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La ciudad del arte: 978-84-09-47488-2
La ciudad del arte: 978-84-09-47488-2
La ciudad del arte: 978-84-09-47488-2
Libro electrónico714 páginas10 horas

La ciudad del arte: 978-84-09-47488-2

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Esta es la tercera obra del autor. La primera fue "Añoranza" y la segunda "Noventa y nueve sonetos del sentir". La trama de esta novela, centra la idea de la superación a través del trabajo, la técnica y la constancia. Se hace referencia a la no rendición, como clave fundamental para vencer las dificultades.

Todos los personajes son ficticios, de modo que el autor nunca actuaría como ellos, sino que son de su invención.

La novela es un homenaje, a todos los habitantes de la isla de La Palma, tratando de reflejar en su contenido, sus sueños, adversidades y valentía para afrontar los problemas. La solidaridad del autor hacia ellos, se deja entrever con fraternidad, y sin intención de herir los sentimientos de nadie.

La obsesión del autor por el mundo de las artes, se hace latente, impregnando un estilo en su redacción, que tiene influencias de multitud de autores y estilos.

La paradoja de un paraíso terrenal, donde la felicidad es máxima, se traza según los parámetros del autor.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 dic 2022
ISBN9788409474882
La ciudad del arte: 978-84-09-47488-2

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    La ciudad del arte - Adrian Bartolome

    La ciudad del arte

    La ciudad del Arte

    Adrián Bartolomé

    las obras de los artistas

    sólo mueren en el olvido,

    de modo que pueden resucitar,

    con lo que ratifico su inmortalidad

    MI DEDICATORIA

    Este libro se lo dedico a todos los habitantes de la isla de La Palma. Mi intención, es tratar de ayudarles moralmente, buscando un punto positivo a lo sucedido, en relación con catástrofe del volcán, Cumbre Vieja. Quiero que sepan, que mi sentimiento de solidaridad, está con ellos, por la destrucción de sus hogares, sueños e ilusiones. Tras el horror, solo queda pensar, en el nacimiento de nuevas casas, cultivos y caminos. Detrás de una gran derrota, siempre habrá una gran victoria. Superar un problema, es resistir para triunfar. Yo no soy un escritor famoso, sin embargo, a pesar de no haber triunfado, sigo escribiendo, sin rendirme, porque tengo una esperanza, la de escribir un gran libro. Hoy quiero decir a los palmeros, se puede. Si, se puede levantar una casa mejor, un jardín más bonito, se pueden tener sueños más hermosos y esperanzas más bellas. No hay que mirar atrás, sino adelante. En la vida, constantemente hay obstáculos que superar. La felicidad, el triunfo y la cima, la consigue el que más veces se levanta, de eso no tengo ninguna duda. Quiero decirles a los habitantes de la isla bonita, que he escrito, La Ciudad del Arte, sin la intención de herir a nadie en sus sentimientos. Arte es una metáfora poética, nada más. Es una invención mía, que tiene solo un significado simbólico. Espero entiendan mis humildes palabras. Les dejo con el índice y el prólogo.

    PRÓLOGO

    Un libro nace con un propósito, el de entretener al lector, inhalando lentamente, un pasatiempos agradable. Creando un rompecabezas de palabras perfectamente ordenado por su diseñador. A juicio del escritor, siempre perfecto y muy bien trabajado. Para el crítico puntilloso, lleno de fallos, metáforas imperfectas, así como carente de valor artístico, despreciando las horas de sufrimiento por parte de su creador. Intentando aniquilar la cabeza de éste, para tomar las riendas del protagonismo. Existiendo pues un enemigo claro, ese famoso crítico que llena las audiencias de periódicos, radios o televisión, profanando una sabiduría engañosa, para llenar de monedas su bolsillo. En contraposición, el escritor obsesionado en sus ideas, va pasando olímpicamente de los comentarios, tratando pues, de trasportar las frases al limbo de lo imaginario. La mejor bofetada a la envidia, no es otra que trabajar en silencio, diariamente, metódicamente y de forma disciplinada, repitiendo la lectura a través del subconsciente. Para mí, como escritor de este libro, supone algo mas, un reto personal. La firme convicción de asumir las riendas de mi proyecto, aunque intenten pisotearlo como a un pequeño gusano. Me encantaría tener la capacidad de hacer, que unas palabras y unos relatos, perduren en el tiempo, sin que por ellos se envejezca el intelecto, ni se deteriore lo contado. Denotando pues, la necesidad mental, de sacar de mí, lo que  está  sucediendo en mi pensamiento. El llamado alma o espíritu, se interpreta bajo mi prisma, con una pasión por la literatura, inusitada. También lo invisible del tiempo, estará impregnado en esta obra. Como consecuencia inmediata, se plasmará intuitivamente toda esa ebullición mediática y necesaria, en un papel, que contendrá toda mi esencia propia, por disparatada que parezca.  De tal forma, que así las letras vayan formando un arco imaginativo, de modo, que un individuo normal, pueda ver lo que acontece más allá de lo real. No hay ningún propósito por el éxito, ni la relevancia,  y tampoco afán de llegar a un gran numero de lectores. En mí no existe pues, un  orgullo desmedido de interaccionar  con una gran masa de público. Tampoco por superar a ningún adversario, pero si a mi mismo. Del mismo modo, que tampoco se deriva ninguna obsesión, que busque aferrarse a algo extraño o divino. No me  gusta humillar a nadie, ni criticar, ni hablar mal, por eso lo aquí contado, no trata de menospreciar a los personajes reales de la vida. La humildad y el simple trabajo, continúan su marcha desde donde emanan, fluyendo por el río de mi mente, hasta el mar de la consecución. Mi obsesión por la creación de una obra, se hace latente en mi libro. Puede concluirse, que no tuve nunca una creación reconocida, porque el público así lo quiere. Ello me lleva a reflexionar, trabajando de pleno en los entresijos del largo camino literario, aprendiendo de los errores, atajos y espejismos. Mi ensimismamiento en la obra, me lleva a encerrarme en la cárcel racional de la escritura, para que usted lector, encuentre en ella el entretenimiento. Esta novela, no es una obra histórica, aunque es un homenaje a todos los palmeros y palmeras. Mi solidaridad, mi cariño y mi corazón, están con ellos. El sufrimiento compartido, la implicación y la complicidad, son un grano de arena, para demostrar de forma lírica, la posibilidad de ayudar a los demás. De ese modo, puedo cumplir mis deseos, trascribiendo, para tratar de recrear en mis frases, un cuadro de mezclas de color y perspectivas diferentes, como gozo divino. La interacción de metáforas, epítetos, eufemismos y cualquier otro tipo de figura literaria, agranda mi persona. Mi obsesión por escribir, la hago con el único propósito de inmortalizar la obra, para así detener el tiempo. Subrayando claramente en la oda de la creación, unos  personajes totalmente irreales y ficticios, que no apelan a nadie en particular. Del mismo modo, que me lleno de la sed, de la mezcla de color de los lienzos a través de las palabras, en el surgimiento de ideas nuevas y sensaciones, que hagan reflexionar al lector. Un mundo repleto de relámpagos de felicidad, se absorben en la droga de obstinación por la prosa. No traten de personalizar nada de la novela, es totalmente imaginaria, dado que ninguno de los personajes existen o han existido en la realidad, sino que son, el simple fruto de mi imaginación. Cuando lean el libro, tampoco piensen que yo como escritor, en mi realidad, actuaría así como ellos, sino que ello se realiza, para entretenerle a usted lector. Esta trama nace para reflexionar sobre la vida, con el objetivo de sumergirnos en un mundo de relajación y meditación espiritual. Me da mucha rabia, cuando la gente que lee mis libros, piensa que yo actúo así, como mis personajes, o que lo haría dadas tales situaciones. Pero no, por favor no personalicen, la literatura se hace únicamente con el propósito de hacer arte. Por ejemplo, cuando un pintor, pinta un fusilamiento, él no fusila. Cuando un escultor da forma  a una estatua desnuda, él no va desnudo por la calle. Por favor, no saquen conclusiones erróneas, de que el personaje, ha de ser como el autor. Únicamente piensen, que son una invención de éste, para que ustedes se entretengan, buscando un razonamiento meramente simbólico. Digo todo esto, porque la dureza de los personajes, la fuerza de los episodios, y la trama de la obra, únicamente  la realizo para dar un toque personal a la novela, avanzando en mi estilo personal como escritor. Esta es mi tercera obra llamada La Ciudad del Arte, Añoranza fue la primera, y Noventa y nueve sonetos del sentir, la segunda. Mi objetivo es muy sencillo, que haya lectores satisfechos. Del mismo modo, acepto la crítica constructiva. Sin embargo, yo estoy satisfecho con lo escrito, dado que la obra es innata a mí, plasmando mi modo y forma de ver el entorno. Sé que cuanto más se hable, será consecuencia de que más se lee, y ojalá que así  sea. Tengo muy claro un concepto, que hace mucho tiempo interioricé. He de continuar mi carrera como escritor, para día a día, hacer mejores obras. Mi  objetivo, la creación de una narrativa única,  que haga de mí,  un escritor diferente. Creando un estilo personal propio, del que emanen también las células y el ADN de mis antepasados, a quienes admiro profundamente. Mi mas humilde respeto, hacia usted lector, que lee estas líneas. Quiero que sepa, que me hace muy dichoso. Juntos usted como lector y yo como escritor, pasaremos un rato agradable leyendo: La ciudad del Arte. La cual, espero y deseo, le llene de regocijo, para que en su disfrutar, reflexione. Una vida, vale más que todos los cuadros de los museos juntos, todos los éxitos musicales de una carrera y todo el dinero del mundo. La vida siente, todo lo demás no. El alarde artístico, es la impotencia de ser normal. No trato de pasarme de listo, para tratar de menospreciar otras profesiones. Hay creadores de muchos tipos, como pastores, carpinteros, o incluso por incierto que parezca, barrenderos. La vida del sabio prepotente, es una mentira. Después de mis razonamientos, hay una conclusión clara, si yo hago una obra artística, y a usted no le gusta, no la lea. Si no le va, lo respeto,  busque otra cosa. Sin embargo, no sea un perro rabioso, con insultos, diciendo lo mierda que soy. Si no le ha gustado, no se recochinee. Si eso, es más fácil criticar, que crear. Más fácil ser un cotilla, que un creador. Pero hagamos un pacto. Por cada frase mala hacia mi persona, por cada letra de desprecio, reciba de mi lo mismo. Posiblemente nunca leyó un prologo tan agresivo, porque nunca le hirió la gente, tanto como a mí. He creado libros, música y cuadros, sin embargo cualquier gilipollas, ha alcanzado la gloria antes que yo. Este prólogo, es lo que piensa su escritor, que derecho tiene. ¿O acaso sólo tiene derecho a hablar el crítico? Pues ahí nace la guerra. La tercera guerra mundial, es la que comienzan aquellos que piensan, que mi arte es una mierda. Y digo yo, si he estudiado la técnica, siguiéndola a rajatabla.¿No es hora, de que me gane unos duros con ella? Pues no, soy como Jesucristo, apedreado y crucificado. Pero pienso, liemos una revolución. Eso si, una revolución, pero de creación. Si usted dice que lo mio es malo, es porque es capaz de hacerlo mejor que yo. Demuestre su talento. Hágalo. Póngase a trabajar, echando muchas horas. Pero no, usted quiere que deje de crear, de trabajar en lo que me gusta, sencillamente porque es un envidioso y quiere verme siempre en la mierda. Si la mierda. Mierda. Usted haga lo que le plazca. Creo firmemente, que si critica, es porque puede ser mejor que yo. Demuestre su talento. Cree un libro. Escriba un poco todos los días. Razone. Lea libros de Aristóteles, Homero o Séneca. Aprenda, sea humilde y trabaje. En conclusión, quien habla mal de mi, pierde el tiempo en crear para él mismo. Les dejo con la novela.

    CAPÍTULO I

    ––––––––

    EL HOMBRE

    Las viejas fábricas, removían su humo en la ciudad de Barcelona. Dentro del mar, se intercalaban las aguas mediterráneas, lejanas,  cristalinas y tenues. En el espacio irremisible, sobre el refugio de la cotidianidad, nada cambiaba. Armónicamente, entre la leve posición de las nubes irascibles, giraba una luz espectral, que irradiaba un brote de onírica pausa. Paralelamente, un grupo de geranios, crecía a los lados de la calle, inmerso en adoquines callejeros, dejando un aroma tenue, de esos que cuesta diferenciar, ante una realidad tan etérea. La noche estaba encolerizando lentamente, para dar paso al día. Aves sobrevolaban mas allá de los pinos, soltando sus manos, para dibujar una senda frondosa, imaginaria y rimbombante. El aroma se evaporaba, mientras la sal se podía oler desde la lejanía de la playa, kilómetros adentro, tratando de refugiarse entre las muecas de la humanidad acelerada. Era Septiembre, un mes de esos, que refugiado en su irreductible perpetuidad, perdía la divinidad por lo absurdo, lo cotidiano y lo vulgar, pero ante todo, sobre lo repetitivo. Una época  aburrida, que se iba preguntando en sí  misma, incógnitas, como si de una persona con mente propia fuese. Todo ello, se invertía bajo las garras del capitalismo escabroso, exigente y a veces poco gratificante. En una pausa desmembrada, la lombriz de tierra, zigzagueaba en sus impulsos, marcando los segundos. Ese era el escenario del siglo XXI, con virtudes muy extrañas y difíciles de descifrar. Sin embargo, el pálpito de la arrogante convulsión, variaba su ritmo, por la celeridad, ante la escabrosa tortuosidad. De manera que se rellenaba, un saco intangible de blandas metas, que realizaban sutiles razonamientos, sobre lo que nunca pudo ser, pero siempre se soñó. El silencio se rompía con furia de coches, bullicio de gentes de tacones apresurados, tranvías clandestinos y barcos zarpando hacia la inmensidad del mar mediterráneo. Serafín de León rondaba los treinta y tres años. Tenia el pelo rizado, cara redondeada, piel blanca y mediría ciento ochenta centímetros. Llevaba gafas cuadradas, con armadura de conocida marca italiana, que le daban cierto aspecto bohemio. Se dedicaba a la enseñanza, pues era profesor de dibujo artístico, en el instituto, Nuestra Señora de Montserrat. Daba clase a niños de catorce años, adolescentes que se comían el mundo a sorbos soñadores. Jóvenes  apasionados con la sabiduría de su profesor, llena de cercanía y humanidad. La clase de dibujo, estaba decorada con mesas centrales, caballetes, dibujos a lápiz y cuadros al oleo. Se amontonaban cuadernos, pinceles de lengua de gato y lápices de diferentes durezas. Serafín de León, se convertía en el rey de las enseñanzas pictóricas. Nadie en el instituto, sabía más que él, en dicha materia. Posiblemente en varios kilómetros a la redonda, nadie pintaba con una destreza tan desarrollada. Caracterizado por un glamour sencillo, no era nada ostentoso. Vivir sólo, le daba un toque de descuido en su imagen, en una algarabía  disfrazada de personalidad. Normalmente, vestía con pantalones vaqueros, camisa larga en invierno y camiseta corta en verano. Lo acompañaban, náuticos de piel, con cordones negros y un abrigo en invierno, cuando salía a la fría intemperie, para no coger frío. La simpleza de su vestuario, demostraba su poco afán por presumir. Obsesionado por continuar aprendiendo, siempre estaba leyendo libros de teoría, técnica y mejora del trazo. Se podría decir, que era bien parecido, pero nunca le interesó el amor, y si los métodos de la docencia. La doctrina del dibujo artístico, le detenía en el limbo, de una lucha contracorriente, por alcanzar la plenitud de perfección interpretativa. Nació en Alcañiz, un pueblo de Teruel, donde su padre trabajaba en el ayuntamiento, y su madre era ama de casa. Ambos fallecieron dos años atrás, con quince días de diferencia por enfermedad. La tortuosidad de los acontecimientos atípicos, le costó tiempo superarla. Tras su orfandad, estuvo días sentado en un banco mirando al mar, quieto como una marmota, sin hacer nada. Muerto de soledad, desconsuelo, silencio y monotonía, pasaba las horas inmóvil, como una roca. Maldecía al destino, que le ahogaba con su cuerpo largo de serpiente hambrienta, sus manchas negras, y su lengua larga llena de veneno. Nadie se sentó con él en el banco de la meditación, para consolarlo. Ni le preguntaron: ¿Te pasa algo?, ¿puedo ayudarte?. Todavía se le hacia difícil, el apartar esa losa tan pesada, que aplastaba su felicidad. La dicótoma sensación de  bromuro amargo, le cayó como una losa aplastando sus esperanzas. Las horas iban pasando, así como los días, pero lentamente, la losa se fue levantando. A cada intervalo de tiempo, no excesivamente amplio, su alma volvía a recordar, la generosidad de sus padres, de modo irremisible. La gran ciudad fue su devoción, su plaza en el instituto su modo de vida, y sus alumnos su responsabilidad. Era soñador, filosofo, empedernido idolatra de la historia del arte, trabajador compulsivo, analizador de la técnica y estudioso de la teoría. Utilizaba una agenda, para gestionar su tiempo al milímetro. Según él, las horas del día, eran el mayor tesoro del hombre.  Inmerso en la fascinación por la convivencia humana,  se consideraba amante de los coloquios políticos, los libros de investigación y la novela histórica. Serafín de León, se arremolinaba en una pasión superior a las demás, la pintura al óleo. Además, tenía una vena políticamente reivindicativa, escondida en su subconsciente, de vocación herméticamente docente. La cual, le obstinaba en la ayuda al alumno trabajador, soñador y entusiasta. Se consideraba claro, conciso y meticuloso. Estudió la carrera de bellas artes, con un frenesí pasional. Racionalmente, su único amor era el arte, en todas sus posibles expresiones.

    —Buenos días Don Serafín. ¿Qué tal todo? A trabajar me imagino, ¿verdad? —comentó una señora de unos sesenta años, que estaba situada al borde de un bar, colocando las mesas y sillas en la terraza. El fondo blanco del mantel, era cortado fugazmente por un toldo dorado, de gran diámetro. Sobre el horizonte, se divisaba un cielo claro, donde el humo de la contaminación, dibujaba una esplendorosa olla exprés.

    —¡Si Señora Garcés, como todos los días! Cuando baje, me pasaré por su bar a tomar unas cervezas. Bien recuerdo que hoy es miércoles, el día de los hombres de tertulias. En su afán de agradar, se que siempre pone aperitivos gourmet. jamón de Salamanca, queso manchego, paté de trufa y croquetas de changurro. Lo llevo todo anotado en mi cabeza de  pensador, no se preocupe, —afirmó con una sonrisa barbara el profesor, levantando la cabeza con orgullo. Mientras, sus pulsaciones se aceleraban de alegría, pues toda la semana, había estado dándole vueltas, al descomunal deseo de la llegada del día consabido. En esa pericia, transformaba pues aquellas frases, sobre un viaje rodeado de un ramo de lavanda pura, recién recolectada, perfumado en un cuadro de Mariano Fortuni, de grandes dimensiones, sobre los jardines de un gigantesco palacio. Cosechando pues, un cúmulo de color y perspectiva, que lo hacía esplendoroso, glorioso e inimitable.

    —¡Aquí le esperamos! Como es la costumbre, asistirán los de siempre —añadía nuestra anfitriona.

    Tenebrosamente, un reflejo de poder indeterminado, irradiaba su rostro. La dama, giraba sus pequeños dedos sobre los servilleteros metálicos, y acto seguido colocaba los manteles blancos. Mientras, aleteaban sus pestañas pintadas de negro azabache, para remolonearse al ritmo de los abanicos de épocas de romanticismo. La dama, se encumbrada en el orgullo de su bar, que estaba siendo aclamado de gran popularidad. La gloria, hacía que cada vez llegarán más académicos, para popularizar más su negocio. Su rostro radiante, de disciplinado poder, se colocaba en el epicentro, bajo el foco imaginario de una vela romántica, cuando dos rosas rojas de plástico se besaban, en su jarrón persa. Una brisa de viento marino, azotaba sobre el mantel blanco, que volteando sus aristas, daba en la cara de María, acariciando sus mofletes redondeados, labios finos y lunar en la barbilla. Bofetadas inesperadas, procedentes de una arcada literaria otoñal, que el pétalo de una flor desprevenida, dejaba sutilmente en hipérbole, sobre una metáfora que como un rayo bajo el sol, creaba un arcoíris de divinidades filosóficamente  perfectas.

    —¡Hasta luego. En efecto, literarios y periodistas de esos que andan en trabajos mezquinos, culpando al mundo de sus propios errores! —puntualizó el profesor, girando su muñeca sobre un reloj japonés color negro, que vendían en algún mercadillo de fin de semana. Posteriormente añadía—. ¡Por cierto, dé recuerdos a sus camareros de mi parte! Ya sabe que no hay nada mejor, que las tertulias de los miércoles, en casa de María Garcés. Mucho mejor que navegar por internet, ver la televisión, e incluso leer un buen libro. Me encanta la gente diversa que asiste a las charlas. ¡Hasta luego! —exclamó nuestro personaje acelerando el paso.

    —¡Hasta luego tesoro, hoy será un gran día, ya lo veras! —finalizó María, con un tono de voz alto y rotundo, cogiendo una bandeja, con veinte ceniceros de cristal, comprados a un judío holandés, que comerciaba en el rabal. En ese segundo, una sonrisa picarona de felicidad, reactivó de forma inesperada su boca.

    Bajo el punto de fuga invisible y lírico, la tertulia daba salero al bar. Caché, entretenimiento, divinidad y fantasía. Su mejor marketing, el boca a boca. Positivismo, la palabra clave, un arma utilizada por los triunfadores. Todos los miércoles y durante dos años seguidos, sin distinguir fiestas de guardar, María cerraba el bar a las nueve en punto de la tarde.  Recogía la terraza, tan exacta como si de un gran acto se tratara. Puntual, como la hora de las noticias. El telón de la felicidad, abría el espectáculo. Parecía imposible que estando inmersos en en pleno siglo XXI, un evento así, pudiera suceder. Mas bien se antojaba, a un episodio medieval, de fantasía desbordante. La anfitriona, mujer lozana, de buen ver y respetuosa, siempre recordaba algo importante, que le quedaban solamente cinco años, para su jubilación. María tenía ojos redondos azulados, vestía bata de lunares negros, pendientes ovalados de oro con esmeralda falsa, y zapatos de tacón ancho. En una de las fotos en blanco y negro del bar, se apreciaba a su padre con barba larga castaña y sombrero de ala ancha marrón,  sobre un caballo,  mientras ella de niña buena, posaba en su regazo. Era una mujer guerrera, a quien no le hubiese importado reencarnarse en Juana de Arco, batallando en la montaña de ese bar, que en las desmesuras del coñac y el aguardiente, atraía en ocasiones a borrachos  perdedores. Hombres, desesperados de una vida aburrida, resignada e incomprendida, bajo el auspicio de aspiraciones nulas, ambiciones  oscuras, y valentía sencilla. Conformistas de problemas a base de trago mentiroso. Arrogantes, holgazanes, críticos y sabelotodos. La señora Garcés, todo esto y mucho más aguantaba. El bar recibía broza, decepción y dicótomos minutos de llanto, en muchas ocasiones funestas. Sin embargo, el día de la tertulia, venían los triunfadores, luchadores positivos, disciplinados e incansables. Héroes, que traían el dinero y la fama, como una parte corporal, llenando de orgullo, glamour y prestigio el local. El torrente bullicioso, brotaba de orgullo a la anfitriona, sabiendo que pasaban por su posada, artistas, músicos, pintores, escritores, periodistas y cantantes. Nacer para vivir aquellos acontecimientos, merecía muy bien la pena. En el pasado, sus abuelos vendieron una gran finca en Extremadura y con el dinero, compraron aquel bar en Barcelona, que ella regentaba y que quería popularizar por todo lo alto. Sobre sus uñas postizas y pintadas con esmalte pasado de moda, se evapora el olor a colonia de los años sesenta, que impregnaba su piel. Su silueta, se movía a ritmo acelerado y expectante. Una vez comenzada la jornada tertuliana, la adrenalina elevaba su disciplina, ordenando con su batuta mágica, al séquito de camareros que la acompañaba. Bajo su risa, se denotaban sus dientes rasurados, por los muchos dulces que había comido en su juventud, alguna caries y ortodoncias esculpidas por dentista de barrio. Su trabajo nunca paraba, bajo los organigramas de las lluvias primaverales, los soles veraniegos, y las nieves invernales. Mujer luchadora, soltera y decente. Tenía un bote lleno de monedas de cinco duros, un San Pancracio con un rosco en forma de ostia, además de un oso chino, que movía el brazo derecho. Supersticiosa, egocéntrica e idolatra, nunca se apeaba, pues seguía  al pie del cañón, levantando la economía española con fuerza, para dar empleo a tres camareros padres de familia. Eso sí, ella siempre estaba en la caja, pues no se fiaba de sus pupilos. Las máquinas registradoras de última generación, las odiaba, incluso las calculadoras japonesas. Para mantener despierto su cerebro, utilizaba bolígrafo y papel, sumando de cabeza, para no coger alzheimer. La modernidad fue siempre su mayor enemigo. Su hastío, lo transformaba en el estilo del matriarcado feroz. Su carácter, marcaba en el ambiente, una inquietud militar de ley, de un estatuto propio, sobre la fuerza delirante de sus ojos, que traspasaban el bar, sobre el perfume a chorizo frito. Sus platos más exquisitos eran, la cebolla picada pasada por aceite de ajo, los hígados de cordero sobre tortilla de patata, el huevo poco guisado con guisantes, la berenjena revolcada en torrezno, el plato de alubias y  la salchicha de queso sobre vino. Además, entre los más laureados se encontraban, el arenque ahogado en sal gorda del Cabo de Gata, y el estofado de espárrago sobre sueño de caminante. Flotaba pues, el áurea de un charco de luz frondosa, lleno de texturas coloridas del estilo propio, en forma de batido  filosófico. El bar estaba inmerso, en una calle lateral del Paseo de Gracia, con catorce mesas en la terraza, al estilo de los cafés de París. Su toldo blanco sobre bordado rojo, daba un toque  de poeta despistado. Brotaba en su alegoría, sangre de prosa, en cartílago de cabezudo de cartón afilado, con miel de ensueño, junto a suprema de tormenta de ideas, en salsa de musa. En su interior, el bar era una de esas tabernas de madera, con cabezas de ciervo en la pared, además de fotos de actores de Hollywood de los sesenta, enmarcados en cuadros de mercadillo de feria.  Nada más entrar, una barra de unos catorce metros de longitud, abriéndose paso cual arroyó cervantino. Su base era de madera, con dibujos de diosas griegas, como Atenea. Su superficie de mármol, tenía el grosor del libro, La Odisea, de Homero. Había tres jarrones de cristal, a un metro de distancia entre si, varias botellas llenas de corchos y conchas marinas. Si pedías una cerveza, el camarero amablemente ponía un primer aperitivo de  torreznos. La segunda, callos. Dogmáticamente, el estomago iba entrando en el mundo del aperitivo. Degustando sin pausa, ni estridencia,  los manjares de la gastronomía mediterránea. A la tercera, paella, y así hasta mas de dieciocho tipos de tapas diferentes. Cocinadas la mañana anterior por María Garcés, dando ejemplo personificado del trabajo, la lucha, y el afán incansable de mejorar en la batalla de su negocio, sembrando de constancia su senda. Aportando carisma, en semillas de ideas, a una nación ávida de emprendedores. Situado a la derecha del salón, había un comedor de cuarenta mesas de madera de roble, cubiertas por manteles blancos y rojos de cuadros, con un planchado impoluto, que marcaban sus rayas centrales hacia la puerta. Las sillas metálicas ovaladas, acomodaban cojines, similares a las almohadillas de las plazas de toros. Colgaban en la pared, dos cuadros grandes de la monumental de Pamplona, y la Maestranza. En el centro, había un reloj de cuco,  que cantaba una jota aragonesa típica, cada hora en punto. También un ambientador de todo a cien, junto a una libreta de sudokus, que se recostaban sobre el aparador de bandejas, donde en sus cajoneras se divisaban los cuchillos trincheros. Colgaban de su techo, doce  lamparas de farol callejero, de tamaño pequeño, que en las noches, centelleaban como las estrellas. Sus techos eran altos. Una caña de bambú cruzaba el salón. Colgaba en ella, la sangre del puerco en forma de morcilla, mezclada con los jamones extremeños en modo de gigantes golondrinas. De día, la luz del sol entraba por sus amplias ventanas, dibujando sobre la pared, un mural de sombra que se asemejaba, a una cordillera montañosa de nostalgia y esperanza. Diariamente en las comidas, se servía un menú de unos doce euros, condimentado con afanosas recetas ancestrales, que provenían  de la tatarabuela de María. Por las noches, cenas a la carta, donde predominaba un variado surtido de carnes y pescados. Su relación calidad precio, era inmejorable. La señora Garcés, compraba directamente la comida, a proveedores antiguos, con los que regateaba hasta el último céntimo, como los delanteros de los grandes equipos de fútbol, para conseguir lo mejor, al mejor precio, bajo la simbiosis de un trabalenguas perfecto. Si alguien, le aplicaba la mentira, ella la desterraba de su vida para siempre. Su secreto, el amor por los discursos políticos coherentes y llenos de razonamiento demostrable. Su bar se  llamaba, María Garces, como ella, así es que se podría decir, que era todo un emblema dinástico.  Cuando llegaban las veintiuna horas de la tarde del miércoles, María cerraba el bar. Dentro, solo quedaban aquellas personas que ella quería, los enchufados, sus preferidos, aliados, protagonistas y apreciados. Nacía un ritual único que bautizaba, un estilo de marketing que lo hacía más atractivo. En ese instante, cerraba el bar, echando a toda la gente a la calle. Luego uno a uno, tocaban el timbre de su casa, pues ella vivía encima del bar, abriendo sólo, a quien ella consideraba. Una vez dentro, los pasaba al bar. Así nadie podía reprochar, ni denunciar, que se había acogido a reservar el derecho de admisión. Nada más entrar al  bar, se engalanaba el salón, elegantemente disfrazado para el evento, mientras se escuchaba por los altavoces, un audiolibro. La voz de un narrador, leía un clásico, El quijote, Crimen y Castigo, Madame Bobary, Los Pilares de la Tierra, Los Miserables, Azul,.... A diferencia de los días de rutina, se oía con claridad, la prosa más maravillosa creada jamas por el ser humano. Así, en la levitación del tiempo huraño, el manuscrito tertuliano surgía. En ocasiones, tal era la impaciencia, que se escrutaban los pergaminos de los temas a tratar, produciendo enfados, reiteraciones de protagonismo y genérica descortesía. Periodistas infiltrados, rogaban e intentaban chantajear, para investigar el sistema de demagogia. Incluso investigadores privados o policías de alto secreto, se apilaban en sus puertas, tratando de cambiar su identidad al amparo de se ley. María Garcés, prohibía la entrada, a quien ella consideraba que no era apta, siguiendo las directrices de su olfato bien entrenado, bajo las premisas de amapolas desilusionadas, con pétalos bellos y espigas bronceadas en su marginal hastío. Ella exasperaba su cuello, cuando algún enemigo entraba sin su permiso.  Una vez cerrada la puerta, el fluido ambiente, caía en el regazo de la charla académica, revelando una nueva historia para la humanidad. Se expandía pues, lo irreparable, girando sobre su eje filosófico de modo trascendental. La anfitriona, se colocaba un turbante y encendía varias velas, para añadir tinieblas de decoración, a las bombillas de colores eléctricos. El espectral movimiento de las cervezas en su zarandeo, forcejeaba con bocas sedientas de soluciones sencillas.  Un secreto travieso, se encerraba en aquella estancia. La conmoción, ardía en invisibles ideales, escavando en la improvisación de los intelectuales. Naufragaban ideas diamantinas, que se  contagiaban por sus paredes en forma de virus, sobre globos invisibles de espionaje. Asistían médicos, investigadores, arquitectos e ingenieros, que hacían grandes descubrimientos. También, biólogos doctorados, literarios y políticos afiliados a partidos. Como colofón, había mucha variedad de empresarios adinerados, y jefes de equipos de trabajo organizado, con poder de convicción acérrimo. Las tertulias aveces, superaban ilegalmente el aforo, llegando a rebasar las ciento cincuenta personas. En ocasiones, se vislumbraban sosegadas, dinásticas, efervescentes y divertidas, cuando no había enfados indulgentes. Sin embargo, cuando el dinosaurio carnívoro del terror discutía por desentonar sarcásticamente en los puntos del día, se erizaban insidiosamente alacranes de veneno desorbitado. En  algunos actos, hubo peleas, puñetazos, roturas de cristales y daños colaterales. El acto comenzaba con el sonido de una campanilla, acompañada de bandejas llenas de  jarras de cerveza, portadas por camareros poco corrientes. Bohemios, extrañamente barbudos, ausentes, pero obedientes, limpios y eficaces. El refunfuño insidioso, de los desesperados, cambiaba de color corporal, al de la ociosidad, cuando lamían la espuma del grifo de cerveza bien tirado. Una vez todos estaban acomodados,  comenzaba el espectáculo alargando su contenido de velada, hasta la una de la madrugada, momento exacto, donde se cerraba el bar. Se ordenó así, porque los invitados se ponían sumamente indulgentes, enervados y prepotentes. Sometidos al alcohol de los licores, eran hechizados por los desarrollos intelectuales que estaban tratando de procesar. Así pues, se consumían en un amasijo colateral de divinidades, que los convertía en zombis insoportables. Cuando el camarero tocaba la corneta para finalizar la velada, la historia se acababa. Silencio. No más alcohol, no más palabras, llegó el fin.  María Garcés, estricta, ordenada y cabezota, redactó unas normas que siempre debían de cumplirse, demostrando su punto de poder. Eso si, todos estaban felices de acatar las ordenes de la generala. La tigresa impenetrable, que nunca recibió quejas en el libro de reclamaciones, se elevaba al limbo imaginario del éxito. Ella era honesta en sus cálculos, sobre los consumos, e incluso cortesana, invitando a sus clientes especiales. Sin embrago, antipática con los que consideraba enemigos, los críticos mezquinos, los aguafiestas, los molestos, los metepatas, los ignorantes, los vagos  y los perdedores. A ellos les cobraba recargo, por diabólicos, para que no pisaran mas aquel lugar. Yo como escritor del libro, no voy a narrar el contenido de los distintos discursos que se producían en su interior, porque también los debo de preservar, en el completo anonimato. Genéricamente, se hablaba de política,  literatura, economía, y también de investigación. Las tertulias académicas, en ciudades grandes, sufragaban una importancia trascendental. Se acrecentaban, por los infiltrados periodistas, pertenecientes a periódicos afamados, quienes estaban necesitados de contenido talentoso. Tal era el caso, de Umberto Pascual, un periodista de un periódico importante de Barcelona, que cada día aderezada de sabor, las salidas de contenido de las tiradas digitales. En esa avalancha intempestiva, el germen resurgía en los informativos televisivos, que daban un espacio de cinco minutos al asunto. Las gotas del poder de la palabra, ardían como un campanario de ideas, que en su vértice más álgido, transmitía al público, chascarrillos e ideas literarias, en guirnaldas pictóricas. Se traspasaba la política, de ese viento etéreo, que persigue cuajar, una desmentida paz de lucha, contra las injusticias. El interés por los artículos, se hacía candente. El periodista, no pasaba desapercibido con su ordenador portátil, escribiendo a todo brío, perturbando en su inquietud, las engalanadas columnas del diario. Gracias a aquellas tertulias, surgían héroes infranqueables, en su propia selva. Los forasteros nuevos, se encandilaban de amor poético, que en algunos salía, como un prófugo encuentro de cálidos  metales preciosos. Un acariciado nácar gigante de flores, nueces y almendras, se untaba de esperanza, enfundando  las espadas, junto a las batallas del pasado. Emergía de aquella sala de hombres unidos, la almadraba de un nuevo episodio, con diferentes versiones para el combate intelectual. Remolcándose, en las convenidas consecuciones, de nuevas propuestas artísticas, ante los cambios mas significativos del mundo.  Otras veces, los contertulios en su repertorio, hablaban sobre el prisma de la propia soledad del ser humano, el amor inmortal, o el espíritu prófugo tras la muerte. Los rifirrafes de locuras, tan criticados por los conservadores, y aclamados por los liberales, acicalaban el ambiente de competencia. Economistas, proponían también observaciones, sobre los movimientos del tablero de ajedrez empresarial, narrando tecnicismos sobre el trabajo, para maximizar los esfuerzos hacia un sueño mayor. Destacadas palabras, irradiaban brillo al cielo prófugo e inaudito. Ardían las charlas, en el abedul de un fruto de virutas, en un nuevo estilo de desafío. Cánticos de pasión, asaltaban los corazones de unos y otros, fraguando el miedo hacia la nostalgia. Peces de amaneceres corruptos, se idolatraban  creando la historia, cuando surgía el asombro, en los párpados de pintores de la descolorida desolación. La sombra de la luna junto al coyote, hacía planes para asaltar el oro del talento, ensimismada en la sonrisa de la cerveza, el vino, y el pensamiento desesperado en lo antagónico. El liberalismo de nuevo, golpeaba hacia la guerra. La izquierda abrasaba a la derecha. Mientras, se ahogaba la amapola en el río, escuchando un verso triste, sobre la noche estrellada. Allí, el sarmiento, coqueteaba con el periplo de los charcos poéticos, que cada hombre veía reflejado en sí mismo.

    CAPÍTULO II

    ––––––––

    LA TERTULIA

    Serafín de León, periódicamente, asistía a la tertulia, anonadado en la sumisión intempestiva, de un impulso irrefutable por cambiar el mundo. Se colocaba su chaqueta azul, con un pañuelo blanco decorando su bolsillo, junto a su camisa negra de seda y pantalones tejanos. Encerrado en el espectáculo de la intelectualidad, sobre los tropeles de charlas, risas, estupefactos cotilleos, y desvanecedoras subidas alcohólicas, palpaba la transformación del curso del hombre, bajo la genuina pasión que entrañaban los bares. Se encumbraba pues, una tertulia intelectual, de todas las materias posibles, que era inhalada por la mirada de María Garcés. El profesor, definido por quienes le conocían como un bohemio, irradiaba un semblante iluminado de gozo. A sus treinta y tres años, cuando cogía sus lapices para dibujar, solía escuchar en su manos libres audiolibros. Sin embargo, en las tertulias, sus oídos estaban puestos en los intercambios de contenidos profundamente idílicos, propios del encuentro. Serafín de León, caía poseído por el poder de la riqueza lingüística,  que le elevaba a un estado superior. En su base mental, poseía estudios de bellas artes en la ciudad Condal, con grandes profesores de renombre. Aunque le volvía loco la filosofía, moralidad, historia y la sociología,  tenia una vena intelectualmente obsesiva, por el arte de la pintura. Mostraba un semblante de serenidad en su rostro, que relajaba a todo aquel que le observaba. Su  piel blanca, irradiaba un alma escatológica y profunda, bajo la suspicacia de un manantial, donde fluía la tranquilidad, entremezclando una timidez natural. Todos los miércoles, abría la sesión  como tertuliano, siguiendo unas pautas preestablecidas, previamente organizadas. Tomaba la palabra, con una seguridad triunfal e implacable, cambiando su guión ante los oyentes, conducido por su inspiración. Iniciaba una conversación puramente política, donde se iba reivindicado más espacio y valor para el dibujo, la música, la literatura, así como todas las artes. Proclamando a los cuatro vientos, su deseo de solucionar problemas comunes, como el paro, la usura bancaria, y las mentiras de las utopías políticas. En un atril de madera antiguo, se colocaban sobre un púlpito improvisado los oradores, transmitiendo un espectáculo genuino. A su lado derecho, sobre una mesa redonda, colocaban su cerveza, en jarra de cristal con asa, tallada con relieves de pétalo transparente desconsolado. Había aperitivos de patatas fritas, con panecillos de salchichas, aceitunas sin hueso y cortezas de cerdo. El pequeño foco de bombilla celeste, sobre sus cabezas, creaba una sombra de  nariz puntiaguda, que se doblaba mágicamente, sobre el cristal de la ventana. Meteórica retórica, que desgranaba en migajas, eslóganes nuevos improvisados. Pero había una idea que siempre surgía, en el rocío desesperado de la conclusión de las palabras, y era el significado del artista como piedra filosofal, que transformaba el alma, en un metal más rico, e incluso mas inmortal que el oro, la obra. Ese contexto de máxima felicidad, que el artista conseguía con esfuerzo, estudio, sacrificio y talento, hacía surgir un nuevo eslogan, como fin de un desierto de alacranes hambrientos, a lomos de elefantes desesperados de dolor. Se nombraba con tono de estupor, a los gigantes provocadores de guerras del capitalismo, que inflaban los precios, daban créditos con tipos de interés cada vez más abrasadores, y ahogaban al ciudadano. Obstinados capitalistas que machacaban a los artistas, bajo el poder de las pisadas,  convirtiéndose en enemigos bandoleros. La esperanza de cambio, de ese modo, les corrompía en el naufragio de su propia agonía de curso ciego, intentando descubrir la luz del paraíso, donde se valora el esfuerzo del artista creador. Serafín de León  homologaba los razonamientos, conclusiones y soluciones, ante los problemas que se planteaban para ir avanzando. Entonces, las luces brillantes de purpurina, serpenteaban fructificando un nuevo sentido, para condimentar las charlas con un objetivo común, la creación de algo nuevo que unificaba a todos. Brotaban ideas, que no se llevarían a un cementerio de conformismo y putrefacción. Serafín odiaba la idea de tumba de creatividad, donde la muerte del artista es algo bien visto. ¡Terror inconcebible! Desnudez de hombres que se alegraban por lanzar al grillo sensible, cantarín e inofensivo, sobre fieras salvajes. Así pues, en su idílica reflexión, el profesor, se consideraba muy culto, estando preparado para hablar de cualquier tema por difícil, o extravagante que pareciese. Ese valor añadido, le hacía darse cuenta, que era un miembro muy notable, de aquel cónclave de miércoles. La incertidumbre creada, era debatida por pensadores devotos, que exponían sus ideas, aveces metafísicas, alquimistas o realistas. De esa manera, el humo de tabaco, se mezclaba con las gotas de alcohol derramadas sobre las mesas, junto a ceniceros llenos de cascaras de cacahuetes y platos de buen chorizo. Se divisaban servilletas de bar de carretera, donde un logotipo creado por una imprenta de los años treinta, señalaba: Bar María Garcés. El olfato de  los asistentes, percibía el aroma a rubí, esmeralda y zafiro, que los preparados ambientadores del antro, exhumaban con periodicidad. Mientras, las voces de los oradores, eran enjuagadas, en la fría cerveza, antes de comenzar sus esmerados discursos preparados en papel. Uno de sus mas fieles seguidores, era un abogado de unos sesenta y cinco años, que acababa de jubilarse, D.Carlos Méndez, escritor resuelto, que entonaba sus discursos, enfatizando a la perfección el sonido de sus cuerdas vocales. Éste, por su parte, iniciaba sus palabras hablando siempre de literatura, incidiendo en figuras como Quevedo, Cervantes, Neruda o Lorca, entre otros. Había escrito algunos libros, pues sentía la necesidad a ultranza de narrar y aderezar con la palabra. Poseía una personalidad única, como la tienen el azufre, el fuego o el limón agrio, en un porche sombreado de mansión, sobre la brisa de una tarde de verano. Ese extraño carácter, no acababa de tocar el corazón de los asistentes, y se denotaba algo que desagradaba en su  duende. De modo paradójico, en ocasiones, entraba algún albañil o pintor de brocha gorda, de esos que llegaban con el mono lleno de pintura seca. Una vez colocados como un maniquís sobre la barra, sus ojos quedaban elevados en su limbo imaginario, lejos de aquellas conversaciones, que para ellos no significaban nada, siendo inconclusas, vulgares e irrisorias. El albañil, una vez bebía sus ocho jarras y calmaba su sed, sacaba su fajo de billetes de cincuenta euros, alardeando de rey del  capitalismo. diciendo para sus adentros:Ande yo caliente, y ríase la gente, estos rollos no me interesan nada. Otro asistente asiduo era Gustavo Santos, un anciano poeta ciego, de pelo blanco y coleta. Fue profesor de filología  en la universidad de Barcelona. Carismático, alocado e idolatra, pasaba de los noventa años, y tenía un sin fin de publicaciones, con grandes influencias de los clásicos. Ahora vivía de su jubilación, además de sus ingresos por las ventas de sus pubicaciones. Siempre iba acompañado de una criada filipina llamada Elsa, de unos treinta años, que no se separaba de él. Viajaba muchas veces a Alemania, Italia y Suecia. En sus desarrollo intelectual, estudiaba y hacia investigaciones sobre los artistas del renacimiento. Amante del avance cultural, reivindicaba la necesidad de potenciar, la investigación en la universidad. También asistía sin falta, Clara Rodríguez, diseñadora de moda, quien compartiendo su técnica, daba clases particulares de costura, pues estudió ingeniería industrial  rama textil en Tarrasa. Su obsesión se basaba en desarrollar ropa personal, con un toque de estilo definido.  Amante también de los perfumes, zapatos, joyería y complementos, le encantaba colocar líneas sobre telas, cortar y coser. Por aquellas tertulias, circulaban un sin fin de gentes interesantes, así como algún chalado, que se pasaba de listo, cuando tomaba cervezas de mas. No todas las tertulias eran positivas, en muchos instantes el ambiente se ponía tenso, y alguna gente se ponía agresivamente violenta. En instantes de tensión arisca, María tenía que echar a todo el mundo a la calle, antes de la hora prevista. Con ella, nada ni nadie podía, pues cuando se veía amenazada, se defendía como un hipopótamo salvaje, alzando su poder a los cuadro vientos. María Garcés, con una sola mirada, te podía decir lo que pensaba, sulfatando en modo telepático las palabras. Cuando un salero caía sobre la mesa irrumpiendo con malévolas suspicacias de mala suerte, ella lo cogía sobre una servilleta de papel, lo sacaba fuera del bar, y lo  introducía en la papelera mas cercana. La anfitriona se sentía vigilada muy de cerca, por los cotilleos del vecindario. Supersticiosa a la vieja usanza, en tormentas eléctricas de granizo gordo, ella rezaba pensando que llegaría el apocalipsis. Adicta a los libros de alquimia, pensó algún día encontrar la piedra filosofal que todo lo convierte en oro. Obcecada en su orgullo,  jamás sintió la derrota de haber cometido errores en su vida. Su vocación simplemente, se basaba en tener un bar mágico. Siempre, había soñado con tener un bar  literario, de esos que el café con leche duraba tres horas. Sin embargo en el siglo XXI, eso no se llevaba, por eso aveces sarcásticamente, refunfuñaba. Ahora las librerías empezaban a estar pasadas de moda, de modo que la gente podía descargarse los libros en su e-book. Lo que triunfaba, era internet, las redes sociales y criticar al prójimo, esto a algunos periodistas les dejaba mucho dinero, mucho mas que al artista, dado que el público prefería un critico con la lengua larga, de esos que insultan, con carácter fuerte, bien vestido, y que alardeara de palabrería putrefacta. Resaltando entre esos especímenes que abundaban, estaban los que no hablaban idiomas, ni tenían carrera, pero que con sus criticas y habladurías, satisfacían una audiencia ávida de envidia. Desear y celebrar,  que las cosas le fueran mal al que ha trabajado y luchado, estaba de moda. Se instauraba, el estilo de una época injusta, dado que si un artista del siglo XIX parisino  levantara de sus catacumbas, caería desmayado ante tales falacias. Si a un famoso lo metían en la cárcel por haber estafado, eso era máxima audiencia. También cuando se divorciaban dos celebridades, o cuando se peleaban varios periodistas, por ver quien hablaba peor del otro, así el publico se ensimismaba. Sin embargo, si un pianista hacía una partitura nueva, eso a quien le importaba. A nadie, para que perder el tiempo en alguien que se preocupa por transmitir. Del mismo modo, si un pintor ha creado una nueva técnica pictórica, eso a quién le podría emocionar. La gente es feliz teniendo dinero, no importa de donde venga, comer bien, beber bien y criticar, deseando mal de los demás. Proclamando el odio, y regocijándose en que a aquel que le va bien, le vaya mal. Por contra, yo admiro, al millonario de palabras. Aquel que ha perdido un millón de horas leyendo, para mi tiene un tesoro. La única manera de igualarlo, es gastando un millón de horas leyendo, de forma que esto no se puede comprar con millones de euros. La sabiduría como el tiempo, jamás se puede comprar. El siglo XXI está lleno de críticos sin técnica, eso si, con un teléfono inteligente en la mano, y a utilizar las redes sociales, para recochinearse hasta la saciedad. Exponiendo palabras llenas de superficialidades,  sobre que si estoy de resaca,  porque anoche me tomé cinco copas de whisky, o estoy echando la siesta, porque me tiré toda la mañana jugando a los vídeo juegos, o no puedo leer libros, porque estoy muy ocupado mirando todo el día  la cuenta de facebook o twitter. Cada cual que sea feliz como quiera, aunque yo no lo comparta. Son tiempos, en los que la envidia corre como las enfermedades. Te pueden despedir de de un trabajo, si viajas y el superior se entera. También, por llevar zapatos nuevos, o ir a la oficina con camisa de seda. Ahora te pueden hundir, por pensar en lo que te gusta. El entorno te condiciona la libertad. Somos esclavos de lo que nos rodea, es la esclavitud de los medios. En la antigua Roma había otro tipo de esclavitud. El siglo XXI, nos marca una nueva concepción del poder, el cual ya no recae en el gobierno, sino en la banca y en la información de internet . Es la evolución de las especies, como aquellas palomas de ciudad que venían del campo y sólo comían migas de pan. Ahora esas aves, se han convertido en ratas voladoras, que se posan en las terrazas de los bares, devorando el salchichón, la mortadela y el fiambre de pavo. La avaricia desmedida de banqueros intolerantes, conforman un sistema económico, que falsifica nuestra identidad. Los poderosos nos hacen creer, que el oficio de dibujante es absurdo, no reconociendo las horas dedicadas al trabajo, que son infravaloradas por la ignorancia, y la falta de respeto. Una pena, el talento es machacado con el hacha pecaminosa de la sin razón, aplastando su enjundia onírica y celestial.

    Serafín de León, envuelto en el mar de dudas de su letargo, siempre que tomaba rumbo a su trabajo, por los poros de su cuerpo, se iba evaporando sutilmente su juventud de forma irrisoria. En lo fugaz, las hojas de los arboles intempestivas, se iban haciendo marrones, al ritmo de una nueva estación de otoño. Miércoles. Tertulia de nuevo por la noche, en el bar de María Garcés. En esa mañana, nuestro individuo volvía a lo cotidiano, a ese colegio de niños maleducados. Se instauraban nuevas fórmulas, un niño que no quería aprender, y otro que le hacia burlas, aunque también había alumnos ejemplares. Repetición.  El profesor pasaba las horas, entre paredes, y  observaba las mismas caras, e iguales rostros. No había tiempo para la filosofía, ni había posibilidad de hacer un razonamiento matemático. ¿De que color podrían ser los dibujos del lienzo? Marrones oscuros, mezclados en blanco y negro. Serpientes escurridizas, removiéndose en los bordes del trazo. Callado. Silencioso. En su imaginación no había, ni un verde esperanza. No había  meditación, ni sosiego. Parada. Continuación. Pausa. Prisa. De ese modo, la mente, se escapaba de la observación, como una máquina mas de la cadena de montaje. Enseñanza, que agotaba las energías. De repente, sonaba un gran timbre. Era la hora de la salida. Una sonrisa, junto al pensamiento puesto en una cerveza y un cigarrillo. El perfume ahora no existía, y los olores tampoco. No había tiempo de romanticismo, ni lugar para ilustradores. La tarde rompía, porque se perdía un día en el limbo, donde no había lugar para palabras, ni constantes que se encontraran. Un relámpago, un método, un refugio y la sinrazón, se perderían en el pensamiento. Todo seguía, el filo de las baldosas y adoquines. Continuación. Nada se detenía. Todo seguiría siendo tiempo, dentro de millones de años, como lo fue en el pasado, concluyendo que en nosotros solo queda, de donde somos y a donde vamos. ¿Acaso la poesía es una manera de demostrar algo? Si, es la fórmula del alma, del subconsciente, y pertenece a otro mundo.  Tal vez la pintura lo sea también, o cualquiera de las artes. Una vez finalizada la jornada laboral, un aire súbito le arrebataba el espíritu, en ese indescriptible instante superfluo, donde la sangre no corre, y se convierte en colágeno. Al fondo sonaban los crujidos del viento, que movían las lamparas colgadas sobre los balcones superfluos. Una metamorfosis, de necesidad por cambiar la materia y convertirla en algo extraordinario, le invadía. Una vez en el bar, nuestro personaje escuchaba y aprendía. La gente hablaba de banca, de política, de soluciones bellas apoteósicas,  mientras era absorbido por la enfermedad de la utopía, consciente de la imposibilidad de llevar a cabo la brillantez de los pensamientos. Refugiado en el antro, era feliz y todo volvía a ser mágico. Entonces, la cerveza entraba en el cuerpo para transformarle. Allí si había instantes para la poesía. Los intelectuales, daban  ideas que podían servir para escribir nuevos libros, óperas y crear pinturas a lienzo.  Demasiadas incógnitas se vislumbraban, en la búsqueda de fehacientes resultados. Filosofo, soñador, enorgullecido, brillante e ilusionado, así se sentía nuestro profesor. Obstinadamente sus neuronas daban vueltas de cavilación a su entusiasta alegoría. En un inesperado segundo, Carlos Méndez, en privado y hablando con Serafín, se dirigió a éste diciendo:

    —Me encantaría tener el placer de recibirle en mi casa, mañana sobre las veinte horas. Le invitaré a cenar. Hay un asunto muy importante, que me gustaría comentarle —dijo con voz sosegada y misteriosa, nuestro encorsetado personaje.

    —¡No sé de qué me habla, yo apenas le conozco! —exclamó el  pintor, subiendo sus gafas con el dedo pulgar derecho.

    —¡Por favor venga, tengo un trabajo para usted, que no rechazará, se lo puedo asegurar! Mucho mas alentador y con mas futuro que el instituto. No tiene nada que perder, por escucharlo y valorarlo, —afirmó el abogado, subiéndose la corbata lentamente, colocándosela justo en el centro de la camisa.

    —Realmente no le comprendo, pero bien, ¿dónde tengo que estar mañana a las veinte horas? —preguntó con impaciencia Serafín de León, que a decir verdad, no perdía absolutamente nada, por tener aquella cita, con aquel extraño personaje.

    —Tome, esta es mi tarjeta, aquí le dejo la dirección, no se lo diga nada a nadie, es de total confidencialidad —dijo el abogado, quien se la introdujo sutilmente en el bolsillo de la camisa y añadió—. Yo ya me tengo que ir y dejar la tertulia. No me falle.

    —Descuide así lo haré —comentó nuestro profesor atónito.

    —Un placer, ¡hasta mañana! —exclamó el abogado estrechándole la mano, dando un giro de  noventa grados, y saliendo por la puerta.

    —¡El placer ha sido mio, hasta mañana! —exclamó Serafín de León.

    Una avalancha de ideas, comenzaban a atravesar la mente de Serafín, como fuegos artificiales que chocaban sobre un techo de cemento: ¿Qué sería lo que aquel señor le quería proponer? ¿Porqué tanto misterio sobre aquel asunto impensable? ¿Qué tipo de idea le podría surgir a un abogado apunto de jubilarse? ¿Le habría estado vigilando con un plan malévolo? ¿Pero en realidad que era lo que buscaba? ¿Cuál era el objetivo de aquel intruso, vestido con traje de gala, corbata y zapatos impolutos? ¿Acaso le quería meter en algún lío? Todo eso y mucho más, iba cavilando, dejando atrás aquella taberna, donde la tertulia continuaría, así como la demagogia, junto a  las tontas consecuencias del alcohol. Las sustancias procedentes de las destilerías, adentradas en la mente de los bebedores, instaban al desaliento y al descontento, de finalmente haber debatido, no habiendo podido hacer absolutamente nada. Pendiente quedaba pues de formular, un expediente, que explicara las soluciones expuestas en el orden del día. Una vez dejada atrás una fábrica derruida, Serafín se adentraba por la maraña de casas antiguas del barrio chino, giraba noventa grados, subía unas escaleras y entraba en un portal. La antigüedad de los edificios, las calles tan estrechas y oscuras, daban sensación de película de cine negro. El barrio Chino, cuyas sombras ralentizaban al corazón, habían vivido episodios insólitos durante los siglos pasados. Una vez llegó al rellano del tercero sin ascensor, el profesor, abría la puerta y allí estaba su pequeño estudio. Todo lleno de armarios, donde dentro de cada uno, sobre sus estanterías, había libros de arte, de técnicas de dibujo a lápiz, libros de esculturas, de técnicas de anatomía, de perspectiva, de

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