialéctico, en cuanto se trata de un camino que permite abrirnos a la propuesta de la inversión metodológica y conceptual que queremos construir a lo largo de la presente investigación. Revisando ahora la doctrina clásica de la perversio negativa y asumiendo su transformación inicial en la doctrina kantiana del mal radical, queremos señalar el significado del nuevo reto de asumir la perversidad del corazón humano, perversio positiva. En efecto, este desafío implica el reconocimiento dialógico de nuestras posibilidades más extremas. Es decir, nuestra libertad no solo trae consigo la posibilidad de la autonomía y de la autodeterminación de nuestro presente histórico, sino también la del mal. La doctrina schellingniana de la libertad nos pone así ante la crudeza de nuestra propia condición de seres libres. La afirmación de nuestra libertad se paga a un precio muy alto.

    En medio del entusiasmo idealista por los resultados morales y políticos de la Revolución Francesa, la llamada por Heidegger metafísica del mal, desarrollada por Schelling en 1809, intentó mostrar la necesidad de que la propia filosofía, en cuanto sistema de la razón, asuma a cabalidad, por primera vez, la problemática del mal, es decir, que se ocupe de ella de un modo realmente concernido y sincero. Para dar dicho paso, se requiere entonces adentrarse en la ambigüedad que se encierra en la propia posibilidad de la libertad humana. En este punto, es necesario resaltar que en el desarrollo de dicha tarea tiene un lugar preponderante el sufrimiento y la enfermedad, como no había ocurrido antes en la teodicea racionalista inspirada en Leibniz, pues para Schelling, siguiendo aquí a Franz von Baader, el verdadero modelo concreto del mal es la enfermedad. Esta indicación nos parece, en efecto, sugerente para comprender el verdadero alcance metodológico y conceptual de nuestra propia posición frente al problema general del mal. Tal viraje en la historia de la problemática general del mal, su justificación, nos permite denunciar también los verdaderos peligros que se esconden tras las estrategias de banalización del mal y del sufrimiento humano. El reconocimiento dialógico de la posibilidad más extrema de nuestra propia libertad implica, entonces, no ser indiferentes al sufrimiento de los demás y del propio mundo en que habitamos.

    En el quinto momento se acoge la sospecha radical de todo intento justificatorio no solo del mal, sino ante todo del dolor del mundo y del sufrimiento humano. Retomando aquí el desconcierto provocado por el famoso terremoto de Lisboa de 1 de noviembre de 1755, que señaló de manera clara la imposibilidad de ser indiferentes al sufrimiento del otro, cuando se afirma que todo está bien, pues realmente vemos por todos lados desolación, dolor, muerte y destrucción. En este punto, queremos recordar que este desconcierto condujo a los hombres modernos a una radical sospecha de su visión de mundo, que los había llevado a una supuesta confianza incuestionable en la perfección y ordenamiento racional del mundo, previamente configurado por la armonía del entendimiento y la voluntad divina. Ese día no solo tembló, suceso que desde siempre ha estado presente en el propio mundo, sino que se inició el desmoronamiento de la moderna visión optimista del mundo, que ofrecía una cierta seguridad ontológica ante cualquier experiencia posible de desolación y penuria.

    A menudo este desconcierto nos pone inevitablemente frente a nuestra más profunda miseria, y aquí fracasa todo intento de justificación trascendente o trascendental del propio mundo. Con todo, ya no podemos darle la espalda al propio mundo por más tiempo; lo que sucede en este mundo es realmente nuestro asunto y no otra cosa, por divina que parezca. Retomando a Schopenhauer, podemos afirmar, sin ilusión alguna, que a la misma vida se le adhiere de un modo originario el dolor y el sufrimiento, pues en esencia toda vida es sufrimiento¹⁷. El reconocimiento, sin escamoteos, de esta profunda perplejidad existencial trae consigo la inversión de la metafísica que está en la base de toda intención de legitimación y justificación del mal y del sufrimiento, a saber, el presupuesto ontoteológico de la identidad estructural de ser, bien y pensar.

    Siguiendo aquí la reflexión kantiana sobre la antropología, podemos decir también que en nuestra propia vivencia de los asuntos de este mundo descubrimos que partimos de un mal presente y la corriente temporal nos lanza hacia un porvenir incierto, pues la realidad positiva del mal físico y la naturaleza negativa del bien placentero arraigan ya en la estructura temporal de la vida humana y en su carácter irreversible¹⁸. Pero antes de orientarnos hacia un bien previamente asegurado, tal como lo pregonan por todos los medios las visiones optimistas del mundo y, en particular, de la filosofía de la historia, que ven en los acontecimientos dolorosos del presente proyecciones compensatorias en el porvenir, pues presuponen que al final de los tiempos prevalecerá la justicia divina o, en su defecto, el equilibrio estático del bien, lo cierto es que realmente nos dirigimos hacia un incierto y descomunal porvenir. En este sentido, el viraje que aquí se está indicando debe, en efecto, deconstruir toda visión optimista del mundo. Pero esta deconstrucción, antes de hundirnos en un pesimismo paralizante, nos debe abrir la puerta a la más genuina compasión y solidaridad con cualquier hombre sufriente, pues, como lo señala el mismo Schopenhauer, el hombre compasivo es el mejor hombre. En efecto, la compasión no solo es el enigma de la ética, sino ante todo la verdadera piedad del pensar, cuando nos disponemos a asumir los retos de nuestro presente de desolación, miseria y penuria.

    Y, finalmente, en el sexto momento queremos señalar la necesidad expresa de pensar de un modo ontológico nuestro presente histórico a la luz del sufrimiento humano. Para esto se requiere ante todo de una escucha atenta a la forma como el dolor y el sufrimiento se corporeizan en nuestro mundo, mediado por la técnica y la ciencia en cuanto expresiones claras de la voluntad de poder y control sobre todo lo existente. Para adelantar nuestra reflexión, seguiremos ahora las indicaciones de Heidegger sobre la tarea del pensar en nuestro tiempo de penuria y desolación.

    Si bien la problemática del mal y del sufrimiento no parece ser, prima facie, un elemento central en las consideraciones heideggerianas sobre la historia de la metafísica, como historia del olvido de la pregunta por el sentido del ser y como afianzamiento de la ontoteología, que se encuentra en la base de dicho olvido, encontramos en sus análisis sobre los acontecimientos históricos de nuestro mundo, en particular de la guerra, una serie de pasajes fundamentales en los que el pensador de MeSkirch buscó alcanzar una auténtica toma de posición sobre la problemática filosófica del mal en general y, específicamente, frente al desgarro del sufrimiento humano. En estos pasajes Heidegger señala una y otra vez la necesidad de despertar una mirada ontológica genuina y originaria sobre estos asuntos. En efecto, dichos pasajes nos muestran que Heidegger no solo se ocupó de pensar el mal, el dolor y el sufrimiento, como ciertamente se esperaría de un gran pensador que asumió el reto que su presente histórico le demandaba, y ante todo señalan su pertinencia en la consideración ontológica de los efectos del despliegue histórico de Occidente.

    De estos textos, el diálogo Abendgesprach escrito el 8 de mayo de 1945, fecha de la abdicación alemana, tiene un significado particularmente revelador del camino que podemos seguir cuando nos disponemos a plantarle cara a la crudeza y desmesura del sufrimiento humano, pues articula de modo magistral la evaluación ontológica de los acontecimientos presentes con la escucha atenta del sufrimiento y la desolación ocasionados por la guerra. Aquí no simplemente se atiende a lo vivido de modo particular, sino que se escucha al mismo tiempo y al unísono el dolor de una devastación más profunda, que se enmascara incluso en los gritos y silencios del presente. En esta articulación vemos con claridad que la consideración filosófica sobre el mal y el sufrimiento humano no puede dejar de lado la evaluación ontológica del rumbo histórico de Occidente, en cuanto consumación descarnada del nihilismo.

    A partir del contexto general y el alcance de esta evaluación, queremos finalmente enmarcar el viraje metodológico y conceptual que hemos propuesto desarrollar en el presente libro. Esto implica, en primer lugar, señalar la primacía de la perspectiva del sufrimiento humano al momento de considerar la problemática general del mal, tal como hoy se nos presenta en nuestro momento histórico; y en segundo lugar, orientar la consideración filosófica del sufrimiento en el contexto de la evaluación del despliegue histórico del nihilismo en Occidente.

    Separándonos, por tanto, de las consideraciones habituales de la psicología, la sociología, la teología y la ética sobre la experiencia del sufrimiento, queremos indicar la tarea ineludible de plantarle cara a lo desmedido del dolor y del sufrimiento humano. La tarea de comprensión de esta desproporción se puede asumir, si se tiene en cuenta la evaluación ontológica del despliegue del nihilismo a partir de la modernidad. En su evaluación del nihilismo, Heidegger no solo sigue la indicación de Nietzsche sobre la necesidad de asumir al más inquietante de los huéspedes en el mundo moderno, sino también la comprensión de esta invitación nietzscheana en clave de Jünger. En este contexto, resulta muy sugestivo el uso por parte de Heidegger de términos provenientes del lenguaje médico, por ejemplo, diagnóstico, pronóstico, largo período de incubación y tratamiento; al igual que su comprensión del mal como lo no sano o no salvo (Unheil), en contraste directo con lo íntegro, incólume o, más familiarmente, sano y salvo (Heil).

    Este uso del término mal tiene su anclaje también en la indicación schellingniana del problema del mal asumido como inversión de los principios, según la cual la enfermedad sería el verdadero modelo concreto e histórico del mal¹⁹, tomando con ello distancia de su habitual comprensión como mera negatio boni o privatio boni. Retomando el grito de Nietzsche el desierto crece, se busca asumir ahora el dispositivo ontoantropológico que se encuentra oculto en la génesis histórica de la devastación moderna del mundo. Este proceso de desertización y devastación tiene sus verdaderas raíces en la divinización moderna del hombre, que tuvo su largo período de incubación precisamente en el origen mismo de Occidente, la metafísica. Por esta razón, la comprensión de los efectos devastadores de este proceso histórico de infección resulta determinante al momento de asumir nuestro propio presente y sus verdaderas consecuencias destinales. En este contexto, todo suceso histórico particular debe ser examinado de cara a su real enraizamiento histórico ontológico, pues siempre lo más cercano se teje y entrelaza en lo más lejano. Lo que implica que, para escuchar la ferocidad más extrema que ha determinado nuestro decurso destinal se requiere de un verdadero arte de la distancia²⁰. Solo en la afirmación diáfana de este arte podremos encontrar lo verdaderamente curativo, en medio de tanto desenfreno y dolor, pues en el peligro florece siempre lo salvador, tal como lo canta el propio poeta Holderlin.

    * * *

    Para terminar, quiero agradecer de manera especial a todas las personas que han acompañado este largo proceso de reflexión y han hecho posible, finalmente, la publicación de este libro. En primer lugar, a los miembros (profesores, estudiantes de los programas de pregrado, maestría y doctorado de la Facultad de Filosofía) del grupo de investigación de Filosofía del dolor de la Pontificia Universidad Javeriana, que gracias a su activa participación en el seminario permanente del Grupo me han acompañado en la construcción de esta consideración filosófica de la relación entre mal y sufrimiento humano: Juan Manuel González, Rosa Daza de Caballero, Denys María Castro Martínez, Betty Martínez Ojeda, Ana Mercedes Abreo, Jorge Enrique Figueroa, Vollmar Augusto Padilla, María Clara Saavedra, Neftalí David Suárez, Mauricio Lombana, Birgit Alexandra Scharfenort, Lida Esperanza Villa, Álvaro Stivel Toloza, Catalina Calderón, Carolina Andrea Montoya, Alexánder Aldana, María Consuelo Hernández, Patricia Bernal, José Edwin Cuéllar, Énver Torregroza y Manuel Ávila.

    Igualmente quiero agradecer a mis entrañables amigos y colegas de la Facultad de Filosofía, Alfonso Flórez y Roberto Solarte, cuyos oportunos comentarios me han respaldo y acompañado siempre en la delimitación de mis temas de investigación filosófica. A Fredy Santamaría, de la Universidad Santo Tomás en Bogotá, que me animó a publicar finalmente esta investigación. Y a Mónica por su amorosa compañía.

    Luis Femando Cardona Suárez

    17 de junio de 2011

    CAPÍTULO 1

    LA NATURALEZA DE LA FILOSOFÍA Y LA PREGUNTA POR EL MAL EN GENERAL

    LA FILOSOFÍA Y LA PREGUNTA POR LA JUSTIFICACIÓN DEL MAL

    En la historia del pensamiento occidental se ha intentado con la estrategia de la teodicea justificar a Dios frente a la existencia del mal en el mundo y, en particular, frente a la desmesura del sufrimiento humano. Con dicha estrategia el problema del mal se encuentra, por lo general, vinculado tanto a la afirmación de la voluntad divina como a la investigación de la naturaleza contingente del mundo. Por esto, podemos afirmar que el problema del mal no es otra cosa más que el problema del mundo. Pero en medio de este escenario problemático surge un conflicto que amenaza al entendimiento unitario de ambos problemas. Este conflicto se puede condensar en la siguiente tensión: por una parte, el pensamiento reprocha que se ponga en cuestión la existencia misma de Dios por la simple corroboración del hecho del sufrimiento y del mal en el mundo; pero, por otra parte, este pensamiento que busca justificar al creador cae también en formulaciones aporéticas, cuando considera que bien y mal surgen en el mismo mundo como coexistentes pero irreconciliables. Así, se busca justificar a Dios cuando se afirma que él es un soberano sistemático y equilibrado, que despliega en todo momento su poder sobre el mundo y sobre todo aquello que puede resultar a primera vista como contrario a su bondad. Pero este intento de justificación se encuentra también vinculado a formulaciones ingenuas que sostienen el deseo utópico de una vida sin sufrimiento y dolor o, por lo menos, con una cierta proporción de dolor que pueda ser compensada de modo racional. En este sentido, podemos decir que con el término teodicea se designa más bien una serie de problemas para el pensamiento atento que soluciones; es decir, este intento justificatorio es realmente problemático.

    La pregunta por la naturaleza del mal en el mundo y la dilucidación de cómo dicha naturaleza se relaciona o no con la esencia de la voluntad divina son, sin duda, orientaciones propias del pensamiento, cuando nos detenemos a observar los acontecimientos de nuestro mundo y atendemos, en particular, a nuestra experiencia de sufrimiento y dolor. La teodicea, antes que ser una respuesta a los problemas que de ella surgen es más bien una orientación necesaria en el pensar, aunque no haya aún podido alcanzar de manera plena su objetivo fundamental²¹. El intento de reunir en un sistema unificado todo lo posible es, sin duda, un esfuerzo enorme. El pensamiento de una posible justificación de Dios frente a la existencia del mal en el mundo tiene estructuras plenamente determinadas por las cuales el discurso filosófico sobre Dios alcanza su determinación conceptual, pues la afirmación de la naturaleza de la voluntad divina se ve confrontada con la pregunta por el mal, la libertad y la necesidad, la moral y la recompensa, y, no en último lugar, con la pregunta por las posibilidades reales de una vida individual feliz exenta de sufrimiento. Estas preguntas han determinado el sentido último de la reflexión sobre el cuidado humano y sobre su relación responsable con el mundo.

    La justificación del sufrimiento humano no es ya hoy un mero asunto de teología, sino que apunta al hombre particular, que debe vivir y obrar con una mirada responsable sobre Dios y sobre su propia existencia, agobiada por el dolor y la desolación que le provoca su sufrimiento. Pero este intento de justificación no es tampoco un simple asunto de filosofía moral, pues se dirige a un punto problemático en el que el pensamiento tiene su mira puesta más allá del bien y del mal, asumiendo así las contradicciones propias de realidades opuestas y aparentemente contradictorias. Este punto no es otro más que el terreno propio de la ontología.

    En esta investigación se sostendrá, entonces, que todos los intentos de justificación del dolor y del sufrimiento se encuentran realmente determinados por ciertas posiciones ontológicas, pues solo en el terreno propio de la pregunta por el ser y, más aún, por el sentido del ser del ente la dilucidación de la presencia del mal en el mundo puede alcanzar su verdadera dimensión problemática. Aproximarse a esta dilucidación es la tarea que debe emprender todo aquel que quiera asumir, con el rigor propio del pensar, la facticidad que caracteriza a nuestro mundo en correspondencia directa con nuestro modo peculiar de ser en el mundo. Si la ontología se encuentra determinada, como lo afirma Heidegger, por la historia acaecida del olvido del ser, y si dicha historia tiene como etapa última y determinante el despliegue histórico de una voluntad de poder claramente nihilista, la pregunta por el sentido del dolor y el sufrimiento, que es esencialmente una pregunta ontológica, descubrirá también su relación estructural con el desarrollo del nihilismo en nuestra cultura occidental.

    Claro está que no podemos sostener aquí que se puede reducir todos los problemas inherentes a la condición del hombre a la pregunta general por el dolor y la pena. Para indicar el camino a seguir en nuestra reflexión serían numerosas las perspectivas a tener en cuenta; por ejemplo, es un hecho fácilmente constatable por la antropología filosófica que son muy diversas las perspectivas particulares desde las cuales el hombre experimenta, soporta y explica el sufrimiento, pues si bien el dolor es íntimo, está impregnado de materia social, cultural, relacional, y es fruto de una educación²². Aun cuando se quiera partir del hecho simple de que hay algo así como el mal o el sufrimiento, no se puede con esto suponer por adelantado que cada una de las diversas perspectivas particulares de su interpretación signifique siempre lo mismo, pues si bien todo dolor es siempre un dolor interpretado, ello no quiere decir que se pueda reducir su sentido a un único contexto semántico universal. Para avanzar por un camino relativamente seguro en el plano categorial, parece útil tomar, en un primer momento, el mal como un concepto puramente formal, y comprender así bajo él qué es aquello que en nuestra experiencia se presenta como desafiante a nuestra pretensión universal de sentido. Pero este trabajo de determinación categorial tiene un alcance preventivo, pues con esta determinación puramente formal del mal se evita caer en reduccionismos que desdibujen innecesariamente el objeto de nuestra investigación. La determinación de esta meta depende, empero, de que se pueda encontrar un contenido adecuado al concepto formal de sufrimiento; claro que esto implica asumir nuevos riesgos en el camino del pensar. Este será, entonces, el segundo paso a seguir en esta investigación.

    La pregunta ahora es la siguiente: ¿hay, entonces, fenómenos que muestran a todos los hombres del mismo modo como sufrientes, tal vez por causa de cierta finalidad universal del ser del hombre? ¿No son a caso hambre, enfermedad y muerte calamidades de las que cada hombre desea escapar? ¿Las catástrofes no provocan perplejidad en todo el mundo? Ante estos acontecimientos no es fácil encontrar asentimiento o aprobación de manera simple, pues siempre rechazamos aquellas afirmaciones que sostienen que estas calamidades son algo constitutivo del mundo y de nuestro destino histórico. Esta es la razón por la cual buscamos alguna explicación posible a aquello que nos hiere de manera aguda. Pero quien corre peligro traslada normalmente a otro la causa de su propia perturbación, tal vez para buscar consuelo en su desprotección; y, más aún, hasta en las esferas más lejanas y desconocidas de la vida todos los hombres se colocan bajo un dictamen que encuentra su legitimación no solo en la limitación de la existencia del hombre y de su mundo, sino en la propia constitución del pensamiento.

    Es un hecho que la propia cultura, la experiencia individual y su sentimiento particular afectan, con relativa frecuencia, a aquel que quiera juzgar la gran multiplicidad de calamidades presentes en el mundo, a primera vista inabordables, cuya frontera, carente de dimensión alguna, se extiende para todos ilimitadamente no solo en el espacio sino también en relación con el tiempo, pues en su profundidad incomprensible su sentido se escapa al pasado y al futuro. ¿Quién puede, entonces, medir lo que los hombres piensan o sienten? Y si alguien pudiese hacerlo, ¿sería plausible para cualquier otro hacer lo mismo? ¿Esta supuesta plausibilidad universal del dolor no nos lleva, entonces, a suponer al mismo tiempo que si todos hemos tenido la misma experiencia, aunque lo hagamos cada uno de nosotros bajo la consideración de nuestro propio sí mismo, es posible tocar el mismo mal con intensidad diferente, así se trate de algo que le ocurre a uno mismo, a un amigo o a un extraño? Estos problemas son algunos de los temas que debe asumir el pensamiento al momento de plantearse la pregunta radical por el origen y significado del mal en general.

    Una mirada más detenida a estos problemas señala que también el enemigo supuestamente más colérico del absurdo de la vida humana no desestima la fuerza devastadora del mal. Por ejemplo, son numerosos los casos en la historia del ascetismo en los que se toma el hambre como medio para alcanzar un fin querido universalmente, la beatitud suprema; y a veces sorprende también que el hambre sea considerada como un fin en sí mismo. Y allí donde se pone en juego de manera espontánea un fin supremo, el deseo por la integridad en el cuerpo y en la vida exige también ser legitimado. Si se pudiera negar en la interpretación la propia fuerza e ímpetu de la vida, no se debería uno espantar de la muerte. Bajo esta perspectiva, el morir y la muerte son comprendidos no como el fin, sino como el mero tránsito de una vida terrena a un ser que se manifiesta siempre como inmutable; este ser es el bien esperado por todas las religiones. En el pensamiento de la India antigua se asumen las consecuencias de esta formulación ascética que se propagan como finalidad última de lo vivo, a saber, la eliminación irreversible a partir de la causalidad del espacio y el tiempo de la serie infinita de muerte y nacimiento²³. Estas prácticas ascéticas lo que revelan es precisamente el carácter problemático que tiene el concepto de mal y los intentos habituales de justificarlo; igualmente, nos pone en el sendero de investigar nuestra actitud frente a la determinación fenoménica del mal físico. Son muchos los ejemplos que nos muestran el fracaso de querer determinar de manera simple la multiplicidad fenoménica del dolor y el sufrimiento, y de querer con ello ofrecer una respuesta supuestamente universal que permita valorar la contingencia del mundo, rehusando el bienestar del cuerpo débil.

    Con estas prácticas ascéticas no se logra arrebatar el mal por sí del curso de los fines variados y de las interpretaciones subjetivas. Frente al mal que se presenta, el entendimiento permanece con frecuencia mudo. Si el mal no puede ser encuadrado en relaciones universales o determinadas, aquello oscuro en su misma esencia obra de un modo contrario, pues o bien aplasta poderosamente cada ímpetu de luz o bien no contrarresta en general a aquello que se dirige hacia la luz, despertando así lo que aparece para que llegue a ser algo, ante lo cual ya no tiene más consecuencias. Por tanto, la naturaleza del mal está aquí solo asumida en su aislamiento respectivo y como tal no está comprendida plenamente; es decir, la esencia del mal es presentada tan solo de manera formal por medio de las características universales de la discordia o de la contradicción más radical, sin poder por ello determinar su especificidad fenoménica. Esta es la razón por la cual en la historia del pensamiento occidental la tematización del problema del mal siempre ha estado unida a la posibilidad lógica y ontológica de asumir y pensar la contradicción. En este sentido, la historia del problema filosófico del mal es la historia del pensamiento de la contradicción.

    Para la tematización filosófica del fenómeno del mal resulta plenamente instructivo detenernos en el siguiente hecho: en toda valoración de fenómenos contrarios se indica primero, y como consecuencia determinante, una supuesta oposición con respecto al bien. Esto se puede mostrar claramente en las siguientes formulaciones comunes en la historia de la filosofía: el mal es lo contrario del bien, el mal es negación del bien (negatio boni) o privación de bien (privatio boni). Habitualmente consideramos que el mal se encuentra como oposición; pero pensar esta oposición es, precisamente, lo que resulta problemático. Para el pensamiento lo primero que sobresale es justamente la contradicción. Por eso, el mal no se encuentra solamente unido en implicación esencial con el bien, sino que se hace comprensible también como un componente elemental del pensamiento. Esta idea fue establecida con plena lucidez por Hegel, pues en su Fenomenología del espíritu (1807) considera que el movimiento propio del pensar consiste en la fuerza de la discordia o en el camino de la negatividad; de este modo, la discordia que deviene para sí es el mal y lo que es en sí es lo que permanece bueno.

    Los hombres interpretan, normalmente, el mal de la siguiente manera: en sus intentos aparece como común que vean en tensión un bien que se muestra aquí y un bien que se muestra allá. Aquí bien y mal devienen fundamento universal para que lo particular pueda diferenciarse en general como un bien o un mal particular. En este sentido, cuando acontece el mal aparece, entonces, siempre como algo determinado en el conocimiento, pues aquello que así aparece es considerado como un mal determinado. Como conocimiento determinado o determinable el mal encuentra su acceso a la vida humana, es decir, para que sea lo que es, el mal debe ser reconocido como tal por el pensamiento. En este punto, debemos tener presente que la valoración del poder de la racionalidad humana tiene su legitimidad no solo en la posición dominante de la filosofía a lo largo del recorrido histórico de la cultura occidental, que caracteriza la esencia específica del hombre con la formulación clásica de animal rationale, sino también en el reconocimiento de que el conocimiento y la comprensión tienen un papel decisivo en el despliegue histórico de la vida humana, pues han determinado las posibilidades de la comunicación lingüística entre los hombres. Estas posibilidades permiten que la experiencia particular del mal y del sufrimiento pueda ser compartida con los semejantes, aunque ello no quiera decir que sea la misma. Pero también es necesario tener presente que no podemos decir sin más que cada sensación difícil o indisposición particular sea ya por sí misma una expresión manifiesta de una experiencia del mal; esto es, solo podemos identificar como algo doloroso la conciencia de contacto y de perturbación de la integridad subjetiva debido a algo que se experimenta como específicamente adverso a nosotros y que percibimos como causante de dolor. La contraposición de bien y mal, que en los términos habituales de la racionalidad se presenta como la contradicción entre algo bueno y algo malo, determina la proporción y el sentido de aquello que nos oprime. Es decir, los contenidos de experiencias dolorosas permanecen en efecto, además, sustraídos a la mirada universal, aunque la razón busque comunicarlos por medio del lenguaje. En este punto no olvidemos que, como lo anotó Wittgenstein, el mundo del feliz es otro que el del infeliz²⁴. Si bien podemos expresar que tenemos un dolor particular e incluso comunicar a alguien nuestra molestia, los contenidos de esta sensación permanecen, empero, sustraídos al elemento propio de lo universal. Esta es una dificultad que debe ser tenida en cuenta, al momento de intentar una aproximación racional al fenómeno del mal en su conjunto y en particular del mal físico. Pero la relevancia de una consideración universal de los fenómenos, sean del tipo que sean, radica en el pensamiento y se encuentra unida a la estructura y posibilidad de la inteligencia humana. Sin duda, en esto consiste la especificidad del tratamiento filosófico de los problemas.

    Pero, cuando intentamos penetrar de un modo propio en la zona confusa de la justificación del mal y sacar con ello a la luz un conocimiento determinado de su posibilidad, se nos muestra ahora como problemática la propia posibilidad de un conocimiento particular sobre el mal mismo. Una consideración atenta sobre la naturaleza del pensamiento podría descubrir qué espacio del mal se gana aquí y cómo la preocupación consciente por la vida propia descubre en el mal particular una amenaza que va más allá de cualquier determinación particular. Pero en este procedimiento se nos revela aquí una nueva dificultad: el pensamiento que se expone a sí mismo parece ser parcial. El juicio sobre aquello en lo que consiste lo que radica fuera de él permanece confuso. Por esto, podemos preguntar ahora una vez más si el mal puede conocerse, en general, como algo que existe sin ser pensado. Si simplemente nace para nosotros un pensamiento de lo que sea el mal y se da así algo que corresponde a lo que se ha pensado de él, la razón en cuanto capacidad de comprensión resulta, entonces, enceguecida por dos luces distintas: la que proviene del fenómeno y la que nace en el pensamiento. Es decir, la autointerpretación del pensamiento está tomada en serio solo allí donde busque la conexión con el ser en sí y la investigue de manera radical. Esto resulta ser particularmente importante, cuando queremos ocuparnos de manera filosófica del problema general del mal y de la posible justificación del sufrimiento humano.

    Con esto no se exime de una mayor dilucidación del sentido al proyecto filosófico de Occidente. El proyecto de la filosofía occidental se expresa en la larga tradición histórica del saber y en las múltiples concepciones de sus límites, cuando dicha tradición se asume de manera radical desde la pregunta por la relación entre pensamiento y ser²⁵. La expresión y el contenido de este esfuerzo filosófico encuentran su lugar en la forma del conocimiento, y con ello todas las expresiones de lo humano se articulan bajo la figura habitual de la ciencia. Cuando la filosofía antigua pensó la relación interna entre pensamiento y ser, se determinó con ello la perspectiva de su posterior despliegue histórico. Es decir, el despliegue y acabamiento propios de la filosofía están predestinados ya desde su origen. En este despliegue histórico se asume el pensamiento como una fuerza que impulsa (deseo natural de saber) y de este modo se lo comprende. No en vano Aristóteles inicia su metafísica indicando que todos los hombres desean por naturaleza saber²⁶.

    Este deseo natural del hombre articula la búsqueda de una unidad estructural entre saber y ser; por ello, la tradición occidental ha determinado esta actitud natural con el término preciso, pero no por ello menos problemático, de metafísica. Esto no impide, empero, que nuevos conceptos y reflexiones saquen a la luz esta

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