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Libertad para el pueblo: Historia de la democracia
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Libertad para el pueblo: Historia de la democracia

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Ensayo crítico de John Dunn, donde analiza la evolución el vocablo griego d?mokratía, desde la historia de Atenas antigua hasta el siglo XXI, a partir de la historia del lenguaje y del pensamiento político clásico. Esta obra da cuenta del cómo y del por qué la democracia tuvo una metamorfosis sui generis de una forma de organización política igualmente válida como cualquier otra, a figurar hoy en día como la forma de gobierno ideal y ser el epítome del proceder correcto en lo político, ideológico y social.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2014
ISBN9786071624918
Libertad para el pueblo: Historia de la democracia

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    Libertad para el pueblo - John Dunn

    quijotesca.

    I. EL PRIMER ADVENIMIENTO

    DE LA DEMOCRACIA

    DESDE un lugar oscuro y tras un largo viaje llegó una palabra. Como todas las palabras que tienen autoridad para los seres humanos, su vida comenzó en un lugar específico. Actualmente esa palabra alcanza casi todos los lugares de la Tierra en que los humanos se reúnen, sin importar su número. Adonde llega, impone su autoridad y exige respeto. Sin embargo, en todas partes estas exigencias tienen una fuerte oposición. En algunos lugares se hacen a un lado sin esfuerzo, y se las intimida hasta el silencio. En otros, se las afirma con suficiente fuerza, pero quienes las escuchan sólo emiten un gemido vacío. Prácticamente ya en ningún lugar, ni siquiera en las más brutales autocracias, estas exigencias resultan sencillamente ininteligibles y en pocos lugares se mantienen simple y eternamente inaudibles, excluidas o eliminadas del discurso público por la absoluta ferocidad de la represión. (Nótese, por ejemplo, quiénes fueron los primeros en responder por Irak en el verano de 2003 cuando el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas exigió su rendición, antes de que Estados Unidos iniciara su ofensiva; no fue el tirano que había gobernado el país con brutalidad asesina por tanto tiempo y cuya imagen dominaba cualquier espacio público en Irak, sino lo que pasaba por una asamblea representativa nacional: un parlamento. Fueron ellos, no su amo, quienes declinaron presuntuosamente la rendición. Una semana después, su verdadero amo, de manera menos presuntuosa, había decidido algo muy distinto; al menos por un tiempo, así lo pareció.)

    Cuando viaja por el tiempo y el espacio, la palabra democracia nunca lo hace sola. Cada vez más, con el paso de los últimos dos siglos, ha viajado en la buena compañía de la libertad, los derechos humanos y quizá incluso ahora —al menos ésa es la pretensión—, también de la prosperidad material. Sin embargo, a diferencia de estos acompañantes, la democracia pone en juego una exigencia que desconcierta desde un inicio: exige obediencia. Todos los derechos refrenan la acción libre; incluso la libertad interfiere necesariamente con la libertad de acción de los otros, pero la democracia es, en sí misma, una presión directa sobre la voluntad: la exigencia de aceptar y tolerar las decisiones de la mayoría de los ciudadanos y someterse, en última instancia, a ellas. No existe nada atractivo en dicha demanda, ni garantía alguna de que aceptarla evite consecuencias aterradoras o no implique horribles complicaciones. La autoridad que esta lejana palabra ha ganado es, de muchas maneras y desde distintos puntos de vista, extraña sin duda.

    Esta historia tiene un comienzo. La democracia empezó en Atenas; y no era algo que hoy alguien pudiera llamar razonablemente democracia,¹ sino algo que en realidad, hasta donde sabemos, alguien hizo. Actualmente la palabra democracia se ha llegado a usar, de manera suficientemente irritante, para referirse a cualquier forma de gobierno o de toma de decisiones, pero cuando ingresó en el discurso humano, lo hizo para describir un estado de las cosas muy específico que ya existía en un lugar determinado. Ese lugar era Atenas.

    ¿Qué describía exactamente cuando los atenienses comenzaron a usar el término como una descripción? ¿A qué se referían cuando lo describieron de esta forma? Con el fin de entender lo que estaba sucediendo en ese primer acto de bautismo (o etiquetamiento), resulta útil comenzar por prestar atención a lo que los atenienses decían cuando hablaban unos con otros sobre la experiencia que deseaban capturar. Consideremos dos voces, una que habla en buena medida a favor de la democracia, la otra que escribe sobre ella sin entusiasmo y de manera más confiada e inquisitiva.

    La primera es famosa e imponente: la voz de Pericles mismo. La mayor celebración de la democracia antigua no proviene de un poeta o un filósofo (ni siquiera de un orador profesional)² sino del gran líder político que condujo a Atenas a la guerra que la destruiría, y evoca —supuestamente registra— una ceremonia histórica crucial que tuvo lugar a finales del año 430 a.C. Es verdad que no podemos saber si Pericles realmente le dedicó una sola palabra, pero Tucídides, ese historiador fascinante que sin duda escribió prácticamente la totalidad del texto, asegura a sus lectores que, al igual que los demás discursos contenidos en su Historia de la guerra del Peloponeso, no sólo comunica lo que Pericles debió decir, sino también lo que quiso decir.³ Tucídides, como él mismo declara con cierto orgullo, quería que su historia durara por siempre,⁴ y, para ese momento, Pericles había estado al frente de su Estado, en la guerra y en la paz, por más tiempo que Abraham Lincoln o Winston Churchill, y lo había hecho en condiciones que solían poner a prueba las habilidades para el liderazgo económico con tanto rigor como la devastadora guerra civil estadunidense o la cruda lucha por resistir y vencer al Tercer Reich. Además, lo había dirigido —y sólo podría haberlo hecho de esa manera— al convencer, gracias a sus discursos y en repetidas ocasiones, a la mayoría de los ciudadanos que estaban presentes en el momento, en un grado que nunca ha igualado ningún régimen parlamentario o presidencial moderno. Mantuvo el poder con la oratoria⁵ y lo hizo con tal constancia y tersura que Tucídides mismo describió la Atenas de ese momento como una bajo el mandato de una sola persona.⁶ La perdurabilidad del poder y la resonancia de tan extraordinario testigo no debe sorprendernos.

    Este discurso estaba destinado a una ocasión solemne y triste: un panegírico para los atenienses caídos en el primer año de la extensa guerra del Peloponeso, pronunciado, como en cualquier funeral público, para los atenienses caídos (con la única excepción del de los vencedores en Maratón),⁷ frente a su tumba común al lado del más bello camino de acceso a los muros de la ciudad. En él, Pericles no habló sobre las proezas individuales ni sobre la temeridad de sus héroes,⁸ aunque no dejó ninguna duda en sus escuchas de que lo habían hecho bien; sobre lo que habló, sin parangón alguno, fue sobre Atenas, la comunidad por la que cada uno se había sacrificado; habló sobre sus glorias y su derecho único a una devoción tal. Tucídides no era sentimental y nadie, después de él, ha juzgado de manera más inquisitiva la conducta política de los atenienses durante esos años. Lo que pone en boca de Pericles para alabar a Atenas en ese momento, en defensa de las decisiones tomadas por quienes murieron por ella, comienza y se centra en su régimen político y en las vidas políticas y espirituales que permitían vivir en comunidad a los atenienses (y de las cuales era la causa): "Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo [parádeigma o paradigma] a seguir".⁹ Este régimen, que se llama democracia (d mokratía) porque se administra teniendo en mente el interés de los muchos —y no de los pocos—, no sólo había hecho grande a Atenas, también había vuelto a todos sus ciudadanos iguales ante la ley en sus disputas privadas, e igualmente libres de competir por honores públicos, por mérito o esfuerzo personales, y les había otorgado la misma oportunidad de intentar dirigir la ciudad, sin importar su fortuna o sus antecedentes sociales.¹⁰ Pericles lo alaba por el respeto mutuo y la falta de rencor que promueve en sus ciudadanos, por el profundo respeto por la ley que inculca y por llevar a la ciudad los frutos y los productos de todo el mundo; lo alaba también por la superioridad militar que había congregado, por la apertura decisiva frente a cualquier otro pueblo y por el valor incondicional que se nutría de su forma de vida; asimismo, alaba su gusto por la belleza y su respuesta a ella, la sobriedad de su juicio y su respeto por la sabiduría, el orgullo ante su propia energía, su discreción y su generosidad. En resumen, se jactaba de que Atenas fuera una escuela para toda Grecia.¹¹

    Para los atenienses, la democracia comenzó (e incluso adquirió su nombre) antes de que la categoría misma tuviera o expresara un valor claro o especial. Sin embargo, transcurridas unas cuantas décadas de la elección del nombre, para algunos no sólo se refería a una forma de organizar el poder y las instituciones políticas sino a una forma completa de vida y a las cualidades inspiradoras que, de alguna manera, la recubrían. En el centro de esta forma de vida residía una combinación del compromiso personal con la comunidad de nacimiento y residencia, y una práctica continua del juicio público vigilante del que, de manera bastante consciente, dependía la comunidad para su propia seguridad:

    Somos, en efecto, los únicos que a quien no toma parte en estos asuntos lo consideramos no un despreocupado, sino un inútil: y nosotros en persona cuando menos damos nuestro juicio sobre los asuntos, o los estudiamos puntualmente, porque, en nuestra opinión, no son las palabras lo que supone un perjuicio para la acción, sino el no informarse por medio de la palabra antes de proceder a lo necesario mediante la acción.¹²

    Nunca ha habido una expresión más completa o sana de lo que yace en el centro de la democracia como ideal político.

    Tucídides presenta este discurso como un historiador que relata una actuación obedientemente partisana y altamente política, pero es también un epítome de las formas en que los ciudadanos de Atenas deseaban concebirse a sí mismos como comunidad.¹³ Es natural que para otros atenienses de esa época, así como de antes o después, la democracia significara algo muy diferente, como presuntamente sucedía con muchos habitantes de Ática —esclavos, mujeres, metecos— que nunca podrían convertirse en ciudadanos completos.¹⁴ Entre los críticos de la democracia se puede oír una amplia gama de voces, y no todos los que la repudiaban eran cultos como Platón.¹⁵ El personaje al que los académicos británicos clásicos, por razones ahora desconocidas, llamaron Viejo Oligarca, autor de un estudio conciso de La Constitución de los atenienses por mucho tiempo atribuido a Jenofonte, resulta especialmente llamativo;¹⁶ para el Viejo Oligarca, quien seguramente escribía antes de que siquiera comenzara la guerra del Peloponeso, la democracia ateniense no merecía elogio alguno,¹⁷ aunque sin duda era un orden político coherente con muchos elementos pensados para mantenerlo y fortalecerlo con el tiempo; otorgaba poder a los pobres, los indeseables y el populacho vil,¹⁸ y lo hacía adrede a expensas de los ricos, los que venían de una buena cuna o gozaban de distinción social.¹⁹ Esta distribución del poder²⁰ tenía consecuencias absolutamente naturales,²¹ beneficiaba en demasía a los primeros en detrimento de los segundos. Lo que hacía posible esta distribución era la principal fuente del poder militar de la ciudad, la marina de ciudadanos, conformada abrumadoramente por los sectores pobres de la población ateniense, a diferencia de los bien armados hoplitas que dominaban los ejércitos de tierra.²² A los ojos del Viejo Oligarca estaba claro que, en cualquier país, quienes gozaran de una distinción²³ mayor se opondrían a la democracia, pues se consideraban receptáculos del decoro y el respeto por la justicia, y consideraban a sus inferiores sociales ignorantes, indisciplinados y violentos.²⁴ Frente a estas actitudes, la mayoría pobre de los ciudadanos está bien aconsejada para insistir en su oportunidad de compartir los cargos públicos de la ciudad y en su derecho de dirigirse a los otros ciudadanos cuando lo deseen,²⁵ y particularmente bien aconsejados para no distribuir al azar, entre el cuerpo ciudadano, los cargos públicos de los que depende la seguridad del pueblo,²⁶ el de general o el de capitán de caballería, sino mediante la elección popular de quienes estén mejor preparados para ocuparlos (de manera inevitable, los más ricos y poderosos).

    Para Pericles, a partir de las palabras que Tucídides pone en su boca, la democracia de Atenas era una forma de vivir juntos en libertad política, que ennoblecía la personalidad y refinaba la sensibilidad de toda una comunidad; desarrollaba vidas ricas en interés y satisfacción y protegía de manera eficiente a la comunidad al vivir estas vidas en grupo. Sería difícil pedir sensatamente algo más de cualquier conjunto de instituciones y prácticas políticas. En contraposición absoluta, para el Viejo Oligarca la democracia de Atenas era un sistema de poder fuerte pero cuyo carácter no edificante resultaba obvio, volvía sujetos de los más infames a los elementos más nobles de su sociedad, transfería las riquezas de forma intencional entre ellos y distribuía los medios de coacción de forma lúcida y determinada con el fin de cimentar este resultado y mantener el control sobre sus elementos más nobles. El pueblo, en efecto, no quiere ser esclavo en una ciudad bien gobernada, sino ser libre y tener el mando.²⁷ Nadie podía obviar el choque de estas visiones. Resulta más difícil evaluar en qué medida este conflicto era en verdad una cuestión de juicio y no sólo de gusto, y cuando verdaderamente era un problema de juicio, cuál expresaba mejor la forma en que realmente era la Atenas democrática.

    Cualquiera que intente considerar por sí mismo esta realidad se enfrenta con tres obstáculos muy diferentes. El primero es intrínseco de cualquier evaluación de la política de un lugar y un tiempo determinados, y se origina en la ambigüedad de la política misma, fundamentalmente en la tensión permanente entre sus dos elementos principales.²⁸ Cualquier comunidad política es una mezcla vaga e inestable de los propósitos humanos y de las consecuencias (principalmente accidentales) de sus acciones. Dichos propósitos pueden ser extremadamente limitados o pueden ser compartidos por un sector amplio, pueden brillar por uno o dos días o cuajarse en instituciones y normas de acción bien definidas y en nociones meticulosamente interpretadas de las razones por las que las instituciones y las normas son adecuadas o no lo son. Cualquier retrato de la política que se centre principalmente en las instituciones, en las prácticas y en los valores comienza por la cara oficial de una comunidad política y registra sus aspiraciones y pretensiones; por el contrario, un retrato que busque determinar cuál es el resultado del comportamiento de hombres y mujeres particulares seguramente mostrará esa misma comunidad bajo una luz menos optimista o generosa. Es muy probable que concluya que las aspiraciones enunciadas en sus actos oficiales suelen ser falsas, que sus instituciones chocan fuertemente con su justificación oficial y que los valores invocados para sancionar una línea de comportamiento político sobre otra no son más que herramientas para el engaño.²⁹ Sin embargo, lo cierto es que ningún retrato es suficiente por sí mismo y, por lo tanto, ninguno sobra del todo.³⁰ En el caso de Atenas, quizá de manera más clara que con el Zaire del general Mobutu o con el Reino Wahabita de Arabia Saudita, la necesidad de ambos es muy obvia.

    Los otros dos obstáculos que impiden ver la democracia ateniense como realmente era son menos intimidantes pero igualmente problemáticos. El primero es el carácter esporádico y continuamente caprichoso de la evidencia que hasta ahora tenemos a nuestra disposición; buena parte de ella no está compuesta por textos elaborados y descriptivos,³¹ sin embargo, toda se mantiene a la sombra de un pequeño número de textos muy sorprendentes, principalmente obras de historia, filosofía, teatro y oratoria; cada uno de ellos, de una forma u otra, insiste en un retrato de esa realidad tan distante y lo hace por razones propias, muchas de las cuales actualmente resulta difícil, o incluso imposible, identificar. Contamos con obras de una descripción institucional meticulosa, como La Constitución de Atenas de Aristóteles, comedias y tragedias que van de Esquilo a Aristófanes, historias inquisitivas que abarcan a Herodoto y a Tucídides, discursos apasionados y comprometidos de importantes defensores políticos como Demóstenes o Isócrates, investigaciones incomparables de Platón y Aristóteles sobre el significado de la vida humana y el lugar de la política en ella. En conjunto, estos textos vuelven impresionantemente claros algunos elementos, pero también excluyen muchos otros que ahora están por completo fuera de nuestro campo de visión. Estos grandes huecos en nuestro conocimiento no vuelven menos nítidas las realidades del pasado distante³² ni debilitan nuestras razones para esforzarnos por entenderlas lo mejor que podamos, pero nos proporcionan una advertencia saludable de lo fácil que siempre resultará engañarnos acerca las fuentes de nuestras opiniones sobre esas realidades: por qué las vemos en la forma en que lo hacemos y nos sentimos como nos

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