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Andinia la resurgencia de las naciones andinas
Andinia la resurgencia de las naciones andinas
Andinia la resurgencia de las naciones andinas
Libro electrónico500 páginas7 horas

Andinia la resurgencia de las naciones andinas

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Este libro expone las razones por las cuales el autor cree que la civilización andina, a la cual propone llamar Andinia, no ha desaparecido, sino que sigue viva bajo formas que el pensamiento oficial no consigue entender debido a que su visión es netamente occidental. Esas formas: la religión, la organización laboral, la familia extensa y las manifestaciones culturales, han mantenido hasta hoy, y de distintas maneras, la continuidad de la sociedad andina, faltándole únicamente implantar su estructura política en el Estado —el cual hasta el momento es posesión exclusiva de los dominadores europeos y de sus descendientes— pero que ahora empieza a exigirse se reintegre a los sectores mayoritarios de esta región del continente.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 jun 2024
ISBN9798227706799
Andinia la resurgencia de las naciones andinas
Autor

Luis Enrique Alvizuri García Naranjo

Luis Enrique Alvizuri García Naranjo (Lima, Perú, 1955). Publicista, filósofo, locutor, cantautor. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía y de la Sociedad Nacional de Intérpretes y Ejecutantes de la Música, SONIEM.

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    Andinia la resurgencia de las naciones andinas - Luis Enrique Alvizuri García Naranjo

    El cuestionamiento de la modernización occidental

    Alvizuri, con su libro Andinia la resurgencia de las naciones andinas está llamado a realizar entre nosotros esa misión intelectual de esclarecer la esencia profunda de lo andino, como espíritu relacional, de una civilización milenaria que persiste en vivo desarrollo histórico. Para empezar, me propongo dilucidar una idea —la idea de lo andino—, clara en apariencia, pero que se presta a los más peligrosos malentendidos. Sobre todo, porque hay un conjunto de hechos —como los sangrientos acaecidos en la ciudad de Ilave en Puno, en el año 2004— que son signos de un gran cambio sociopolítico que emerge con energía.

    El Perú viene recientemente de haberse hecho una auto-operación de cirugía de alto riesgo —tras la caída del régimen de Alberto Fujimori— lo que ha servido para aliviar sustancialmente su mal; pero tal proceso ha tenido la inesperada consecuencia de desencadenar la voluntad política firme de los movimientos sociales de la civilidad —los cuales desbordan lo ideológico, muestran una recuperación de la confianza en su capacidad de acción y expresan la reivindicación de los derechos nacionales a la identidad.

    En el fondo se trata, no de un cuestionamiento revolucionario y jacobino, sino de un cuestionamiento ético del modelo de modernización occidental, el cual tiene como telón de fondo la colisión entre la globalización ―como estructura sistémica planetaria― y el culturalismo ―como estructura sistémica regional. Es decir, estamos ante dos fenómenos contrapuestos (la globalización y el culturalismo) que cuestionan el tradicional Estado-nación y que agitan particularmente los campamentos de dos modelos teóricos en pugna, a saber: los liberales versus los comunitaristas, y, más atrás, los posmodernos.

    Es en este complejo contexto ―en el que se cruzan las redes multinacionales o estructuras sistémicas planetarias de la globalización con las redes etnocéntricas de las tradiciones del culturalismo― donde aparece en la palestra Luis Enrique Alvizuri con un libro cuyo ideario, por un lado, parece resumir el debate sobre la identidad nacional ―protagonizado en nuestro medio entre indigenistas, hispanistas y mesticistas― mientras que por el otro asume un comunitarismo andino, el cual nos plantea el desafío de independizarnos del tutelaje de la civilización occidental sobre la base del rescate cultural de nuestra identidad andina.

    Es por estos motivos que, por momentos, su libro nos trae a la memoria al insigne precursor Vizcardo y Guzmán quien, desde Europa, se dedicó a escribir a favor de la independencia del continente americano; de modo similar, el libro flamígero de Alvizuri despliega las banderas de la independencia espiritual y material de los pueblos andinos.

    En lo que sigue me referiré sucintamente a tres puntos cruciales de su libro cuya importancia cobra vigencia en el debate actual de las ideas. Soy consciente que mi preferencia es arbitraria por cuanto se trata de una obra con una temática muy rica; por eso deliberadamente dejaré intocados muchos otros puntos de su pensamiento (como la existencia de la filosofía andina, su posición ante la doctrina de los Derechos Humanos, entre otros). En consecuencia, los aspectos que abordaré son los siguientes:

    Su postura en el debate de la identidad nacional.

    El comunitarismo andino.

    El modelo de racionalidad que implica su planteamiento.

    Lo andino como intrahistoria

    Como es conocido, las doctrinas de la identidad nacional se clasifican en tres corrientes:

    La escuela indigenista

    La escuela hispanista y

    La escuela mesticista.

    Para la escuela indigenista, encabezada por Luis E. Valcárcel y Julio C. Tello, el factor racial indígena es decisivo; todos los restantes elementos deben ser asimilados por una nación eminentemente indígena. A este respecto se puede apreciar que Alvizuri comparte con el indigenismo la preocupación por la autonomía, pero discrepa frontalmente por cuanto pone el acento, no en lo étnico ni biológico, sino en lo cultural y civilizacional. Su arquetipo no es el factor indígena sino la civilización andina ―que lo sobrepasa― implicándolo como una superación dialéctica.

    Por su parte la llamada escuela hispanista, encabezada por José de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaúnde y Raúl Porras Barrenechea, pone el acento en la presencia de elementos hispánicos que modelan el hecho del mestizaje, que subrayan la importancia decisiva del factor religioso, y que culmina en la tesis del Perú como síntesis viviente, cuya organicidad es la expresión de un relieve axiológico y funcional. Alvizuri igualmente se aproxima a la tesis del Perú como síntesis viviente en tanto que lo andino no alude a una etnia en particular sino a un proceso civilizacional ―aunque este haya proseguido su desarrollo de manera soterrada. Además, otra coincidencia suya estriba en el énfasis puesto en el factor religioso como insoslayable en el hombre andino. Pero su punto de quiebre con los hispanistas reside en la discrepancia sobre el elemento hispánico como lo decisivo en el decurso de las naciones andinas.

    La tercera posición, llamada mesticista y muy influida por la raza cósmica de José de Vasconcelos ―representada por Uriel García, José Varallanos, José Carlos Mariátegui, José María Arguedas, Aníbal Quijano y últimamente por José Guillermo Nugent― insiste mucho menos en la base biológica de los fenómenos culturales. El énfasis está puesto en un tipo humano, que ya no es el indio sino el cholo, el mestizo o el de todas las sangres. Frente a ello Alvizuri está lejos de poner el énfasis en el crisol de variedades raciales y culturales reabsorbidas por el cholo pues su idea de mestizaje no es en lo absoluto racial sino cultural.

    De esta forma tenemos que no sería muy difícil asimilar y atribuir a Alvizuri un derrotero conceptual análogo al indigenismo y hasta con el mesticismo, pero creo que esto sería equívoco pues, para él, el ser de lo sudamericano ―con excepción del Brasil― es lo andino, entendido esto como una categoría ontológica que define su destino cultural. Es decir, la circunstancia andina debe entenderse como una realidad intrahistórica fundamental de nuestra América. Así, lo andino se constituye ―para emplear una categoría conceptual de Antenor Orrego― en todo un Pueblo Continente que solo alcanzará el nivel de un verdadero Estado Continente cuando recupere su identidad y tradición propias, quitándose las anteojeras occidentalizadoras.

    Lo andino, como realidad intrahistórica, es un proceso espiritual en el que se resuelve la tensión polar entre dos mundos: el andino y el occidental. Es el fondo real y concreto que condiciona el desenvolvimiento profundo de una historia y de un continente entero. De este modo se vuelve evidente que lo que Alvizuri desarrolla es una metafísica de la cultura, entendida como aquella realidad intrahistórica sumergida pero que señala el destino y los afluentes visibles de la historia misma.

    Por todo esto no es difícil advertir la distancia que lo separa de las doctrinas de la identidad nacional donde el telos cultural depende de lo étnico ―cuando no del crisol de razas o de la asimilación cultural― mientras que en su propuesta es la cultura misma la que depende de un telos civilizacional. La esencia de la identidad nacional sería lo andino, pero lo andino entendido como un pluralismo ontológico y cultural armónico con los Otros y con la Naturaleza. Es decir, un ethos, no al servicio del poder, sino de la solidaridad, la integridad y la reciprocidad.

    Y esto es de por sí un mérito de Alvizuri. Me refiero a que su ensayo demuestra que el tema de la identidad nacional no está agotado. Más aún, pone sobre el tapete la polémica de la identidad en medio de una guerra de guerrillas a nivel ideológico ―dirigida desde el Primer Mundo― cuyo propósito es relegar y soslayar el problema identitario para sustituirlo por los problemas de lo multicultural, dentro de los intereses corporativos de la globalización. En realidad, los aparatos ideológicos de la globalización se encuentran en una ofensiva radical a un doble nivel, académico y de masas, con el objetivo de postergar nuestro problema identitario y suplantarlo por seudo categorías importadas desde realidades europeo-norteamericanas.

    El comunitarismo andino

    Fukuyama creyó en el triunfo del liberalismo tras el derrumbe del comunismo, pero no vio la insurgencia de un poderoso adversario: el comunitarismo. El comunitarismo es una doctrina contextualista, sustancialista, eudemonista en ética y que se opone al contractualismo liberal. Así tenemos, entre sus adalides, a figuras como Mcintyre, quien opone a la civilización liberal el tomismo, Michael Walzer, que le opone la tradición judía, y Charles Taylor, la tradición hermenéutica. De modo análogo, encontramos a Alvizuri oponiendo a la civilización liberal la civilización andina. Él, como los otros comunitaristas mencionados, pone en tela de juicio el sistema económico, moral y vital de la sociedad de mercado, coincidiendo en realidad plenamente con las críticas del comunitarismo al liberalismo. Estas críticas son básicamente tres:

    Crítica al formalismo moral, que concibe a los sujetos como entidades dialogantes en abstracto, declarándolo por ello inconsistente, insensible y encubridor.

    Crítica a la concepción artificial y abstracta del individuo como principio ideológico que lo desarraiga de lo concreto. En este sentido es opuesto a los liberales progresistas como Ernest Nagel y John Rawls.

    Crítica del olvido de la raíz comunitaria de los individuos, los cuales son lo que son solo dentro del contexto cultural y vital que les da identidad.

    Alvizuri es un comunitarista andino por su crítica del individualismo, del formalismo y por su valoración de lo comunitario. Pero sobre todo lo es, no tanto por plantear un modelo teórico comunitarista, una nueva utopía, sino por verificar en lo andino la existencia de una realidad comunitarista. En el mundo andino constata la existencia de una realidad ontológica comunitarista francamente contrapuesta a los valores de la sociedad de mercado. Esto significa que, mientras en el Primer Mundo el comunitarismo se presenta como un programa a poner en acción, en el Tercer Mundo Andino Alvizuri verifica que lo comunitario es una realidad viviente. Quizá a estas alturas resulte conveniente dirigir a Alvizuri las mismas observaciones que Carlos Thiebaut hace contra el comunitarismo:

    Las críticas del comunitarismo no dan cuenta de la complejidad moral, social y cultural de las sociedades modernas, aunque acierte al señalar su individualismo y formalismo.

    Las nociones de comunidad y tradición son altamente cuestionables en tanto que implican peligros retardatarios y totalitarios.

    El comunitarismo no resuelve el problema del nacionalismo y fundamentalismo.

    Todas estas observaciones llevan a Thibaut a defender una fórmula que concibe la síntesis del imperativo liberal de tolerancia con el imperativo comunitarista de solidaridad, hecho que mostraría justamente que el lado más fuerte del liberalismo es el potencial regenerador del Estado democrático, lo cual sobrepasa al liberalismo o al capitalismo. Por esto el filósofo de la universidad Católica Miguel Giusti ha sostenido que no es el comunitarismo el principal enemigo del liberalismo sino el potencial regenerador del Estado democrático, que es más universal que el liberalismo mismo.

    La racionalidad del comunitarismo andino

    El comunitarismo político de Alvizuri toma partido por la tradición. Es un modelo basado en nuestro destino comunitario. Pero él no se adhiere al ideal ilustrado de vida racional. Por el contrario, denuncia un modelo de racionalidad práctica de las elites de nuestra nación, las cuales han vivido siempre enfrentadas a la tradición y al carácter nacional.

    Alvizuri no es, así, un defensor del proyecto normativo liberal dentro de la comprensión de nuestro destino sino que, al contrario, partiendo de una postura comunitarista, denuncia el fracaso de las democracias liberales. Su rechazo del republicanismo liberal es, en el fondo, su aversión por una metafísica que deriva del racionalismo francés y del positivismo decimonónico y que subyace en las instituciones liberales como verdad abstracta ahistórica y descontextualizada de la lógica jacobina-caudillesca. Esto significa que, para Alvizuri, la verdad es creación comunitaria, y que las elites jacobinas peruanas descuidaron el ethos nacional. Contra esta abstracción opone la resurgencia de las naciones andinas, entendido esto como un enlace con las prédicas comunitarias.

    En este sentido aspira a una interpretación alternativa y novedosa de la democracia latinoamericana. La democracia verdadera será comunitaria y vinculada a la tradición. Lo que busca Alvizuri, de este modo, es reconciliar nuestro consenso ideológico en el marco de nuestra tradición, de manera que no es un retardatario pensador incaísta ni un conservador andino posmoderno sino un restaurador hermenéutico de la identidad colectiva.

    Por ello, para él ni siquiera la intensa movilidad social en el Perú ha desarticulado a la nación andina sino que la ha hecho desembocar en una modernidad vernácula, la cual es consciente del lado perverso de la modernidad occidental (etnocentrismo cultural, racionalismo, primacía del discurso científico). Pero la modernidad andina, lejos de reflejar la capacidad de autocrítica de la racionalidad moderna ―como afirmaría Habermas― denuncia lo patológico consustancial de su lógica unificadora ―como enfatizan por su parte Lyotard o Derrida.

    Para Alvizuri la racionalidad del comunitarismo andino está más allá de los principios universales y abstractos que caracterizan a la metafísica de la modernidad y que subyacen en el fondo del republicanismo liberal. El modelo de racionalidad alvizuriana hace de la acción el fundamento de la razón ―similar al modelo aristotélico-hegeliano― donde la acción no puede seguir siendo considerada como carente de racionalidad ni tampoco la razón puede ser estimada opuesta a la experiencia y a la historia.

    En suma, su libro Andinia, la resurgencia de las naciones andinas tiene el propósito de convencer al lector que la civilización andina no es ni una utopía ni un desideratum, sino una realidad viva, dinámica y en desarrollo, que nos envuelve y modela hacia un destino superior.

    Introducción a la primera edición

    El momento actual es de coyuntura. Por un lado, el capitalismo se considera triunfante y hegemónico, al punto que se puede hablar de un fundamentalismo de mercado, el cual, gracias al desarrollo de la tecnología, es hoy un fenómeno mundial. Por el otro encontramos a la mayor parte de la humanidad en una atónita espera, sin saber hasta cuándo los beneficios y las maravillas de la modernidad les llegará; y, además, ya abandonada la esperanza de que esos instrumentos tecnológicos, por sí solos, sean la respuesta a los interrogantes del ser humano. Esto significa que la vía tan anhelada —de que por medio de la tecnología el hombre encontraría su lugar en el mundo y la felicidad— va siendo cada vez más desechada del plano consciente e inconsciente de la gente. Se trata de una utopía rechazada. Pero esto nos lleva a una pregunta: ¿cuál será entonces el rumbo a seguir?

    Finalmente, todo apunta hacia el ser humano mismo, no a sus herramientas. Es en el plano del pensamiento donde se libra el combate por el futuro; allí es donde tenemos que encontrar las ideas liberadoras. No interesa de dónde se venga, de qué raza se sea, con qué idioma se hable o qué indumentaria se use. Lo que importa es cómo ponernos por encima de la realidad, vencer a la miseria, a la pobreza, pero con dignidad. El hombre no es lo que su máquina le permite ser; no es lo que su automóvil, su dinero o su poder dice que es. El hombre es lo que es con relación al compromiso con su sociedad. Puede estar mal vestido —como la mayoría de los latinoamericanos— pero si sus ideas son lúcidas no se le puede calificar como «pobre», salvo que juzguemos a las personas tal como el capitalismo más conservador lo quiere: dime cuánto tienes y te diré quién eres.

    Si de lo que se trata es de sobrepasar la realidad tenemos que ir hacia el ser humano, hacia la persona, no hacia sus objetos o sus útiles. Hay que eliminar el asistencialismo que preserva la esclavitud para dirigirnos a la mente y al corazón, que son los movilizadores de la conciencia. Se trata de enseñar al hombre a pescar y dejar de seguirle dando el pescado, vieja máxima que no por vieja es menos real. El mundo está hambriento, no solo de pan, sino fundamentalmente de ideas creadoras que reemplacen a las ideologías en las que ya no se cree.

    Por eso, ante esta realidad que nos abruma, nos desilusiona y nos aplasta, y que nos pone un precio para seguir viviendo, tenemos que oponer la creatividad, y a todo nivel: en lo cultural, lo científico, lo artístico, lo moral y lo político. Es cierto que los cambios a la larga se producen por los movimientos políticos, pero es también cierto que a ellos les precede toda una preparación, todo un trabajo ideológico que permite llegar al momento decisivo y revolucionario.

    Esa tarea, la de la preparación del pensamiento, es la que se debe ir produciendo permanentemente. Todos sabemos que, sin siembra, sin agua, sin espera, sin abono y sin paciencia no se puede cosechar. Por eso la tarea es la siembra desde ahora; es el trabajo con los jóvenes, principalmente, pues ya hemos visto que son ellos quienes devienen en sector determinante por causa de la misma crisis que ha debilitado profundamente las clases obreras y campesinas.

    Todos tenemos necesariamente que participar en la formación de la mente del joven, pero no con el afán maquiavélico de crear robotes o cyborgs, pues ya de eso se ocupa el propio sistema. El esfuerzo tiene que estar orientado hacia lo opuesto: ante la cosificación —que hace de la mujer y el hombre un objeto de consumo— abundar en valores humanos de solidaridad, reciprocidad, dignidad, afectividad; ante la nucleización del pensamiento en conceptos eminentemente científico-tecnológicos —el fundamentalismo científico— oponer un pensamiento más amplio, más heteróclito, que no se aferre a ningún dogmatismo a rajatabla, pues ya hemos podido comprobar en qué terminan todos los dogmatismos y, por ahora, creemos que nadie quisiera repetirlos (como los fanatismos religiosos, el aristocratismo, el nazismo, el fascismo, el comunismo, el estatismo soviético o el capitalismo). Se puede discutir mucho acerca de cada uno de estos movimientos, pero no podemos dudar que revivirlos o tratar de perpetuarlos, en el momento actual, no reportaría ningún beneficio para cualquier fuerza política.

    Nuestra actividad cultural y artística debe ser tan activa como la vida partidaria, considerando que ella es la base, no solo de las ideas, sino de algo que es tan o más importante: la ética. De qué sirve formar durante años a personas muy capacitadas en política si, a la hora de la verdad, terminan traicionando a sus pueblos, tal como vemos que pasa fácilmente entre nosotros hoy en día. Justamente los llamados «yuppies»  ―los profesionales que surgieron en los 80’s del siglo XX— se caracterizaron por su precisión en el manejo de lo pragmático y, a la vez, por su tremenda ignorancia (por no decir cinismo) en lo moral. ¿Quisiéramos crear «frankesteines» o zombis que obedezcan ciegamente consignas, sean capitalistas o de otra índole?

    Tenemos que trabajar para parir una mujer nueva, un hombre nuevo. Tenemos que hacerle creer al joven que no todo es corrupción, que no toda ley conlleva su trampa, que las grandes naciones se forjan con grandes hombres. Es un trabajo eminentemente valorativo en el que la autenticidad del maestro o guía es la más importante lección. Hoy se recuerda mucho al Che Guevara, ¿por qué?  No por ser la imagen de un hombre exitoso —pues sabemos que fracasó en su intento— ni la del hombre astuto, inteligente o poderoso, sino porque representa el símbolo, el ejemplo, de la integridad moral, del valor, de la convicción en sus ideas, aunque ellas no resulten o sean equivocadas. Es que el mundo está buscando, no millonarios, ni estrellas de cine, ni generales iluminados, sino mujeres y hombres auténticos, completos, francos, pero llenos de sueños, llenos de fe, llenos de amor, que pongan por encima los beneficios para todos antes que sus intereses personales. Esos son los humanos que hay que formar.

    Introducción a la segunda edición

    Cuando apareció Andinia, en 1997, el autor tenía por propósito dar a conocer una obra antisistemática, nada ortodoxa y convencional, escrita ex profeso con subjetividad, tratando así de reflejar lo más posible, no solo su pensamiento, sino también sus sentimientos, que son menos engañosos que las ideas. Como suele suceder en estos casos, la mayoría de los que la leyeron se vieron, no sin razón, impactados más por el tono y la expresividad que por los conceptos, por lo cual nos vemos en la obligación de incluir, dentro de esta segunda edición, una síntesis previa del sustento teórico; esto con la finalidad de que la emotividad no perjudique la transmisión de la palabra.

    En primer lugar, Andinia es un intento de establecer un logos para denominar a una civilización hasta la fecha carente de nombre: la civilización andina. Resulta curioso que, a pesar de los innumerables estudios realizados en esta materia, no haya existido un consenso para nombrar con una sola palabra a una civilización claramente identificada por su ámbito geográfico (alrededores de la cordillera de los Andes) y por un tronco cultural común, que es más importante aún que lo étnico. ¿Qué tan crucial es esto? Es fundamental; es un acta de nacimiento. Es unificar lo que se presenta como desunido; es dar vida a aquello que parece inexistente. Pensemos por un momento qué tan impactante puede ser para aquellos que creen que la civilización andina simplemente desapareció a comienzos del siglo XVI con la captura del inca Atahualpa en Cajamarca. La cultura oficial se esmera en convencer a las naciones que, con la llegada de los españoles, un continente murió para convertirse luego en un apéndice de Europa, en «Hispanoamérica», como gustan llamarlo ahora.

    Pero no solo es un asunto de simple herejía académica que podría ser motivo de burla en los corrillos de las universidades; se trata de algo más serio, más grave, pues las consecuencias de ello pueden tener repercusiones políticas tan importantes como la misma conquista española. ¿Se imaginan lo que puede significar para millones de seres humanos mal llamados «indios» —y para muchos millones más quienes sin ser «indios» no se sienten para nada occidentales— enterarse que no son la cola de nada, que no son ciudadanos occidentales de tercera o aspirantes a serlo algún día, sino, por el contrario: que son integrantes de un conjunto de naciones con propia identidad, cultura y destino, diferentes a Occidente? ¿Dónde quedaría entonces la globalización, esa igualación forzada en la que a todos, pobres y ricos, fuertes y débiles, se les pone a competir en irónica igualdad de condiciones? ¿Qué pasaría con la aspiración utópica de ser algún día como Europa o Estados Unidos, ya que supuestamente hacia eso aspira toda la humanidad indefectiblemente?

    Estas y muchas otras creencias más, que son tan cruciales y que forman la base de todos los programas políticos de los países de esta área, se volatilizarían, puesto que los pueblos despertarían de la fantasía —o de la pesadilla— y ya no tendrían como modelo, como referencia, a Occidente, con lo cual la sujeción y la dependencia se acabarían. Es la toma de conciencia de la diferencia el inicio de la libertad. Veámoslo con un ejemplo: en nuestras naciones es común tener una jovencita andina como sirvienta puesto que este tipo de «trabajo» está unánimemente aceptado por nuestras coloniales sociedades. Y esto se debe, por un lado, a la propia necesidad de ella, que la obliga a aceptar lo que sea a cambio de acceder a un nivel de vida «superior»; pero por el otro, a que ella misma se considera como sujeto de vejación. O sea, su autoestima es lo suficientemente baja como para someterse a una moderna y solapada esclavitud. Ella está convencida que su destino se encuentra marcado por su inferioridad de origen y acepta, sumisa y calladamente, cual paria de la India, esa última posición y ese maltrato.

    Pero ¿qué pasaría si a esa joven le dijésemos que es en realidad una princesa andina nacida para mandar y tener una alta posición en la sociedad —cual Cenicienta— y que lo único que necesita es un príncipe azul que venga a decírselo con un beso —cual Bella Durmiente? Pues la conmoción social sería de caracteres catastróficos para las occidentalizadas sociedades de los países andinos, ya que el trabajo infame de las «sirvientas» es una piedra angular en la economía de las clases dominantes, las cuales tendrían que adecuar sus vidas a comportamientos a los que no están acostumbradas —lavar sus ropas, cocinarse, cuidar ellos mismos a sus hijos, limpiar sus casas o, si es que pueden, pagar altísimos precios para que otros lo hagan—; y lo que es peor: ya no existiría la satisfacción, la recompensa que se obtiene al ascender a una clase social privilegiada: tener gente de servicio a cambio de una mísera paga. Pero la más grave consecuencia —para ellos— sería de erizar los cabellos: toda esa enorme masa de andinos —entre «indios», «mestizos», «criollos», blancos descastados y otras «razas»— se levantaría a una para exigir y ocupar el puesto que les corresponde: el de ser dueños de su destino y de sus regiones. Esto es lo que se llama una revolución.

    Si nos damos cuenta bien, las revoluciones de alguna manera han seguido un derrotero similar: todas han empezado por la toma de conciencia de cuál era su lugar correspondiente en la historia. Y qué mejor muestra que la más santificada revolución de todos los tiempos (ante la cual nadie se atreve a ponerle la menor observación, por puro miedo): la norteamericana. ¿Cómo empezó? Cuando un grupo de colonos decidió que no debían seguir siendo dependientes de los ingleses puesto que eran una identidad diferente. Luego esta idea la difundieron —no sin oposición y resistencia— entre ellos mismos. Bastó con que tomaran conciencia, que se pusieran un nombre que no era ya «colono» sino «norteamericano», para que se diera el punto de quiebre que cambió su historia.

    Pues bien, nosotros vamos a intentar lo mismo: marcar el punto de quiebre para la toma de conciencia de que somos, no una prolongación de Occidente, sino una civilización a la que se le ha negado su existencia, a pesar de ser tan obvio que ella era una realidad. Y creemos que ese punto de quiebre es el día de nuestro bautizo, el día en que dejamos de ser «aspirantes a occidentales» y empezamos a ser «andinos»; otros hombres, con otras aspiraciones, otros intereses y otros métodos. Y ese día es ahora, en este preciso momento en que leemos las siguientes líneas: «Yo te bautizo con el nombre de Andinia, y tus pobladores se llamarán andinos, sin importar si viven en las costas, en los valles o en las selvas, o si sus pieles son más blancas o más oscuras, o si sus lenguas son las mismas o diferentes. Todos serán una sola civilización conformada por numerosos pueblos, distintos pero parecidos, como suelen ser los hermanos; todos unidos en torno a una misma causa: liberarse de la tutela de Occidente y hacer su propio camino».

    Introducción a la tercera edición

    Cuando emprendimos la primera edición de Andinia, la resurgencia de las naciones andinas en realidad nos motivaba más un deseo, una pasión, una necesidad de reinterpretar la lógica actual imperante en un territorio como la región andina de Sudamérica, donde habitan millones de seres humanos inconformes e indecisos que, en su gran mayoría, siguen siendo la misma mano de obra barata que lo fueron desde hace más de cinco siglos, con algunas diferencias de forma pero siendo, en el fondo, lo mismo.

    Este esfuerzo nos llevó hacia el campo madre, donde todo se origina y cobra sentido, que es la filosofía. Porque la filosofía, lejos de ser ese pasatiempo para ociosos como es vista por el vulgo, es finalmente la que define quiénes somos, qué hacemos y hacia dónde vamos. A pesar que hoy se habla insistentemente de la economía como el fundamento de la humanidad (muy a tono con la sociedad de mercado), sin embargo la economía solo es un medio pero no un fin; los mismos que le dedican a ella su existencia con verdadero fervor (los empresarios) finalmente dicen que lo que buscan es una mejor forma de vivir, que suponen estriba en el exceso total, a lo cual llaman riqueza, siendo este término solo una de sus definiciones (su aspecto material), pero que en verdad abarca mucho más que el simple acaparar cosas (como la riqueza artística, ética, humana, espiritual, etc.).

    Tal ha sido el fanatismo que se le ha dado a dicha actividad (la de poseer mucho más de lo que las manos puedan abarcar) que se ha terminado por construir, en torno a ello, todo un cuerpo de pensamiento y, con de ese modo, toda una era de la humanidad: el capitalismo, el culto a los objetos y al poder que estos dan. Si bien la riqueza en este sentido ha existido desde muy antiguo, nunca antes de la Era Industrial ni de la modernidad había llegado a convertirse en una meta de vida, en un fin supremo y en la balanza con la que el hombre mide su propia existencia (a más riqueza mayor éxito y, por ende, obtención de la felicidad).

    Todos estos pensamientos, contrastados con la realidad palpable en países llamados subdesarrollados (curiosa manera de calificar a quienes no son iguales a los vecinos que poseen mayor fuerza y capacidad para atesorar), nos llevaron a reflexionar acerca de cuáles eran aquellos elementos que pudiesen explicar dicha situación, respuestas que no encontradas en los textos oficiales o en la filosofía académica puesto que, al sumar todo eso, solo se obtiene una versión que coincide exactamente con la actual política nacional e internacional que, en pocas palabras, tiene como objetivo dejar todo como está puesto que esa es la única verdad posible.

    Sin embargo, en esos mismos textos diversos (no solo los filosóficos sino también en todo orden de asuntos, desde los más serios hasta los más triviales) también se encuentra otra visión no tan formal y estricta que se puede resumir diciendo que la vida no es una sola y que todo cambia. Efectivamente, por más que los imperios de turno se esmeran de mil maneras en perpetuarse y conservar su dominio, tarde o temprano la realidad por sí sola hace que las condiciones cambien de muchas maneras, sea interior o exteriormente, y, con ello, llegue el inevitable fin de su hegemonía, luego de lo cual se inicia otra historia con otros actores y otros argumentos de vida.

    Basados en esa verdad de la vida (para lo cual no se requiere obviamente ser ni docto ni ilustrado sino simplemente vivir y observar) nos dispusimos a investigar el tema de la filosofía dentro de sociedades oprimidas y explotadas para averiguar qué hay de cierto en que esta situación es efectivamente normal y correcta como lo manifiestan los poderes actuantes. Al hacer eso es que no quedó más remedio que intentar cuestionar las verdades universales con el objetivo de ver qué tan reales y eternas pudieran ser y, en especial, dónde estaba la falla que producía sociedades tan extremadamente diferentes en fondo y forma. Producto de ese empeño es que lleguemos a tomar contacto con un tipo de pensamiento no oficial, y rechazado por la academia, que es el que pertenece a los pueblos conquistados considerados como atrasados e ignorantes, a quienes se les aplicó la misma receta que se les viene dando hasta el día de hoy: civilizarlos, pero entendiendo esto como occidentalizarlos para, así, hacerlos humanos.

    Estos pensamientos, calificados como etnofilosofía, cosmovisión o sabiduría, pero de ninguna manera como filosofía, son precisamente expresiones legítimamente humanas que, por razones nada filosóficas, han sido excluidos de la formación humana debido a que, y no hace falta decirlo, contradicen abiertamente los dogmas de la cultura occidental, razón por la cual es obvio que su negación no es otra cosa que una reafirmación de la opresión y esclavitud a la que ha sido condenada la humanidad no occidental. En pocas palabras, el afirmar o reconocer que existen otras filosofías se estrella directamente contra la cultura de dominio basada en una única verdad posible que es la que produce la filosofía que nace y se desarrolla en Occidente.

    Ciertamente que hay occidentales no nacidos en Occidente (pero formados dentro de dicha cultura) que no admiten ciegamente esa postura de verdad universal del filosofar occidental, pero son los menos y, por lo mismo, son los excluidos de las academias (universidades, centros de investigación, gobiernos, etc.) puesto que van en contra de lo que el sistema necesita para continuar existiendo. El capitalismo produce sus propias defensas ante cualquier señal de peligro que contradiga aquello que ha sido entronizado como la realidad, fuera de la cual todo es ignorancia y falsedad, ergo, combate filosofías que no coinciden con esa mirada y encajen perfectamente con esos términos los cuales, por supuesto, denigran a quienes asumen la tarea de ir contra la corriente o ser políticamente incorrectos.

    Sin embargo, hoy, habiendo pasado varias décadas de la primera edición de Andina, sucede que mucha agua ha pasado por el río y, como decíamos, el paso del tiempo está haciendo sus efectos incluso en el pensamiento oficial. Nos referimos a que, lo que en ese tiempo era visto como una novedad y para muchos una fantasía ahora ha cobrado un inusitado interés entre numerosos pensadores académicos, o sea, hay cada vez más deseos de sondear en otras formas de pensamiento (o de filosofías) que no sean necesariamente herederas del ejercicio griego, lo cual hace que quienes defendemos esta actividad ya no seamos vistos como loquitos o subversivos, casi asociados a grupos terroristas que buscan derribar al sistema.

    La explicación está en lo mismo que mencionamos líneas antes: en los cambios que se producen espontánea o intencionalmente en las condiciones externas e internas del desenvolvimiento humano. El mundo del siglo XXI ya no es igual al del siglo XX (cuando se publicó la primera edición) y ello se debe a una serie de factores que trataremos de mencionar sucintamente para no extendernos demasiado en este tema. 

    Hacia la desoccidentalización del mundo

    El descubrimiento de América. Del más allá medieval al más acá capitalista

    Para entender el por qué Occidente se convirtió en hegemónico y creó el actual sistema mundo es necesario remontarnos a las causas principales que produjeron tal fenómeno. Fue a fines del siglo XVI que el continente europeo (que ahora por fin es llamado por sus propios habitantes como Occidente después de haberse autodenominado como la civilización durante cinco siglos) tuvo la fortuna de descubrir una enorme área de terreno (el continente al que se le ha llamado América) que le proporcionó dos elementos fundamentales para su desarrollo como potencia mundial: recursos naturales abundantes y mano de obra barata para explotarlos.

    Este suceso fue el disparador para que la sociedad occidental abandonara definitivamente una forma de entender el mundo (una filosofía) teológica que durante más de mil años había predominado en su espíritu para cambiarla por otra completamente opuesta. Nos referimos a la filosofía cristiana que ponía el objetivo de la vida en un más allá, en una forma de vida futura posterior a la muerte pero que era consecuencia de lo que se hiciera en el más acá, o sea, la vida terrenal, la vida mundana. El esquema mental del europeo medieval estaba estructurado de tal manera que los valores fundamentales se encontraban, no en la realidad objetiva (las cosas) sino en la subjetiva (Dios, honor, lealtad, bondad, amor, etc.). Cuando uno aborda las novelas de caballería o los libros de teología de aquella época se acerca a un tipo de ser humano completamente ajeno a los intereses comerciales o materiales puesto que estos más bien llevaban al pecado y alejaban de Dios. Prueba de ello son los innumerables gestos de desprendimiento que hacían los reyes o grandes señores donando dinero y fortunas a la iglesia con el único afán de ser perdonados en el otro mundo.

    Pero la aparición de América determinó que esa forma medieval de ver la vida, de pensar y de filosofar, había llegado a su término puesto que en el nuevo mundo las cosas no ocurrían igual que en la Europa oscura, fría y aterrada por cientos de males externos e internos. Muy por el contrario, en América lo que existía era la exuberancia, la plenitud, la abundancia, la vida relajada rodeada de una naturaleza solo imaginada en los relatos utópicos de la época (Brazil, el reino del Preste Juan, Antillia, San Brandán, la Ciudad de Dios, la Nueva Atlántida, la Ciudad del Sol, etc.). La perspectiva de gozar de la vida terrena y disfrutar de sus dones impulsó a una serie de pensadores reformistas (entre ellos los protestantes) quienes se dieron cuenta que el totalitarismo eclesial ya había saturado y hastiado por demasiado tiempo al hombre europeo, muestra de lo cual fueron los excesos como los de Savonarola y Torquemada, quienes fracasaron estrepitosamente en tratar de convertir a la sociedad en una extensión de la vida monacal.

    De modo que fue esta realidad, y no la fantasía y las utopías, las que establecieron las nuevas ambiciones, expectativas y sueños del europeo, dejándose este guiar ahora, ya no por los sacerdotes que controlaban el más allá, sino por los mercaderes, los amos del más acá, los únicos que podían proporcionar todo aquello que la nueva forma de vida requería y que constaba de nuevos alimentos, ciencias, medicinas, tecnologías y vínculos sociales que provenían del continente americano. Oriente dejó de ser el referente para Europa, Marco Polo ya no era el portador de las novedades sino más bien todos aquellos que volvían de América cargados de riquezas, no solo materiales, sino también esenciales para desarrollar una manera de vivir más cómoda y satisfactoria.

    El pensamiento occidental

    El hecho de abandonar la sociedad medieval no quiso decir que Occidente perdiera su esencia, su identidad como cultura y civilización. Europa siguió siendo racional y cristiana, la combinación entre el filosofar que utiliza a la razón como mecanismo para su desempeño y la Biblia como ente regulador del tiempo (el antes y el después que rompió la continuidad de la vida, la circularidad donde no existe el pasado ni el futuro y donde solo se da un eterno presente).

    Es decir, el pensamiento occidental se caracteriza por estos dos factores: por ser racional en su forma de entenderse y entender la realidad, y por ser bíblico (o cristiano en parte, pero sin excluir al Dios Yahvé). Si bien la razón es un componente de la vida (ningún animal deja de tenerla para poder decidir qué hacer, hacia dónde desplazarse o cómo comportarse), y el cual consiste en un proceso de evaluación de datos (distancia, peso, momento, necesidad, etc.), esto no significa que emplearla para filosofar sea lo mismo que para captar la realidad tal como es.  Muchos incluso consideran que razonar es lo mismo que pensar, pero obviamente no es así. El razonar no implica, por ejemplo, la interacción inmediata que se lleva con el medio (por ejemplo, cuando no se tiene tiempo para razonar sino solo para actuar) como tampoco el mundo de los sentimientos y sensaciones y de la fe (que, en la mayoría de los casos, no se pueden someter a la razón por ser cosas incompatibles con ella).

    Es por ello que el uso de la razón se restringe exclusivamente a los fines materiales, a cosas y objetos posibles de ser, de realizarse en la práctica, no así a aquello que es razonablemente imposible, cosa que se margina y deja de lado para que ello quede en terrenos como el arte, la religión, las pasiones, etc. Al igual que los animales que razonan antes de actuar (como se puede observar mirando a cualquiera de ellos) igualmente el hombre que razona procura siempre que el resultado de sus elucubraciones se reflejen en hechos concretos que coincidan con lo que ha elaborado. Ello es lo que hace que el razonamiento siempre persiga la parte material de la vida, aquello que es lo real y objetivo y que no puede ser puesto en duda debido a sus resultados visibles.

    El otro factor que identifica lo occidental es su estructura bíblica o cristiana sobre aquellos aspectos que no comprenden el área racional, lo material. El más importante de todos es la idea de tiempo, pues es lo que establece el concepto de progreso, evolución, avance, futuro y muchas nociones que son imprescindibles para entender el pensamiento occidental. Así como hay civilizaciones y culturas cíclicas o eternas, en el sentido que viven en

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