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Identidades lingüísticas en la España autonómica
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Identidades lingüísticas en la España autonómica

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Este volumen reúne las contribuciones presentadas a un coloquio organizado por la Sociedad Suiza de Estudios Hispánicos en la Universidad de Zúrich en otoño de 1997. Suiza es un país particularmente sensible a las cuestiones lingüísticas, y siempre ha sido considerado como un modelo para tratar las situaciones de contacto plurilingüe, evitando que se conviertan en conflictos. Entre los participantes de las jornadas de Zúrich se se incluyen no sólo lingüistas, sino también representantes de las políticas lingüísticas respectivas, todos ellos especialistas internacionalmente reconocidos. Así, las perspectivas de la teoría sociolingüística y de la implementación glotopolítica concreta se complementan. Otra particularidad del presente volumen reside en el hecho de que no sólo se analiza la situación de las regiones con lengua propia, sino también la de Andalucía; el andaluz evidentemente no es "lengua minoritaria", pero se ha convertido en un símbolo de una autonomía cada vez más consciente de su propio valor.
El volumen pretende dar una imagen de la situación lingüística en España en este cambio de siglo; al mismo tiempo quiere contribuir a un debate que es decisivo en la política española actual y futura.
La España democrática y autonómica del postfranquismo es el Estado europeo que más abiertamente ha aceptado su condición de plurilingüismo interno. Las lenguas minoritarias, oprimidas durante decenios, han vuelto a ocupar un rango social fuera de lo común y reciben una atención pública desconocida en otros países, incluso en los de tradiciones democráticas ininterrumpidas. El status de cooficialidad del que gozan tanto el catalán como el vasco y el gallego han empezado a dar sus frutos durante las dos últimas décadas. España y sus regiones con lengua propia se han convertido así en un modelo que se observa, y que a veces se imita, en varias partes del mundo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2014
ISBN9783865278456
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    Identidades lingüísticas en la España autonómica - Iberoamericana Editorial Vervuert

    Zúrich

    Cuatro idiomas para un Estado - ¿cuántos para una Región Autónoma?

    Observaciones acerca del debate sobre plurilingüismo y política lingüística en España

    CHRISTINE BIERBACH

    Universidad de Mannheim

    Cuatro idiomas para un Estado, éste fue el título programático de un ensayo del sociolingüista valenciano Rafael Lluís Ninyoles, publicado hace ya más de veinte años, en 1977, recién recuperadas las libertades políticas y lingüísticas. Títuloprograma que a muchos entre nosotros, lingüistas europeos, observadores y simpatizantes del proceso democrático ibérico y, desde luego, partisanos del pluralismo lingüístico, nos pareció muy apropiado, dado que tal era, y es, como percibimos desde el extranjero —y digamos, con una visión optimista— la realidad lingüística actual del Estado español: España ha pasado en pocos años de un monolingüismo oficial férreo, impuesto por la dictadura franquista, a un Estado plurilingüe, moderno y liberal; se ha convertido así en algo como una segunda Suiza. Esto parece casi un milagro en pleno siglo XX, en el cual, siendo como es, parece inverosímil que pudieran cambiar unas situaciones lingüísticas establecidas y, en particular, unas relaciones de fuerza entre una gran lengua nacional —la tercera del mundo, por su importancia demográfica y territorial— y unas lenguas minoritarias, declaradas ya moribundas o, lo que resulta lo mismo, convertidas en meros adornos folklóricos de un provincialismo anticuado. España se ha convertido al mismo tiempo en una especie de El Dorado para muchos sociolingüistas forasteros, aficionados del pluralismo y/o contacto lingüísticos, con todas sus implicaciones históricas, estructurales, sociales y políticas.¹

    Hasta aquí este aspecto jubilante que celebra desde una perspectiva exterior y ya un poco histórica en el ejemplo de la España democrática la recuperación de un patrimonio lingüístico europeo que se creía ya casi perdido —cuando no se ignoraba sencillamente—. Como he sugerido arriba, las/los hispanistas solemos hoy día presentar España a nuestros estudiantes, por ejemplo, en los cursos de introducción a la lingüística, como un Estado con cuatro lenguas.² Huelga decir que esto representa un cambio radical en relación a lo que se enseñaba a generaciones de estudiantes anteriores, cuando muchos de nosotros aprendíamos que la lengua de España era obviamente el español y que el el resto eran dialectos. Si se oían o leían los vocablos catalán o gallego, o más bien galaico-portugués, era en relación con la historia medieval: Cantigas de Santa María y romances peninsulares, Ausgliederung o repartición de los dialectos ibéricos, pero de ningún modo se relacionaban con una práctica y unos problemas actuales. Pues bien, hoy en día sí que solemos hablar de cuatro lenguas, pero apenas conquistado este avance de realismo y precisión, nos damos cuenta de que las cosas, miradas de cerca, son más complicadas.

    1   El plurilingüismo ante la Constitución de 1978

    Nos lo pudo enseñar ya una ojeada a la Constitución Española de 1978, la que justamente celebrábamos —y celebramos— como base y marco legal del salto cualitativo de Estado monolítico y monolingüe al pluralismo. En la Constitución, como todos sabemos, nada se dice de cuatro (ni de ninguna cifra precisa), sino:

    Es decir: la única lengua que se nombra explícitamente es la castellana. Las demás lenguas ni se nombran, ni se cifran; además, los términos de referencia varían entre lenguas (en 3.2) y modalidades lingüísticas (en 3.3), dando a entender, sin embargo, que las lenguas pueden ser oficiales, mientras que las modalidades gozan simplemente de respeto y protección, sin precisar lo que esto puede implicar legal y concretamente. Así, lo que se manifiesta, a primera vista, como actitud legislativa sumamente pluralista y liberal, fomenta al mismo tiempo la incertidumbre y la confusión (lo que, por cierto, ha sido comentado ampliamente por parte de publicistas y eruditos críticos de las Comunidades Autónomas).

    Obviamente, estas fórmulas responden a un debate ya en retroceso, con focos conflictivos conocidos, y dejan al arbitrio de las Comunidades el definir o denominar su respectiva lengua —si se trata de otra que la castellana— y de (auto)determinar su modelo de (co)oficialidad. Al mismo tiempo la constitución atribuye a diecisiete regiones el estatus de Comunidad Autónoma y evita así la referencia a las naciones históricas, convirtiéndolas en nacionalidades, concepto menos comprometedor (cf., entre otros, Koppelberg 1991, Kremnitz 1991: 93ss., Stegmann 1981), y equiparándolas a regiones geográfíco-administrativas como las demás. Medida profiláctica tanto para frenar evoluciones separatistas, como para impedir soluciones federalistas verdaderas, que sus críticos calificaron de autonomía descafeinada.³ Además, al declarar también las modalidades lingüísticas patrimonio cultural, objeto de protección y respeto, más que respaldar las variedades o comunidades lingüísticas menores sin consciencia tradicional de lengua propia (como podría ser el caso del aranés, por ejemplo, o del bable asturiano), esta fórmula contribuye a fomentar el secesionismo dentro de las lenguas históricas a través de sus variedades dialectales, y puede llegar a cementar y legitimar los procesos de dialectalización o, mejor dicho, las ideologías dialectalizantes, fomentadas y aprovechadas ya por la política lingüística del franquismo (y —no hay que olvidarlo— iniciadas ya mucho antes), en detrimento de la unidad y normalización de lenguas como la catalana —tal como lo presenciamos actualmente con la cuestión valenciana— o el euskera. No quiero insinuar que ésta hubiera sido realmente la intención política del legislador, pero de todos modos, tenemos aquí uno de los problemas clave que complica la visión de las cuatro lenguas, o de cuatro comunidades lingüísticas, para el Estado español, visión en la cual coincidimos, los filólogos hispanistas, y nacionalistas catalanes, vascos y gallegos.

    Por cierto, difícilmente hubiera sido posible —políticamente— una fórmula alternativa, más precisa —y legítima, desde un punto de vista meramente lingüístico—, sin provocar la guerre des langues (L.-J. Calvet 1987), la guerra civil lingüística. Cabe admitir que la fórmula abierta de las demás lenguas españolas, además del enorme progreso que representa por reconocer la existencia de más de una lengua española, es también salomónica, en cuanto no prejuzga a ninguna lengua, y democrática, en cuanto pasa la responsabilidad práctica de selección, definición y tratamiento de las lenguas a los mismos miembros de las Comunidades. Además, la formulación abre también una puerta a aquellas Autonomías que, sin experiencia normalizadora previa, pero entradas en un proceso de conscienciación, quieran elaborar un programa de protección y promoción dentro de los Estatutos de las respectivas Comunidades Autónomas, como, por ejemplo, en los casos del aranés o del bable. Y es precisamente a las Comunidades a quienes incumbe establecer el estatus y el papel social de las variedades regionales relevantes.

    2   Modalidades lingüísticas como prendas políticas: viva la confusión (y muera la lengua)!

    Hay que reconocer, no obstante, los enormes problemas que esta apertura, o consagración de modalidades conlleva en el proceso de normalización de las lenguas cooficiales. Así, por ejemplo, para el caso quizá más conflictivo, el de Valencia, se confirma la posición particularista de un debate ya secular, bastante absurdo, sobre el valenciano, negando su catalanidad histórica y estructural. Es ésta una posición que a fin de cuentas no puede hacer otra cosa que reducir aún más el prestigio, ya precario, de esta modalidad regional, y que a la larga, sólo sirve a la opción alternativa, es decir, la castellana.⁴ Parece que el debate político valenciano haya implantado con bastante éxito el confusionismo lingüístico (tal como no han dejado de criticar autores valencianos competentes como Aracil, Fuster, V. Pitarch y otros). Según testimonio de unos observadores más ingenuos —como lo son, en ocurrencia, unos estudiantes alemanes que han pasado un semestre de intercambio en la Universidad de Valencia— se constataba con asombro que en esa Universidad se hablaba y enseñaba en tres lenguas: ¡en castellano, en catalán y en valenciano! Ante tal alternativa, no es difícil de adivinar la preferencia de estos estudiantes, y, tal vez, de otros más.

    Considerando, pues, estos problemas, y ante la pregunta formulada en el título, he aquí una primera respuesta, evidentemente no muy satisfactoria, más bien síntoma de que el conflicto lingüístico entre la periferia y el centro se ha doblado, o sea reformulado, como conflicto interno entre las comunidades periféricas, resultando en enfrentamientos entre tendencias localistas y (el espectro de) un nuevo centralismo periférico, el llamado imperialisme barceloní. Enfrentamiento interno, pues, que se repite, con menos fulgor tal vez, pero con efectos igualmente nefastos, en las Islas Baleares. Es éste, en mi opinión y también en la de otros lingüistas autóctonos o forasteros, un frente artificial y falso, dado que desde un punto de vista lingüístico es perfectamente compatible reconocer la diferencia —las modalidades regionales— y optar por la unidad básica de la lengua, una norma común con ciertos rasgos diferenciales, tal como ya existe para el área del catalán. Más que de una cuestión de exactitud, o de defensa y protección lingüística, aquí se trata, de que la lengua sirva de instrumento de capitalización política e ideológica, como es el caso del valenciano.

    Aunque no nos incumbe a nosotros, los observadores extranjeros y tal vez simpatizantes, de dar consejos a quienes son muy capaces de analizar su situación por sí mismos y de actuar de manera apropiada, permítaseme recordar el caso, lingüísticamente parecido, de los países germanófonos: aunque somos todos muy conscientes de las diferencias fonéticas, léxicas y, en menor grado, morfológico-gramaticales, las variedades alemanas de Austria, Suiza y Alemania comparten una norma escrita y, hasta cierto punto, un estándar oral que permite identificar regionalmente al hablante sin que se cuestione la consciencia de que se trata de la la misma lengua. Un austriaco, según el contexto, hablará alto alemán —hochdeutsch— o tirolés, sabiendo que el tirolés es una variedad alemana y que su lengua materna es el alemán, aunque odie a los prusianos. Es decir, se distingue claramente entre el término político —denominación de la pertenencia nacional: austriaca— y el lingüístico —lengua alemana—. En Suiza, para distinguir entre la modalidad nacional y la norma común, supranacional, se han creado los términos diferenciadores schwyzerdütsch, con sus hipónimos regionales y locales, y hochdeutsch; y aunque las diferencias étnico-culturales y políticas sean muy acusadas y las lingüísticas, muchísimo más que dentro del dominio catalán, por ejemplo, no creo que nadie niegue la pertenencia al prototipo lingüístico alemán. Pero tal vez estas clarividencias cuesten menos, cuando hay fronteras nacionales en medio que confirman y aseguran la autonomía política.

    Una diferencia importante entre el caso del área germánica y el catalán, el vasco o el gallego es que en nuestro caso no hay otra lengua nacional superpuesta que pueda servir de alternativa a la propia, es decir, aunque hubiera controversia lingüística, sería sin consecuencia para el mantenimiento de la lengua territorial. Algo similar caracteriza el debate sobre castellano, español, argentino, etc., en Hispanoámerica, un debate meramente ideológico, sin consecuencias tajantes para la lengua (cf. el ya clásico estudio de A. Alonso 1943).

    El problema en España tiene actualmente una mayor transcendencia, sobre todo teniendo en cuenta el proceso de substitución lingüística (es decir, castellanización) ya muy avanzado; y estoy de acuerdo con nuestros colegas valencianos y catalanes (como Fuster, Sanchis Guarner, Pitarch etc.) que ven en el debate blavero, jugando la carta de la (legítima) cuestión de identidad cultural e histórica, un gran obstáculo para la normalización lingüística en el País Valencià.

    Entonces, respondiendo a la otra mitad de la pregunta —¿cuántos idiomas para una Región Autónoma?—, conforme a los debates actuales se puede concluir: uno, dos, tres o más según el criterio, la creencia, el concepto de la relación entre el Estado, la nación y la lengua o la variedad lingüística. Aunque una respuesta sensata y conforme a la Constitución podría ser sencillamente: la lengua oficial del Estado y la lengua territorial⁵; y cuando ésta trasciende el territorio administrativo de la comunidad autónoma, como es el caso de todas las lenguas históricas españolas, no debería haber otras consecuencias que las que hay en el caso de lengua oficial castellana, cuyo territorio trasciende también, obviamente, las fronteras administrativas de las CCAA castellanas, sin que se plantee el problema de una denominación y unas normas lingüísticas divergentes.⁶

    Las realidades, sin embargo, son más complejas, por lo menos en cuanto a la percepción y consciencia político-lingüística de las correspondientes Comunidades. Además de examinar cada caso particular respetando a los grupos lingüísticos presentes, actualmente cabe, ante todo, plantear los conceptos de norma y normalización y sus relaciones con la variabilidad lingüística.

    3   Normalización: lucha de lenguas o conflicto lingüístico?

    En un artículo reciente, Bossong (1996) discute de manera muy aclaradora la estrecha relación entre todo proceso de normalización lingüística y formación o (auto)definición nacional. La fijación de normas explícitas para el uso escrito, y, en consecuencia, hasta cierto punto también para el oral, implica lógicamente la idea de unidad y uniformidad lingüística con respecto a un territorio definido y delimitado. Este concepto de territorio suele coincidir en el caso de las grandes lenguas europeas con el Estado-nación y con la lengua de la(s) clase(s) dirigente(s) —o sea, del entorno del monarca, normalmente, en la historia europea—, sin tener en cuenta a los grupos alófonos.

    Históricamente, el proceso de toma de (auto)consciencia lingüística conduce a la intervención estatal o institucional sobre la forma de la lengua, y su control sucesivo. Esta intervención se impone sobre el desarrollo libre y natural de la(s) lengua(s), y margina al mismo tiempo todos los elementos y hablantes no conformes. Se trata de procesos que han estado intrínsecamente ligados a la formación de la idea moderna de la nación o, más exactamente, a la formación de la identidad entre Estado y nación, basada en la convergencia de la unidad territorial con la política, administrativa y jurídica, y tal vez étnica y cultural (Bossong 1996:611).

    Lógicamente, estos procesos no podían ser otra cosa que conflictivos, como lo evidencian de manera diferenciada los ejemplos europeos. Sin embargo, Bossong propone distinguir, en este contexto, entre lucha y conflicto de lenguas: el primer término se refiere a los procesos —violentos— cuando una lengua (la del vencedor o grupo dominante) suplanta a otra (marginada y progresivamente substituida).⁸ El conflicto lingüístico, según Bossong, implica la posibilidad de elección —choix—, de elección voluntaria de una variedad o forma lingüística en vez de otra, concepto, pues, relacionado estrechamente con el de norma lingüística.⁹

    No sé si esta distinción es aplicable efectivamente a la situación española, de la cual estamos tratando aquí, y que implica, de todas maneras, ambos aspectos. Precisamente, los sociolingüistas catalanes han insistido en el carácter conflictivo de la situación lingüística de las minorías, o sea, del bilingüismo social de los correspondientes grupos. Históricamente, bajo la perspectiva de la longue durée, estamos evidentemente ante los resultados de un proceso de lucha que ya ha cambiado profundamente el paisaje lingüístico de la Península Ibérica (¡pensemos solamente en el retroceso del dominio lingüístico vasco!), pero esta lucha tampoco tuvo, en el curso de su historia, siempre claros frentes entre vencedores —Castilla— y vencidos —las otras entidades políticas y/o lingüísticas—, sino que también en momentos de relativa autonomía política como, por ejemplo, bajo la Corona de Aragón, hubo conflictos, en el sentido definido arriba, de selección lingüística por decisión voluntaria —aunque bajo la influencia de la creciente hegemonía política y cultural del castellano—. Estos conflictos, descritos tal vez con más precisión para el caso valenciano (Aracil (1966), Ninyoles (1969/1978)), contribuyen a explicar los dilemas identitarios y lingüísticos actuales.

    Enfocando de nuevo el presente, con sus síntomas de lucha y de conflicto, podemos concretizar estos conceptos en términos de perspectiva (macro/micro; exterior/interior): Cuando hablo de lucha me pongo a nivel macro, o sea de toda la comunidad lingüística o, más bien, del enfrentamiento entre dos comunidades lingüísticas, pues las lenguas mismas no luchan, y defino un frente exterior, la otra lengua como adversario, en torno a la cuestión: ¿se impone la lengua A (dominante, exterior) o la lengua B (arraigada históricamente) en un territorio x? Desde una perspectiva micro, es decir, del hablante concreto, e interior a la comunidad respectiva, se plantean cuestiones tanto con respecto a la selección como a la forma de la lengua:

    ¿Qué lengua elegir —tanto como decisión global, de principio, como decisión circunstancial, dependiente de la situación de comunicación—?

    ¿Qué lengua conviene (más) en una situación x?

    ¿Qué forma de la lengua (ya sea A o B, suponiendo que el hablante tenga acceso a las dos) es correcta y/o apropiada?¹⁰

    Las decisiones que se han de tomar en este contexto conciernen todos los aspectos y niveles lingüísticos: el modo de escribir (ortografía) y pronunciar, la morfología, la gramática, el nivel estilístico y, finalmente, a nivel pragmático, la opción entre un modelo monolingüe y otro bilingüe en la comunicación, practicando el code-switching o el transfer de elementos de una lengua a otra, por ejemplo.

    Visto así, lucha y conflicto se presentan como dos caras de la misma moneda, ambas relacionadas con el proceso actual de normalización, tal como la definen las minorías lingüísticas. Para ilustrar y concretizar los aspectos mencionados me voy a referir a continuación al caso catalán, en particular al de Catalunya, que es el que mejor conozco y el que más publicidad —y tal vez polémica— ha suscitado, ya que la lengua catalana parece ser, actualmente, la lengua minoritaria con más éxito a nivel europeo.¹¹

    3.1   Lucha de lenguas: frentes y litigios

    A pesar de las fórmulas de compromiso moderadas, tanto en la Constitución como en los Estatutos de las CC.AA. concernidas; subsiste la opinión en Catalunya y en el resto de España de que el proyecto lingüístico tal como lo articulan el modelo de cooficialidad del Estatuto catalán y la Ley de Normalización Lingüística de 1983 y sobre todo, las acciones institucionales que intentan ponerlo en práctica, va demasiado lejos y representa una amenaza para la lengua nacional, el

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