El espectro visible y otros cuentos
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Un fotógrafo profesional de éxito obsesionado con el mundo del cine y que acaba por percibir esas sombras y luces cotidianas que nadie ve; una atmósfera doliente y plagada de fantasmagorías que de pronto parecen rodearnos, espectros que a veces toman forma corpórea y repulsiva; la escalofriante travesía por un espacio mítico en el que se forjaron las leyendas allí al principio de los tiempos, huellas constantes de hechos atroces, presencias ominosas que no se acaban de definir...
Los relatos que componen "El espectro visible" suponen un paso al otro lado de la lógica y la incredulidad, suponen atravesar un espacio nebuloso donde todo parece estar al acecho de los protagonistas del cuento... parece incluso que ellos mismos, al final e inconscientemente, acaban también por acechar a otros. Para el lector, los cuentos que forman este "Espectro visible" constituyen una gran ocasión para degustar a un autor excepcional, distinto, dueño de un universo propio y aterrador.
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El espectro visible y otros cuentos - José Luis Fernández Arellano
José Luis Fernández Arellano
Edición Digital
Octubre 2013
Smashwords edition
© José Luis Fernández Arellano, 2013
© de esta edición:
Literaturas Com Libros
Erres Proyectos Digitales, S.L.U.
Avenida de Menéndez Pelayo 85
28007 Madrid
http://lclibros.com
ISBN: 978-84-15414-84-1
Diseño de la cubierta: Benjamín Escalonilla
Smashwords Edition, License Notes
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Índice
Copyright
El espectro visible
Extirpación
La playa
Ur-Uartzhi
Videncia
Rara avis
Shiva
Espejos enfrentados
Interior
Noche de balance
Pesadilla
Pentáculo
APÉNDICES
Epílogo moral: Una aproximación al mal
Tres micrometrajes
Sobre el autor
Sobre la editorial
Había alcanzado en grado extremo el poder de penetrar la penumbra de las distancias y la oscuridad de los rincones, y de descubrir, en su inocencia, las tretas de la luz incierta, las formas siniestras que simples sombras forman en la penumbra, en las contingencias del aire, en los cambiantes efectos de la perspectiva.
HENRY JAMES. «La esquina alegre»
El espectro visible
Quienes me han conocido saben bien que ya desde el primer momento adquirí una gran pericia en mi oficio, y que ese dominio era casi intuitivo. No creo vanagloriarme al afirmar que apenas necesité recurrir a maestros o doctrinas, a los manuales y técnicas al uso. Aparatos como el fotómetro o el exposímetro, y mucho menos los filtros, carecían de utilidad para mí. La luz, el hecho básico, desprendida de su envoltura conceptual, en mí halló de nuevo el sentido, el rumbo del origen, de la esencia, volviendo a impregnarse de aquello que los paisajistas ingleses llamaban vida. Luces y sombras. Eso era todo. Unas y otras para mí no admitían etiquetas o graduaciones, carecían de magnitud y proporción, al suponer las dos caras de una misma moneda. Esto quién lo negaría. Qué estudio previo, qué cálculos y mediciones, qué enfoque de trabajo se precisaban para trabajar con ellas. Solo la intención y la cámara: ojo, lente y celuloide. No existía un plano idéntico a otro. La luz no iluminaba, no reflejaba el mundo: lo configuraba, era el mundo, y los ojos del artista de igual modo poseían el don de recrear la luz en cada instante.
Comprendí que la luz era mi vida, pero la noche, mi elemento; que la materia prima del sueño, su energía interna, como la del insomnio, no era sino el contraluz, el contraste, el claroscuro. Pero ¿luz o noche? ¿Un despropósito? De ningún modo: la luz constituía mi sentido, la savia de mi vida, pero la noche era mi laboratorio. ¿Nadie se ha fijado antes? Luz y sombra, positivo y negativo, noche y día... Es por sus mágicas complicaciones por lo que se hace tan difícil perfeccionar la técnica del blanco y negro. ¿Mágicas? Diabólicas: una luna exangüe en noche de tormenta, el clima nebuloso, el firmamento arrasado en mil jirones de nubes y tinieblas; la sombra se vuelve luz, la luz se vuelve sombra, la una completa, perfila, matiza a la otra. Son elementos complementarios, y por tanto fácilmente intercambiables: se pinta en claro lo que es oscuro, y viceversa. ¿Cómo es esto? Blanco y negro. Negativo y positivo. ¿Nadie lo ha pensado ni por un momento? Y la pregunta clave: ¿qué es lo que queda fuera del espectro visible? Quién dirá que el infrarrojo.
Así, ¿cómo interpretar ese misterioso afán que inspiró a los grandes maestros, Fritz Lang, Murnau, Eisenstein? Un nuevo romanticismo, la gloriosa resurrección de la novela gótica —muerta y enterrada hacía siglos— bajo presupuestos expresionistas, recreando una especie de sórdido realismo fantasmagórico. ¿Cómo explicarlo? ¿Qué nuevo pérfido alarde era este? ¿Qué se pretendió demostrar con ello?
Pero no hay que hacer mucho caso. Ya hace tiempo que dejé de prestar atención a mis propios desvaríos. Estos pensamientos no deben interpretarse más que como el vestigio sensible de mi alma noctámbula pugnando por salir y manifestarse aún, de vez en cuando, con igual temple y energía a los que afloraban en aquellos felices años. Yo una vez fui, fui alguien, en una época me consideraron un gran artista de la fotografía. Sí, un gran artista, como trato de hacer entender. Cultivé todos sus campos y expresiones, el retrato, el paisaje, el fotograbado, el reportaje periodístico. Incluso, por qué ocultarlo, la fotonovela. Sí, la fotonovela. Ha llovido desde entonces, porque estoy hablando de aquellos años, la época de máximo esplendor para ese arte tan injustamente relegado, incluso tan vilipendiado.
Hoy en día, ¿quién habrá oído hablar de aquellas magnas exposiciones, aquellas revistas de relumbrón; hablar de mí, de todos aquellos geniales compañeros, los más preclaros y avanzados, la vanguardia, lo ultimísimo? ¿Se trataba de una corriente estética? Cada uno exhibía un estilo propio, aunque, desde luego, ninguno, creo, llegó a ser nunca tan perfeccionista, tan extremista en lo suyo como lo fui yo. Puedo asegurar que todo aquel que me conocía de verdad me respetaba. Pero, qué digo, me adoraba. La gente ahora no puede ni imaginar de qué estoy hablando. No me refiero a los actores y actrices del medio, sino a colegas míos, fotógrafos, operadores, artistas como yo. Seguro que mi nombre tampoco diría gran cosa a la gente... Seguiré siempre en la sombra, por qué no, robándole enamoradas instantáneas a la luz.
¿Cómo se despertó mi pasión? No recuerdo los antecedentes, mas, para intentar ejemplificarlo, diré que mi amor por la fotografía propiamente dicha era tan grande que el cine, y mucho menos su práctica, en un principio, ni se me pasaba por la imaginación. La juventud, en los asuntos que juzga realmente serios, se muestra tan intransigente, hasta totalitaria. Mi talante, la seguridad de mis convicciones, juzgo ahora, eran pasmosos:
¿Qué interés puede ponerse en una imagen en movimiento cuando una simple toma, una instantánea, correctamente ejecutada, se te revela perfectamente capaz de delatar la cifra última del mundo, el espacio, el tiempo, el verdadero meollo, la clave del presente que vivimos? «Instantánea» es la palabra. ¿Por qué causa, si alzo mis ojos al cielo en este instante veo en la claridad blanca, filtrada por densos nubarrones, que anda flojeando, que se queja, triste, dubitativa, que hay una gran fatiga en ella, que el mundo, la humanidad entera lo está, en este preciso instante? ¿Es necesaria mayor demostración? No, no se trata de metáforas, sino de realidades, de cristalizaciones. Lucidez, sutileza, pura tensión de conocimiento. La luz es la clave del mundo, su explicación. Lo real es solo aquello que ves...
Densos nubarrones, tensión de conocimiento. Qué bien recuerdo y me suenan aún estas palabras, estas cuestiones que aprendí, debatí y concluí yo solo. Pero, más despacio, desearía hacerme comprender, yo no era mi propio dios, nunca lo he sido. También tuve un día mi gran conmoción, mi camino de Damasco, y, precisamente desde esta perspectiva, era inevitable que acabase evolucionando, contaminándome de todo aquello que creía odiar. Arrastrado por amigos, por críticos, por mujeres, empecé a ver buen cine, incluso, si era necesario, llegué a viajar al extranjero con tal objeto. Y evidentemente pronto algo cambió en mi cabeza. Fue el deslumbramiento definitivo. Debiera explicar, sin embargo, que para mí nunca han contado el guión, ni los actores, ni apenas el director. Hay una puesta en escena y un ojo colocado estratégicamente a merced del sentido profundo, único, de aquella. Un ojo, a veces testigo, a veces juez, a veces nítido, a veces turbio, liso o rugoso, muy abierto o entornado, pero ojo que todo lo ve. Como era de rigor, pronto hube de reconocer que habían existido grandes maestros de la fotografía trabajando en el mundo del cine, incluso en mi tierra. Están en la mente de todos. Lástima que ninguno de ellos se hubiese dedicado a la fotonovela.
Cómo añoro aquellos tiempos, cómo añoro mi vida con Beatriz. Ya digo que mi vocación se despertó muy pronto y, desde muy joven, logré granjearme un sólido prestigio. Yo tenía treinta y tantos. Ella era una bella chiquilla norteña, apenas había cumplido los veinte. Cómo logré arrancársela a sus padres. Tampoco lo recuerdo. Desde esta perspectiva, no sé si logro explicármelo. Yo, bueno, era joven y animoso, me ganaba bien la vida. Vivir con Beatriz era tan fácil, tan dulce y venturoso. El triunfo era mío, no daba abasto con tanto trabajo, y empezamos a permitirnos algunos lujos. Qué grata memoria, y desde aquí dolorosa, la de nuestros primeros viajes a las islas. Cuánto amor, cuántas amistades raras, cuánta fiesta salvaje, sustancias prohibidas, majestuosas alucinaciones naturales. Y aquí, en la ciudad, recuerdo nuestro gran piso del parque. Como suele decirse, la vida nos sonreía. Todo, todo nos iba a pedir de boca. Recuerdo lo apreciados que eran mis reportajes, mis contadas, pero soberbias exposiciones. Cómo no iban a gustar: yo creía profundamente en lo que hacía. En plena borrachera de éxitos, uno de aquellos veranos me llegó la oferta para trabajar en televisión. Qué contenta se puso ella. Y qué mal entendió mi negativa.
No sé cuándo empezó a cambiar Beatriz; pero ya lo había hecho yo. El trabajo comenzó a obsesionarme. Cada vez me interesaba más seriamente por las paradojas y complicaciones artísticas de la imagen en movimiento, o sea, por la conjunción estética de motivo, iluminación e instante (aunque todo el tiempo posible cabe en una instantánea, aunque juro que jamás he empuñado una cámara para filmar ni cinco minutos seguidos); por la faceta puramente creativa y también técnica, por qué negarlo, de la profesión. Estaba descubriendo cosas sorprendentes. Me informaba, leía, me bebía todo lo publicado por los profetas y visionarios del medio. Qué intensa y hermosa era mi vocación. ¿Cómo iba a aceptar un simple trabajo de realizador en televisión? ¡Cómo íbamos a posponer, en nuestro segundo verano, el viaje a las islas! Pero, entre unas cosas y otras, mi trabajo en las revistas se iba resintiendo. Borracho de mi arte, retador, envidioso del cine, me pasaba las noches en vela en el laboratorio intentando recrear las imágenes y efectos que más me llamaban la atención, una ladina subexposición, una lúgubre veladura, un sórdido contraplano, observados en tal o cual película. Luego, en el trabajo que me daba de comer trataba con paciencia de orfebre de reproducir punto por punto lo aprendido y, claro, los de producción, el personal que no se hallaba a mi mando directo se quejaba, y saltaban chispas, porque yo siempre andaba tratando de posponer las sesiones más y más tiempo, disparar al caer la tarde, incluso en plena noche. Pero, qué álbumes, reportajes enteros, se conservan aún de aquella época. Y todo a media luz, como rezaba el tango.
Aún conservo los negativos correspondientes a la fase de La jungla de asfalto. En este film, hay que fijarse bien, porque a no dudar el guión policíaco es lo de menos. El director hizo de operador, y viceversa: esas ligeras rectificaciones, esos tics característicos; se observan claramente desde las primeras secuencias hasta la escena final con Sterling Hayden en el campo, agonizando entre los caballos. Tardaron una eternidad en estrenar en la filmoteca Las manos de Orlac, pero cuando vi la película entré en estado febril. Aún hoy no sé qué trataba yo exactamente de hacer e inventar. Por aquel entonces me dio por leer a los poetas simbolistas, correspondencias, hipálages, sinestesias; quería ser capaz de expresar por medios visuales distintos «contenidos» musicales. Hojeando mis pruebas, algún benévolo colega afirmó, con exceso de entusiasmo, que yo lo había conseguido.
Cuántas veces habré visto El vampiro de Düsseldorf. Hubiese sido capaz de escribir tratados enteros, fotograma a fotograma, sobre esta obra maestra del tenebrismo. Todavía me veo ensayando en plena madrugada por las calles del centro, regando por mi cuenta y riesgo el adoquinado a la luz de las farolas. Qué pensarían de mí los serenos aquellos. Pero qué me importaba a mí. Tenía grandes descubrimientos que hacer. Sí, grandes descubrimientos. Yo no era ningún chiflado. Lo que yo vislumbraba no eran meras «visiones».
Apenas resultaba ya posible trabajar conmigo. Las cosas se precipitaron, diríase que impulsadas por una lógica interna terrible. Y todo acabó viniéndose abajo. Ahora que he sacado a colación La jungla de asfalto, hay que recordar a Marilyn. ¡Qué hermosa criatura! Mas ¿nadie sabe la gran cantidad de vello, la antiestética pelusilla que le afeaba la cara? Eran los operadores los que conseguían hacerla desaparecer, los que, después de todo, la convirtieron en una gran diva. Marilyn. La vida y el cine. La muerte y el cine. Ella lo tenía todo a su favor. Pero acabó viniéndose abajo. ¿Cómo ocurriría? ¿Como me sucedió a mí, de la noche a la mañana? Primero, una fuerte discusión al finalizar una sesión fotográfica con un actor, un pasmarote de boca torcida, uno de aquellos armarios engominados que no solo actuaban como chimpancés, es que no sabían ni posar; resultaba que el tipo era pariente del mandamás de la revista. Dejé este trabajo. La decisión de irme de la segunda revista fue mía, cuando se generalizó la crisis en el sector y pretendieron restringir mis emolumentos. Mi humor se fue estropeando. Como cabía esperar, empecé a llegar tarde a casa. Una noche de orgía fotográfica en la Casa de Campo, mi osadía llegó demasiado lejos, y una especie de feriante húngaro, indignado por mi insistencia, acabó rompiéndome la cámara en la cabeza. Beatriz ya no aguantaría mucho más tiempo a mi lado.
¿Cuántos años han pasado desde entonces? ¿Treinta, treinta y cinco? Me pregunto cómo he sido capaz de sobrevivir hasta este día y, ya puestos a preguntarse, si puede decirse que he sido alguna vez realmente grande, si todo aquello no sería más que un sueño fabuloso inducido por un exceso de adulación, de alcohol y estimulantes. Pero esto igualmente carece ya de importancia.
¿Seguro? La cabeza empieza a jugarme malas pasadas. Los excesos de la juventud siempre acaban pasando factura, ¿no es así? En estos tiempos he tomado la costumbre de pasear por la zona. Y hoy he regresado a esta plaza. Así es. Finalmente he regresado. Sin ánimo nostálgico hasta donde creo, sino más bien,