Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El Antiguo régimen y la Revolución
El Antiguo régimen y la Revolución
El Antiguo régimen y la Revolución
Libro electrónico439 páginas7 horas

El Antiguo régimen y la Revolución

Calificación: 4 de 5 estrellas

4/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Al destacar la continuidad que existe entre el Antiguo Régimen y los acontecimientos de 1789, Alexis de Tocqueville cuestiona, de manera implícita, el mito de la revolución. Poner en tela de juicio es la idea de que una ruptura radical con el pasado, haría posible construir un orden social sobre nuevas bases. Su tesis es que todo cambio social significativo debe entenderse como el resultado de un largo proceso histórico.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 feb 2012
ISBN9786071609113
El Antiguo régimen y la Revolución

Relacionado con El Antiguo régimen y la Revolución

Libros electrónicos relacionados

Ciencias sociales para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El Antiguo régimen y la Revolución

Calificación: 4.184931506849315 de 5 estrellas
4/5

73 clasificaciones1 comentario

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5
    I read this excellent first volume of de Tocqueville's planned history of the French Revolution (he didn't live to complete it, alas) in my senior year in college, in a senior seminar on the Russian Revolution. A thorough exegesis of why the French ancien regime was ripe for downfall in 1789.

Vista previa del libro

El Antiguo régimen y la Revolución - Alexis Tocqueville

El Antiguo Régimen

y la Revolución

Alexis de Tocqueville


Traducción de Jorge Ferreiro

Prefacio, tabla cronológica y bibliografía de Enrique Serrano Gómez

Introducción de J. P. Mayer

Primera edición en francés, 1967

Primera edición en español, 1996

Edición conmemorativa 70 Aniversario, 2006

Primera edición electrónica, 2012

Título original: L’ancien régime et la Révolution

© 1967, Éditions Gallimard, París, por la introducción de J. P. Mayer

ISBN 2-07-032299-8

D. R. © 2006, Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:

editorial@fondodeculturaeconomica.com

Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-0911-3

Hecho en México - Made in Mexico

Prefacio, tabla cronológica

y bibliografía

PREFACIO:

REVOLUCIÓN Y DEMOCRACIA

EN LA OBRA DE TOCQUEVILLE

La mayoría de los defensores y de los detractores de la Revolución francesa coinciden en que ésta implica una ruptura con el pasado. Para unos, es un acontecimiento con que comienza una etapa, en la cual la humanidad cambia el rumbo histórico y se dirige a la obtención de la libertad. Para otros, se trata de una catástrofe que, por cuestionar el principio de autoridad tradicional, propicia el terror y la anarquía. Tocqueville trasciende esta polémica, ya que afirma que la única manera de establecer el sentido de los sucesos de 1789 es vincularlos a los procesos sociales que les precedieron. Con ello destaca la continuidad que existe entre el Antiguo Régimen y la Revolución. […] por radical que haya sido la Revolución, innovó mucho menos de lo que en general se supone.[1]

Este cambio de perspectiva desconcertó a gran parte de los interlocutores e intérpretes de Tocqueville. Según algunos, cuestionar el carácter innovador de la Revolución es síntoma inequívoco de una convicción conservadora. Se llegó a ver en su posición teórica un ejemplo del cínico escepticismo frente a la capacidad transformadora de las acciones humanas que puede condensarse en la conocida paradoja que Tomasi de Lampedusa expone en su novela El gatopardo: Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. En contraste con ello, otro grupo de intérpretes niega que Tocqueville sea conservador y resalta la afinidad de este teórico con el liberalismo democrático de John Stuart Mill. El problema de estas interpretaciones es que son tan unilaterales como los juicios de aquellos que quieren hacer una apología o una diatriba de la Revolución francesa.

Como reacción ante los intentos de clasificar su postura dentro de los viejos esquemas políticos, el propio Tocqueville responde:

Se quiere hacer de mí un hombre de partido y yo no lo soy […]. Se me atribuyen alternativamente prejuicios aristocráticos o democráticos. Yo quizás habría tenido éstos si hubiese nacido en otro siglo o en otro país. Pero el azar de mi nacimiento me hizo muy fácil defenderme de los unos y de los otros. Yo vine al mundo al final de una larga revolución que, después de haber destruido al Estado antiguo, no había creado nada duradero. La aristocracia estaba ya muerta cuando yo comencé a vivir, y la democracia no existía todavía. Mi instinto no podía, pues, arrastrarme ciegamente ni hacia la una ni hacia la otra. Meditaba en un país que durante cuarenta años había ensayado un poco de todo sin detenerse definitivamente en nada. Yo no era, por tanto, presa fácil en cuestión de ilusiones políticas. Formando parte de la antigua aristocracia de mi patria, no tenía odio ni envidia naturales contra ella, y estando destruida esa aristocracia no tenía tampoco amor natural por ella, ya que no se adhiere uno fuertemente más que a lo que vive. Yo estaba bastante cerca de ella para conocerla bien y bastante lejos para juzgarla sin pasión. Otro tanto diré del elemento democrático. Ningún interés me creaba una inclinación natural hacia la democracia, ni había recibido de ella personalmente ninguna injuria. No tenía ningún motivo particular para amarla ni para odiarla, independientemente de los que me proporcionaba mi razón. En una palabra, estaba en tan perfecto equilibrio entre el pasado y el porvenir que no me sentía natural e instintivamente atraído ni hacia uno ni hacia el otro, y no he tenido necesidad de grandes esfuerzos para lanzar tranquilas miradas hacia los dos lados.[2]

Pero que Tocqueville rechace la acusación de poseer prejuicios aristocráticos o democráticos no quiere decir que pretenda asumir el papel de observador neutral, ajeno al conflicto de valores. Lo que sucede es que para este autor la opción política ya no se encuentra entre el principio aristocrático y el principio democrático de organización social, sino entre las diferentes opciones que ofrece este último. Por otra parte, al afirmar la existencia de diversas formas de democracia y democratización reconoce lo inapropiado de emitir un juicio de valor simple sobre la democracia en general. Desde el punto de vista de Tocqueville, la democratización es un proceso que presupone ciertos costos que pueden ser disminuidos si se rescatan algunas de las virtudes de las sociedades aristocráticas. Ello no implica un afán de restaurar el viejo orden sino un deseo de establecer los medios para enfrentar y controlar los riesgos inherentes a la dinámica de las transformaciones sociales.

Revolución y principios de organización social

Antes de adentrarnos en la reconstrucción de las tesis centrales de la teoría de Tocqueville, es preciso advertir que en sus trabajos el concepto revolución se utiliza en dos sentidos distintos. En primer lugar, el término revolución lo usa para calificar un cambio repentino del sistema político, más o menos violento, en que no sólo el grupo dominante se ve desplazado por otro sino también en que se producen cambios significativos en dicho subsistema social. Este sentido se manifiesta cuando habla de la Revolución francesa, de la revolución americana o de la revolución de 1848. En segundo lugar, en el aparato conceptual de Tocqueville, revolución también denota una transformación radical del principio de organización social, más o menos pacífica, que se realiza en un proceso histórico a largo plazo. Este uso se hace patente cuando el autor habla de la revolución democrática. Esta segunda acepción de revolución debe distinguirse de los conceptos de evolución y de reforma porque en ella no se desarrolla o se ajusta un principio de organización ya establecido, sino que se modifican radicalmente los fundamentos del orden institucional.

Tener en cuenta estos dos sentidos del concepto revolución nos permite acercarnos por primera vez a la tesis de Tocqueville sobre el carácter de la Revolución francesa. Para él los acontecimientos de 1789 representan una revolución política que tiene su causa profunda en la manera en que se desarrolló un proceso revolucionario más amplio, a lo largo de todo el Antiguo Régimen. Tocqueville quiere mostrar que la Revolución francesa fue un fenómeno violento por el cual se trató de adaptar el orden político al estado social que se había forjado lentamente, mediante lo que él llama una revolución democrática. Cabe señalar que para Tocqueville la revolución democrática no es un proceso exclusivo para la nación francesa sino un fenómeno común a diversos pueblos de la cultura occidental. Precisamente, en su viaje por los Estados Unidos de América, Tocqueville había observado que en ese país se podía apreciar con más claridad el sentido de esa revolución democrática, ya que en él no había existido un pasado feudal.

Una gran revolución democrática se palpa entre nosotros. Todos la ven; pero no todos la juzgan de la misma manera. Unos la consideran como una cosa nueva y, tomándola por un accidente, creen poder detenerla todavía; mientras otros la juzgan indestructible, porque les parece el hecho más continuo, el más antiguo y el más permanente que se conoce en la historia […]. Por doquiera se ha visto que los más diversos incidentes de la vida de los pueblos se inclinan en favor de la democracia. Todos los hombres la han ayudado con su esfuerzo: los que tenían el proyecto de colaborar para su advenimiento y los que no pensaban servirla; los que combatían por ella, y aun aquellos que se declaraban sus enemigos, todos fueron empujados confusamente hacia la misma vía, y todos trabajaron en común, algunos a pesar suyo y otros sin advertirlo, como ciegos instrumentos en las manos de Dios.[3]

Respecto a la situación de la revolución democrática en Francia, Tocqueville agrega lo siguiente:

No hay pueblos en Europa entre los cuales la gran revolución social que acabo de describir haya hecho más rápidos progresos que en el nuestro. Pero aquí siempre ha caminado al azar […]. Así, resultó que la revolución democrática se hizo en el cuerpo de la sociedad, sin que se consiguiese en las leyes, en las ideas, las costumbres y los hábitos, que era el cambio necesario para hacer esa revolución útil. Por tanto tenemos la democracia, sin aquello que atenúa sus vicios y hace resaltar sus ventajas naturales; y vemos ya los males que acarrea, cuando todavía ignoramos los bienes que puede darnos.[4]

En el concepto de revolución democrática que usa Tocqueville se encuentran implícitos, a su vez, dos sentidos de la noción democracia, a saber: 1) La democracia como principio de organización social, caracterizado por la igualdad de condiciones, y 2) La democracia como forma de gobierno, que tiene en el dogma de soberanía popular su determinación básica.[5] Tocqueville reconoce que entre estos dos significados de la democracia existe una estrecha relación; sin embargo, niega que el vínculo entre el estado social democrático y el gobierno democrático pueda entenderse en términos de una causalidad simple. Si bien es cierto que determinado grado de democratización de la sociedad es una condición para llegar a un gobierno democrático, también un gobierno democrático es un requisito para consolidar y profundizar en la organización democrática social. Por otro lado, como lo demuestra el caso francés, la revolución democrática en la sociedad no produce de manera automática un gobierno democrático. Para entender la compleja relación entre sociedad y gobierno en un orden democrático se requiere, como primer paso, determinar el principio de organización propio de estas sociedades.

Tocqueville caracteriza el principio democrático de organización social comparándolo con el principio aristocrático.[6] La organización aristocrática de la sociedad se basa en una estricta jerarquía, así como en un sistema de privilegios que se legitiman por la tradición. En el orden aristocrático la mayoría de sus miembros tiene un lugar y una función determinados en la estructura social, lo que otorga a esta última una gran estabilidad. Dependencia personal y lealtad son los aspectos esenciales de las relaciones entre los individuos. El subsistema político aristocrático se distingue, de acuerdo con Tocqueville, por el policentrismo del poder. La nobleza representa un contrapeso frente al monarca; éste es considerado el primus inter pares y no un poder soberano.

En oposición a las sociedades aristocráticas, el atributo esencial del principio democrático de organización social es la igualdad de condiciones. En una nota de viaje Tocqueville apunta lo siguiente:

Explicar en alguna parte lo que entiendo por siglos de democracia/ igualdad. No es ese tiempo quimérico en que todos los hombres son perfectamente parecidos e iguales, sino: 1) cuando lo sea una cantidad muy grande de ellos […] y cuando un número aún mayor esté a veces por encima, a veces por debajo, pero no muy lejos de la medida común; 2) cuando no haya clasificaciones permanentes de casta ni clase, ni barreras infranqueables o siquiera difíciles de franquear; de suerte que, aunque todos los hombres no sean iguales, puedan todos aspirar al mismo punto; […] de suerte que se haga [sentir] una norma común con la cual se midan los hombres por anticipado. Esto difunde el sentimiento de igualdad aun en un medio de condiciones desiguales.[7]

La igualdad de condiciones presupone la desaparición de las jerarquías y privilegios tradicionales que establecían barreras infranqueables entre los grupos sociales. Ello propicia la movilidad social y la aparición de una amplia clase media. Cuando emprendió la redacción de La democracia en América, Tocqueville realizó el siguiente esbozo de las características del principio aristocrático y el principio democrático de organización social, así como de la situación que imperaba en su tiempo, la cual, según él, constituye una fase intermedia:

Sistema aristocrático y monárquico. Nuestros padres.

Amor al Rey.

Aristocracia.

Fuerza individual contra la tiranía.

Creencias, devoción al deber, virtudes no civilizadas, instintos.

La idea del deber.

Tranquilidad del pueblo, debida a que no ve nada mejor.

Inmovilidad monárquica.

Fuerza y grandeza del Estado, que se logra por los esfuerzos constantes de pocas personas.

Sistema democrático y republicano.

Respeto por la ley; idea de los derechos.

Buena voluntad que deriva de la igualdad de derechos.

Asociación.

Interés bien entendido; ilustración.

Amor a la libertad.

Conciencia de los propios beneficios.

Movimiento regulado y progresivo de la democracia.

[Fuerza y grandeza del Estado] por los esfuerzos simultáneos de todos.

Situación actual.

Miedo a la autoridad, a la que se desprecia.

Guerra entre pobres y ricos; el egoísmo individual sin la fuerza.

Debilidad igual, sin poder colectivo (sin el poder de asociación).

Prejuicios sin creencias; ignorancia sin virtudes; doctrina del interés sin conocimiento, egoísmo imbécil.

Gusto por el abuso de la libertad.

Gente que no tiene el coraje de cambiar; la pasión de los hombres viejos.[8]

La revolución que conduce de las sociedades aristocráticas a las democráticas tiene sus raíces, según Tocqueville, en el ideal de igualdad, que la religión católica contribuyó de manera decisiva a difundir. Sin embargo, para que ese ideal comenzara a cambiar las costumbres y, de esta manera, los hombres llegaran a cuestionar las jerarquías tradicionales, se requirió de un largo proceso, que recibió un impulso definitivo en los albores de la modernidad. Entre los hechos que coadyuvaron a la expansión de la igualdad de condiciones Tocqueville menciona los siguientes: La Reforma, la secularización de la noción de igualdad por parte de los representantes del iusnaturalismo moderno, el desarrollo de una economía de mercado, la invención de la imprenta, los conflictos internos de la nobleza, la consolidación de un Estado soberano. Como podemos apreciar, la revolución democrática se da en todos los ámbitos de la sociedad. Para Tocqueville no es la acción de uno de estos ámbitos sino la interacción de todos ellos la causa del avance de la democratización.

En la introducción a La democracia en América se califica el desarrollo de la igualdad de condiciones como un hecho providencial que tiene las siguientes características: es universal, durable, escapa a la potestad humana y todos los acontecimientos, como todos los hombres, sirven para su desarrollo.[9] Esta caracterización de la revolución democrática nos lleva a preguntar por la concepción de la historia que subyace en la teoría de Tocqueville.

Historia y democratización

El iusnaturalismo moderno, al identificar lo racional con un conjunto de principios universales y necesarios, ajenos al devenir, creó un abismo entre razón e historia. El resultado de ello es que esta última fue considerada como el reino de lo contingente; expresión de la irracionalidad inherente a la conducta de los hombres. En contra de esta posición, la Ilustración se propuso extender el campo de la explicación racional a la dimensión histórica con el supuesto de que detrás del aparente caos histórico debía existir un orden. Como consecuencia de este intento de conciliar lo racional y lo histórico, surgieron, sustentadas en la noción de progreso, una multiplicidad de filosofías de la historia, de las que el sistema hegeliano representa el caso paradigmático.

El que Tocqueville califique la revolución democrática como un hecho providencial que escapa a la potestad de los hombres puede inducir a pensar que en él encontramos un ejemplo más de este tipo de filosofías de la historia. Pero existe una radical diferencia entre Tocqueville y las filosofías de la historia que conciben el devenir como un proceso teleológico predeterminado. Aunque Tocqueville comparte con Hegel el proyecto de considerar racionalmente la historia, el primero niega la posibilidad de alcanzar una perspectiva privilegiada, desde la que sería posible ofrecer una síntesis de la multiplicidad de puntos de vista existentes, o de encontrar un principio último del que podríamos deducir el sentido global de la historia. Tocqueville sostiene que la complejidad y la riqueza de la realidad no pueden ser agotadas por el saber y menos por una teoría particular.

Para Tocqueville el derrumbe del mundo aristocrático ya es un hecho, mientras que la revolución democrática se encuentra en marcha. Tener conciencia de los límites del conocimiento impide a este autor tratar de predecir el destino de esa revolución. Según su punto de vista, el rumbo que ha de tomar la democratización no se encuentra definido, sino que está permanentemente en juego. La democratización puede conducir a la sociedad a una igualdad en libertad o a una igualdad en una tiranía; ello dependerá, en última instancia, de la capacidad de acción política de los ciudadanos. En Tocqueville la vocación del político, que acepta la incertidumbre y los riesgos de la acción, triunfa sobre la vocación del filósofo que busca una certeza.

Si al principio de su libro sobre los Estados Unidos de América dice que la revolución democrática es un hecho providencial, al final afirma:

No ignoro que muchos de mis contemporáneos han pensado que los pueblos no son jamás dueños de sus acciones, y que obedecen necesariamente a no sé qué fuerza insuperable e ininteligible, que nace de los acontecimientos anteriores, de la raza, del suelo o del clima. Éstas son falsas y fútiles doctrinas, que no pueden jamás dejar de producir hombres débiles y naciones pusilánimes; la Providencia no ha creado el género humano ni enteramente independiente, ni completamente esclavo. Ha trazado, es verdad, alrededor de cada hombre, un círculo fatal de donde no puede salir; pero, en sus vastos límites, el hombre es poderoso y libre. Lo mismo ocurre con los pueblos. Las naciones de nuestros días no podrían hacer que en su seno las condiciones no sean iguales; pero depende de ellas que la igualdad las conduzca a la servidumbre o a la libertad, a las luces o a la barbarie, a la prosperidad o a la miseria.[10]

Negar que la visión racional de la historia implica una perspectiva trascendente, capaz de homogeneizar la pluralidad de posiciones que en ella intervienen, le permite a Tocqueville poner en tela de juicio la creencia ingenua en el Progreso. Es legítimo hablar de un progreso en relación con el avance técnico en la definición y desarrollo de los medios que nos permiten alcanzar ciertos fines dados, pero dicho concepto no puede aplicarse al ámbito de las valoraciones últimas. Por eso Tocqueville nunca recurre a la noción de progreso para calificar a la revolución que conduce del principio aristocrático al principio democrático de organización social. Que dicha revolución sea un progreso respecto a la meta de liberar a los hombres de sus lazos de dependencia no puede determinarse de antemano, ni puede ser tampoco una conquista definitiva de ese proceso.

Tocqueville es de la opinión que el esfuerzo de vincular lo racional y lo histórico no puede desembocar en un saber que confirme nuestras esperanzas o nuestros temores. Considerar de manera racional la historia nos sirve para describir el contexto en que actuamos y, dentro de los límites que se nos imponen, buscar los medios más adecuados para llegar a los fines que nos proponemos. El objetivo de este autor no es prever el curso de la revolución democrática sino motivar a los individuos para que incidan en ella con el fin de hacerla compatible con la libertad. Tocqueville no pretende fundamentar un juicio de valor definitivo sobre la revolución democrática sino determinar los obstáculos que surgen en ella y que ponen en peligro el éxito de la tarea de constituir un orden social compatible con la libertad individual. Tocqueville destaca tres de estos peligros: 1) la centralización del poder, 2) el individualismo, en el sentido de aislamiento de los individuos, y 3) la tiranía de la mayoría.

Centralización y despotismo administrativo

De acuerdo con los modelos que expone Tocqueville, las sociedades aristocráticas se distinguen por el policentrismo del poder; en cambio, en las sociedades democráticas existe una fuerte tendencia a la centralización del poder. En el examen de esta tendencia, Tocqueville destaca la existencia de dos tipos de centralización:

La centralización es una palabra que se repite sin cesar en nuestros días, y de la que nadie, en general, trata de precisar el sentido. Existen, sin embargo, dos clases de centralización muy distintas que importa conocer bien. Ciertos intereses son comunes a toda la nación, tales como la formulación de leyes generales y las relaciones del pueblo con los extranjeros. Otros intereses son especiales para ciertas partes de la nación, por ejemplo, los de las empresas comunales. Concentrar en el mismo lugar o en la misma mano el poder de dirigir a los primeros, es constituir lo que llamaré centralización gubernamental. Concentrar de la misma manera el poder de dirigir a los segundos, es fundar lo que llamaré centralización administrativa.[11]

La centralización gubernamental es la formación de un poder común capaz de instaurar y hacer respetar un orden jurídico general en la nación, así como de salvaguardar los intereses de ésta frente a las otras naciones. La centralización administrativa es la creación de un poder que interviene de manera constante en todos los asuntos particulares de las diversas comunidades nacionales. Aunque Tocqueville reconoce que ambas modalidades de centralización se atraen entre sí, su tesis consiste en afirmar que son distintas[12] y que su diferenciación es un requisito indispensable para constituir un gobierno que garantice la libertad de los ciudadanos. Lo que admira a Tocqueville del sistema federativo de los Estados Unidos de América es, precisamente, haber podido conjugar la centralización gubernamental con la descentralización administrativa. Es esta combinación la que permite que en ese país sea posible una amplia participación ciudadana en los asuntos públicos; la cual posibilita, a su vez, fortalecer el aspecto libertario del sistema democrático.

Tocqueville reconoce que la centralización administrativa puede lograr que un pueblo alcance de manera más rápida un fin determinado en una ocasión específica. Porque la centralización permite, en cierto momento, una mejor coordinación de las acciones. Sin embargo, de inmediato este autor agrega que a mediano y largo plazos la centralización administrativa debilita a la sociedad y la capacidad de su aparato administrativo. Ello se debe a varias razones. En primer lugar, un poder central, por más ilustrado y capaz que sea, no puede abarcar por sí solo todos los detalles de una sociedad compleja, lo que hace que la eficiencia esporádica se convierta muy pronto en ineficiencia endémica.

Para tratar de superar sus deficiencias, la administración central crea nuevas instancias o dependencias, así como nuevos procedimientos. Pero en la medida en que se mantiene la concentración del poder, dichas instancias y procedimientos proliferan de manera proporcional a los problemas sociales sin que éstos se resuelvan. Por lo contrario, el crecimiento patológico del aparato administrativo dificulta, cada vez más, la busca e implantación de soluciones. Todo asunto local tiene que ser llevado a través de una multiplicidad de organismos administrativos hasta llegar al poder central, para después volver por el mismo camino hasta su lugar de origen. De esta manera, la realización de proyectos y políticas administrativas se ve obstaculizada en un laberinto burocrático. Si bien es cierto que la complejidad de las sociedades modernas requiere una administración especializada, la centralización del poder mantiene la incapacidad de acción frente a esa complejidad.

En segundo lugar, la centralización administrativa acentúa la tendencia a que la burocracia deje de ser un medio para convertirse en un fin en sí misma. Como casi todas las cosas dañinas de este mundo, es fácil provocar una centralización administrativa, pero es muy difícil vencerla o superarla. El conde Hervé de Tocqueville ya había advertido a su hijo Alexis lo siguiente:

Existen demasiadas personas que se aprovechan de la centralización, o que gozan de una posición [en la burocracia centralizada] que en vano buscarían en otro sitio, como para que durante largo tiempo no se puedan desarraigar estos abusos. Esta gente ha establecido como artículo de fe que nada se hace bien, excepto por el Gobierno, y defenderá obstinadamente este dogma.[13]

En tercer lugar, la centralización administrativa hace que los hombres pierdan la capacidad de gestar sus propios intereses. La dependencia de los ciudadanos frente al gobierno central crece en la misma medida en que aumenta el control de este último sobre los primeros. Los individuos se acostumbran a pedir soluciones al Estado, pero, al mismo tiempo, a mantener una actitud pasiva. Esta pasividad del pueblo —que representa la realización del sueño de todo tirano— se revierte en contra del propio sistema administrativo estatal, ya que éste ve aumentar y hacerse más ostensible su incapacidad por una sobrecarga de las demandas populares.

Además, en relación con la centralización administrativa, no sólo está en juego una cuestión de eficiencia; también se plantea el problema del surgimiento de una nueva forma de dominación. Conforme se consolidan las sociedades democráticas, el poder del Estado tiende a trasladarse paulatinamente a su sistema administrativo, el cual tiende a intervenir cada vez más en un mayor número de ámbitos sociales.

Los ciudadanos están sujetos a la vigilancia de la administración pública, y son arrastrados insensiblemente y como sin saberlo a sacrificarle todos los días alguna nueva parte de su independencia individual; los mismos hombres, que de cuando en cuando derriban un trono y pisotean la autoridad de los reyes, se someten sin resistencia cada vez más a los menores caprichos de cualquier empleado.[14]

Si con la revolución democrática los individuos logran liberarse del sistema de privilegios feudales que imponían el dominio personal de la aristocracia, ello no significa, de manera necesaria, que se alcance la libertad. Por lo contrario, en la organización burocrática de estas sociedades se gesta una dominación impersonal que puede llegar a ser más agobiante que la anterior o, por lo menos, más resistente. El despotismo administrativo

no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y las dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin, a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el gobernante.[15]

Individualismo y Tiranía de la mayoría

El reverso de la centralización y despotismo administrativos es el aislamiento de los ciudadanos. Si los primeros significan el fortalecimiento de los poderes sociales, el segundo lleva al debilitamiento de los individuos. La destrucción de los lazos y las organizaciones tradicionales, causada por la expansión de la igualdad de condiciones, favorece la dispersión de los individuos.

A medida que las condiciones se igualan, se encuentra un mayor número de individuos que, no siendo bastante ricos ni poderosos para ejercer una gran influencia en la suerte de sus semejantes, han adquirido, sin embargo, o han conservado, bastantes luces y bienes para satisfacerse a ellos mismos. No deben nada a nadie; no esperan, por decirlo así, nada de nadie; se habitúan a considerarse siempre aisladamente y se figuran que su destino está en sus manos. Así, la democracia no solamente hace olvidar a cada hombre a sus abuelos; además, le oculta sus descendientes y lo separa de sus contemporáneos. Lo conduce sin cesar hacia sí mismo y amenaza con encerrarlo en la soledad de su propio corazón.[16]

A lo largo de toda su obra Tocqueville plantea la ambigüedad que encierra el individualismo moderno.[17] Por un lado, hay la posibilidad de que los individuos se liberen de las autoridades tradicionales y aprendan a servirse de su razón y a confiar en sus propias fuerzas para conducir sus asuntos. Pero, por el otro lado, el aislamiento de cada individuo lo deja inerme frente a los nuevos poderes sociales, que amenazan su libertad recién conquistada. Tocqueville encuentra que esta ambigüedad del individualismo está inscrita ya en el ideal de igualdad que define a las sociedades democráticas. Si el valor de la igualdad hace que cada ciudadano niegue la superioridad de algunos de sus semejantes, lo que permite el derrumbe de las jerarquías aristocráticas, también tiene como efecto que se agudicen la desconfianza y la hostilidad entre los pares. La multiplicidad de individuos aislados y extraños entre sí se inclina a confiar sólo en un poder central y despersonalizado. El resultado es una sociedad civil atomizada frente a un Estado omnipotente.

La familia se convierte en el último refugio comunitario de las sociedades modernas.

Retirado cada uno aparte, vive como extraño al destino de todos los demás, y sus hijos y sus amigos particulares forman para él toda la especie humana: se halla al lado de sus conciudadanos, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe sino en sí mismo y para él solo, y si bien le queda una familia, puede decirse que no tiene patria. Sobre éstos se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, se asemejaría al poder paterno, si como él tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, al contrario, no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Trabaja en su felicidad, mas pretende ser el único agente y el único árbitro de ella; provee a su seguridad y a sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, arregla sus sucesiones, divide sus herencias y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir.[18]

Encerrados en el estrecho mundo familiar, los individuos reducen su contacto con la esfera pública a buscar bienes y experiencias que satisfagan sus necesidades y los distraigan de sus rutinas. Se ven condenados a transitar de adquisición en adquisición, de experiencia en experiencia, mientras crecen su frustración y su hastío. La esfera privada, reducida al espacio íntimo, deja de ser uno de los polos entre los que se suceden las acciones libres, para transformarse en una prisión agobiante. El afán de seguridad se convierte en el anhelo dominante de estos átomos humanos; pero su aislamiento les impide incluso tener los medios para realizar ese único deseo.

En esta clase de sociedades [las democráticas], donde nada es fijo, todos se sienten constantemente aguijoneados por el temor a descender y el ardor de ascender; y como el dinero, al mismo tiempo que se ha convertido en el signo principal que clasifica y distingue a los hombres entre sí, ha adquirido una movilidad singular, pasando sin cesar de mano en mano, transformando la condición de los individuos, encumbrando o abatiendo a las familias, casi no hay persona que no se sienta obligada a realizar un esfuerzo desesperado y continuo por conservarlo o por adquirirlo. Por consiguiente, el ansia de enriquecerse al precio que sea, el gusto por los negocios, el amor por la ganancia, la búsqueda del bienestar y de los placeres materiales son las pasiones más comunes. Éstas se extienden fácilmente a todas las clases, penetran incluso en aquellas que hasta entonces habían sido las más extrañas y pronto lograrían enervar y degradar a la nación entera, de no acudir algo que las contuviera. Ahora bien, en la misma esencia del despotismo está favorecerlas y propagarlas. Estas pasiones debilitantes vienen en su ayuda, pues desvían y alejan la imaginación de los hombres de los asuntos públicos y los hacen temblar ante la sola idea de las revoluciones.[19]

Tocqueville anticipa varios aspectos de lo que más tarde se denominará sociedad de masas. En primer lugar, destaca que la masificación de la sociedad no es únicamente un cambio cuantitativo, sino, de manera esencial, una transformación cualitativa de la sociedad. Las masas surgen cuando en el mundo social se pierden las asociaciones y poderes intermedios que permitían una organización autónoma de los individuos, así como una mediación entre sus identidades particulares y la identidad de la sociedad. Son los individuos aislados, en un espacio público homogeneizado, los que conforman las masas.

Como su nombre lo indica, las masas son susceptibles de ser moldeadas, manipuladas y encauzadas, pero no de proponer y realizar una iniciativa propia. Los seres que las constituyen son todos iguales porque están homogeneizados por un poder tutelar. El control y la manipulación de las masas no sólo provienen de la élite que controla el poder estatal, también son una consecuencia de su propia dinámica. La homogeneización del espacio público, producida por la centralización del poder, hace muy difícil, cuando no imposible, la confrontación de opiniones y el desarrollo de la actividad crítica. Con ello se atenta contra la pluralidad del mundo humano y se tiende a uniformar la visión del mundo que guía a las masas con el dogma de que hay más luz y cordura en muchos hombres reunidos que en uno solo. Es este dogma el que otorga a la mayoría una autoridad moral irresistible en detrimento de la libertad individual.

Cuando las condiciones son desiguales y los hombres diferentes, hay algunos individuos muy ilustrados y poderosos por su inteligencia, y una multitud muy ignorante y harto limitada […]. En los siglos de igualdad sucede lo contrario, porque a medida que los ciudadanos se hacen más iguales, disminuye la inclinación de cada uno a creer

¿Disfrutas la vista previa?
Página 1 de 1