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El cofre de los cuentos encantados: El cofre de los cuentos encantados, #2
El cofre de los cuentos encantados: El cofre de los cuentos encantados, #2
El cofre de los cuentos encantados: El cofre de los cuentos encantados, #2
Libro electrónico326 páginas3 horasEl cofre de los cuentos encantados

El cofre de los cuentos encantados: El cofre de los cuentos encantados, #2

Por Rubin

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Información de este libro electrónico

¡Abre este mágico cofre y descubre un mundo de historias fascinantes! Este libro, dividido en dos tomos, es un tesoro repleto de cuentos cortos e ilustrados, escritos por autores de diferentes partes del mundo. 

Tomo 1: Perfecto para los más pequeños, este volumen está lleno de relatos tiernos y sencillos que capturan la magia de los primeros años. Desde animales parlantes hasta aventuras en mundos de fantasía, cada cuento está diseñado para despertar la imaginación y sembrar semillas de asombro.

 Tomo 2: Ideal para niños más grandes, este tomo presenta historias un poco más profundas, con personajes valientes, lecciones inolvidables y escenarios llenos de maravillas.

Cada página está cuidadosamente ilustrada para dar vida a los cuentos, creando un viaje visual que acompaña a los lectores mientras exploran culturas, ideas y sueños únicos. El cofre de los cuentos encantados no es solo un libro, es una invitación a soñar y viajar a través de palabras y dibujos.

IdiomaEspañol
Editorialrubin
Fecha de lanzamiento19 nov 2024
ISBN9798227109873
El cofre de los cuentos encantados: El cofre de los cuentos encantados, #2

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    El cofre de los cuentos encantados - Rubin

    PRÓLOGO

    Érase una vez un hada a quien no le gustaban las historias inventadas; sostenía que eran puras mentiras. Por eso encerró a los cuentos en un cofre profundo y le puso un candado enorme.

    Cuando se escapaba, vio que un pirata la estaba observando; le regaló el arcón, diciéndole que contenía un tesoro muy valioso, con la condición de que no lo abriera hasta que atravesara todos los mares del mundo. El saqueador, llamado Calavera, ayudado por sus colaboradores, lo cargó en su barco, imaginando que contenía alhajas y dinero. Apenas se alejó un poco, escuchó murmullos que provenían del interior. Rompió la cerradura con un hacha, lo abrió y vio innumerables personajes que se contaban unos a otros sus propias aventuras.

    Decepcionado, el hombre sacó una pistola, decidido a matarlos a todos por haber sido engañado. Uno de los personajes le suplicó que lo escuchara. Le transmitió una narración, tras la cual el bucanero quedó cautivado; otros contaron otra y así durante muchas horas. De a poco el pirata abandonó su malhumor, se fue relajando, y solicitaba otra y otra..., como en las mil y una noches. De a ratos sonreía; en otros dejaba caer una lágrima; en algunos, reía a carcajadas. Como casi nunca lo había hecho.

    Un hada buena había presenciado la acción del hada malvada. Escondida en un árbol, vio la transformación positiva del filibustero. Este agradeció las anécdotas y prometió a estos seres de fábula que los llevaría a recorrer el mundo entero.

    El hada caritativa imprimió en cada hoja verde un relato, los ató con delgadas fibras vegetales y armó incontables libros. Antes de que el hombre cerrara la pesada tapa, ella se hizo invisible, los guardó en el baúl y les suspiró un hechizo. Cada personaje se metió en su respectivo libro, pero cada tanto huía de este para escuchar relatos de sus compañeros de viaje.

    Calavera llevó el arca por mares conocidos y desconocidos, luchando contra tormentas terribles, ataques de otros barcos, quejas de la tripulación... En intervalos tranquilos, levantaba la tapa y los personajes entretenían a los navegantes con historias muy interesantes. Y así, día a día, noche a noche, volvían al duro trabajo con más entusiasmo y valor.

    En cada puerto al que arribaban, los navegantes robaban alimentos a los pobladores, pero a cambio les obsequiaban un libro. Lo mismo sucedía con los barcos a los que atacaban para sustraer su cargamento. Con el paso de los meses se dieron cuenta de que el número de volúmenes no decaía a pesar de que los obsequiaban a diestra y siniestra. Es que los personajes de uno se mezclaban con otros, y así los relatos se cruzaban y multiplicaban indefinidamente.

    En cada pueblo visitado por estos villanos, las personas transmitían las narraciones a los interesados, que cada vez eran más. Es que esos cuentos eran mágicos y podían ser leídos o escuchados en cualquier idioma con solo apoyar las manos o las orejas en sus hojas. Y hasta, a veces, algún protagonista asomaba su cabecita y enseguida desaparecía para el asombro de todos.

    El pirata comprendió que su mayor tesoro era el cofre de los cuentos encantados, al que defendía con uñas y dientes. Ya viejo y debilitado, Calavera dejó su oficio y se dedicó de lleno a leer o escuchar las interminables aventuras.

    A medida que pasaban los años y los siglos, el hechizo se fue desvaneciendo: los cuentos desaparecían de su refugio.

    Solo ha quedado un libro, el que tienes en tus manos. El que te permitirá gozar, como lo hacía Calavera y sus ayudantes, y l0s miles y millones de humanos que tuvieron la suerte de leerlos o escucharlos. Hoy sigue vivo el tesoro, el amor por la lectura.

    Sumérgete en El cofre de los cuentos encantados y extrae cada día un nuevo relato. Transmítelo a otros como lo hacía el pirata para que lleguen a todos los rincones del planeta y, por qué no, más allá de las estrellas.

    Susana Arroyo

    El maravilloso planeta Uqbar

    Roberto Carlos Torós

    Dedicado a mis cinco nietos

    Prólogo

    El planeta Uqbar, cuyo nombre completo según la Enciclopedia Británica es Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, fue descubierto por el escritor argentino Jorge Luis Borges en el año 1940, y visitado por primera vez en el 2024 por los pequeños astronautas Oriana y Lucas. En una segunda visita, invitados por el profesor Pepo Cucurbita, llegaron a este mundo, ubicado en el brazo de Orión de la Vía Láctea, Sofía, Santino, Micaela, Oriana y Lucas. Se admiraron de su geografía: montañas caminantes, árboles habladores, ríos de alegría, mares de felicidad, y se asombraron al saber que la creatividad es sinónimo de libertad.

    Viaje a las estrellas

    Los primitos organizaron un viaje espacial. Sofía, mientras dibujaba la nave, mirando hacia el cielo, dijo:

    —Es fácil ir a Uqbar.

    —Es más fácil que vengan ellos —respondió Lucas. Santino, que había escuchado el comentario, exclamó:

    —¡Es fácil ir! Lucas contestó:

    —Es difícil.

    Micaela, mientras preparaba la fecha de la partida, recriminó:

    —No, Lucas, es fácil.

    —Es más fácil que vengan ellos —insistió Lucas.

    Entonces, Oriana, que había escuchado el diálogo entre sus primos, intrigada le peguntó a Lucas por qué creía que era más difícil ir a Uqbar y más fácil que vinieran ellos, los uqbaritas. Lucas, mirando hacia las estrellas, respondió:

    —Es más fácil bajar del cielo que subir.

    Los uqbaritas

    Al día siguiente que Oriana y Lucas regresaron del planeta Uqbar, Sofía, Santino y Micaela, ansiosos de conocer detalles del viaje espacial, sometieron a los valientes viajeros a un interrogatorio, querían saber cómo eran los uqbaritas. Querían echar de ver si eran buena gente, cómo eran sus costumbres y su aspecto físico.

    —Bueno —dijeron Oriana y Lucas, compartiendo las respuestas—, físicamente son como nosotros, pero bajitos; vivaces, movedizos, siempre dicen la verdad, no les gusta tomar la sopa y su mayor placer en la vida, tanto los varones como las mujeres, es jugar a la pelota y a las escondidas.

    Setenta y siete veces por día

    Los astronautas Oriana y Lucas seguían contándoles a sus primos Sofía, Santino y Micaela, sus experiencias en el planeta Uqbar. Contaban que era un mundo de un solo país gobernado por Nayarak, el halach uinic (jefe absoluto), que se horrorizó al saber que en nuestro planeta Tierra existen las guerras, la violencia, la discriminación, el odio. Que, para evitar estas calamidades, desde el génesis de Uqbar, los padres les dan a sus hijos recién nacidos y hasta la mayoría de edad setenta y siete besos, setenta y siete abrazos y setenta y siete veces les dicen «te amo» los martes, domingo, sábado, lunes, jueves y miércoles.

    El fútbol en el planeta Uqbar

    El fútbol es el deporte preferido en Uqbar. Los uqbaritas usan un arco solo y la pelota es cuadrada, hasta que Lucas les explicó cómo es el juego en el planeta Tierra. El problema surgió cuando Oriana les dijo de formar dos equipos, el del lado norte y el del lado sur.

    —¿Qué es el norte y el sur? —preguntó el sabio Daucus Carota.

    Oriana le respondió que el Norte era arriba y el Sur, abajo. Entonces, Daucus, poniéndose serio y pensativo preguntó:

    —¿Pero si nuestro planeta es redondo?

    Los pequeños astronautas no supieron responder.

    El juego de las escondidas en Uqbar

    Capítulo II del reglamento del juego de la escondida: el desenlace del juego es cuando aparece el último competidor.

    Los pequeños astronautas Oriana y Lucas les contaban a sus primitos Sofía, Santino y Micaela el juego de las escondidas en Uqbar. Desde comienzos de los siglos, todos los habitantes, en el último día de la semana, se preparan para esta fiesta. El juego permanece inconcluso desde aquella primera vez en que Hipocotíleo Cotiledón, creador de este Juego, se escondió y aún nadie pudo encontrarlo. Los uqbaritas, esperanzados en reanudar el evento, salen a recorrer los bosques, montañas y mares en busca del autor que no aparece. Nadie sabe dónde está escondido, nadie recuerda su rostro, muchos olvidaron su nombre.

    Algunos sucesos en Uqbar

    Cuentan los pequeños e intrépidos astronautas algunas curiosidades que ocurren en el planeta Uqbar.

    —Lo que me llamó la atención —dijo Santino— es que el rey y sus ayudantes que lo acompañan son personas entre diez y veinticinco años.

    —También —agregó Sofía— que todos los habitantes, cuando pasan esa edad, se jubilan y se dedican al juego de la escondida o al fútbol.

    A lo que Micaela completó:

    —Están convencidos de que la juventud es más creativa, solidaria y justa.

    —Y carentes de hipocresía —añadió Oriana.

    —Son amantes de las flores —dijo Lucas—, no las cortan, las riegan.

    El ermitaño brujo Chichorium

    En Petroselinum, una de las lunas de Uqbar, cuenta Oriana que vive solitario el brujo Chichorium. Enterado el uqbarita Prunus Cerasífera que el hechicero otorga un deseo a cambio de algo valioso, armó una larga escalera y, poniéndose en su dedo mayor un anillo de oro, subió hasta el satélite. Chichorium lo recibió y le dijo que pidiera un deseo. Prunus entonces le solicitó un castillo de paredes de oro.

    El brujo le respondió:

    —Antes debes decir «acepto» y entregarme...

    Prunus Cerasífera no lo dejó terminar la frase e interrumpiéndolo con voz fuerte le dijo:

    —¡Acepto, acepto! Toma mi anillo de oro.

    —¡No! —le gritó Chichorium, riéndose—. ¡No quiero tu anillo, quiero la escalera! Ahora el brujo ya no está solo.

    El segundo viaje espacial

    Conversaban Sofía, Santino y Micaela sobre la hazaña espacial de Oriana y Lucas; mientras más hablaban, más ganas les venían a ellos de realizar un viaje a las estrellas. Sin pensarlo mucho más, decidieron poner manos a la obra. Siguieron los consejos de los dos pioneros navegantes y con pedazos de cartón corrugado y cintas de embalar armaron una sólida nave; luego, con viejas ollas abolladas las acondicionaron como casco. Unos viejos camperones de cuero en desuso les sirvieron de traje espacial. A la medianoche de ese lunes, llenaron el tanque de fantasía y partieron jubilosos hacia el planeta Uqbar.

    La segunda llegada a Uqbar y un desafío a la imaginación

    La nave viajó hacia las estrellas, pasó por la luna y llegó a Uqbar. Cuando los astronautas bajaron fueron recibidos por el príncipe Lycopersicon Esculentun, quien les hizo la siguiente pregunta:

    —Si hacemos un pozo que atraviese el planeta en forma recta, de un lado al otro, cruzando el centro de Uqbar, y ponemos una escalera que comenzamos a bajar para salir del otro lado y, considerando que el mundo es redondo y flota en el espacio, ¿cómo salimos del otro lado, con los pies para adelante o de cabeza?

    Sofía, Santino, Micaela, Lucas y Oriana se quedaron pensando...

    Sofía, Santino, Micaela, Oriana y Lucas y un teléfono casero

    Cuando los primitos regresaron al planeta Tierra, quisieron comunicarse con Cucubis Melo, del planeta Uqbar. Entonces, el abuelo les dijo:

    —Agarren dos latas de tomate vacías, luego con un martillo y un clavo hacen un orificio en la lata y las conectan con un hilo largo. Después, le hacen un nudo en cada punta para que no se suelte. Hecho esto, cada uno de ustedes toma una lata y se alejan hasta que el hilo quede tenso. De esta forma, uno habla y el otro escucha en cada lata. Lo que no les explicó fue cómo hacen para hacerle llegar a Cucubis una de las latas.

    Yo también viajé a Uqbar

    Cuando los pequeños astronautas Sofía, Santino, Micaela, Oriana y Lucas terminaron de fabricar el teléfono con dos latas de tomate vacías, unidas por un hilo largo, yo me ofrecí a llevarle una de las latas a Cucumis Melo, en el planeta Uqbar. Entonces, una noche, en la que estaba solo y nadie me veía, convirtiendo una caja grande de cartón en nave cósmica y una caldera de cobre en casco espacial (utensilio que mi abuela Virginia utiliza para hacer la polenta), cargándome de fantasía... y la lata, cerrando los ojos conté hasta diez. Cuando los abrí, ya estaba en Uqbar.

    Reflexiones durante el viaje a Uqbar

    Mientras navegaba con mi nave espacial hacia Uqbar, recordaba aquello que me contaban siempre los pequeños pioneros astronautas, los cinco primitos: decían que llegaron a un mundo sin guerras, sin violencia y corrupción, porque a los niños de allí, desde sus nacimientos, los padres les dan setenta y siete veces por día demostraciones de amor. También me llamó la atención que los uqbaritas adoran a un pequeño ser con tres pares de patas, un par de antenas y dos pares de alas, que habita los bosques y es portador de vida en todo el planeta. Lo llaman la sagrada anthophila. Nosotros le decimos abeja.

    Mi llegada a Uqbar

    Cuando llegué con mi nave espacial al planeta Uqbar, fui recibido por la princesa Aerides Lawrenciae. Una noche, la princesa me dijo:

    —Ese astro azul que ves en el cielo es tu planeta, al que llamas Tierra. Cuando regreses, no olvides que deberás cuidarlo y amarlo, como nosotros lo hacemos con Uqbar.

    Los visitantes de la colina

    (parte 1)

    Tomás Arias Bertolini

    Para mis padres, Sergio y Karina, quienes siempre me ayudan a escalar colinas, incluso si son tan altas como cerros.

    El monstruo anual bajó de la gran colina el séptimo día del séptimo mes.

    Su apariencia era grotesca. Aunque sin filo, tenía dientes tan largos como sus uñas, que alcanzaban el medio metro. Los brazos de la criatura eran cortos y deformes, a diferencia de sus piernas largas y hermosas. Medía casi lo mismo que un humano alto; sobrepasaba por poco el metro ochenta de altura. La cabeza del monstruo parecía una masa aplastada. Porciones de ella sobresalían entre los lugares que no cubría un casco de armadura que portaba. El torso del ser se protegía del frío con lo que los pueblerinos humanos consideraban una tela felpuda negra. Y el rostro del monstruo era tan blanco y redondo como una luna llena.

    La criatura era precedida por el tintineo producido por todos los artefactos de metales diferentes que llevaba consigo: el casco de oro, una coraza de bronce, una espada de hierro, un cinturón de plata y unas botas altas forradas en estaño. Los metales no solo sonaban cuando el ser se movía, sino también cuando chocaban con el saco de juguetes de piedra tallada que siempre llevaban aquellas bestias sobre los hombros cuando descendían de sus hogares cada año, durante el séptimo mes.

    El monstruo había bajado de la gran colina, cuya altura ensombrecía la cara norte del pueblo que estaba más abajo, por el camino Perdido, una senda que se había construido mucho tiempo atrás para conectar el pueblo y la elevación del terreno. Ningún habitante de la población de la llanura, que se llamaba Chirmay, había comprendido jamás qué clase de locura había llevado a sus ancestros a construir una ruta que uniera ambos lugares.

    Tras haber recorrido todo el trecho que separaba a la colina del pueblo, el monstruo cruzó la empalizada de madera, un conjunto de troncos afilados clavados en tierra que rodeaba el pueblo. Luego, muerto de frío y tembloroso, se encaminó por una calle embarrada por las lluvias que habían castigado aquella región desde hacía tantos siglos.

    La criatura se percató de que todos los habitantes de la localidad sacaban la cabeza por las ventanas para verlo mejor, para chismorrear entre ellos y para ser groseros con él, a quien acababan de conocer. Bueno, de hecho, no lo conocían, y por eso lo agredían. No sabían quién era ni qué había hecho, y mucho menos aún cuánto había sufrido. Esos aspectos siempre cambiaban la percepción de alguien sobre su semejante. Pero, claro, para esos humanos, el monstruo no era su igual en absoluto. Ellos veían su apariencia diferente, y lo juzgaban por ella, al igual que habían hecho con todos los que habían descendido de la gran colina. Que no hablaran el mismo idioma dificultaba incluso más la comunicación e impedía que ambas razas se acercaran.

    La criatura se frenó en seco ante la entrada de la enorme mansión del gobernador, que se hallaba en el centro de la población como una montaña entre pequeñas ondulaciones del terreno. Con timidez por el guardia que lo vigilaba de cerca, el monstruo palmeó las manos porque no había una puerta que tocar, sino una tela que servía como único obstáculo entre la vivienda y la calle. Bueno, en realidad, sí había una puerta, pero se pudría desde hacía un largo tiempo a un costado de la abertura donde debería haber estado. En Chirmay nadie trabajaba ni los metales ni la piedra. Nadie sabía cómo se habían construido algunas edificaciones, armas, herramientas, cerraduras, goznes y pozos de la localidad. Muchos creían que esos conocimientos se habían perdido en el tiempo, así que disfrutaban cuanto podían de los objetos del pasado, y luego los desechaban. Por eso la puerta, que ya no era más que un pedazo de madera podrida, yacía al lado de la abertura. Las bisagras se habían herrumbrado, quedando inservibles, y nadie sabía cómo construir unas nuevas o si se podían reparar las que ya existían.

    Cuando el gobernador salió, junto a su ayudante, miró al monstruo de forma irrespetuosa y crítica; odiaba a los de su clase. La criatura se avergonzó al ser juzgado tan severamente por ojos que lo veían por primera vez. El hecho de estar empapado por haber esperado varios minutos bajo la lluvia no ayudaba a su autoestima, precisamente. Sin embargo, no dejó que esa sensación lo dominara. En cambio, con toda su fuerza de voluntad, ignoró la falta de respeto y señaló cada una de las piezas de metales que llevaba consigo. Pese a no poder hablar con los humanos, emitió sonidos articulados pero extraños, procedentes de una lengua desconocida para el hombre. El gobernante, que era un anciano tan antiguo y renombrado entre los monstruos como sus propios dioses, y su ayudante, que también era su nieto y quien lo sucedería cuando muriera, se miraron, sorprendidos. Aunque no comprendieron lo que decía el monstruo, él era el primero que se atrevía a dirigirles la palabra. Las criaturas que bajaron en años anteriores se habían limitado a señalar sus prendas de metal, como una clara amenaza, o eso interpretaban los ciudadanos del pueblo Chirmay, y luego hacían gestos con los brazos cortos para que el gobernador los siguiera. Cuando no conseguían eso, intentaban que cualquiera los acompañara hasta la colina.

    Pese a la particularidad del encuentro, el gobernante no cambió su procedimiento aquel año, como el ayudante sabía que ocurriría. El abuelo del niño le dijo al monstruo que se marchara y que no volviera ni él ni ninguno de su especie al pueblo nunca más. Y, como todos los años, le prometió al visitante que, si existía una próxima vez, no sería tan educado y que estaría preparado para recibirlos con algo más que troncos alrededor de la localidad. Según él, no permitiría que se robaran el trabajo de sus ciudadanos (aunque eso jamás había pasado), ni sus animales, ni sus hijos, ni sus mujeres, ni sus ancianos, ni sus hombres. Los humanos eran los dueños del sitio, y no había lugar allí para monstruos.

    Cabizbajo por el fracaso, la criatura dio media vuelta y se alejó de nuevo por el camino enlodado. Solo frenó momentáneamente cuando le arrojaron verduras podridas desde algunas casas, aunque no se molestó por eso, sino que se entristeció al oír el ruido de los animales en los corrales, en las granjas y en los mataderos del pueblo. La lluvia lo hacía parecer un alma en pena. El nieto del gobernador se quedó mirando al ser un poco más que el resto de los ciudadanos, incluido su maestro. El joven había creído entender algo de todo lo que había dicho el monstruo. Pero sabía que, si se lo comentaba a su abuelo, él lo ignoraría y le diría que solo había comprendido lo que un niño de siete años fantasearía escuchar por todos los cuentos que leía o que le contaban.

    Sin embargo, aquella noche, el ayudante del

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