Poco frecuente
Por Ana Montes
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Poco frecuente - Ana Montes
Montes, Ana
Poco frecuente / Ana Montes. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Concreto Editorial, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-82813-7-7
1. Narrativa. 2. Novelas. 3. Enfermedades. I. Título.
CDD A863
© 2019, Ana Montes
© 2019, Concreto Editorial
Bartolomé Mitre 1773
(CP1037ABG), CABA, Argentina
editorial.concreto@gmail.com
concretoeditorial.com
Edición Afri Aspeleiter
Diseño de tapa / maquetación Afri Aspeleiter
Fotografía de tapa Archivo familiar
Corrección Catalina Guerrieri
Texto de contratapa Romina Paula
Queda hecho el depósito que indica la Ley 11 723
Impreso en Argentina / printed in Argentina
ISBN 978-987-82813-7-7
22 abril 1979
Tengo que dejar que este dolor fluya a través de mí y pase. Si resisto o trato de pararlo de alguna manera, va a detonar dentro de mí, me va a destrozar, mis pedazos van a salpicar todas las paredes y a todas las personas que toque.
Audre Lorde
De chica no me gustaba llorar, era capaz de tragar cualquier angustia y de aguantar la peor ira con tal de no soltar ni una lágrima. A los ocho años, una compañera se tropezó en el baño del colegio y terminó encima mío. Todavía puedo sentir su peso como una bolsa de ladrillos aplastando mi brazo. Aun así, apreté fuerte los dientes y no lloré. Entonces, me hicieron un té en Dirección y me mandaron de nuevo a clase. El dolor era agudo, pero no me importó. Yo era fuerte y podía aguantarlo. Esa tarde tuvimos matemática y, cuando la maestra dictó un ejercicio, me di cuenta de que no podía usar la mano para escribir. Me senté con una amiga y lo hicimos juntas. En el comedor elegí ñoquis para no tener que cortar. Todavía me dolía, pero sabía que se me iba a pasar. A la salida me buscó papá y se preocupó cuando me dio la mano para cruzar la calle y grité. De ahí nos fuimos directo al Hospital Italiano, donde hubo radiografías y un diagnóstico claro: fractura de cúbito. Tratamiento: yeso.
Cuando empezaron los dolores tenía diez años. Esta vez no me había pasado nada: ningún golpe, ninguna caída, nada externo que causara el dolor. Sin embargo, el dolor estaba ahí. El foco era en la rodilla izquierda y se expandía por el resto de la pierna como un calor, como un elástico. Me concentraba en respirar hondo y ser consciente del aire que pasaba por mis pulmones, dosificándolo de a poco para poder aguantar el dolor. Las noches empezaron a hacerse largas dando vueltas de un lado al otro de la cama, intentando encontrar alguna posición que me ayudara a sentirlo menos. En esos días empecé a renguear y de nuevo al Hospital Italiano. Radiografía, normal. Tomografía, normal. Resonancia, normal. Diagnóstico tentativo: dolores de crecimiento. Tratamiento: diclofenac.
Una rodilla sana, un cuerpo sano y el dolor ahí, todo el día, todos los días. Ya iba a pasarse, tenía que pasarse. Una tarde de enero en Valeria del Mar el dolor fue fatal. La pierna se puso rígida, hinchada, afiebrada. Sentía algo así como si una medusa, de esas que tienen tentáculos venenosos, me recorriera, de adentro hacia afuera, la pierna, volviendo el dolor más agudo con cada roce, con cada descarga. Como si un cuerpo extraño, con un corazón latente, estuviera enterrado en lo profundo, entre los músculos y los huesos, agarrado con fuerza, camuflado por las arterias, la grasa y los cartílagos. Hielo y más diclofenac y la pierna en alto y un médico de obra social a domicilio con un calmante inyectable y sin ninguna explicación. Pero el calmante no calmaba y ahí, sentada con mi bikini roja llena de arena en el sillón floreado de una casa alquilada de verano, por primera vez en años, lloré. Lloré fuerte y lloré mucho.
Me lo transé. Eso decía el avioncito de papel que me tiró. La miré fijo desde mi cama y nos reímos. Paloma siempre estaba mil pasos delante de mí. Tenía un año más, pero parecían cinco. Llevaba la adolescencia tan cómoda, con las tiritas del corpiño al aire y el pelo rebajado que le quedaba increíble. Yo, en cambio, era torpe, flaca y encorvada por lo alta.
Ese día conocimos en el balneario a unos chicos. Eran dos primos. Instantáneamente me enamoré del morocho de rulos. Nos emboscaron con una pelota mientras tomábamos sol. Yo me cubrí la cara y me aparté espantada para protegerme. Paloma, que tenía la bikini desatada, se tapó las tetas con una mano y con la otra se la devolvió. Después de eso se acercaron y nos quedamos con ellos sentadas en la arena hasta que se hizo de noche.
Hablamos de los colegios, de lo aburrido que era el centro de Valeria y de que no había ningún boliche copado, pero que irse a Gesell era todo un tema porque sí o sí te tenían que ir a buscar en auto. También hablamos de los panchos del puestito del balneario de al lado, que, para los cuatro, eran los más ricos del mundo. Mentimos que éramos hermanas y no hermanastras. Ellos nos contaron que tenían una banda y Paloma se puso a cantar a capela Promesas sobre el bidet. Los pibes, embobados. El que me gustaba no me miraba para nada y me ponía roja de pensar que en algún momento sus ojos podían chocar con los míos. Mientras, intentaba darme cuenta cuál le gustaba a ella. Le tiraba onda a los dos, un poco y un poco, parejo. No parecía costarle. Era como un pez siguiendo la corriente del río. Algo