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En torno al sustantivo y adjetivo en el español actual: Aspectos cognitivos, semánticos, (morfo)sintácticos y lexicogenéticos
En torno al sustantivo y adjetivo en el español actual: Aspectos cognitivos, semánticos, (morfo)sintácticos y lexicogenéticos
En torno al sustantivo y adjetivo en el español actual: Aspectos cognitivos, semánticos, (morfo)sintácticos y lexicogenéticos
Libro electrónico949 páginas15 horas

En torno al sustantivo y adjetivo en el español actual: Aspectos cognitivos, semánticos, (morfo)sintácticos y lexicogenéticos

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En torno al sustantivo y adjetivo en el español actual: Aspectos cognitivos, semánticos, (morfo)sintácticos y lexicogenéticos, por Gerd Wotjak. Este libro de varios artículos dedicados al sustantivo y al adjetivo, presenta un panorama heterogéneo e enfoques y análisis del español actual en sus variedades argentina, chilena, cubana, mexicana y peninsular.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2014
ISBN9783865278425
En torno al sustantivo y adjetivo en el español actual: Aspectos cognitivos, semánticos, (morfo)sintácticos y lexicogenéticos

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    En torno al sustantivo y adjetivo en el español actual - Gerd Wotjak

    Wotjak

    ACERCA DE LA ESTRUCTURA SEMÁNTICA DEL SINTAGMA NOMINAL

    Ramón Trujillo

    1. El significado del nombre: el ejemplo de los continuos y discontinuos

    Llamaremos nombre –en español– a cualquier palabra que rija, o pueda regir, la persona de un verbo, el género de un adjetivo, o el número de uno o de otro. No existe una propiedad nominal simbólica en sentido estricto¹. En realidad, es la sintaxis la que decide, ya que no podemos hablar de contenidos sustantivos, adjetivos o verbales² más que a través de marcas sintácticas; se manifiesten éstas morfológicamente o no.

    Pese a la creencia general, ¿hay nombres simbólicos realmente? ¿No son primero nombres y luego simbólicos? La diferencia entre blanco y blancura, ¿es simbólica o es idiomática³? ¿Puede, en fin, haber palabras que sólo sean simbólicas? ¿Existe lo simbólico puro, es decir, esas cosas que llamamos sustancia de contenido, denotación, significado, referente, etc.? ¿En qué consiste, por ejemplo, lo simbólico en la palabra casa: es algo que se pueda separar del género o del número gramaticales que esta palabra posee?

    En cambio, parece evidente que la materia simbólica si se puede clasificar y subdividir, y, así, se habla de sustantivos concretos y abstractos, continuos y discontinuos, contables y no contables. ¿Pero hay sustancias concretas y abstractas como tales sustancias? ¿Se trata de objetos culturales, o, simplemente, de formas a priori de la percepción? ¿Son continuos en todas las lenguas nuestros "contenidos⁴ continuos ‘hierro’ o ‘agua’, o discontinuos" ‘libro’ u ‘hombre’, aunque, lingüísticamente, pueden tratarse hierro y agua como discontinuos –moldea un hierro, le falta un agua–, al tiempo que libro y hombre puedan pensarse como continuos –"no quiere apuntes; quiere libro, querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera es locura"? ¿Es un rasgo antropológico el de que, por ejemplo, sólo podamos captar la realidad, bien en forma de objetos – no de significados– discontinuos y, por tanto, previsiblemente infinitos en número –sillas, árboles, libros–, o bien en forma de objetos únicos, aunque compuestos por infinidad de partículas? ¿Tiene esto que ver con la creencia en la contraposición entre formas definidas –las mesas, por ejemplo, son definibles por ciertos datos físicos más o menos constantes– y formas no definidas –el agua no parece definible por un cierto aspecto físico regular, de la misma manera que le sucede a eso que designamos con la palabra igualdad?

    Curiosamente, estas formas definidas, que son puras abstracciones en forma de clases de cosas, no constituyen, evidentemente, entidades determinadas en la práctica, si no se produce la identificación de algún ejemplar concreto de la especie en cuestión (así, por ejemplo, de mesa se dirá que sólo designa la especie, pero no el individuo concreto, como en una mesa, esa mesa). Las formas no definidas, por el contrario, como no se conciben en forma de individuos separados ni separables, están, en la práctica, absolutamente determinadas, al no existir otros individuos –otras entidades– de la misma especie. Es muy posible que se trate de un universal de la percepción, según se refieran, bien a objetos fácilmente identificables por su forma física más o menos constante, como pasa con los discontinuos –i.e. mediante conceptos formados por propiedades visibles–, bien a objetos que no cumplan esa condición, es decir, que, aunque puedan reducirse a conceptos, sus propiedades distintivas no sean fácilmente visibles, como pasa con el vino o con la igualdad, que, al parecer, percibimos como continuos. No obstante, palabras como sol, que designan objetos únicos, pero con forma determinada, físicamente inconfundible, presentan los mismos efectos de sentido que los abstractos, continuos o de materia, en situaciones en que la visión cultural –antropológica– entra en conflicto con la determinación o la cuantifícación (en mucho sol, sol es referencialmente continuo⁵, y en salió el sol –o en las estrellas son otros tantos soles– referencialmente discontinuo).

    Todo esto no tiene nada que ver con el uso clasificador o genérico, por un lado, ni con el uso referencial, por otro, de los nombres, entendidos en este segundo caso como entidades individuales o, si se quiere, como los referentes de las expresiones en una situación concreta de habla. Creo que el ser continuo o discontinuo, que son nociones del ámbito de lo simbólico, sólo afecta a la interpretación de los nombres simbólicos, en función de la deixis de que sean objeto, ya que no hay que olvidar algo tan elemental como que en todo nombre hay deixis, porque si no fuera así, tampoco habría nombre, ni adjetivo ni verbo: he empezado diciendo que no existe la sustancia simbólica como tal, es decir, en sí misma, sino como el objeto de la determinación, es decir, de los signos gramaticales propiamente dichos o de los significados sintácticos.

    Ahora bien: si los llamados nombres no pueden tener más que esa naturaleza simbólica que se transforma en referente –real o mental– en cada acto de habla, difícil será que a la condición de continuos o de discontinuos pueda atribuirse naturaleza gramatical, ya que es de la gramática, en sentido estricto, de la que depende la visión continua o discontinua del ser de las cosas, con independencia de que esas cosas, como tales cosas, las hayamos incluido en alguna de las dos clases en que dividimos la materia simbolizable. Acabamos de ver cómo el discontinuo hombre se interpreta como una entidad individual, en el hombre venía muy cansado, o como una noción genérica, en el hombre es mortal, con independencia de que pueda aparecer sin determinante, como en el ejemplo de Manrique querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera es locura. En estos usos genéricos con y sin artículo, hay una diferencia, que no es la del inglés, pero que conviene analizar: el artículo significa la pertenencia a una serie existente, y, de ahí, su carácter anafórico: el hombre será un elemento de la serie aludida; hombre`, un elemento no seriado. Parece ser ésta la razón de que no se use normalmente en la posición de sujeto indeterminado preverbal: hombre es mortal, como cualquier ser vivo, animal es sentimiento, hombre, razón, zamuro nace blanco. El hombre de el hombre es mortal es denotativamente genérico, pero, al mismo tiempo, determinado como miembro de una serie. En cambio, el hombre de querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera… es también denotativamente genérico, pero no determinado como miembro de una serie, sino, simplemente, como nombre, mediante el género y el número. En ninguno de los dos casos es (el) hombre entidad individual, es decir, referencialmente determinado. Una cosa es la determinación en sí misma y otra, la determinación referencial, que no es más que una aplicación textual de la primera.

    2. ¿Qué es el sintagma nominal?

    Y, llegados a esto, encontramos que no puede haber sintagmas de núcleo simbólico, sustancial o referencial, ni sirve de nada definir eso que llamamos sintagma nominal como la unidad formada por un nombre [entiéndase ‘nombre simbólico’, claro está] más todos los elementos que inciden sobre él, como determinantes, adjetivos, cláusulas de relativo, sintagmas preposicionales, etc., porque el nombre escueto no existe. Aquel caballero de nunca fuera caballero… no es un nombre escueto; no es un nombre sin determinación gramatical. Lo que sucede es que posee una determinación diferente de la que tendría en {el, ese, un, cada} caballero, o, simplemente, en caballeros; pero no es un nombre sin determinación, es decir, sin ningún indicio de deixis situativa, porque, en tal caso, no tendría un lugar en el universo del discurso, ni sería siquiera un nombre. Ya lo he dicho: no existen los contenidos simbólicos, sino los referentes simbólicos de los signos gramaticales. Algo ha de tener ese caballero pelado para que sea nombre, que no es una "categoría de lo real", sino de la gramática. Por ahí hay que empezar.

    3. ¿Pertenece lo simbólico a la gramática?

    Pero si seguimos el criterio que sugiero, haremos desaparecer de la gramática todo lo simbólico; es decir, los llamados tradicionalmente sustantivos, adjetivos y verbos, para quedarnos tan sólo con elementos singulares –no con clases– de índole exclusivamente gramatical, como los demostrativosel, este, suyo, los cuantificadores como mucho, uno, alguno, o los morfemas de género, persona, número, tiempo, etc., que son, todos ellos, elementos que no forman una categoría⁷, sino que son, uno a uno, singularidades gramaticales. Pero si no hay sustantivos simbólicos –impensables en la gramática–, ¿cómo podremos hablar de sintagmas nominales que se definan a partir de núcleos de naturaleza simbólica y cómo explicar sintagmas como ella, tú mismo, los de aquí, el de ayer, unos con otros, nos ningunearon todos⁸, etc., sin que nos veamos obligados a la tarea imposible de hacer visibles ciertos objetos imaginarios invisibles? Porque un sintagma nominal tan indiscutible como los de aquí, aparte de no contener ningún elemento simbólico, sino sólo puntos inmateriales del espacio del universo del discurso, no esconde nada, pese a los que creen en la existencia de nombres simbólicos en la estructura profunda.

    Es muy importante, para empezar, dejar claro que no existen objetos invisibles en ningún texto, sino en la interpretación de un texto, que es algo muy diferente. Si sabemos de verdad qué es el significado y cuál el papel de la semántica en la estructura de una lengua, no tendremos dificultad en comprender que una expresión como los de aquí tiene la misma plenitud semántica –el mismo significado gramatical– que los hombres de aquí, y, sobre todo, que la diferencia entre ambas secuencias –de las que la segunda podría ser una de las infinitas interpretaciones válidas de la primera– no consiste en la gramática, sino en la naturaleza de la imagen que se produce en la mente del oyente, de acuerdo con las infinitas circunstancias reales en que la primera secuencia puede ser emitida, y de acuerdo, sobre todo, con los hábitos interpretativos de una colectividad determinada. El problema es que esas circunstancias reales no pueden inventariarse, ni predecirse, ni representarse mediante ningún modelo gramatical eficaz, por lo que han de ser desechadas. ‘Los hombres de aquí’ es una de las infinitas interpretaciones posibles de los de aquí, pero no una secuencia gramaticalmente diferente, más que si tomamos en consideración las cosas –de las que los lingüistas no sabemos nada en tanto que lingüista– en lugar de las palabras.

    4. E1 referente o la individualización del objeto

    Por ello, quizá no haya más remedio que separar lo referencial de lo propiamente semántico o idiomático, entendiendo que lo que yo llamo idiomático es lo que pertenece de manera exclusiva a cada lengua particular, lo que no puede reducirse ni a definiciones, ni a paráfrasis, ni a explicaciones que vayan más allá de las palabras concretas de cada texto; el dispositivo, en fin, que hace posible el mecanismo del pensamiento y de la comunicación. Pero, al margen de este dispositivo básico, está el mundo de las cosas –o de la realidad–, que es el objeto más frecuente de nuestra acción y lo que la mente del hombre ha considerado siempre –en su separación esencial–, como lo que está más allá; como lo que existe por sí mismo. La lengua es, sin duda, otra cosa, y otra cosa es la contrapartida de esta cosa. Cuando nos situamos en la otra cosa –en el lenguaje–, echamos en falta esta cosa: la realidad, que es nuestra fe más arraigada; el único santo en que todos creemos. La mente no puede conformarse con que los de aquí no sea, al mismo tiempo, esta cosa, es decir, algo que se puede materializar como realidad, o, si se quiere, como algo que no sea lenguaje. Pues aunque debiera parecer absurdo, nadie estará dispuesto a admitir que los de aquí no es más que lo que es. Y, sin embargo, ni es, ni puede ser, más que lo que es: el más lo ponemos nosotros. Sentimos la necesidad imperiosa de poner ese enunciado aquí y ahora, en una zona, creada por el lenguaje, que consideramos como la realidad y en la que no se hallan más que las cosas que existen de verdad, y no otras de naturaleza ideal o imaginaria, como acaso puedan parecemos las palabras⁹.

    Esta necesidad es, además, puramente lingüística. Poner algo aquí, donde estoy yo, en este momento; conocer su cantidad o su extensión, etc., son exigencias perentorias de nuestra mente (o de nuestra mente-lenguaje): y no es casualidad que esas exigencias se reduzcan a las palabras puras, entre las que están tanto aquí, yo, este, que, donde, ayer, mañana, tres, mucho, etc., como los signos inferiores a la palabra, esto es, los prefijos, los elementos morfológicos, etc. Es, sin embargo, secundario –al menos en relación con una lengua– lo que se pone en aquí o en yo; o lo que se cuenta o se mide; o la distancia que se establece entre lo que se pone y el que habla, etc. La gramática pone el esquema y, luego, las unidades simbólicas lo rellenan, como vimos que sucedía con los de aquí, que es un sintagma nominal cuyo pilar fundamental es los y no el relleno simbólico que cualquiera pueda ponerle y que en nada altera las reglas del juego gramatical.

    Todo lo dicho explica la concepción generalizada del sintagma nominal en torno a un nombre obligatoriamente simbólico, que si no está patente, se hallará elíptico o, en el peor de los casos, en la estructura profunda, que es donde se suponen presentes todos los elementos necesarios para la interpretación simbólica, es decir, para la interpretación de una secuencia como representación de un hecho o de un proceso no lingüístico. Y digo que ha de tratarse de un nombre obligatoriamente simbólico, porque si el núcleo nominal no fuera simbólico –sino como, por ejemplo, el los de los de aquí–, no sería posible asignarle interpretación alguna a la secuencia (es decir, asignarle referente). De ahí, que, en el análisis de expresiones como los de aquí o la guapa, suela recurrirse al ingenuo truco de los nombres simbólicos subyacentes, sin los cuales no se les podría asignar interpretación a tales secuencias: se trata de modelos que reducen la semántica a mera interpretación. La idea de estructura profunda no está, pues, relacionada con el verdadero mecanismo gramatical, sino con el plano de la representación de objetos extraidiomáticos, sean éstos cosas materiales o conceptuales o juicios sobre esas cosas.

    El fundamento de gran parte de las descripciones gramaticales de todo tipo se encuentra, por lo general, en el plano de la interpretación, que es el plano del que interpreta; no el plano de los fenómenos. Y, de ahí, que, por ejemplo, la ambigüedad se resuelva atribuyendo a una secuencia dada tantas descripciones estructurales como realidades diferentes puedan resultar representadas en el plano de la interpretación. Pero tal explicación de la ambigüedad, sin embargo, sólo sería admisible si el criterio de análisis se basara en lo representado, es decir, en los criterios de clasificación de lo real. Una explicación fundamentada, como es de rigor, en los hechos, demuestra que el conjunto de las interpretaciones posibles de una forma no genera otro conjunto paralelo de formas diferentes, sino el conjunto infinito de sus variantes semánticas, expresadas siempre a través del discutible recurso al truco de las paráfrasis. Pero la existencia de contradicciones lógicas entre esas variantes no nos autoriza tampoco a separar lo que no es separable¹⁰, sino que nos obliga a aceptar la validez simultánea del conjunto de las interpretaciones¹¹.

    El referente es el resultado de la individualización de la palabra, pero no es el objeto real individualizado¹², porque tal objeto no existe más que en nuestra mente: el referente no tiene existencia propia, ya que no existe sino como contrapartida de una expresión lingüística. El proceso de determinación da vida a las palabras creando referentes, es decir, haciendo posibles sus representaciones mentales a través del sistema de significados gramaticales o deícticos –i.e. no simbólicos– de cada lengua. Porque no hay palabras determinadas e indeterminadas en sentido estricto, ya que toda palabra, por el hecho de serlo, es la categorización de una materia simbólica que carece de existencia idiomática previa. Los gramáticos hablan de nombres escuetos, para referirse a todo nombre simbólico que no vaya acompañado de lo que suele llamarse determinante, categoría en la que entran artículos, demostrativos, etc., mientras se olvidan cosas menos visibles, pero no menos importantes, sin las que esos nombres no serían nombres. Es cierto que, en no tiene libro, libro es un nombre no acompañado de determinantes, al menos físicos; pero me parecería grave afirmar que ahí no hay determinación alguna. ¿Cuál es entonces la misión de los elementos gramaticales que hacen que una cierta materia ignota se convierta, no ya en sustancia simbólica, sino en sustancia simbólica determinada como nombre, con género gramatical, por ejemplo, sin contar con otras cuestiones como la de la función sintáctica, etc.?

    5. Nombres simbólicos y nombres gramaticales

    Creo que lo que se lleva dicho –si no está errado– permitiría plantear el problema de la determinación del nombre de una manera nueva. Por ello, debemos de tener en cuenta a) que no se puede hablar del nombre sin distinguir los simbólicos –casa, árbol, agua– de los no simbólicos –yo, este, mucho–; b) que no se puede negar la condición de nombres a elementos como yo, este, mucho, etc., alegando que, en primer lugar, muchos de ellos funcionan también –o sólo– como adjetivos o adverbios; o que, en segundo lugar, estas palabras no tienen contenido en sí mismas, porque no serían comprensibles si no aludieran a entidades individuales concretas; c) que no existe ningún nombre simbólico sin determinación gramatical alguna, ya que, como mínimo y sin que sean necesarias marcas fisicas, posee en exclusiva el género que rige las formas genéricas del adjetivo o del determinante, y la persona que rige, también en exclusiva, las formas personales del verbo.

    La primera cuestión, que plantea la distinción entre nombres simbólicos, como mesa o silla, y nombres no simbólicos, como yo o que, es esencial desde el punto de vista semántico, porque separa, en relación con cualquier lengua natural, lo que es organización y visión cultural del mundo, de lo que es puro mecanismo lingüístico. Y no significa esto que mesa o silla no tengan que ver con ese mecanismo lingüístico, puesto que comportan signos –en general morfológicamente invisibles, pero sintácticamente comprobables– como el género o el número gramaticales, que también son determinantes, si bien no en ese sentido adjetivo que suele dársele a esta denominación técnica. Quiero, por ello, que quede claro aquí, de una vez para siempre, que los llamados determinantes no son adjetivos¹³, en primer lugar, porque no incrementan el contenido de ningún nombre: en aquella blanca casa mía, blanca incrementa el contenido de casa, formando con éste una sola unidad de representación, en tanto que ni aquella ni mía entran en la formación de esa representación semántica nominal, sino que se limitan a situar ese conjunto blanca casa, marcando uno una relación espacio-temporal, y, otro, la relación con la primera persona gramatical, que significa el origen de la palabra.

    Y no son tampoco, en segundo lugar, adjetivos los determinantes, porque todos ellos carecen de categoría, mientras que el nombre, el adjetivo o el verbo son categorías semánticas puras, con absoluta independencia de las palabras concretas que puedan incluirse en ellas ocasionalmente. Cada determinante es una partícula concreta y semánticamente independiente, con sus peculiaridades propias y exclusivas, distintas de las de cualquier otro¹⁴. Una categoría, en cambio, está formada sólo por propiedades gramaticales constantes e invariables; no por elementos lingüísticos concretos y diferentes entre sí, esto es, por singularidades. El sustantivo no es mesa, casa o árbol: éstos, por el contrario, son, o pueden ser, sustantivos, esto es, funcionar o ser de esa manera. La categoría del determinante no existe. Considerar que el, este, mi, etc., forman una categoría sería ignorar que las propiedades gramaticales y semánticas de estos signos son propias y exclusivas de cada uno de ellos, y no las propiedades generales, constantes e invariables de una categoría gramatical verdadera. La idea de subcategorización y, en general, la búsqueda de propiedades gramaticales en el léxico –considerado con poco acierto como parte de la gramática¹⁵– ha destruido la noción genuina de categoría. La unidad semántica inquebrantable que la constituía, se ve ahora fragmentada por la diversidad infinita de los referentes léxicos que pueden incluirse en ella: el significado simbólico invade el dominio de la gramática y la hace perderse en un mare mágnum donde no existe nada que se sostenga por sí mismo.

    Las categorías sirven para organizar el mundo de lo existente o de lo pensado, en tanto que los llamados determinantes son los signos gramaticales encargados de organizar y hacer posible el discurso, estableciendo el punto de origen de la palabra, las divisiones pensables del espacio-tiempo, la cantidad o la extensión, los tipos de relación entre signos, etc. Cada uno de esos determinantes, entre los que habría que incluir los atómicos, como el género, el número o la persona, es un elemento único, no catalogable como elemento de una clase. Es evidente que, sin ellos, no habría discurso, pero de la misma manera que tampoco lo habría sin boca. Se trata de una propiedad banal: el hecho general de su carácter imprescindible en la construcción del discurso no puede definirlos como categoría. Ni siquiera los lingüistas tenemos claro el concepto. La influencia de la lingüística generativa ha difundido el término ampliamente, pero siempre usado en su relación con lo que estamos llamando nombre simbólico. Para el común de los colegas, los determinantes integran una clase de morfemas gramaticales, dependientes en género y número del nombre determinado, como se supone que sucede con el artículo, el demostrativo, el relativo, el indefinido, etc. Y, aunque parezca imposible, dentro de la teoría generativa se opina exactamente de la misma manera: el determinante es un constituyente obligatorio del sintagma nominal, es decir, de un sintagma cuyo núcleo ha de ser por fuerza un nombre simbólico. La noción de sintagma nominal se ha mantenido, pues, en el terreno del significado léxico, sin salir de él y sin que la gramática se haya atrevido a decir esta boca es mía. Si, en fin, quisiésemos constituir una categoría con las unidades gramaticales de la determinación, esa categoría no podría ser otra que la del NOMBRE, ya que son sólo ellos los que confieren la condición de sintagma nominal a cualquier sustancia que haya de ser representada como tal.

    6. Los nombres determinantes carecen de distribución categorial

    En cuanto al punto b), y una vez aclarado que el nombre no es una categoría de contenido simbólico¹⁶, porque las tales no existen, pretendíamos sentar el principio de que la condición del nombre habría de corresponder, en todo caso, a elementos que no dependiesen de la naturaleza de lo representado, como sucede con yo, este, mucho, etc. Para ello, tendríamos que demostrar, primero, que el hecho de que muchos de estos determinantes funcionen también como adjetivos o adverbios –e, incluso, bastantes veces sólo en alguna de esas dos funciones– no constituye un verdadero obstáculo; sin contar con que, segundo, de tales palabras –los determinantes o pronombres– se dice que no tienen contenido en sí mismas, lo cual, de ser cierto, las eliminaría del catálogo de los elementos de una lengua cualquiera.

    Efectivamente. Sabemos que la noción de nombre se ha relacionado casi siempre con la del contenido simbólico, de manera que casa será nombre porque designa una cosa –que puede ser concreta o abstracta–, en tanto que hermosa ha de ser adjetivo, porque designa accidente –sea éste una cualidad (bella) o una referencia (madrileño)¹⁷. Sin embargo, esto no es exactamente así: la lingüística generativa, por ejemplo, considera al determinante como un constituyente obligatorio del sintagma nominal; pero no como sintagma nominal él mismo, sino como constituyente de una entidad que tiene un fundamento exclusivamente ontológico¹⁸, es decir, basado en lo existente –en el referente–; es decir, en lo que es –¡como si las palabras no existieran por sí mismas! El determinante aparece concebido así como una parte del sintagma nominal –eso sí, una parte necesaria–, pero sin existencia real propia, ya que cuando se presenta solo –como en LA guapa o en LOS de aquí– se explica como el resultado de la elisión de un nombre que se halla en la estructura profunda. El truco de la elisión permite mantener –contra la misma evidencia si fuera necesario– el dogma de fe de que el sintagma nominal está constituido, al menos, por determinante y nombre, constituyentes que, por definición, no pueden faltar más que en apariencia. En realidad, cuando hablan de nombre quieren decir ‘materia simbólica’, es decir, la expresión –como realidad concreta– del ente; de la sustancia de la que se puede predicar algo. Y es en la predicación lógica, justamente, donde está lo discutible de toda esta cuestión: nos dirán que, en él llegó, llegó no se predica realmente de él –del que sólo podría predicarse que es un pronombre–, sino de la esencia del nombre subyacente, que podría estar explícito, como, por ejemplo, en "el hijo llegó".

    Pero ésa sería una explicación hecha desde una lógica frívola que ignorase que la lógica, en un sentido no trivial, no puede ser más que una parte de la teoría del lenguaje; de su forma y de sus límites. ¿Por qué él no puede ser un sintagma nominal de verdad, sino un mero representante de otro sintagma real; esto es, con referente? ¿Por qué el la de la negra, en tiene la negra, ha de ser el determinante de un sintagma nominal cuyo nombre nuclear está elidido¹⁹, o, simplemente, ser un adjetivo sustantivado, es decir, con significado referencial propio? ¿Por qué se dice, sin referente simbólico, el que a hierro mata…, con una cláusula adjetiva que determina a ese el, núcleo gramatical –no referencial²⁰– del sintagma? ¿Es que buscamos la estructura gramatical de los hechos idiomáticos, o sólo la estructura cultural de sus hipotéticas interpretaciones? En la casa, por ejemplo, ¿por qué es casa el nombre determinado y la el no-sé-qué determinante, si no es porque casa es el símbolo, no de un ente, sino de algo considerado como ente, y la sólo un no-sé-qué sobre cuya naturaleza no acaban de ponerse de acuerdo los gramáticos –un artículo, que sería una categoría de un solo miembro, un adjetivo, un demostrativo, un actualizador–, simplemente porque no es posible asignarle un referente, físico o conceptual? Y, sin embargo, si examino una expresión como la casa está en el valle, me encuentro con que el único elemento que aporta la información gramatical que necesita casa para ser sujeto es la, en tanto que casa, que no contiene más información gramatical que la que le permite ser incluida en una categoría, se limita a desarrollar o a completar la información idiomática –la de la– que es lo único que hace de este conjunto un sintagma nominal. ¿Dónde está, pues, lo nominal: en el ente imaginado tras casa, o en ese la, tras el que no hay que imaginar nada y que habría servido igualmente y sin la menor alteración de lo gramatical, para mesa, pared, ley, rosa, etc.? O, dicho de otra manera, ¿en qué se diferencian DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LA GRAMÁTICA, QUE ES EL QUE AQUÍ NOS OCUPA, la casa, la mesa, la pared, la ley, la rosa, si no es, en realidad, en tener todos la, en lugar de esta, una, otra, etc., y no, por supuesto, en los referentes de cada uno? ¿Qué es lo verdaderamente sustantivo: el imprescindible LA, o esos intercambiables, y en sí mismos innecesarios, casa, mesa, pared, etc.? De no ser esto así, ¿en qué consistiría la categoría del nombre? ¿En una lista de signos simbólicos? ¿O es que el nombre no es una categoría gramatical, sino léxica?

    7. El significado léxico no pertenece a la gramática, sino a la Weltanschauung

    En cuanto al hecho de que, por otra parte, muchas de estas unidades gramaticales no ocupen nunca posiciones nominales, o lo hagan esporádicamente, no parece que suponga ninguna dificultad para defender su carácter de elementos sustantivos; es decir, de constituir los principios básicos del sintagma nominal, ya que lo que define a éste no es la distribución –funcionar como nombres, adjetivos o adverbios, o como modificadores morfológicos–, sino el ser los constituyentes semánticos básicos del sintagma, en oposición a las referencias simbólicas²¹, que no tienen nada que ver con la construcción del enunciado, sino con su interpretación: la construcción se hace sólo con los elementos no simbólicos. Debe dejarse bien claro que, cuando los elementos simbólicos tienen que ver con la construcción, no es por razones gramaticales, sino por exigencias que nacen de las relaciones culturales entre el referente y nuestra experiencia particular o colectiva de las cosas. Si, por ejemplo, nos planteamos como problema gramatical el que se pueda decir tomo café, pero no detesto café –cosa que está por ver–, correremos el riesgo de trasladar a la sintaxis reglas que sólo tienen que ver con distinciones culturales que representamos, individualizadas, como los significados de palabras concretas y no como los de las funciones gramaticales: detestar significa un objeto directo ‘totalizado’, es decir, ‘determinado’ o ‘mostrado’, como si contuviera un determinante de esta clase; omar, en cambio, no²²: detesto EL (café)LO detesto; o -¿Tomas café? -No, LO detesto., frente a -¿Tomas café? -No tomo. (no LO tomo se habría referido a tomo EL café). Se trata, como digo, del significado de cada palabra, sea nombre, adjetivo o verbo, pues no podemos negar la existencia del significado léxico, que está formado por el conjunto de las VISIONES PARTICULARES DE LOS REFERENTES CULTURALES. Lo que yo niego es que tenga que ver con la gramática en sentido estricto. Si digo que el artículo o el plural, por ejemplo, son entidades sustantivas, pretendo destacar el hecho de que estos signos de naturaleza no referencial son la base semántica de todo el idioma. Luego, está la experiencia de las cosas, a la que nos referimos a través de las palabras, que son realmente formas de intuición, razón por la cual su definición no resulta nunca enteramente posible. El ejemplo más claro será siempre el diccionario, que sólo ha conseguido mostrar el fracaso de cualquier intento de definir el significado de las palabras, que no tiene más remedio que reducir a acepciones, es decir, a una selección, exhaustivamente imposible, de descripciones de los acontecimientos o de los tipos de acontecimientos que pueden ser simbolizados por cada palabra²³.

    El que los determinantes se hayan quedado, en fin, como algo secundario o adjetivo en la teoría gramatical se debe a la creencia tradicional de que tales elementos carecen de significado en sí mismos. Se trata de una vieja y lamentable confusión entre significado e interpretación. Pero no olviden ustedes que UN SIGNO O UN TEXTO APORTAN SIEMPRE UN SIGNIFICADO, PERO NUNCA UNA INTERPRETACIÓN. Cuando la interpretación se pasa a la gramática, se confunde lo que es el texto con lo que se supone que piensa el individuo, reducido, por lo general, a los estereotipos socializados que fabrica el poder económico, político, social, etc., para controlar el pensamiento. Las formas del estado moderno tienden a suprimir toda interpretación individual y a sustituirla por esquemas de interpretación socializada. De la misma manera que la Iglesia, en los países católicos, ha controlado la lectura de la Biblia, por medio de interpretaciones autorizadas, para evitar así un acceso al significado de los textos que podría resultar peligroso para el mantenimiento y desarrollo de su poder, actúan los gramáticos y los lexicógrafos, en su cruzada contra la libertad de pensamiento y de interpretación. Por eso me parece grave esa introducción subrepticia de la interpretación en la gramática y en el diccionario, con independencia, claro está, del hecho absolutamente objetivo de que la interpretación no pertenece a la gramática. A lo más que puede llegar el gramático es a intentar explicar por qué se produce tal interpretación o tal otra, y, sobre todo, qué significaríamos si modificásemos cada uno de los estereotipos normativos. Pero, si imitando a la Iglesia, nos desentendemos del significado de las estructuras gramaticales y del de los textos e imponemos por la fuerza la manera en que estos han de interpretarse, terminaremos en aquel mundo feliz, que tan proféticamente nos pintó Huxley, impidiendo que vuelva a nacer un Cervantes, un Dante, un Shakespeare o un Goethe, o condenándolos, si nacieran, a campos de concentración controlados por una brigada social de lingüistas, o mejor, de sociolingüistas.

    8. Se confunde significado con interpretación

    Como venía diciendo, la confusión del significado con la interpretación ha llevado a esa idea absurda de que los determinantes no tienen significado. El error es incomprensible porque lo que no tiene ninguna palabra es interpretación, sea determinante o no: la interpretación es sólo un acto individual –ya que cuando es colectivo no es interpretación, sino manipulación–: la, por ejemplo, que es determinante en cualquiera de sus usos, tiene significado –¿quién podría dudarlo?–, pero acepta infinitas interpretaciones, de acuerdo con las circunstancias de su uso; y lo mismo sucede con cualquier palabra o texto: tiene cabeza, por ejemplo, no se interpreta de la misma manera referido a una viga, a un alfiler, a un ajo, a un ratón, o a la inteligencia de una persona, a pesar de que cabeza significa siempre lo mismo en todos los casos. ¿Habría que concluir que cabeza es un determinante, porque sólo significa lo que se ponga en su lugar? El significado es independiente de la situación, en tanto que la interpretación depende de ella. Si no fuera así, deberíamos volver a la vieja idea bloomfieldiana de que el significado de una palabra es la situación en que aparece, con lo que la gramática se reduciría a un inventario de situaciones. Ahora bien: si la gramática ha de reducirse a un inventario de situaciones, lo que resultará entonces inmutable o invariable no va a ser ya el significado, sino la situación. De esta manera, los modelos de situación consagrarían como significados a cada una de las formas socializadas de la conducta. Quedan, suprimidos así en aras de una interpretación oficializada, el significado, la libre interpretación, el pensamiento, la literatura, el libre albedrío. Y, así, volveríamos al paraíso conductista americano, con lingüistas antifilológicos, a los que no les interesa la literatura, ni el arte, ni el pensamiento.

    9. Sintagma nominal es determinación; no sustancia nominal subyacente

    Pero si sostengo, por último, el carácter primario de los determinantes, o deícticos, en la constitución del sintagma nominal y, por tanto, en su descripción, es porque, como afirmaba más arriba, en el punto c), "no existe ningún nombre simbólico sin determinación gramatical alguna, ya que, como mínimo y sin que sean necesarias marcas físicas, posee en exclusiva EL GÉNERO, que rige las formas genéricas del adjetivo o del determinante, y LA PERSONA, que rige, también en exclusiva, las formas personales del verbo". Unidades nucleares nominales de sintagma son yo, este, mi, cada, mucho, más, otro, etc., sin que importe que funcionen como nombres, adjetivos o adverbios, pues, como se ha visto, no son elementos incluibles en tales categorías distribucionales; y, por supuesto, sin que importe tampoco que sean elementos morfológicos, como el género, que puede incluso no ser más que sintáctico: ¿dónde están, si no es en la sintaxis, las marcas que hacen que Méjico exija la forma adjetiva lindo y que rija un verbo en tercera persona, Méjico existe? Los gramáticos suelen recurrir a elementos subyacentes, que no son otra cosa que las paráfrasis con que pretendemos explicar lo que creemos que quiere decir una expresión lingüística cualquiera; y no, por desgracia, lo que dice. NO HAY ELEMENTOS SUBYACENTES, de la misma manera que no hay fantasmas. Y, si los fantasmas aparecen, lo hacen con vestimentas normales, porque, en el fondo, no son más que vanos intentos de explicar verbalmente construcciones, también verbales, mediante nuevas construcciones que sólo pueden hacerse con palabras, y que, como tales, no son ni pueden ser subyacentes. Cualquier persona que esté en su sano juicio se preguntará cómo puede explicarse una construcción verbal mediante otra construcción verbal; es decir, cómo y en qué circunstancias la frase x puede considerarse igual a la frase y, en contra del principio de identidad. El hablante nativo de una lengua entiende todas sus construcciones: si encuentra algún problema, éste no tendrá que ver con la gramática, sino con cuestiones relativas a la interpretación, que, efectivamente, pueden ser muy complejas y que ese hablante nativo no tiene por qué conocer. Porque entender un enunciado no es conocer una interpretación suya, entre las infinitas posibles, sino intuirlo, es decir, captar directamente su naturaleza idiomática, con independencia de que se sea o no capaz de asignarle un referente o interpretación. No hay que olvidar que la competencia lingüística es una cosa y la competencia cultural, otra.

    Ustedes me dirán que la gramática ha recurrido siempre a elementos subyacentes y, en efecto, ésa ha sido una falta grave que ya va siendo hora de corregir. Pero, ¿por qué los elementos subyacentes? ¿Por qué yo o han de sustituir a nombres o a personas? ¿Por qué los ha de representar a libros en ayer trajeron unos libros y los hojeé? ¿Por qué, en fin –y esto ya es alta metafísica–, que ha de significar o sustituir casa, en compró una casa que tenía ventanas verdes, y ser, además, el elemento que marca la estructura subyacente –y verdadera– de la oración, bajo la forma de la suma de compró una casa y de la casa tenía ventanas verdes, donde que sería una especie de operador que indicara la incrustación de la segunda en la primera, y actuara, además, como sujeto de la otra? No niego que, en cierto tipo elemental de lógica, compró una casa que tenía ventanas verdes se analice como la suma de ‘compró una casa’ y ‘la casa tenía ventanas verdes’: niego, sin embargo, que con tal lógica²⁴ se pueda representar la estructura de esa oración compuesta o representar su formación real. Se trata, sin duda, de un modelo de análisis; no de un análisis verdadero: lo que no parece adecuado es tratar de explicar los hechos del lenguaje con trucos construidos con esa elementalidad dramáticamente zafia.

    Es evidente que muchos fenómenos lingüísticos complejos requieren explicaciones que podríamos llamar metafóricas, puesto que consisten en suponer cosas que no hay, para explicar, de esa manera, lo que sí hay, sin pretender que la explicación sustituya lo explicado. Al que no hable la lengua española quizá haya que empezar por explicarle que, por ejemplo, en lo guapa que es ella, lo guapa que significa cuán guapa, PERO SE ERRARÍA GRAVEMENTE SI TAL EQUIVALENCIA METAFÓRICA SE DIERA POR BUENA. El problema del recurso a lo subyacente consiste en que, luego, se pueda llegar a tomar a la primera paráfrasis que se nos ocurra como si en verdad fuera la forma o el modelo real de una estructura gramatical cualquiera. Personalmente, considero nefastas las explicaciones parafrásticas porque siempre son mentira y la mentira nunca podrá ser la base de un razonamiento científico sano. Mentiría, por ejemplo, si dijera que, en Juan es más inteligente que Pedro, hay una coordinación de sujetos y que que Pedro es ‘que Pedro es inteligente’, donde se han elidido los elementos repetidos: mentiría –digo– porque no es posible en español la construcción Juan es más inteligente que Pedro es inteligente; mentiría, porque Juan es más inteligente que Pedro no quiere decir eso: hablando en términos estrictamente semántico-gramaticales, es decir, eliminando todo el relleno simbólico, significa solamente ‘es más que’, donde el sintagma de más se cierra con el de que, en la correlación más… que: más {inteligente, guapo, astuto, trabajador…} que {Pedro, tú, mi hermano, el notario…}. Volvemos a nuestro punto de partida: los signos que constituyen la estructura gramatical sensu stricto son más y que: lo demás es relleno simbólico, o léxico, que sólo puede plantear problemas de coherencia pragmática –en el plano de la experiencia de las cosas–; pero nunca de coherencia gramatical. La razón, en fin, de que cada día se recurra más a lo subyacente está en que eso que llamamos sentido común no puede explicar –es decir, formular en términos diferentes de los del original– ninguna construcción idiomática; pero no porque nos falte inteligencia, sino porque no es posible: no es posible, en efecto, aunque las construcciones gramaticales, o los significados de las palabras o textos, sólo suelen explicarse mediante paráfrasis; pero la paráfrasis no es una explicación, sino un truco –un mal truco–, mediante el que se sustituye una cosa por otra diferente, pretendiendo que son iguales. Prefiero la explicación ingenua del campesino, al que cuando pregunto qué es roque, por ejemplo, me contesta, sin duda sabiamente, un roque es un roque. ¿Qué otra cosa se podría decir que no fuera una pretenciosa necedad?

    10. Los llamados nombres desnudos o escuetos

    Pero, si todo esto es así, ¿para que plantearse la cuestión de los bare nouns como un problema gramatical, si no es más que un efecto de la casuística léxica, por definición infinita, formada por los sentidos de todas las posibilidades de uso del sintagma nominal, sus dificultades y contradicciones referenciales, sus matices contextúales, etc.? Basta con hojear el libro El sustantivo sin determinación, que ha editado Ignacio Bosque hace un par de años, para llegar a la conclusión de que, más allá de lo puramente gramatical, no hay, en este terreno, más que casos particulares o, quizá mejor, tipos de casos particulares (cfr. Bosque, I. (ed.) (1996): El sustantivo sin determinación. La ausencia de determinante en la lengua española, Visor Libros, Madrid). En lo que sigue, utilizaré fundamentalmente ejemplos tomados del excelente trabajo de Ignacio Bosque Por qué determinados sustantivos no son sustantivos determinados. Repaso y balance, que sirve de introducción al citado El sustantivo sin determinación (pp. 13-119).

    Para empezar, y como ha quedado dicho, los nombres sin determinación no existen y no debe considerarse como tales a los que aparecen sin alguno de los llamados determinantes, pues el simple hecho de ser sustantivo constituye el primero y más importante grado de la determinación nominal, mediante dos rasgos semánticos inconfundibles: el género, a través del que establece la forma genérica de los adjetivos y determinantes, que carecen semánticamente de él, y la persona, que rige las formas verbales que se le subordinan como predicados superficiales. Ahora bien: como quiera que el determinante se considera, en diversa medida, como un constituyente obligatorio del sintagma nominal, siempre ha llamado la atención de los gramáticos la aparición de nombres desprovistos de determinante alguno, si bien es verdad que tal posibilidad presenta limitaciones importantes. El trabajo de Bosque, ya citado, y las observaciones que se incluyen en su análisis introductorio muestran, de una parte, los hechos y algunas de sus clasificaciones posibles, y, de otra, las diversas interpretaciones de los lingüistas. Yo no pretendo entrar ahora en tan intrincado laberinto, sino aprovecharme de él para comentar algunas de las ideas que he ido exponiendo a lo largo de las páginas que preceden. He hablado del sintagma nominal, con la pretensión de convencerles a ustedes de que los verdaderos nombres no son los nombres simbólicos, sino los nombres gramaticales, una parte de los cuales suelen llamarse determinantes o pronombres. He querido señalar cómo el nombre simbólico sólo es nombre en función de esos nombres gramaticales, de los que depende el que su sustancia denotativa se interprete de una manera o de otra. Por eso, entre esos sustantivos básicos, no he tenido más remedio que incluir el género, el número y la persona, aunque su papel determinante, en especial en el caso del plural, ha sido cuidadosamente examinado, como podrá comprobar quien examine el trabajo citado del profesor Bosque.

    Pero es, justamente, en el examen de ese libro, donde uno se plantea algunas cuestiones que tienen que ver con la naturaleza general del sintagma nominal, en relación con la infinita casuística que resulta de la organización gramatical, como nombres, de las realidades denotadas. En mi modestísima opinión, como ya he dicho, los sustantivos básicos a los que corresponde la constitución del sintagma nominal se reducen a los llamados determinantes, tanto demostrativos como cuantificadores, y a las propiedades semánticas conocidas como género, número y persona²⁵.

    11. Determinación gramatical y experiencia del referente

    Se pregunta uno, pongamos por caso, por qué se dice sale humo por la puerta, pero no sale niño por la puerta, y volvemos así, de nuevo, a la cuestión de los nombres continuos y discontinuos con que empezábamos estas reflexiones a propósito de los aspectos simbólicos del significado. ¿Por qué el escueto humo y no el escueto niño? Hemos señalado más arriba cómo conceptos tales que ‘continuo’ o ‘discontinuo’ no constituyen propiedades gramaticales, sino, todo lo más, unos a priori de la experiencia: vemos lo visible constante –el libro, la casa, el árbol– bajo la forma de clases abstractas, en tanto que no lo hacemos con lo visible variable –el agua, el hierro, el aire–, ni con lo invisible –la igualdad, el entendimiento, la alegría²⁶–. Pero no es ésta cuestión gramatical, sin duda, porque los discontinuos –ya se ha dicho– se pueden interpretar como continuos o viceversa²⁷, con las consecuencias estilístico-denotativas que sean. Denotativamente, en efecto, los continuos –sentidos como objetos únicos– implican un grado de determinación subjetiva perfectamente comprensible, por lo que su libertad para aparecer sin determinante es, sin duda, mayor: de ahí, la diferencia entre humo y niño, en mis ejemplos: se trata del punto de vista del referente. No estoy seguro, por ello, de que no puedan decirse cosas como quiero libro, o guardé lámpara (citados por Bosque, op. cit., p. 17). ¿Quién tiene autoridad idiomática para demostrarme que es imposible "con todo me quedé y hasta lámpara guardé? Y, en cuanto a quiero libro", no puede decirse que sea imposible, sino improbable, como ya se ha visto (no quiere apuntes; quiere libro). Salía hombre de la casa, frente a salían hombres…, significaría hombre como sustancia única e indivisa, es decir, como nombre continuo; como si fuera un líquido o un gas: no es que no se pueda decir, sino que, si se dice, produce ese efecto estilístico-denotativo.

    Y así entra, de camino, el plural, diferente, como determinador, del singular²⁸. Pero una cosa es el número gramatical y otra la naturaleza que se atribuye, no al significado, sino al referente, diferente en "compro hierro y en compro hierros. Señala Bosque que quizá exista alguna relación entre la naturaleza acumulativa de los continuos y el hecho de que puedan actuar como argumentos y predicados": quiero leche, las vacas dan leche. Los discontinuos, por el contrario, necesitan del plural para adquirir un cierto grado de individualización. Los nombres comunes discontinuos no denotan individuos y no poseen, por tanto, las propiedades que se esperan de las entidades arguméntales. Definen clases o especies […] y no denotan entidades sino a través del determinante con el que se construyen (Bosque, op. cit., p. 18). Los continuos, por el contrario, serían entidades por sí mismos pues denotan individuos, de lo que parece deducirse que no se pueden separar del referente, en el sentido de que señalan siempre objeto identificado. Es cierto que en cantó el gallo, gallo, con artículo, puede denotar individuo²⁹ esto es, entidad argumental, pero sucede lo mismo en este es gallo, donde gallo –o gallina– es significado, sin determinante alguno, como entidad argumental también –algo así como estar incluido en la sustancia ‘todo lo gallo del universo’. ¿Qué diferencia hay, desde este punto de vista, entre esto es leche y esto es gallo? Es evidente que si leche es continuo, también lo es, al menos en este ejemplo, gallo: gallo denota aquí entidad y no definición de clase o especie³⁰. Hablaba Cervantes de aquel que, pintando un gallo, escribía este es gallo (Quijote, II, 3), para que no lo confundiesen con una zorra, significando así gallo como una sustancia continua, pues ya se ha dicho que lo continuo o lo discontinuo no se corresponde con el ser de las cosas, sino con los hábitos interpretativos de una comunidad idiomática. Porque gallo no es, de por sí, clasificador o denotador de entidad. Este es gallo es igual que esta es leche: gallo y leche funcionan aquí como entidades que denotan la totalidad indivisa de sus referentes y son, por tanto, predicados. Y, lo mismo que con gallo, sucede con aquel famoso caballero de nunca fuera caballero de damas tan bien servido…, que, sin necesidad de poseer esa naturaleza acumulativa de los continuos, que les permite actuar como argumentos y predicados, funciona como argumento, sin precisar de mayor determinación, como si fuera un simple continuo.

    12. Gramática y léxico

    12.1. Lo léxico en las reflexivas

    No se puede hacer gramática sobre la base del contenido léxico, ni atribuirle propiedades gramaticales a los rasgos que imaginamos³¹ como componentes del significado descriptivo o simbólico del léxico, porque éste ni está formado por el conglomerado de unos rasgos que sólo pertenecen a su interpretación socializada –la norma de Coseriu–, ni es algo analizable en partes, ya que sólo tenemos de la palabra una intuición no definible. No podemos suponer que una base léxica cualquiera esté compuesta por tales o cuales argumentos o que carezca de tales o cuales otros, porque corremos el riesgo de construir reglas gramaticales que no son más que tipos de comportamiento derivados de alguna concepción cultural del referente.

    Se sorprende el gramático, por ejemplo, de que las reflexivas con objeto directo y, de rechazo, con un se ético, pidan ese complemento directo con determinante externo, de manera que se dirá bebió vino, pero "se bebió el vino, igual que se comió el queso, se afeitó la barba, se trajo el libro, se miró la mano, se encontró la cartera, etc. Sólo cuando la acepción reflexiva es referencialmente muy diferente de la no reflexiva, puede suceder que se use un objeto directo interno, como en se pone abrigo, se da masaje (en la rodilla)", etc. Para empezar, sin embargo, no creo que pueda hablarse de un se dativo, diferente de otro o de otros, porque todas las reflexivas poseen el mismo significado gramatical; las diferencias son léxicas y, por tanto, infinitamente diversas. Pero es el significado gramatical el que orienta los elementos simbólicos, de acuerdo con su naturaleza real, y el significado gramatical de la reflexiva, que es un sintagma formado por una persona sujeto que rige a esa misma persona como objeto directo³², a través de un verbo, es siempre el de la ‘totalización del proceso’³³. Los predicados reflexivos del español significan siempre el origen y el fin del proceso. De ahí que puedan resultar chocantes –pero no imposibles– "él se afeitó un poco de barba o él se comió algo de queso", porque aquí el significado gramatical entra en conflicto con la experiencia habitual en la aprehensión de los referentes: estamos significando como procesos totalizados hechos que no tienen, en la experiencia, ese sentido totalizador. Lo que no puede perderse nunca de vista es que la variedad de las reflexivas es léxica y no gramatical: o es el significado del verbo (se lava/se va), o es la presencia o no de sujeto léxico (Juan se bebe con frecuencia/aquí se bebe con frecuencia), o es la concordancia con el objeto (se sancionaron las leyes/se sancionó al culpable), o es el tener objeto léxico además del reflexivo (ayer Juan se bebió/ayer Juan se bebió todo el vino). A eso se reduce todo: el papel del gramático consiste, no en desgranar una casuística léxica infinita, sino en explicar, desde su estructura gramatical invariable, todas las reflexivas concretas como casos particulares, y no como reglas generales, como ahora se hace, mezclando lo simbólico con lo gramatical.

    12.2. La gramática está capacitada para modificar los referentes léxicos

    Así, por ejemplo, Bosque da como agramatical, o de dudosa gramaticalidad, Juan se bebió un poco de leche –op. cit., p. 31–, señalando que otro tipo de análisis podría basar esos contrastes en las propiedades aspectuales de estos dativos, más concretamente en su naturaleza perfectiva o perfectivizadora. ¿Por qué dativos –me pregunto yo–, por qué perfectivos? Si no me equivoco, todas las reflejas son, como he dicho ya, totalizadoras, es decir que significan procesos completos³⁴: "se toma la leche, se afeita la cara, se lava" –que no quiere decir ‘todo el cuerpo’, sino que el lavar se entiende en toda su plenitud–, se va, se vende piso –y no necesariamente el piso–, se levanta. Naturalmente, la totalización puede ser también significada por procedimientos léxicos, como sucede en estos ejemplos que cita Bosque (op. cit., p. 32): Juan {bebió/*apuró³⁵} vino y John {drank/*drank up} wine. Léxica o gramaticalmente, se trata de verbos –apurar y to drink up– que significan el proceso del principio al fin, como se ve muy bien en ejemplos que toman un claro sentido initivo, como en se muere, se duerme, se acatarra, etc. Se dice sólo se come la chuleta, pero se pone la bufanda/bufanda (porque los referentes de ponerse bufanda y de ponerse LA bufanda son distintos). Detrás de estas diferencias, sólo hay cuestiones culturales en la creación e invención del referente, que, por desgracia, algunos tienden a ver como lo que realmente existe, como un verdadero absoluto. Entre ponerse bufanda y tomarse la leche no hay más que diferencias en la concepción cultural del referente, porque siempre es ‘poner plenamente’ o ‘tomar plenamente’: la diferencia consiste en que, con artículo, se significa cada acto separadamente y, sin él, el hábito, dando a bufanda un sentido continuo. No se debe al supuesto dativo ético el significado de totalización o de perfección, sino, simplemente, a la estructura reflexiva: tengo recogida, de una hablante culta, la expresión aquí está tu primo tomándose agua, significándose así la plenitud semántica del proceso, no sólo sin determinante, sino sin necesidad de él. Y tampoco hay obstáculo en las impersonales: tan totalizador es el predicado de se vive bien, sin sujeto externo, como el de él se vive bien, aunque a esta última expresión no le faltará gramático que, imitando a aquellos otros cuya lengua nativa no es el español, la condene con ese asterisco tonto que anuncia las propiedades sintácticas futuras de las lenguas: basta con que a ese gramático no le suene. La gramática no puede decimos que él se vive bien no está construida según las reglas, porque esa regla que aquí se viola sólo se relaciona con las interpretaciones habituales y actuales del contenido léxico de vivir y no con sus posibilidades combinatorias totales, que no son computables. Él se vive bien se construye sobre el mismo modelo semántico-sintáctico que él se encuentra bien: lo que sucede es que encontrar tiene ese uso –no ese significado– bien establecido en el seno de la comunidad hablante, en tanto que no sucede lo mismo con vivir, que habitualmente se refiere a un proceso visto desde fuera y que, en mi ejemplo, significaría la percepción de la propia vida desde esa perspectiva global de las reflexivas a la que me acabo de referir. El hecho de que estemos habituados a sentir el vivir como un estado que se observa en el sujeto, y no como un proceso que se genera y desarrolla totalmente en él, hace que esta expresión nos parezca no sólo extravagante, sino acaso incoherente. Pero esa incoherencia sólo tiene que ver con las interpretaciones habituales de vivir y no con su significado, que es otra cosa: el hecho –simplemente– de sentirlo como vivir la vida, que es un ejemplo tradicional del acusativo interno, explica con no poca claridad lo que se significa con el uso reflejo de ese verbo.

    La potencia de la gramática no consiste, precisamente, en otra cosa que en hacer posibles los distintos modelos que tiene una lengua para significar –o, quizá mejor, para interpretar– el mundo simbólico, y no, como suele creerse, en someter a los usuarios a los caprichos establecidos en ese mundo simbólico, que es el de la interpretación histórica de la experiencia, elaborada unas veces espontáneamente y otras con el propósito de establecer diferencias sociales, como las que establecemos entre el buen hablar y el mal hablar. No olvidemos que para eso están las Academias de las lenguas. Vivir, por ejemplo, no es sólo lo que se ha interpretado hasta la fecha como tal –lo que va del nacimiento a la muerte, pongamos por caso–, sino todo lo que la sintaxis del español permita interpretar en el futuro –’ponerse a ello’ o ‘entregarse a ello’–: él se lo vive no está tan lejos de él se vive, es decir ‘él toma el vivir como objeto total de su existencia’. Yo no hago profecías, pero sí sé que esto se puede decir.

    12.3. Las ambigüedades

    Al examinar la diferencia entre los plurales escuetos y los plurales determinados por algún cuantificador, al hilo de las opiniones de ciertos lingüistas, comenta Bosque (op. cit., p. 26), basándose en los ejemplos (a) no asistieron muchos profesores y (b) no asistieron profesores, que (a) es ambigua, al contrario que (b), porque en el primer caso "podemos interpretar muchos dentro o fuera del ámbito de no. En el segundo caso, la oración equivaldrá a muchos profesores no asistieron; en el primero equivaldrá a asistieron pocos profesores. Frente a estas posibilidades bien conocidas, no existe ninguna ambigüedad en el significado de (b). Pero no me parecen exactas estas observaciones: para empezar, no asistieron muchos profesores" no es equivalente de muchos profesores no asistieron, ya que si bien es cierto que todo texto es igual a sí mismo, no lo es el que sea equivalente de otro, pues la equivalencia no es una propiedad semántica de las palabras o de los textos, sino un punto de vista de quien los interpreta. Técnicamente hablando, nada tiene que ver no asistieron muchos profesores con una expresión parafrástica como asistieron pocos profesores, a la que, puestos a tomarnos todo en broma, podríamos añadir otras como asistieron no muchos profesores, no muchos profesores asistieron, etc. Hablar, en lingüística, de equivalencia, significa partir de una concepción que reduce el lenguaje a simple medio de comunicación³⁶. No hay que olvidar que el lenguaje es, además y sobre todo, lenguaje; es decir, pensamiento. Si ignoramos esto nos salimos de lo que es la condición humana.

    En cuanto a la ambigüedad, digo lo mismo de siempre: todo enunciado es ambiguo como enunciado, es decir, en su relación lengua-realidad; pero no en su relación con el significado, que es lo que se dice; no lo que se quiere decir. Con no asistieron muchos profesores se relacionan, como acabamos de ver, varias interpretaciones que pueden no querer decir lo mismo. Para empezar, no es lo mismo no muchos que muchos no, ya que, en la primera combinación, no afecta a muchos, mientras que, en la segunda, no afecta a asistieron. Si decimos muchos profesores no asistieron (es decir, muchos no asistieron), afirmamos el alto número de los no asistentes; si decimos no asistieron muchos profesores (semejante, pero no igual, a no muchos), sólo restringimos el ámbito de muchos. No veo, con todo, la ambigüedad, ya que es imposible confundir no asistieron muchos profesores con muchos profesores [es decir, ‘muchos de entre los profesores’] no asistieron. La interpretación de ‘no muchos’ o de ‘muchos no’ como ‘pocos’ es ingenua. Y vuelvo a lo de siempre: se habla de ambigüedad sólo cuando hay la posibilidad de dos o más referentes definidos como distintos, pero no de dos o más valores lingüísticos cuando éstos no se diferencian en el plano del referente. Es el mismo problema de los sinónimos, cuyas diferencias no son referenciales, sino puramente lingüísticas. Por eso no parece ambiguo no asistieron profesores, expresión que parece decir una cosa única –y no varias simultáneas, como sucede con los textos calificados de ambiguos–, pese a que, con ella, se pueden querer decir cosas tan diferentes como ‘nadie’, ‘no profesores, sino alumnos’, ‘profesores que no merecen llamarse así’, etc. La ambigüedad tiene que ver con la interpretación, que es una actividad no-definible y no algo que pueda tratarse a la ligera.

    12.3.1. Ambigüedades en el contraste plural escueto/cuantificador externo

    En relación con el plural como cuantificador y sus diferencias con los demás cuantificadores, opina Brenda Laca que hay que destacar

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