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La democracia como forma de vida
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Libro electrónico270 páginas3 horas

La democracia como forma de vida

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La democracia como forma de vida es una selección de quince textos escritos por John Dewey en distintas épocas (el primero de 1888, el último posterior a la Segunda Guerra Mundial), en los que el conocido filósofo pragmatista norteamericano reflexiona sobre la democracia desde distintas perspectivas y en múltiples formatos (discursos, conferencias, artículos de prensa, colaboraciones en obras colectivas, etc.). Incluye reflexiones sobre las relaciones de la filosofía con la democracia, y de esta con la educación, sobre la situación peculiar de la sociedad norteamericana de su tiempo y sobre los desafíos fundamentales que plantea la consolidación de la democracia en el mundo. Aunque escritos en momentos de crisis profunda, en medio del auge de los totalitarismos fascista y comunista y de las dos guerras mundiales, todos los textos revelan una concepción de la democracia en la que prima la fe en el hombre común y en que este, con su capacidad crítica y creativa, será capaz de enfrentar los desafíos que le ofrecen
los desarrollos cada vez más complejos de la vida contemporánea. En definitiva, la lectura de Dewey es un estímulo para revivir la fe en la democracia en nuestros días.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 dic 2017
ISBN9789587811599
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    La democracia como forma de vida - John Dewey

    JOHN DEWEY

    LA DEMOCRACIA COMO

    FORMA DE VIDA

    TRADUCCIÓN, INTRODUCCIÓN

    Y SELECCIÓN DE TEXTOS DE

    DIEGO ANTONIO PINEDA RIVERA

    Reservados todos los derechos

    Copyright © 2017, by the Board of Trustees, Southern Illinois University, reproduced by permission of the publisher.

    © Pontificia Universidad Javeriana

    ©  De la traducción, introducción y selección,  Diego Antonio Pineda Rivera

    Primera edición: diciembre de 2017

    Bogotá, D. C.

    ISBN: 978-958-781-159-9

    Hecho en Colombia

    Made in Colombia

    Editorial Pontificia Universidad Javeriana

    Carrera 7.a, n.º 37-25, oficina 1301

    Edificio Lutaima

    Teléfono: 320 8320 ext. 4752

    www.javeriana.edu.co/editorial

    Bogotá, D. C.

    Corrección de estilo

    Jineth Ardila

    Diagramación

    Isabel Sandoval

    Diseño de cubierta

    Marcela Godoy

    Desarrollo ePub

    Lápiz Blanco S.A.S.

    Pontificia Universidad Javeriana | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964. Reconocimiento de personería jurídica: Resolución 73 del 12 de diciembre de 1933 del Ministerio de Gobierno.

    Dewey, John, 1859-1952, autor

    La democracia como forma de vida / John Dewey ;  traducción, introducción y selección, Diego Antonio Pineda Rivera. -- Primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2017. (Anábasis Colección)

    218 páginas ; 21,5 cm

    Incluye referencias bibliográficas.

    ISBN : 978-958-781-159-9

    1. FILOSOFÍA ESTADOUNIDENSE – SIGLO XX. 2. FILOSOFÍA DE LA DEMOCRACIA. 3. FILOSOFÍA DE LA EDUCACIÓN. 4. AUTONOMÍA EN LA EDUCACIÓN. 5. LIBERTAD ACADÉMICA. I. Pineda Rivera, Diego Antonio, traductor. II. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias sociales.

    CDD 191 edición 21

    Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.

    inp. 22/09/2017

    Prohibida la reproducción total o parcial de este material sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

    Cuando pienso en las condiciones bajo las cuales viven hoy tantos hombres y mujeres en muchos países extranjeros, bajo el terror del espionaje y corriendo un peligro latente por reunirse con sus amigos para tener una conversación amigable y por tener reuniones en privado, me siento inclinado a creer que el corazón y la garantía última de la democracia está en las reuniones libres entre vecinos en las esquinas de las calles para discutir y volver a examinar las noticias de cada día leídas en publicaciones sin censura y en las reuniones de amigos en las salas de sus casas y apartamentos para conversar libremente entre sí. La intolerancia, el abuso y las listas negras en las que se registra a todos aquellos que tienen diferencias de opinión en cuestiones religiosas, políticas o económicas —o también a los que difieren por cuestiones de raza, color, riqueza o grado de cultura— son una traición al modo de vida democrático. Es así como todas aquellas cosas que ponen obstáculos a la libertad y al libre flujo de la comunicación levantan barreras que dividen a los seres humanos en grupos y camarillas, en sectas y facciones antagónicas, y, por tanto, van socavando poco a poco el modo de vida democrático. Las garantías meramente legales de las libertades civiles (de la libertad de creencias, de expresión y reunión) son un pobre aval si en la vida cotidiana la libertad de comunicación y el intercambio de ideas, hechos y experiencias se ven trabados por la sospecha mutua, el abuso, el miedo y el odio. Estas cosas destruyen la condición esencial del modo de vida democrático, incluso más efectivamente que la coerción abierta, la cual —como lo prueba el ejemplo de los Estados totalitarios— es efectiva solamente cuando tiene éxito en alimentar el odio, la sospecha y la intolerancia en las mentes de los seres humanos individuales.

    JOHN DEWEY, Democracia creativa:

    la tarea que tenemos por delante

    INTRODUCCIÓN

    LA DEMOCRACIA COMO FORMA DE VIDA:

    ALGUNAS COORDENADAS PARA SU COMPRENSIÓN

    Decir que la democracia es únicamente una forma de gobierno es como decir que una casa es más o menos lo mismo que una disposición geométrica de ladrillos y cemento, que la iglesia es un edificio en donde hay bancas, púlpito y torres con campanas. Esto es verdad: tales cosas ciertamente son eso. Pero también es falso: son infinitamente más. La democracia, como cualquier otro sistema de gobierno, ha sido finamente modelada a partir de la memoria de un pasado histórico, la conciencia de un presente viviente y el ideal de un futuro por venir. La democracia, en una palabra, es algo social, es decir, es una concepción ética, y sobre su significado ético se apoya su significado como forma de gobierno. La democracia es una forma de gobierno únicamente porque es una forma de asociación moral y espiritual.

    JOHN DEWEY, La ética de la democracia

    John Dewey ha sido considerado por muchos como el filósofo de la democracia. Esta afirmación, como todas aquellas que, por genéricas, resultan inexactas, adolece de una profunda ambigüedad, al menos hasta que podamos entender de una forma aproximada lo que ella pueda significar. Para empezar, Dewey no es —ni nunca pretendió serlo— el inventor de la noción de democracia; muy por el contrario, para él se trata de algo que aprendió de su propio ambiente; algo que, como bien lo indica en muchos de sus textos, formaba parte del sustrato moral en el que se formó: la Norteamérica de la segunda mitad del siglo XIX, la de los años posteriores a la guerra de Secesión (que estalló cuando él no tenía aún dos años de edad), y muy particularmente el estado de Vermont, en la zona de Nueva Inglaterra, donde, como lo expresó en una famosa conferencia sobre la filosofía en Norteamérica, el espíritu democrático estaba arraigado desde el comienzo en la experiencia vital de sus ciudadanos. Dice allí Dewey:

    Si se me permitiera hacer una alusión a asuntos personales, diría que nunca dejaré de estar agradecido por haber nacido en una época y un lugar en donde el primitivo ideal de libertad y de una comunidad de ciudadanos que se autogobierna todavía prevalecía de forma suficiente como para que yo me empapara inconscientemente de su significado. En Vermont, quizás más que en cualquier otra parte, estaba arraigada en el espíritu de la gente la convicción de que los gobiernos eran como las casas en donde vivían, pues estaban hechos para contribuir al bienestar humano; y quienes vivían en ellas eran completamente libres para modificarlas y ampliarlas, tanto a estas como a aquellos, cuando el desarrollo de las necesidades de la familia humana exigiera tales alteraciones y modificaciones. Estaba tan arraigada esta convicción en los habitantes de Vermont que, todavía hoy, creo yo que uno es más lealmente patriota con respecto al ideal de Norteamérica cuando sostiene este punto de vista que cuando concibe el patriotismo como una adhesión estrecha a una forma de Estado que supuestamente está fijada para siempre; y cuando reconoce que las exigencias de una común sociedad humana son superiores a aquellas que puedan provenir de cualquier forma política particular.¹

    Tal vez sea un poco más exacto afirmar, como lo hace Sidney Hook, que Dewey fue el filósofo de la democracia estadounidense.² Tal afirmación, sin embargo, hace despertar nuevas sospechas en la medida en que se tiende a identificar su filosofía con una defensa a ultranza del American way of life, y hasta se llega a afirmar, como lo hiciera en su momento un autor marxista como Harry Wells, que el pragmatismo es la filosofía del imperialismo.³ No menos absurda que esta pretensión dogmática de descalificar una filosofía a través de un término peyorativo y de sesgo político resulta la de Bertrand Russell de considerar el pragmatismo, tanto el de Dewey como el de James, como la expresión del comercialismo americano. A ella responde Dewey, no sin un dejo de ironía, diciendo que eso sería como decir que el neorrealismo inglés es un reflejo del esnobismo aristocrático de los ingleses; la tendencia de los franceses a pensar en términos dualistas, una expresión de la supuesta disposición de estos a tener una amante, además de su esposa; y el idealismo de los alemanes, una manifestación de su habilidad para elevar la cerveza y las salchichas hasta fundirla en una síntesis superior con los valores espirituales representados por Beethoven y Wagner.⁴

    Dewey no negó nunca los estrechos vínculos que existían entre su filosofía pragmatista (o experimentalista, como él prefería llamarla) y la historia y cultura norteamericanas. Se negó, eso sí, a identificar la una con la otra, pues toda filosofía es a la vez la expresión de una época y la crítica más severa de aquella época en la que se formó. Quien lea con cuidado los distintos textos escritos por Dewey podrá percibir fácilmente cómo, a la vez que se sabe norteamericano y admira los grandes personajes y logros de su cultura, es un severo crítico de sus instituciones políticas, religiosas y educativas, así como de sus prácticas artísticas y tecnológicas. Así lo deja en claro en su ensayo sobre el desarrollo del pragmatismo en su país:

    Esta teoría [se refiere, desde luego, al pragmatismo] fue norteamericana en su origen en cuanto insistió en la necesidad de la conducta humana y de la realización de algún objetivo en orden a clarificar el pensamiento. Sin embargo, al mismo tiempo, desaprueba aquellos aspectos de la vida norteamericana que hacen de la acción un fin en sí mismo y que conciben fines muy limitados y muy prácticos. Al considerar un sistema de filosofía en su relación con factores nacionales es necesario tener en mente no solo los aspectos de la vida que están incorporados en el sistema, sino también aquellos aspectos contra los cuales el sistema es una protesta. Nunca ha existido un filósofo que mereciera tal nombre por la simple razón de que hubiese glorificado las tendencias y características de su entorno social, como también es verdad que nunca ha habido un filósofo que no se hubiera aprovechado de ciertos aspectos de la vida de su tiempo y los hubiese idealizado.

    […] Está más allá de cualquier duda que el carácter progresivo e inestable de la vida y la civilización norteamericanas ha facilitado el nacimiento de una filosofía que considera el mundo como algo que está en constante formación, donde hay aún lugar para el indeterminismo, para lo nuevo y para un futuro real. Esta idea, sin embargo, no es exclusivamente norteamericana, aunque las condiciones de la vida norteamericana han ayudado para que llegue a ser autoconsciente. También es verdad que los norteamericanos tienden a subestimar el valor de la tradición y de la racionalidad considerada como un logro del pasado. Pero el mundo también ha dado pruebas de irracionalidad en el pasado y esta irracionalidad está incorporada en nuestras creencias y nuestras instituciones. Hay malas y buenas tradiciones y siempre es importante distinguir. Nuestro desdén hacia las tradiciones del pasado, con todo lo que esta negligencia implica en el sentido de empobrecimiento espiritual de nuestra vida, tiene su compensación en la idea de que el mundo está siempre comenzando de nuevo y se está reconstruyendo ante nuestros ojos.

    La verdad es que Dewey no concibió nunca el ejercicio filosófico como una apologética del orden establecido y, mucho menos, como una autojustificación del modo de vida y las instituciones políticas norteamericanas. Más aún, su interés no fue nunca elaborar una teoría completa de la democracia (de hecho, solo una de sus obras importantes, Democracia y educación, dedicada a asuntos pedagógicos más que políticos, tiene el término democracia en su título), y ello aunque en algunas de sus obras de filosofía política —particularmente en El público y sus problemas y en Libertad y cultura— hiciera importantes aportes para la comprensión de la génesis y fundamentos de la democracia política. Tampoco idealiza la democracia norteamericana (a la que considera como un importante experimento, más que como un logro histórico definitivo) ni se propone justificar por qué la democracia es la mejor forma de gobierno.

    La razón de todo lo anterior es muy simple: para él la democracia no es una propuesta, sino un supuesto. Y yo diría que el supuesto fundamental de todo su pensamiento. Como Dewey mismo lo reconoce en el texto que hemos citado al comienzo de esta introducción, él nació y creció en un ambiente democrático y allí adquirió los hábitos democráticos como si constituyesen una segunda naturaleza. En este sentido, toda su filosofía —incluso cuando se ocupa, como lo hace muchas veces, de temas abstractos de lógica, metafísica o teoría del conocimiento— está imbuida del espíritu democrático. Desde luego, cuando se plantea temas de orden estético, psicológico, ético o pedagógico, no menos que cuando se ocupa de asuntos políticos, el supuesto primero desde el que los piensa es el de la educación, la tecnología, el arte o los hábitos que requiere la formación de un ciudadano democrático.

    La democracia no es, para Dewey —y en ello insistirá de muchas formas distintas a lo largo de los textos que aquí estamos presentando y en muchas de sus más importantes obras filosóficas, pedagógicas y políticas—, una forma de gobierno, sino una forma de vida. Pero, ¿qué quiere decir esto? Ante todo, que la democracia no se puede reducir a su maquinaria externa, es decir, a las instituciones y procedimientos (como el Parlamento, el sistema electoral, la rotación en los cargos de gobierno, la regla de la mayoría, etc.) a través de los cuales busca garantizar a los ciudadanos el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus deberes, sino que se debe comprender como la sociedad organizada para la realización de ideales éticos de primer orden como los expresados en las nociones fundamentales de libertad, igualdad y fraternidad (o, como él prefiere llamarla, cooperación reflexiva). Tal vez en ninguna parte haya expresado de forma más completa y elegante esta idea de la democracia como un modo de vida personal que en el discurso que escribió para la celebración de sus ochenta años de vida, del que me permito citar el siguiente pasaje:

    La democracia como modo de vida se encuentra regulada por la fe personal en el trabajo que día a día realizamos junto con otros. La democracia es la creencia en que, incluso cuando las necesidades y los fines, o las consecuencias, son diferentes para cada individuo, el hábito de la cooperación amigable —que, como en los deportes, puede incluir rivalidad y competencia— es una colaboración en sí misma inestimable para la vida. En tanto sea posible, enfrentar cualquier conflicto que surja —y estos seguirán surgiendo— en una atmósfera y un medio libres de la presión de medios como la fuerza y la violencia, y situarlo en una atmósfera de discusión y de juicio inteligente, es tratar a aquellos con quienes estamos en desacuerdo —incluso cuando discrepamos profundamente— como personas de quienes podemos aprender y, en esa misma medida, como amigos. Una fe en la paz genuinamente democrática implica que confiamos en la posibilidad de manejar las disputas, controversias y conflictos como empresas cooperativas en las cuales cada una de las partes aprende de la otra al darle la posibilidad de que se exprese por sí misma, en vez de que una de las partes pretenda vencer a la otra suprimiéndola por la fuerza; dicha supresión, por otra parte, no es menos violenta cuando tiene lugar a través de medios psicológicos, como la ridiculización, el abuso o la intimidación, que cuando se recurre de forma abierta al encarcelamiento o los campos de concentración. Cooperar para que las diferencias tengan oportunidad de manifestarse, puesto que creemos que la expresión de las diferencias no solo es un derecho de las otras personas sino un medio a través del cual enriquecemos nuestra propia experiencia de la vida, es algo inherente a la democracia concebida como modo de vida personal.

    Existe siempre la tentación de pedirle a un autor que nos ofrezca una definición explícita de los asuntos de los que trata con el fin de delimitar de forma clara los conceptos de los que se ocupa. Ello, aunque muchas veces resulte deseable, no es siempre posible. No lo es en este caso precisamente porque Dewey se niega sistemáticamente a hacer de la democracia un concepto exclusivamente político y prefiere concebirla como una experiencia vital y fundamental que ilumina todo esfuerzo de comprensión y que se abre hacia el horizonte de un mundo en perpetua reconstrucción. Es muy significativo, desde este punto de vista, que Dewey hable muchas veces de la democracia, en un tono jeffersoniano, como nuestro gran experimento, esto es, como algo en permanente elaboración y como un compromiso ético en el que se embarcaron los norteamericanos desde los tiempos de lo que ellos mismos llamaron sus Padres Fundadores. Dicho experimento no se redujo a la creación de unos principios constitucionales o unas ciertas instituciones de gobierno, sino que se expresó a través de la creación de una cultura de libre circulación en donde la creatividad de los individuos permitió resolver, dentro de un espíritu falibilista de permanente autocorrección, los grandes desafíos que les plantearon la naturaleza y la historia. Según Dewey, fue una feliz combinación —tan bien apreciada por Alexis de Tocqueville en su Democracia en América— de circunstancias naturales (una frontera abierta, una mentalidad pionera) y de una gran inventiva política lo que hizo que dicho experimento tomara una forma propia en el curso de algo más de un siglo.

    Si no es posible ofrecer una definición precisa de algo que en sí mismo es una experiencia de amplias dimensiones, más que un concepto que pueda aceptar una clara delimitación, sí lo es, en cambio, intentar ofrecer algunas coordenadas para su comprensión. Así como en un viaje a un territorio que desconocemos no podemos pretender alcanzar una comprensión completa de las dimensiones de dicho territorio previa al viaje mismo, sino que es necesario que lo recorramos palmo a palmo hasta alcanzar una comprensión propia, así también, al internarnos en la concepción deweyana de la democracia como forma de vida, no nos resulta posible alcanzar una comprensión propia hasta que no recorramos sus diversos textos. Ello no quiere decir, sin embargo, que no nos puedan ser de inmensa ayuda algunas coordenadas básicas que nos permitan recorrer el terreno que apenas empezamos a explorar con algún sentido de orientación. Si intentamos ahora definir tales coordenadas, yo propondría que fueran estas: la concepción deweyana de la experiencia, su énfasis en la individualidad, su noción de una inteligencia social pública y su idea de la necesaria interdependencia de medios y fines.

    No hay un concepto más fundamental en toda la filosofía de Dewey que el de experiencia; de hecho, varias de sus obras filosóficas más reconocidas llevan el término experiencia en su propio título: experiencia y naturaleza, experiencia y educación, el arte como experiencia, etc. Él mismo prefirió llamar a su sistema de ideas filosóficas, más que pragmatismo (como ordinariamente se le conoce), experimentalismo, pues pretendía subrayar el carácter experiencial de todo auténtico pensamiento, ya que este es algo que se va configurando en la medida en que una criatura viva entra en interacción con su entorno físico y social. Para Dewey, la filosofía, más que la búsqueda de una Verdad o una Realidad últimas, era un esfuerzo de crítica y reconstrucción permanente de la experiencia humana.⁸ Su noción de experiencia, sin embargo, es muchísimo más compleja que la desarrollada por la filosofía moderna, particularmente el empirismo, en la cual aquella se concibe como un asunto fundamentalmente cognoscitivo, como la afección que sufre un sujeto cognoscente por acontecimientos o cualidades del mundo externo; para Dewey, la experiencia es algo a la vez activo y pasivo, pues se trata de la interacción que se da entre la criatura viviente y el entorno físico y social en el cual se hace posible su desarrollo.⁹ La democracia misma no se puede concebir, entonces, sino como un cierto tipo de experiencia y de actitud ante la experiencia: como la disposición y capacidad permanente para el diálogo, la autocorrección y la cooperación entre iguales que hace posible la expansión y el enriquecimiento de la experiencia humana en sociedad.

    En tanto la democracia es, como lo dice Dewey con énfasis, una forma de vida personal, solo adquiere su pleno sentido en cuanto se encarna en la vida de los individuos, es decir, cuando adquiere la forma de hábitos que guían el pensamiento, la acción y la sensibilidad de los individuos que, como miembros de una comunidad, son capaces de cooperar entre sí en la búsqueda de fines comunes. Insiste nuestro filósofo en que el individuo es el centro y la consumación de la experiencia, queriendo subrayar con ello que él es el punto nuclear y la meta fundamental hacia la cual debe apuntar todo desarrollo. No quiere decir esto que pretenda defender una forma a ultranza de individualismo de corte neoliberal (que critica de forma severa en sus escritos sobre Viejo y nuevo individualismo), sino que el individuo mismo es el resultado del proceso social en que se halla inmerso. Este énfasis en la importancia que tiene el pleno desarrollo de la individualidad para la vida democrática es esencial a la hora de comprender su pensamiento filosófico y político, pues, ajeno a toda forma de colectivismo, como el que en su tiempo pretendió desarrollar el comunismo soviético,¹⁰ Dewey hace del desarrollo de la individualidad el criterio por excelencia a través del cual se puede juzgar si un determinado comportamiento, una determinada norma o una determinada institución merecen o no el calificativo de democráticos. Si bien, para él, la comunidad es mucho más que la suma de los individuos que la conforman, ella solo adquiere su pleno sentido y justificación en la medida en que procura el crecimiento (en el sentido de experiencia ampliada y enriquecida) de cada uno de sus miembros. Una auténtica democracia no se basa en la idea de una fácil medianía, de una mediocridad colectiva, sino que se apoya en el impulso que le dan las individualidades fuertes que la lanzan hacia

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