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¿Cómo saber qué día será el último de nuestra vida? ¿Cómo adivinar que la muerte está más próxima de lo que podríamos imaginar? ¿Somos capaces de escribir una carta de despedida a alguien, quizá al ser amado, ese último día de nuestra vida para decirle lo que sentimos? Sin duda, hacerlo sería una oportunidad de oro para decir lo que sentimos y llev
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 sept 2019
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    Cartas sin enviar - Jaime Laventman

    autor.

    Introducción

    ¿Cómo saber qué día será el último de nuestra vida? ¿Cómo adivinar que la muerte está más próxima de lo que podríamos imaginar? ¿Somos capaces de escribir una carta de despedida a alguien, quizá al ser amado, ese último día de nuestra vida para decirle lo que sentimos?

    Sin duda, hacerlo sería una oportunidad de oro para decir lo que sentimos y llevar lo que se dice hasta un punto en el que aciertos y fracasos se combinan con ironía y drama, como un pretexto para narrar una parte de la historia personal en la que podemos mostrarnos a nosotros mismos con nuestros propios argumentos.

    Valiosos legados mediante los cuales es posible asumir lo que se ha hecho a lo largo de la vida: triunfos, fracasos compromisos profesionales y personales, fundamentados en microcosmos simbólicos y construidos con ayuda de la imaginación, sin dejar de respetar la época en que se sitúan.

    Hay personas que son maestros de vida, bien cuando Georges-Pierre Seurat se pregunta si durante su existencia escogió bien su profesión, o cuando Juárez se lamenta de haber sido excomulgado, insultado y aborrecido por una nación eminentemente católica

    Estas cartas son una alegoría sobre los usos y costumbres de los seres humanos en diferentes tiempos y lugares, que tienen como fondo el aprendizaje de la vida, paradójicamente en el último día de la vida de cada uno de ellos.

    Así, cada uno de ellos también, sin saber que es el último día que van a vivir, revaloriza esta insólita correspondencia que llega hasta el lector para decirle cuán efímera puede ser la existencia de un ser humano, pues la muerte llega por lo general sin previo aviso.

    Erradicar conceptos estereotipados y redescubrir a los personajes que conforman esta colección de cartas es un ejercicio útil para todos aquellos en quienes la memoria se hace presente una y otra vez, para recordarnos que la muerte es un viaje irreversible a un sitio desconocido al que todos algún día habremos de llegar.

    Jaime Laventman G.

    Huixquilucan, México,

    diciembre de 2017

    Rompiendo paradigmas

    Querido amigo:

    Cuando leas esta carta probablemente yo ya habré muerto. Los médicos me han diagnosticado una terrible infección, para la que no existe tratamiento. Hablan como si en verdad pudieran hacer algo por sus pacientes, sea cual fuera su enfermedad. ¡Ilusos! Me parece que aun con todos los adelantos de hoy en día, seguimos viviendo en la Edad Media, y si no fuera por genios como Pasteur, el futuro de la humanidad estaría en jaque.

    Ya cumplí 31 años, pero siento que los he aprovechado muy poco. Unos cuantos lienzos pintados, y al parecer moriré sin que nadie me recuerde, en la penumbra de los impasibles a la crítica y del público. Sacrifiqué mucho para lograr un estilo propio, alejado del resto, y ahora que creo haberlo madurado ya no podré seguir creando: mi arte quedará en el olvido y me temo que lo mismo ocurrirá con mi obra.

    La última semana recorrí mi adorado París; anduve de barrio en barrio, tratando de que mi alma lograra asimilar su esencia, la naturaleza de esta hermosa ciudad con sus cielos despejados y sus ocasionales nubes; con los ríos que la circundan y sus orillas por donde la gente transita gozando de atardeceres inolvidables. Y aunque la he visitado muchas veces, volví a disfrutar de su hermosa catedral, con su imponente estilo gótico, rodeada de maravillosos murales cristalinos por los que se filtra la mismísima luz del Paraíso.

    Sufro mucho. Con la muerte rondándome tan cerca, mi amante y nuestro hijo quedarán desamparados. Ella espera un nuevo vástago y lo más probable es que yo ni siquiera llegue a conocerlo. Muchas veces me he preguntado si podré abrazarlo, besarlo y sentir su delicado olor a recién nacido, esa fragancia que no se compara con ninguna otra sobre la superficie de la Tierra.

    No creo que mis padres puedan perdonarme, aunque en realidad, ¡no me importaría demasiado si supiera que a cambio de ello podría vivir! Y sin embargo, ante mi adverso panorama, me temo que dejaré abandonados a mi mujer y a mis hijos. Mis pinturas no se venden. El público no las acepta, y no sólo eso, sino que he llegado a escuchar opiniones de gente que habla sin saber, que repiten lo que dicen algunos críticos de los prestigiosos –¡simplemente prestigiosos!– museos de arte de Francia.

    Y no obstante creo que sus opiniones han logrado incidir en la mente conservadora de una gran parte del público y les han impedido reconocer algo valioso: mi pintura, ¡tan diferente de lo que esos jueces han llamado arte!

    En sus mentes de telaraña nada nuevo puede ser aceptado y a sus ojos el mundo no puede cambiar. ¡Qué trabajo nos cuesta esto último a los seres humanos!, y hay quienes no logran comprender jamás que lo inamovible es una irrealidad y que de manera constante, de forma diría yo regular, el ser humano se tiene que adaptar a nuevas realidades.

    Las ondas de longitud de la luz y su distorsión nos dan los colores, la esencia misma y básica de toda pintura. La belleza está escondida en las dimensiones que guardan los personajes; en los matices y los tamaños de cada uno; en la intensidad y en la combinación de los tonos coloreados que dan vida a todo lienzo.

    Una cosa es como yo lo veo y otra muy diferente, como cada persona lo visualiza. ¿Acaso vemos lo mismo? ¿Acaso comprendemos ambos el mismo mensaje? ¿Compartimos siquiera la emoción de pintar y de ver, de manera amigable? No sé, no lo creo. Cada uno interpreta el mundo de acuerdo con su propio estilo y con lo que le rodea. El azul de las aguas de uno de mis cuadros puede ser el verde fangoso para un observador.

    Los pintores somos seres atormentados. Estampamos paisajes, historias, y un sinfín de cosas sobre una tela, y en ocasiones dedicamos varios años de nuestra vida a hacerlo. En un abrir y cerrar de ojos, el cuadro terminado desaparece de nuestras manos para ser entregado a alguien que compartió su gusto con nosotros, y que al final, egoístamente, lo ocultará en alguna pared de su casa. Por momentos recordará que es suyo, y le dedicará una mirada furtiva, orgulloso de poseerlo, pero ignorante por completo del trabajo que hay detrás.

    Me tomó dos años finalizar mi grandiosa obra maestra, y perdón por alabarme yo mismo. En ella está mi vida entera, mis sueños, mis ilusiones. En el fino puntilleo se esconde el hallazgo mágico de la fuente que ilumina la tela y le da ese colorido tan especial.

    Traté de que convivieran en ella muchos y muy diversos personajes para dejar que el observador pudiera encontrar en cada uno de ellos el mensaje abierto con el que lo presento al mundo. Cada protagonista de mi cuadro forma parte esencial del todo, y a su vez, del contenido que he querido regalar al mundo.

    He hablado con muchos artistas de nuestra sociedad independiente, y he descubierto lo interesante que es que cada uno de ellos intente desarrollar un estilo propio, diferente al de los demás, aunque inseparable de los lineamientos que originalmente, ¿quién si no?, nosotros mismos hemos establecido.

    Creo que la intensa búsqueda por ser original encierra en sí misma la pauta del éxito o del fracaso. Me pregunto además si una vez hallado el nuevo estilo podrá perdurar, si será o no adoptado por otros, si alguien mejorará su definición. No lo sé.

    En estos momentos lo único que sé es que estoy realmente angustiado por mi futuro y no tanto por la obra, como podría parecer. Estoy más preocupado, aunque de manera egoísta lo reconozco, por lo que me puede pasar y no por lo que mi obra pueda significar. En parte esto último es comprensible. Como artista, yo no podré impregnar un modelo general a mi obra. Y sin embargo serán los críticos y posteriormente el público –este último mucho más audaz– quienes decidirán el futuro de mi pintura. ¿Mis cuadros estarán colgados algún día en el Louvre? ¿O quizá en algún otro museo importante del mundo? ¿O es que simplemente estarán condenados al olvido, a la desaparición cuando hayan pasado de moda?

    Me encuentro tan enfermo que no puedo pensar siquiera con lucidez. La muerte no sólo me acecha, sino que siento cómo lentamente me va cubriendo con su manto frío y asolador. Pronto pasaré al mundo de las tinieblas, de lo desconocido, y finalmente podré saber si existe un ser más allá de lo que por ahora se nos permite percibir. ¿Será verdad que hay un Dios que podrá acogernos en su inmenso amor como parte integral de su corte celestial?

    He vuelto a observar el lienzo. Las múltiples figuras que habitan en él: niños y adultos, animales y objetos propios del ingenio humano. Cuando lo vean las futuras generaciones, ¿podrán captar algún mensaje? ¿O será tan sólo el reflejo de una apertura pupilar y la retención de un instante en el inmenso juego del universo?

    Desearía que mis hijos pudieran verlo algún día colgado en un sitio apropiado, y que con ello se sintieran menos decepcionados de su padre de lo que pueden estar en este momento.

    Verás… le pediría al Señor que alargara mi vida. Que me permitiera continuar con mi obra. Y sin embargo, siento que el permiso me sería denegado. Los artistas plasmamos nuestra obra en un instante muy preciso de nuestra existencia, y yo ya lo hice. Extenderme ahora sería repetitivo y contraproducente; más aún, podría opacar lo que ya he hecho, con algo superfluo y sin sentido.

    Me he resignado a comprender que mi paso por la vida ya fue llevado a cabo y que este final anticipa solamente la angustia de marchar a lo desconocido.

    Te pido que no abandones mis lienzos. No permitas que sean destruidos y si en algo los valoras, estoy seguro de que les encontrarás un sitio donde trasnochar en esa madrugada sin fin que es la fama, aunque ésta llegara a tardar mucho tiempo en llegar, con su arribo podrá mostrar la luz de su amanecer.

    Me llevo conmigo la imagen de mi obra y me alegro en verdad de haberla creado. Ojalá pudiera decir lo mismo de mi vida, tan inútil, tan insignificante, tanto, que nadie habrá jamás de recordar.

    Nunca he sido modesto y ahora tampoco pretendo serlo, pero sospecho que algún día llegaré a ser reconocido, aunque eso tal vez ocurra mucho después de mi muerte. Entonces se hablará bien de mi obra, del intento no fallido de haber encontrado la originalidad y haber sabido explotarla al máximo. Es posible incluso que algunos decidan seguir mi estilo. ¿Será posible también que alguien se encargue de mi viuda, de mis hijos?

    Amigo querido, los estertores finales me impiden escribir con claridad. Las ideas que fluían con facilidad se han esfumado, y una enorme nube grisácea se eleva sobre mi ser y me muestra el camino a seguir, el del no retorno; el último en nuestro peregrinar.

    Te pido un último favor: el día de mi entierro di algunas palabras amables de mi persona. No me abandones por completo, ni ignores mi etérea presencia que llegado el día habrá de desaparecer para siempre.

    ¿Debí haber escogido otra profesión? Creo que es tarde para planteármelo. Los artistas se mueren de hambre y ocasionalmente su obra perdura.

    Creo en el Dios misericordioso que me atrae en su abrazo a un tiempo más prometedor. Ahí podré discutir mi obra con otros que me precedieron y a quienes admiro. Me pregunto si ellos serán más suaves en sus juicios y en su apreciación.

    Tu fiel amigo y compañero de muchas batallas

    en mi lecho de muerte,

    Georges-Pierre Seurat

    29 de marzo de 1891

    Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte (1884)

    Imagen: pinterest.es

    La vida puede ser injusta

    Querida mía:

    Los años han pasado y frente a mis ojos sigues tan hermosa como el día que te conocí. Como comprenderás he tenido que dictar esta carta, pues muy a mi pesar no he podido escribirla de mi puño y letra. La vista me falla, ya no es la misma de antes, y debo confesarte que a ratos también me doy cuenta de que mi mente ha perdido gran parte de su antigua lucidez. Los médicos diagnostican una cruel forma de deterioro mental, lenta y progresiva. Sin hacer alarde de mis pocos conocimientos científicos, creo que me han dicho viejo, y sin embargo no puedo tomarlo como algo ofensivo, sino más bien como un logro de la edad que he alcanzado, a pesar de las dificultades que he enfrentado en la vida.

    Hoy, contigo, pues sé que me estás leyendo, deseo hacer un recuento de algunas de ellas. No obstante, a medida que avance la carta podrás darte cuenta de que no estoy muy orgulloso de todas, aun cuando en su momento las consideré esenciales y necesarias.

    ¿Qué tanto durará mi actual fama? No lo sé. La verdad, de manera egoísta, creo que el mundo me recordará durante mucho tiempo. No puedo asegurar si lo hará por mis dotes de político o de escritor; por mis discursos o por mis aventuras de todo tipo, como corresponsal de guerra o quizá, debo decirlo aunque con tristeza, simplemente se acordarán del alcohólico que fui.

    Miro al pasado y te veo a ti, con los deslices propios de la bella mujer que pese a todo regresó a mí, y a partir de entonces nunca más volvió a separarse de mi lado. Nuestros hijos nos dieron más problemas que alegrías, pero esto es algo inevitable cuando el trabajo tan arduo de ambos nos mantuvo tan alejados de ellos. Sé lo mucho que lo resintieron y no dudo que sus conductas, en ocasiones tan aberrantes, sean solamente el reflejo de su enojo y la decepción que vivieron al soñar la clase de padres que pudieron haber tenido. Tú y yo nunca logramos siquiera acercarnos a ese deseo.

    Me he sentido cansado estos últimos días. Los infartos cerebrales que me han diagnosticado también me han acosado, han dejado una huella irreversible en mi cuerpo y en mi mente, pues son el reflejo de mi agitada vida y de mis múltiples vicios, que por ahora no tiene sentido recordar.

    Desde hace muchos años he tenido dos pesadillas que me han perseguido sin clemencia. En la primera sueño una y otra vez con la indiferencia que mostramos a los aliados, pese a que sabíamos del maltrato a las poblaciones judías en Europa. Y la peor parte ocurre cuando despierto y me doy cuenta de que pude haber hecho mucho más de lo que hice por evitar el holocausto. Fuimos sordos ante las advertencias que nos hicieron, pero también ante los hechos innegables que incluso se nos mostraron con fotografías y desgarradores relatos de quienes vivieron ese horror. ¿Y nosotros qué hicimos? Simplemente cerrar los oídos ante el dolor expresado en tantos lamentos; y así, sin rencores, sin cargos de conciencia, evitamos tomar represalias. ¡Qué ciegos fuimos! Tan sólo ese acto hubiera logrado salvar la vida de tantos inocentes… Simplemente, olvidé que la labor primordial de un político es defender por encima de todo a la gente. Las estrategias que trazamos rechazaron de un plumazo cualquier intento siquiera de ayuda para destruir esos infames campos de exterminio.

    Y no es que yo sea un antisemita más de los que abundan en el orbe. No quiero decir que siempre haya apoyado su causa, pues aun cuando mis actos demostraron en varias ocasiones que eso era precisamente lo que hacía, hubo otras veces en que mostraba yo total indiferencia, como cuando avalamos la Declaración Balfour, y eventualmente mi gobierno secundó la formación del Estado judío, cuando éste manifestó con su voto de abstención que respetaba los deseos expresados por el gobierno de principios de siglo.

    Pude haber ordenado, o por lo menos convencido a los demás aliados, que bombardearan las instalaciones de Auschwitz, y no lo hice. Y hoy en día me arrepiento de ello y de haber dejado que tres millones de seres humanos perecieran ahí de manera injustificada. Le ofrecí al pueblo inglés sudor y lágrimas, lo defendí a capa y espada. Pero no hice lo mismo con otros grupos minoritarios. Sospecho que el propio Roosevelt tampoco mostró afecto alguno por los judíos que eran asesinados en masa. Desechó como yo las súplicas del mundo judío para salvar a la judería de Europa. Y eso, querida Clementine, es un tumor que yace en lo más profundo de mi cerebro y me recuerda lo inhumano que fuimos todos.

    También, ahora lo reconozco, pude haber evitado la masacre de Dresden, en donde fueron quemados por las bombas incendiarias en una sola noche cerca de cien mil alemanes, aun cuando la guerra ya había sido ganada. Se habló de una necesidad estratégica y se antepusieron muchos adjetivos para justificarla. Actualmente el mundo recuerda a Dresden como un acto salvaje de venganza, aún más censurable que las bombas que Truman dejó caer sobre Hiroshima y Nagasaki.

    Dresden jamás fue mi mejor momento.

    Pero, ¿acaso no debería hablar yo de lo bueno que hice? ¿Por qué recordar solamente mis errores? Tal parece que la conciencia no escoge con justicia los recuerdos que debería; por el contrario, los borra de un plumazo para invocar una y otra vez lo frágiles que somos los seres humanos.

    ¿Recuerdas querida mía, nuestras noches de plática a la luz de la luna? ¿Acaso hemos envejecido tanto que esos días ya se han borrado para siempre?

    Es interesante ver cómo el mundo pareció agradecer mi intervención durante la Segunda Guerra Mundial. En primer lugar, ¡oh Dios mío!, qué decepción fue para mí perder las elecciones y dejar de ser Primer Ministro. Hubiera esperado que el pueblo me reeligiera de manera abrumadora, ¡y ya ves, sucedió exactamente lo contrario! Y pese a todo, ahora que lo pienso, creo que escogieron bien y entendieron que mi capacidad antibélica no resolvería las necesidades inmediatas del país tras la hecatombe. El hecho de que algunos años después me devolvieran el puesto no significa ninguna victoria, entre otras cosas porque mi capacidad había disminuido de manera considerable y nunca volví a ser el mismo.

    Y entonces ocurrió el milagro. Cuando soñé que la Academia Sueca me entregaría el Premio de la Paz me sorprendió con el Nobel… pero de literatura. ¡Vaya con los académicos! No es que niegue mi valor literario, pero creo firmemente que merecía el otro, y sin embargo, Dresden, Auschwitz y muchos más, evitaron que lo recibiera.

    Ya soy viejo. El buen licor ya no me apetece como antaño y los puros me están prohibidos por orden médica. No puedo escribir más y mi mente, que divaga tanto ya te lo dije, no merece más que el mundo sepa de mí. Languidezco bajo las paredes de nuestro hogar y recuerdo lo que fui, con una feroz autocrítica que puede ser terrible y mordaz.

    Aquellos que me precedieron han desaparecido. A pesar de que yo era el más viejo, he sobrevivido. La historia nos juzgará con dureza en los siglos por venir y nuestras acciones serán evaluadas con la lupa del tiempo, cuyo juicio puede ser doloroso, y cuya sentencia puede hacer aún más daño. Pero para entonces no estaré vivo, y ahora me doy cuenta de la poca importancia que eso tiene. No es el momento póstumo el que nos debe preocupar, sino el presente; es el momento que vivimos día tras día el que debe guiar nuestras acciones. Es cierto que ayudé a ganar la guerra. Es cierto que adiviné, casi como un profeta, que una cortina de hierro separaría a la Europa reconquistada de la otra parte, y es también cierto que me gané el respeto de mis conciudadanos por la entereza que siempre les mostré.

    Pronto, como todo ser vivo, habré de morir. La mía ha sido una larga vida, llena de experiencias de todo tipo. Y sólo queda al final, mi vida íntima, la que lamentablemente sacrifiqué en aras de la política.

    Mi momento de sarcasmo más ilustre es ahora, cuando el mundo me recuerda, me juzga y se enternece ante mi vejez y mi incipiente demencia.

    Derroté a Hitler, y sin embargo no logré evitar las atrocidades que llevó a cabo. Me entrevisté con Stalin y tampoco pude vencerlo. Vi cómo Roosevelt se iba esfacelando poco a poco, cayendo en una tremenda indecisión que nos costó ganar la guerra caliente y perder la fría. Me burlé de muchos, y otros muchos también se burlaron de mí. Sólo a ti jamás pude engañarte y ahora agradezco el haber pasado los últimos años de mi vida a tu lado.

    No tuve el valor de Eduardo, cuando prefirió a la viuda y se olvidó de ser rey. A tantos años de distancia me parece que hizo lo correcto. Finalmente, él nació para plebeyo y no para monarca.

    No es bueno vivir tantos años. Hubiera preferido una muerte heroica en el campo de batalla. ¿Pero acaso podemos escoger libremente el devenir de nuestro destino?

    Deseo que el mundo me recuerde al menos por el amor que te tuve mi querida Clementine.

    Winston Churchill,

    enero de 1965

    Winston Churchill

    Imagen: es.wikipedia.org

    Un desierto de aguas heladas

    Querida:

    ¿Cómo explicarte nuestra difícil situación? Estamos tan lejos del llamado mundo civilizado, y yo en cambio estoy tan cerca de ti, aunque sea sólo en mi pensamiento. El frío exterior que nos invade se combina con el calor interno que siento cuando pienso en ti. En esos momentos desearía volver a tomarte en mis brazos e impregnarme de tu aroma.

    Me pregunto cómo serán calificadas nuestras acciones al paso del tiempo. Debo decirte que a pesar de nuestros esfuerzos, tuvimos la mala fortuna de escoger muchas cosas de manera equivocada. Para empezar, en lugar de dejar que los perros jalaran nuestros transportes, trajimos máquinas que el clima impidió que funcionaran. ¿Y qué decir de los caballos? No están acostumbrados a las inclementes temperaturas del Polo Sur. Y si lo anterior no fuera suficiente, tomamos el camino equivocado y fue preciso enfrentarnos a obstáculos que todavía no entiendo cómo logramos librar: tormentas de nieve que jamás se nos ocurrió que podían existir; dificultades en el trayecto que nos fueron retrasando de manera importante… en fin, que queríamos conquistar el Polo Sur para gloria del Imperio Británico, pero esas dificultades y otras circunstancias más, nos impidieron llegar a tiempo. Y en lugar de ello, aparecimos con un mes de retraso, para encontrarnos con la bandera que Amundsen ya había clavado en el Polo, dejándonos a nosotros el dudoso honor de ser los segundos.

    Debo confesar que aquello fue una decepción para mí, y también para mis compañeros. No logramos ser los primeros, pero yo creo que nos lo merecíamos, y esto hoy lo digo sin miramientos, aun cuando planeamos hacerlo con tal anticipación y tanto trabajo, que entonces jamás pensé que pudiéramos llegar a fracasar.

    Por lo que veo, el Polo Sur de la Tierra debe ser el sitio más inhóspito que existe sobre la superficie del planeta. A pesar de que ahora es verano, el frío es indescriptible y la ausencia casi completa de vida animal o vegetal, lo convierte en un desierto de aguas heladas. A duras penas logramos llegar. Como ya te dije, ni las máquinas ni los caballos resistieron los rigores del clima y solamente nosotros, arrastrando nuestra provisiones e instrumentos, emprendimos el viaje final. Pero ¿para qué?, para después de todo, no haber sido los primeros.

    A pesar de nuestro fracaso –pues para mí eso es: ¡un fracaso!– llevamos a cabo todos los experimentos planeados por la sociedad geofísica. Permanecimos en alerta durante las largas horas que duró la travesía y cumplimos con el principal propósito del viaje. Todo ello ha quedado claramente inscrito en las bitácoras, que serán de invaluable valor en el futuro.

    Mis compañeros han resultado ser una verdadera fortaleza para mi espíritu. Sin ellos, yo no hubiera podido lograr los objetivos trazados. Nunca se quejaron ni me mostraron caras de decepción. Como yo, ellos también hubieran querido volverse inmortales y que sus nombres y proezas quedaran para siempre esculpidos en los anales de la Historia. Pero, ¿qué podemos hacer? Todos sabemos que haber llegado en segundo lugar significa confinarse al más severo de los olvidos.

    Emprendimos el viaje de regreso bajo circunstancias muy vulnerables. El clima no sólo no ha mejorado, sino que el frío y las asperezas han aumentado, por lo que hemos tenido que acampar en múltiples ocasiones, simplemente a esperar que mejoren las condiciones para poder continuar con el viaje.

    Las provisiones han comenzado a escasear y no sabemos qué tan cerca o lejos estamos de algún puesto de socorro. Tenemos hambre y frío, y me da pena decírtelo querida mía, pero sospecho que no habremos de terminar esta travesía con vida. Aunque mis amigos intuyen lo mismo que yo, hasta ahora no he recibido una sola queja de su parte. Tampoco ha habido muestras de arrepentimiento. Como buenos militares, comprenden que la vida de un soldado depende de múltiples factores, que en este caso parecen haberse confabulado para evitar un final feliz.

    El café se ha vuelto aún más amargo.

    El recuerdo de los fértiles y verdes campos de Inglaterra se muestra ahora como una visión personal en cada uno de nosotros. Hemos logrado mucho, e Inglaterra no deberá olvidar el esfuerzo que hemos hecho, en especial si se tienen en cuenta estas situaciones tan extremas. Me he asomado una vez más al exterior de nuestra tienda de campaña, pero no logro ver más allá de mi propia mano. Estamos viviendo una tormenta continua, una muralla helada que nos separa del mundo al que alguna vez pertenecimos.

    Tendrás la obligación de contar esta historia a nuestros hijos y nietos. Sabrán que estos valientes dieron la vida por su país y que si bien lograron llegar a su destino, no pudieron regresar a su patria. Cumplimos con las tareas exigidas, que serán el testimonio para las futuras generaciones, las cuales sin habernos conocido, deseo que no olviden nunca la lucha emprendida.

    A ti mi amada, sólo te quiero decir que te extraño y te pido que me perdones. En la necedad de cumplir con un sueño he matado otro contigo, que era el de vivir plenamente nuestros años jóvenes y después compartir nuestra vejez. Te veo ante mis ojos y me puedo imaginar lo difícil que será para ti seguir adelante sola. Deseo que rehagas tu vida sin olvidarme, sin dejar que nuestros hijos lleguen a ver nuestra audacia como una lucha perdida de antemano.

    Durante estas noches me he preguntado una y otra vez ¿cuál es el sentido de seguir explorando tierras tan hostiles como ésta? ¿Qué extraña fuerza nos lleva a batallas tan desiguales para conquistar algo desconocido?

    No tengo las respuestas. Colón se lanzó a la búsqueda de una nueva ruta que lo llevara a la India, y sin proponérselo descubrió un continente. El mundo no lo ha olvidado. Magallanes emprendió el primer viaje de circunnavegación y dio su vida en ello, alcanzando la fama eterna.

    De manera egoísta, creemos haber conquistado un nuevo continente, cuyo centro geográfico marca el Polo Sur de nuestro planeta. Sabemos que el mundo habrá de recordar a Amundsen por haber sido el primero, pero esperamos que no olvide que escasos días después llegamos nosotros; ellos sí lograrán sobrevivir… nosotros no.

    P.D.

    Tengo que pedirte un último favor. Muchos valientes morirán por esta aventura científica. El gobierno de Su Majestad cumplirá su función al informar al pueblo lo que sucedió. Pero no podrá describir con detalle lo que ocurrió en verdad, lo que hemos padecido y la lucha sin cuartel que día tras día hemos emprendido. Tampoco puedo saber cuándo llegará esta carta a tus manos, pero deberás hablar con las familias de cada uno de ellos y explicarles la valentía que han mostrado en todo momento, aun en los más difíciles. Tus palabras, apoyadas en estos escritos serán el único consuelo que tendrán al perder a un esposo, a un hijo, a un padre. Sus nombres no deberán quedar en el olvido y nuestra accidentada travesía no debe ser desconocida por nadie.

    Mis manos se han entumecido y la llama que hemos tratado de mantener acaba de extinguirse. Muy a nuestro pesar, nos hemos quedado también sin combustible.

    No me arrepiento de haber llevado a cabo esta exploración. Hubiera deseado un mejor itinerario y un éxito total. Quisiera que los valientes que me acompañan no perezcan y regresen sanos y salvos a sus hogares. Lo mismo me gustaría para mí. Pero esto ya no será posible. La tormenta ha aumentado y nos tiene prácticamente bloqueados y aislados del resto del mundo.

    La principal lección para el futuro es que debimos haber escogido con conocimiento y lucidez las guías que nos hubieran dado el camino correcto para llegar y emprender esta aventura, y apoyarnos adecuadamente con los instrumentos apropiados y no con aquellos que tontamente creímos que serían insuperables.

    El noruego, que conoce el frío y la nieve de su país, supo con toda claridad qué animales escoger; qué camino seguir y qué ropa usar. Una lección desaprovechada por el ímpetu de ser los primeros, y sin embargo, fuimos los que fracasamos rotundamente en el intento. Sé que el propio Amundsen, sin embargo, reconocerá nuestro esfuerzo y recordará para un futuro cercano que ambos logramos llegar al objetivo casi de manera simultánea. Debimos quizá haber unido nuestros conocimientos y olvidar nuestras nacionalidades. Y entonces en un esfuerzo verdaderamente científico, pudimos haber conquistado las metas previamente establecidas y ayudarnos mutuamente. Una idea para el futuro. Una más querida mía.

    Por último, te pido perdón por haberme olvidado de la mejor parte de mi vida y haber expuesto nuestro matrimonio a un final anticipado e inmerecido para ti. No me juzgues con demasiada rudeza. En estos terribles momentos, sólo puedo pensar en ti, en la familia y en el mal momento que te haré vivir.

    De regreso del Polo Sur,

    Robert Falcon Scott,

    29 de marzo de 1912

    Scott escribiendo su diario en la cabaña de Cabo Evans, 1911

    Imagen: es.wikipedia.org

    Los sonidos inexistentes

    Sociedad Filarmónica de la H. Ciudad de Londres:

    ¿Cómo podría explicaros la alegría que me habéis causado? Me faltan palabras, aun cuando las ideas se acumulan en mi mente tratando de encontrar la mejor manera de agradeceros la bondad y las atenciones que habéis tenido para mi persona. Me solicitáis una nueva obra que podría ser estrenada en vuestra ciudad. Pero en la carta no especificáis qué tipo de obra os gustaría que compusiera, y por ello me permito sugeriros alguna.

    A estas alturas, quiero suponer que estaréis enterados de que mi vida se ha vuelto una eterna desgracia, y de antemano os pido una disculpa por usar este medio para expresaros mis pesares. Pero en vuestra inmutable amabilidad me habéis mostrado la cara de ayuda que tanto desea un compositor como su humilde servidor.

    Las enfermedades, los achaques propios de la edad, parecen haber encontrado una apacible posada dentro de mi magullado cuerpo. Las piernas se me han hinchado de tal forma que caminar, esa en apariencia insignificante actividad que tanto disfrutaba yo hasta hace poco, se ha vuelto ahora un verdadero suplicio, al grado que me impide abandonar mis aposentos. Una tos persistente, maligna, me anuncia males mayores, y al parecer se ha anidado en mis pulmones sin permitirme respirar, forzando el fuelle ya cansado de mi diafragma y tornando mis uñas de un desagradable tono violáceo ante la falta del preciado aire.

    Dicen mis curanderos que el hígado me falla, y que a lo largo de los años he abusado del dulce sabor del vino. Me es imposible dialogar con ellos; prefiero guardar silencio ante sus arengas y regaños que suplen el adecuado tratamiento que, como es evidente, no tienen para mí.

    Pero eso no impedirá que yo realice mi mejor esfuerzo hacia vuestra benemérita institución y escribiré –ya lo tengo decidido– una nueva y mejor sinfonía que la última que fue estrenada hace solamente unas cuantas semanas.

    Con el adelanto que me habéis proporcionado podré sufragar los gastos que semejante empresa puede acarrear, ya que en la actualidad me resulta absolutamente imposible ganarme la vida impartiendo clases, o publicando nuevas obras.

    Pero sobre todos mis males, quiero deciros que mi sordera ha llegado a su punto final y me ha aislado por completo del mundo común y corriente. Si bien he implorado a Dios para que me devuelva un poco de mi sentido auditivo, me parece que mis plegarias han quedado en el más oscuro de los olvidos. Por más esfuerzos que hago no logro escuchar nada; ni una sola nota; ni siquiera la vibración de una cuerda me trae algún sonido. Si no fuera por el recuerdo que guarda mi mente, la música habría expirado para siempre de mi alma, y sería yo uno más de los compositores fracasados que han desfilado por las páginas de la Historia.

    ¡Si supierais cuantas curas he intentado!: aparatos para amplificar el sonido que nada ayudan, limpiezas a mis agotados oídos que me producen vértigos, y que sin embargo no me devuelven el canto de los pájaros, ni el susurro del viento. Los médicos han intentado con purgas, me han hecho sangrías; han usado vinagres y aceites sin efecto, y lo único que han logrado con ello debilitar mi cuerpo aún más que mi extenuada alma.

    Me he preguntado una y mil veces la razón de este cruel castigo. Un amigo querido tiene una teoría que calmó mis nervios por un tiempo.

    –Aislado por completo del mundano ruido –me dijo –podrás concentrar en tu mente los sonidos inexistentes de otra forma en la naturaleza. Sí, quizá la sordera sea una bendición y no un azote… La verdad el de mi amigo fue un buen intento, pero no me ha convencido.

    Jamás pude escuchar la tierna voz de mis amadas. Su sonido escapó de mi alma para perderse en el infinito. Tampoco fui capaz de deleitar mi oído con mis últimas sinfonías, corales, u obras para cuartetos de cuerda: el profundo silencio que me embarga lo impidió. Vivir encerrado en la mazmorra del más absoluto de los silentes nunca fue mi deseo y nunca lo será. Y encima de

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