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Intelectuales indígenas en Ecuador, Bolivia y Chile: Diferencia, colonialismo y anticolonialismo
Intelectuales indígenas en Ecuador, Bolivia y Chile: Diferencia, colonialismo y anticolonialismo
Intelectuales indígenas en Ecuador, Bolivia y Chile: Diferencia, colonialismo y anticolonialismo
Libro electrónico750 páginas11 horas

Intelectuales indígenas en Ecuador, Bolivia y Chile: Diferencia, colonialismo y anticolonialismo

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Este libro es el resultado de un estudio específico sobre los intelectuales indígenas, tomando el caso de los quechuas en Ecuador, aymaras en Bolivia y mapuches en Chile, y pone énfasis en dos dimensiones: el proceso histórico de su emergencia (y las condiciones teórico-políticas que los invisibilizan) y el análisis de su escritura, entendida como la práctica que mejor da cuenta de su especificidad.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 jun 2017
ISBN9789560008510
Intelectuales indígenas en Ecuador, Bolivia y Chile: Diferencia, colonialismo y anticolonialismo

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    Intelectuales indígenas en Ecuador, Bolivia y Chile - Claudia Zapata Silva

    Claudia Zapata Silva

    Intelectuales indígenas en

    Ecuador, Bolivia y Chile

    Diferencia, colonialismo y anticolonialismo

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2017

    ISBN Impreso: 978-956-00-0851-0

    ISBN Digital: 978-956-00-0940-1

    Las publicaciones del área de

    Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones

    han sido sometidas a referato externo.

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2 860 68 00

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Agradecimientos

    Este libro fue publicado por primera vez en octubre del año 2013 en Quito, Ecuador, por la Editorial Abya Yala. En enero del 2015 recibió el Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada, de Casa de las Américas, Cuba, y a fines de ese mismo año vio la luz la edición del Fondo Editorial Casa de las Américas. Luego de este recorrido, Intelectuales indígenas en Ecuador, Bolivia y Chile. Diferencia, colonialismo y anticolonialismo se publica donde fue escrito: en el sur del continente. Agradezco a Silvia Aguilera y al Comité Editorial de LOM por el apoyo brindado para que esto fuese posible y a Casa de las Américas, de Cuba, por un reconocimiento que nunca esperé, pero que recibí con enorme alegría.

    Agrego los agradecimientos que pronuncié en aquella primera edición, porque siguen siendo necesarios: a Grínor Rojo, Jorge Hidalgo, José Luis Martínez, Álvaro Bello y Bernardo Subercaseaux, por los valiosos aportes que hicieron tras la lectura del primer manuscrito y la motivación para publicarlo.

    A Elena Oliva, por la lectura atenta y crítica de la última versión, aquella que resulta imprescindible cuando el cansancio acecha y las ideas se confunden.

    A las amistades que se hicieron en el camino, especialmente a Anita Rojas, Cecilia Jaramillo y Pamela Díaz-Romero, de Fundación EQUITAS.

    A mis amigas y compañeras de ruta: Natalia Cisterna, Alicia Salomone, Karen Cea, Lucía Stecher, Alejandra Vega, Marieta Alarcón y, nuevamente, Elena Oliva, por las conversaciones inteligentes, las risas contagiosas y el cariño incondicional que me han regalado.

    Finalmente, dedico este libro a mi familia pequeña y a mi familia extendida, por apoyar mis decisiones y tratar de entender en qué consiste mi trabajo, especialmente a mis padres: Gabriela Silva y Héctor Zapata.

    Considero que toda obra es a manera de una señora que relata con paciencia el por qué [sic] de las cosas, haciéndonos viajar a otros pueblos y enseñándonos el camino de la justicia y de la verdad. Yo quiero a mis libros como a mis propios hijos.

    Eduardo Leandro Nina Quispe, 1928

    ¹

    1 «Una entrevista a Nina Quispe, el maestro indio que sostiene una escuela a costa de sus propios esfuerzos» (R. Choque y Quisbert 2006).

    Introducción¹

    El protagonismo político de los movimientos indígenas ha dominado la escena latinoamericana desde los años ochenta, momento en que se instalaron en el espacio público con la fuerza y el discurso necesario para discutir la exclusión de la que han sido objeto sus sociedades durante el período republicano. Este resurgimiento hunde sus raíces en la década de los setenta, cuando aparecen las primeras organizaciones étnicas que impulsaron el actual ciclo de movilizaciones, que alcanzó sus puntos más altos diez años más tarde, con el levantamiento indígena del Ecuador en 1990, las conmemoraciones del V Centenario del Descubrimiento de América en 1992 y el alzamiento de Chiapas en 1994. Una de las claves de este proceso es la creación de una discursividad propia, cuyo objetivo principal ha sido poner fin a la mediación externa. Es, por fin, la llegada del otro indígena que hablaba sobre sí mismo: sobre y desde su diferencia.

    La importancia de las élites en este tipo de movimientos se comprueba en la acción de líderes y dirigentes cuya competencia política les permite estar a la cabeza de organizaciones que presionan a los Estados nacionales y negocian y articulan redes más amplias que refuerzan sus demandas. Los intelectuales indígenas forman parte de estas élites, pues, de hecho, muchos de los actuales dirigentes caben bajo esta denominación por su formación educacional y por su capacidad para construir discursos y representaciones. Sin embargo, la importancia del intelectual como un factor de comprensión de este proceso no ha sido suficientemente analizada y su especificidad como sujetos constructores de discursos críticos queda a menudo invisibilizada por su militancia o apoyo a los movimientos.

    Por mi parte, si bien hasta ahora me había concentrado en el estudio de estos movimientos y las identidades que les subyacen, tampoco había reparado en este sujeto. Me refiero al autor de un tipo particular de escritura, producto de su formación disciplinaria en instituciones de educación superior, y en cuyas publicaciones se construye un yo indígena que es tanto individual como colectivo. En el análisis de aquella discursividad indígena había privilegiado los documentos que representan la posición de la organización y que enfatizan en lo colectivo, subsumiendo la individualidad de sus creadores en aquella dinámica. Sin embargo, en un momento la evidencia hizo necesario hacer distinciones en el conjunto de documentos con los que había trabajado en proyectos anteriores, de lo cual surgió la necesidad de indagar en tales sujetos. Las primeras aproximaciones permitieron constatar que, junto a los dirigentes formados en organizaciones políticas como los partidos y los sindicatos, existe un segmento de profesionales formados en la universidad que cada vez está teniendo mayor peso numérico; que este sector es relativamente nuevo entre las sociedades indígenas (no más de cuarenta años), producto de la expansión de los sistemas educativos durante el siglo

    xx

    en todo el continente; y que a pesar de ser un segmento nuevo se ha ido diversificando y especializando cada vez más.

    De esta constatación inicial surge la idea de realizar una aproximación más sistemática con el objetivo de rastrear el proceso histórico que permite el surgimiento de estos intelectuales y calibrar su función política, sin pasar por alto la heterogeneidad señalada, en la que es posible distinguir al menos tres modalidades. La primera de ellas es el intelectual dirigente, aquel que ejerce el liderazgo político de los movimientos y organizaciones que conforman su espacio de acción (la mayoría se encuentra alfabetizado, algunos incluso poseen formación universitaria). La segunda es más reciente y corresponde a quienes accedieron a la educación superior y colocan sus competencias profesionales al servicio de las organizaciones y colectivos étnicos que animan este ciclo de movilización. Se trata de funciones cada vez más específicas y técnicas que facilitan la inserción de estas organizaciones en un mundo que cada vez está más interconectado (asesores comunicacionales, ingenieros, abogados, etcétera). La tercera y última es también reciente, e implica a aquellos intelectuales que construyen discursos y representaciones desde una disciplina o área del conocimiento, fundamentalmente Humanidades y Ciencias Sociales, con los cuales intervienen en el espacio público, confrontando los discursos sobre los indígenas elaborados en distintas épocas, a los cuales oponen un conocimiento y una verdad indígena. Estos últimos son parte de la emergencia indígena pero no se encuentran necesariamente fusionados con los movimientos y sus líderes, con respecto a quienes –pese al apoyo– suelen conservar una distancia crítica.

    Este libro está dedicado al estudio de la última modalidad, menos visible y menos atendida por las investigaciones que de por sí son escasas sobre la materia. Sin embargo, es importante situar histórica y socialmente a estos autores, por ello no me detendré en su especificidad sin analizar antes el sector del cual forma parte y que mencioné en el párrafo anterior: una nueva élite indígena surgida de los procesos de modernización que se pusieron en marcha en América Latina desde las primeras décadas del siglo

    xx

    , proceso contradictorio que, sin embargo, hizo posible el acceso de los indígenas al sistema educativo. También es necesario apuntar aquellas condiciones estructurales más globales en que se da este acceso, cuya repercusión en las sociedades indígenas va a tener una enorme importancia en la medida que van a modificar de manera radical su fisonomía, haciéndolas más diversas social, económica y culturalmente; me refiero a los procesos migratorios y a la vida urbana.

    Por lo tanto, cuando aquí se hable de intelectuales indígenas, me estaré refiriendo a un segmento de esa élite integrada por otros sujetos indígenas que también realizan prácticas intelectuales. La especificidad de aquellos y aquellas que aquí interesan radica precisamente en una práctica intelectual distinta, cuyo principal soporte es la escritura, donde se construye un lugar de enunciación y una representación que se caracteriza por la adscripción étnica particular, e indígena en general (indispensable para identificar un colectivo continental), práctica en que se despliegan competencias intelectuales de otro tipo, aprendidas en el estudio de una disciplina y que son tanto teóricas como metodológicas, pero que tienen como fin último hacer un tipo de intervención política. Principalmente, se trata de ver cómo, en qué condiciones y desde qué lugares se hacen cargo de un proyecto de descolonización indígena cuyas bases fueron establecidas a fines de la década de los setenta por líderes de las primeras organizaciones étnicas.

    Siguiendo la línea de trabajos anteriores, estas páginas se suman al esfuerzo por reflexionar más allá de los límites étnicos, regionales o nacionales para considerar el escenario latinoamericano de la irrupción indígena. Efectivamente, este proceso recorre el continente y ha marcado el curso de los debates con distintos grados de influencia según el país, pero independientemente de aquella influencia, se puede constatar el hecho de que la movilización indígena ha dejado su impronta en el debate sobre las características culturales de nuestros países y la necesidad de redefinir proyectos nacionales sustentados en el principio de homogeneidad. Otro factor que aquí será central y que permite realizar un análisis en esta dimensión, es precisamente el proyecto de descolonización señalado, que desde su planteamiento público durante la Segunda Reunión de Barbados, celebrada en 1977, se articula en torno a dos ejes: el objetivo de la descolonización y la afirmación de la diferencia, de acuerdo a una línea de análisis que se va a imponer desde entonces como una lectura propia de la historia colectiva a partir de la conquista española y portuguesa. Por estos motivos, la investigación propone una aproximación a este tema, estableciendo un corte temporal que considera como inicio el año 1975, cuando las primeras organizaciones étnicas alcanzaron cierta visibilidad pública (de ahí el hito de Barbados dos años más tarde), hasta la actualidad, por tratarse de un proceso histórico que se encuentra en desarrollo. También se circunscribe a tres países de Sudamérica: Ecuador, Bolivia y Chile, centrándose en el proceso de emergencia y la función política que desempeñan los intelectuales quichuas, aymaras y mapuche² en sus respectivos contextos étnicos y nacionales. Por lo tanto, se trata de un análisis comparativo, que pone énfasis en los procesos históricos comunes y en las conexiones que los propios autores indígenas establecen entre sí, sin pasar por alto las diferencias de contexto que hacen más provechosa esta perspectiva.

    Pero precisamente que este libro intente analizar procesos históricos aún abiertos hace que, aunque haya pasado un tiempo corto desde su finalización, ocurran procesos que han quedado fuera o han sido mencionados superficialmente, como la era del presidente Rafael Correa en Ecuador, la segunda presidencia de Evo Morales en Bolivia y el advenimiento de un gobierno de derecha en Chile, encabezado por Sebastián Piñera. En estos nuevos escenarios se han producido situaciones relevantes, como el rescate y la divulgación sin precedentes de la figura de Fausto Reinaga en Bolivia, referido en este libro como una figura pionera de la intelectualidad indígena en el continente y hasta ahora completamente olvidada, y dos hechos editoriales en Chile, ambos de 2012: la publicación de los libros Autodeterminación. Ideas políticas mapuche en el albor del siglo

    xxi

    , de José Marimán, y Ta iñ fijke xipa rakizuameluwün. Historia, colonialismo y resistencia desde el país Mapuche, de varios autores que conforman, desde 2009, la Comunidad de Historia Mapuche. Estos hechos han contribuido a una discusión pública sobre el tipo de intelectual que analizo en este libro, donde aparece como una figura controvertida, un elemento que no existía cuando se inició el estudio.

    Los primeros pasos de esta investigación se hicieron a fines del año 2003, ocasión en que reuní textos escritos por autores que se identifican como mapuche³. Ya entonces recibí de mi entorno cercano comentarios relevantes que permitieron circunscribir con mayor precisión el sujeto de estudio y poner atención en aspectos que no había considerado inicialmente. Uno de los más frecuentes señala más o menos así: «no todos los que escriben, investigan o hacen clases en la universidad son intelectuales». Esta inquietud hizo evidente que no bastaba con señalar a qué sujetos indígenas se los puede indicar como tales, sino que era necesario despejar el concepto de intelectual con el que se pensaba trabajar. Por este motivo, se destinó un capítulo completo a desarrollar la categoría de intelectual indígena que sustenta la investigación, que se aleja de aquella más antropológica de especialista, pero también de la figura del intelectual universal. En lugar de ello, se optó por un concepto que busca reflejar el proceso de integración de los indígenas a las sociedades nacionales y los nuevos conflictos que este hecho trajo consigo, para entenderlos como parte diferenciada de la sociedad mayor y como sujetos que asumen la representación cultural de sus colectivos, que articulan relatos holísticos que se relacionan con los discursos de movimientos y dirigentes, y que hacen un aporte específico que consiste, a grandes rasgos, en argumentar la diferencia de la que se sienten portadores, denunciando los atropellos de los que sus colectivos han sido víctimas y para los cuales esa diferencia ha sido usada como excusa.

    Con este propósito se moviliza la formación disciplinaria (teorías, métodos y procedimientos), rasgo distintivo respecto de otros sujetos indígenas que en otros períodos hicieron también uso de la escritura y del conocimiento validado por Occidente para defender y reivindicar a sus colectivos indígenas de procedencia, un rol de mediación cultural de vasta trayectoria en la historia americana, a la cual pertenecen sin duda los autores que aquí nos ocupan, quienes se han mostrado conscientes de esta genealogía y de cuando en cuando dialogan con estas figuras cercanas o lejanas en el tiempo (pienso en la preocupación de los intelectuales aymaras por el estudio de los escribanos y los caciques-apoderados en Bolivia, también en el interés de algunos intelectuales mapuche por los dirigentes letrados que hicieron las primeras intervenciones en la institucionalidad académica, o la evocación de figuras más lejanas pero señeras, como Guamán Poma, presente en las reflexiones de intelectuales quichuas y aymaras).

    Un segundo comentario que quisiera referir, tiene relación con el conflicto que encierra estudiar a los pares por el hecho de instalarlos en el lugar de objeto, definiendo, probablemente de manera autoritaria, quiénes son intelectuales y quiénes no. Una primera respuesta es que efectivamente considero a estos autores como pares en el ejercicio de una disciplina, especialmente porque todos confluyen, de una u otra manera, en el campo de la historia. En una segunda consideración, reconozco que no es posible eludir la relación unidireccional entre autor y objeto que toda investigación incluye, y que por lo tanto asumo mi autoría en la mayoría de las categorías que aquí se proponen, aun cuando el criterio de la autoadscripción étnica sea fundamental a la hora de seleccionar a los autores. Esta clarificación inicial se articula con el principal propósito de este libro: reconocer a estos intelectuales indígenas en su calidad de autores que desde los años setenta, considerando la experiencia más temprana de los casos que aquí analizo y que se ubican en Bolivia, vienen configurando una corriente de pensamiento que se expresa en un volumen considerable de textos escritos, ello a pesar de que escasamente se los reconoce como tales. En mi disciplina, una investigación de este tipo calificaría como metahistoria, concepto que no es totalmente acertado porque los autores que integran el corpus no proceden únicamente de ella, pero no oculto mi agrado con un término que refiere, precisamente, al estudio de tradiciones, corrientes y métodos que han hecho escuela en las disciplinas, es decir, que reconoce como objeto relevante a sus exponentes del presente o de otros períodos. Otro elemento que suma complejidad a este punto es que, por amplios pasajes (todo el primer capítulo), el objeto de observación y análisis no son estos intelectuales, sino quienes se han dedicado al estudio de las sociedades indígenas desde distintas disciplinas, analizando cómo han construido estas aproximaciones y cuáles son las premisas teóricas que las sustentan, frente a las cuales me posiciono críticamente por la imposibilidad que en general se advierte en ellas para reconocer la historicidad de las sociedades indígenas y, en particular, la especificidad de estos intelectuales.

    Otro conjunto de preguntas y comentarios entraña más bien incomodidad e incluso negación con respecto a la condición indígena de estos sujetos. Analizando el contenido de estas interpelaciones, concluyo que son dos los principales obstáculos que hacen sospechosa una investigación como esta: el primero de ellos tiene que ver con una definición de indígenas que los asume como parte de colectivos definidos a partir de su distancia con la cultura occidental, interpretación predominante que es sometida a análisis en el primer capítulo. El segundo, asociado al anterior, tiene que ver con el poco prestigio de los intelectuales hoy en día. Ello se explica porque somos parte de una época que se manifiesta crítica frente a los intelectuales y a cualquier tipo de vanguardismo (de masas, del pueblo, de los subalternos, etcétera), de lo cual surgen preguntas que exceden la cuestión indígena pero que al mismo tiempo la involucran. Así, cuando se critica a los intelectuales y decimos que ya no son tábula rasa, pasando por alto diferencias que debieran ser importantes y, peor aún, renunciando a una reflexión necesaria que guarda relación con el ¿«cómo pensamos» en un nuevo proyecto histórico?, ¿no sería eso una acción intelectual necesaria que no puede ser respondida por la acción directa y la exacerbación de la praxis, tan exaltadas hoy en día, sobre todo –y paradójicamente− en las aulas universitarias? ¿O es que nos entendemos únicamente como sujetos actuantes? Pero este trabajo no pretende ser un alegato en favor de los intelectuales en el mundo contemporáneo; su objetivo es más modesto y tiene relación con reconocer competencias intelectuales altamente especializadas en algunos sujetos indígenas y su uso, por parte de estos, en la construcción de un lugar de enunciación crítico de la relación que históricamente se ha establecido entre la sociedad mayor y sus colectivos.

    El estudio está concentrado en dos cuestiones íntimamente relacionadas: la primera es el proceso histórico de emergencia de estos intelectuales, sus características, su relación con los movimientos y sus dirigentes (a quienes también se denomina intelectuales, aunque de otro tipo), y las condiciones teórico-políticas que impiden su visibilización o reconocimiento. La segunda es el análisis de la escritura que estos intelectuales producen, a partir de la convicción de que es la práctica que mejor da cuenta de su especificidad. El desarrollo de estas preocupaciones se hace a lo largo de siete capítulos, organizados en tres partes, que combinan tanto la descripción y el análisis de procesos históricos (comparando la situación de Ecuador, Bolivia y Chile) como los enfoques teóricos que autorizan la opción de análisis en cada caso. La preocupación por los debates teóricos es central en la propuesta que se hace al lector, pues considero que la figura del intelectual indígena tiene el potencial de desestabilizar una serie de discursos sociales y disciplinarios sobre lo que es y debería ser lo indígena.

    Dicho esto, solo queda reconocer los aportes de personas que desinteresadamente, y a veces sin conocer a la autora de estas páginas, colaboraron y se sintieron partícipes de este proyecto. A Rodrigo Fernández Ortiz y familia, a Juanita Roca, Andrea Pequeño y Millaray Painemal, quienes me acogieron y orientaron durante mi estadía en Bolivia y Ecuador el año 2005. A los profesores Godofredo Sandoval (Programa de Investigación Estratégica en Bolivia, La Paz) y Ariruma Kowii (Universidad Andina Simón Bolívar, Quito), por el respaldo institucional que dieron a mi estadía. A Felipe Santos, ex director del Taller de Historia Oral Andina, por la orientación y el acceso a materiales bibliográficos y documentales. A Lola Paredes, bibliotecaria del Centro de Investigación y Promoción del Campesinado, en La Paz, por su compromiso con el uso eficiente de mi estadía, al dedicar un tiempo especial a la reproducción de materiales y asesorar la búsqueda. Finalmente, y de manera muy especial, a Paulina Toledo, del Centro Cultural Abya Yala, quien ha colaborado desinteresadamente por vía electrónica desde principios del año 2005, a quien pude conocer luego en Quito; su ayuda ha sido invaluable en la recopilación de autores ecuatorianos, al agilizar mis pedidos de bibliografía y notificarme títulos que desconocía. Espero que el resultado final esté a la altura de estos aportes y de la generosidad que ha mediado en ellos.

    Santiago de Chile, marzo de 2013

    1 Este libro es el resultado de dos proyectos de investigación: DI SOC 08/03-2 «Indígenas y educación superior. Los casos de Ecuador, Bolivia y Chile», VID (2008-2010) y FONDECYT N° 1120278 «Los intelectuales indígenas y el pensamiento anticolonialista en América Latina» (2012-2014).

    2 Aunque en publicaciones anteriores he usado el término «mapuches», en este libro sigo la tendencia que actualmente predomina entre dirigentes e intelectuales de este pueblo, me refiero a la palabra «mapuche», que en idioma mapudungún ya contiene el plural (significa «gente de la tierra»). Sin embargo, muchas citas textuales de otros autores contienen la palabra «mapuches» pues estas no han sido intervenidas.

    3 De este primer ejercicio resultaron dos artículos publicados más tarde por revistas de la especialidad (Zapata 2005a; Zapata 2006a).

    Primera parte

    Las sociedades indígenas contemporáneas

    Admito entonces que poner en contacto las diferentes civilizaciones es bueno; que es excelente casar mundos distintos; que una civilización, cualquiera sea su íntimo genio, al replegarse en sí misma, se marchita.

    Aimé Césaire, 1950

    Capítulo I

    Cultura, sociedades indígenas e

    intelectuales indígenas

    Los conceptos de «indio» e «indígena» no remiten a significados estables, sino al contrario, nos colocan en un terreno teórico nebuloso. Aquí se sostiene que esa inestabilidad hace infructuoso el ejercicio de intentar definir quiénes serían más indígenas que otros. Quienes lo intentan obtienen resultados parciales, pues aquella inestabilidad guarda relación con el contexto histórico; vale decir, con una época y un espacio determinado. De ahí que los debates sobre la autenticidad del sujeto indígena entre investigadores que se han especializado en distintos períodos, grupos y regiones sea estéril¹, y no solo hago referencia a la discusión más actual; esta delimitación resulta problemática para quienes depositan en lo indígena el deseo de una otredad radical respecto de la cultura occidental, pues como lo han constatado etnohistoriadores e historiadores del período colonial, los indios de la Conquista no son los mismos que los de tiempos prehispánicos (donde en rigor no existían), así como el indio de la Colonia tampoco es el mismo que el de la Conquista, y así sucesivamente y solo empleando una perspectiva temporal. De esto se concluye que es imposible sostener la existencia de un sujeto indígena único y más suponer la autenticidad de tales o cuales descripciones, pues la pluralidad se impone en todos los períodos de la historia americana. El alcance es necesario para precisar que este estudio reconoce y se sitúa en la diversidad indígena del presente, que posee sus propias características, relacionadas con el contexto contemporáneo.

    Dicho lo anterior, el desafío que se presenta es el de cómo interpretar esa variabilidad, hecho que impacta en el concepto de indígena que se va a utilizar. Revisando una amplia bibliografía, lo que se advierte es el predominio de enfoques esencialistas que en mayor o menor medida sustentan las investigaciones sobre sujetos indígenas, lo que se deja traslucir en el uso recurrente del término «aculturación» para explicar los cambios. Esta investigación se aparta de aquella tendencia, asumiendo los riesgos de una recepción equivocada de los argumentos que expondré en este capítulo (por ejemplo, suponer que se anula la existencia de la diversidad cultural) y que se resumen, a trazo grueso, en entender lo indígena como una categoría política en torno a la cual se articula una relación de poder/subordinación, donde el factor cultural (la diversidad innegable en el ayer y en el ahora, aunque con distintas formas y contenidos) es uno de los elementos, fundamental por cierto, pero no el único, que han sido utilizados ideológicamente en la construcción de una hegemonía a partir de la conquista europea, hegemonía que a pesar de no haber durado para siempre y de haber dado lugar a otras, creó el lugar de inferioridad y escaso prestigio en que se ha situado a estos colectivos, como se comprueba en la mantención de la categoría de «indio» e «indígena» para nombrar ese tipo de particularidad cultural.

    Lo pertinente, entonces, es pronunciarse sobre las construcciones conceptuales que predominan en el ámbito de las disciplinas que estudian el tema indígena o que lo tratan tangencialmente, sobre todo aquellas que se apartan de la opción que orienta este estudio, para luego desarrollar la posición que autoriza la amistad de términos aparentemente contradictorios en la categoría de «intelectuales indígenas». Por ello, este capítulo se divide en dos apartados, el primero desarrolla el tema que acabo de señalar: cómo el conocimiento académico ha representado a los indígenas (poniendo énfasis en la continuidad de argumentos esencialistas), a qué contextos políticos nos remiten tales representaciones y cuál es el concepto de cultura que hace pertinente esta investigación, mientras que el segundo consiste en un balance crítico sobre aquello que se ha dicho (y cómo se ha dicho) de estos intelectuales.

    1. Cultura, diferencia, otredad y diversidad

    Una investigación como la que aquí se propone remite, necesariamente, a establecer asociaciones poco digeridas por algunas corrientes que cruzan el amplio espectro de los estudios indígenas; por ejemplo, la relación que es pertinente reconocer entre indígenas y escritura, indígenas y ciudad e indígenas y universidad. Los argumentos para mirar con recelo a este sector, que numéricamente es cada vez más importante, de las sociedades indígenas confluyen en un principio general: la incompatibilidad cultural entre mundo indígena y mundo occidental, dicotomía en la cual se sustenta un concepto de indígena que aún permea gran parte de los estudios sobre estas sociedades y que también predomina en las representaciones sociales sobre ellas; es el concepto del indígena como portador de una diferencia cultural radical, que lo asocia casi exclusivamente con la ruralidad, la oralidad, la naturaleza y la ritualidad.

    Sin embargo, si se quiere reconocer la historicidad y el presente de estos colectivos, se hace evidente la distancia entre esta descripción y su desarrollo cultural efectivo, más heterogéneo de lo que esa representación supone. Al buscar sus orígenes se suele indicar a la antropología clásica, disciplina cuya función consistía en ir hacia lugares lejanos y exóticos donde habitaban los indígenas, conocer sus formas de vida y traducir aquella diferencia al público occidental, todo ello en un contexto geopolítico imperial (un factor ausente en el producto de tal ejercicio: la etnografía). Lo que sorprende es que todavía se mantengan vigentes muchas de estas premisas que guiaron el estudio de los otros indígenas en este período de la disciplina, pese a las críticas de las que ha sido objeto desde hace algunas décadas al interior de la misma. Entre estas permanencias (que, insisto, exceden el ámbito de la antropología) se encuentra la insistencia en establecer límites claros y tajantes entre mundo nativo y mundo occidental, dejando al margen a los sujetos indígenas que escapan a estos compartimentos y que luego de los movimientos de liberación nacional en el otrora Tercer Mundo pareció ser la mayoría. También, como parte de ese binarismo, la existencia de una otredad intraducible (salvo, claro está, por los especialistas en sociedades no occidentales: el antropólogo y el etnohistoriador). Esta vigencia se advierte también en los temas de investigación, que continúan privilegiando el ámbito rural y la cultura tradicional entendida como una permanencia en el tiempo, donde se encontraría contenida aquella otredad que finalmente se impone como condición de autenticidad indígena, sancionando el desplazamiento de ella con conceptos como aculturación y mestizaje, entre otros. Este hecho también ha sido constatado por algunos antropólogos críticos de tales insistencias. En el caso de Chile puedo citar a Rita Kotov y Jorge Iván Vergara (1997), quienes reprochan a su disciplina que esta opción los haya hecho descuidar procesos culturales distintos, entre ellos la vida urbana permanente y la emergencia de prácticas intelectuales relacionadas con la escritura y los medios de comunicación electrónicos.

    El punto también es advertido por la antropóloga argentina Claudia Briones (1998), quien habla del peso del esencialismo en su disciplina, hecho que explicaría la predilección por el estudio de los indígenas de comunidades rurales, entendidas como el espacio de la cultura originaria y el punto de referencia a partir del cual se distingue aquello original (esencial) de sus derivados. Esto ocurre a pesar del desarrollo dinámico de esta disciplina, que tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y en medio del proceso de descolonización que se libraba en África y Asia, sintió la presión por actualizar sus marcos de comprensión teórica, hecho que comenzó a ocurrir en los años sesenta del pasado siglo. De este impulso renovador surgieron corrientes que se desplazan de aquel esencialismo que dominó sin contrapeso entre 1930 y 1960: enfoques primordialistas inaugurados por Clifford Geertz para comprender los conflictos étnicos en el Tercer Mundo; enfoques formalistas que tienen como punto de partida el planteo que realizara Frederick Barth en 1969, quien entiende a los indígenas como grupos culturales pero también sociales, colocando énfasis en las relaciones con otros grupos; enfoques instrumentalistas que los entienden como grupos de interés; y enfoques materialistas que establecen la relación entre etnia y clase, donde se ubican las contribuciones de autores latinoamericanos como Pablo González Casanova, Rodolfo Stavenhagen y Héctor Díaz Polanco². A estos desplazamientos se debe sumar el surgimiento, en los años setenta y con un importante desarrollo en los ochenta, de la llamada antropología posmoderna, tendencia revisionista cuya atención se ha concentrado en la responsabilidad de esta disciplina en la representación de los otros culturales, en el confinamiento de estos a la posición de objetos de estudio y en la instrumentalización de tales representaciones³.

    En América Latina también se vive esta evolución de la antropología, en relación con el proceso anteriormente referido pero con especificidades que le darán contornos propios. Aquí, el objeto de la crítica fue aquella antropología que se articuló, ya sea ideológica, política o institucionalmente, con los proyectos nacionales que emergieron durante la primera mitad del siglo

    xx

    tras la crisis del Estado oligárquico y el ascenso de los sectores medios al gobierno. Efectivamente, la investigación antropológica que se desarrolló durante ese período y hasta bien avanzados los años sesenta, no fue ingenua, puesto que se asumió y constituyó un aporte fundamental para la reconfiguración de los imaginarios nacionales (el conocimiento de los otros indígenas que ya no estaban fuera de las fronteras nacionales, sino dentro, aunque como un elemento reconocido a medias (N. Martínez et al. 2003). Las investigaciones sobre los indígenas (también se deben agregar aquellas de tipo histórico y etnohistórico) se relacionaron con este proceso mayor en la medida que se entendió como un instrumento para alcanzar el mestizaje que haría confluir lo mejor de la civilización europea con lo mejor de la civilización indígena⁴.

    El caso más articulado a nivel latinoamericano, política e institucionalmente, fue el mexicano, donde la antropología fue propuesta directamente como un dispositivo para la concreción del proyecto nacional que se articuló luego de la revolución que se inició en 1910, hecho que se visualizó desde temprano, como se comprueba en el caso de Manuel Gamio, cuyo libro Forjando Patria aparece publicado en 1916, un año antes de que concluyera la fase armada del movimiento, donde desarrolla su idea de síntesis cultural y el rol que le cabe a su disciplina en la concreción de tal proyecto: «Es axiomático que la Antropología en su verdadero, amplio concepto, debe ser el conocimiento básico para el desempeño del buen gobierno, ya que por medio de ella se conoce a la población que es la materia prima con que se gobierna y para quien se gobierna» (1992, 15). Forjando Patria fue el libro inspirador de la política indigenista que influenció en mayor o menor medida a los países del continente, en el sentido de construir una institucionalidad y definir políticas específicas destinadas a resolver «el problema indígena» (o la heterogeneidad cultural, que este indigenismo tuvo el mérito de reconocer, aunque como ya sabemos, con el objetivo de superarla y tender hacia la integración nacional, en un juego conceptual que ya se aprecia en Gamio y que consiste en relacionar heterogeneidad cultural con desigualdad social). Un fiel representante de la antropología embarcada en este proyecto fue Gonzalo Aguirre Beltrán, director del Instituto Nacional Indigenista (INI) de este mismo país latinoamericano, cuya teoría de las «zonas de refugio» consistía en identificar aquellos lugares del territorio nacional habitados por indígenas, a los cuales el antropólogo debía concurrir y conocer a través del método científico con el fin de diseñar la estrategia de integración más adecuada para cada colectivo, lineamientos que expuso en Formas de gobierno indígena, su libro de 1953.

    El indigenismo en general y este tipo de antropología en particular, vienen siendo objeto de críticas teóricas y políticas de peso, tanto por nuevas corrientes de la disciplina como por las organizaciones étnicas. Si bien me sumo a estas críticas y considero que las exigencias actuales de la democracia contradicen estos proyectos homogeneizantes, no se puede pasar por alto el hecho histórico de que el indigenismo fue progresista en su momento si se compara con las políticas de negación y exterminio que se aplicaron durante el período del Estado oligárquico, tristemente célebre en el tema indígena con hechos como las matanzas y la esclavitud de yaquis y mayas en México, la «Campaña del Desierto» en Argentina y la «Pacificación de la Araucanía» en Chile, entre otros hechos de sangre y despojo. En términos de conocimiento académico, también es pertinente aclarar que el diagnóstico hecho por este tipo de antropología fue en general acertado para el período, aquella primera mitad del siglo

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    en que predominaba la figura del indígena rural, que habitaba zonas apartadas, escasamente integrado a la vida nacional, panorama que se va a diversificar entre los años cincuenta y sesenta. El problema del que aquí me ocupo es la permanencia de esta descripción, devenida en estereotipo, y su asimilación con términos como «cultura tradicional», sin entender que se trata de una determinada configuración de lo indígena durante el primer siglo de vida republicana, que tiene que ver con la posición asignada a estas poblaciones luego de las guerras de independencia o incluso con anterioridad a ellas, como ocurrió con la región centroandina, donde la gran rebelión de 1781-1783 generó una represión que concluyó en la homogeneización social de estos grupos tras la eliminación de gran parte de su élite, compuesta por curacas y sus familias que habían demostrado enorme potencia política.

    La crítica a este tipo de antropología surge hacia los años sesenta, cuando estos proyectos nacionales inspirados por el ideal de integración comenzaron a mostrar su ineficiencia en la concreción de dicha meta. A fines de esa década aparecen los primeros hitos de este desplazamiento que se va a caracterizar por otros compromisos políticos entre algunos antropólogos, quienes criticaron la relación que se estableció en la primera mitad del siglo entre discursos intelectuales y los proyectos nacionales homogeneizantes, que instalaron el mestizaje como clave interpretativa de las sociedades latinoamericanas y como horizonte deseable. Como no es posible hacer todo el recorrido de aquella crítica, me conformo con citar aquí algunos autores, obras y hechos importantes en el ámbito de la antropología. Parto mencionando a Darcy Ribeiro, quien en 1969 publicó Las Américas y la civilización. Proceso de formación y causas del desarrollo desigual de los pueblos americanos, donde el autor brasileño cuestiona las formas de entender el desarrollo sociocultural del continente acusando la linealidad expresada en el par atraso/progreso y señalando la militancia de las ciencias sociales en ella. En lugar de esta fórmula, sostiene que lo que ha existido es una confrontación y una coexistencia de «dos patrimonios civilizatorios», entre los cuales se ha establecido una relación de dominio, lo que plantea el desafío de construirnos como pueblos considerando este conflicto fundador (profundiza en el caso de México).

    Otro hito fue la Primera Reunión de Barbados, en 1971⁵, convocada para discutir el problema de la violencia que estaba afectando a grupos indígenas de la selva amazónica. Concurrieron en esta cita una serie de antropólogos relacionados con el tema específico de la población indígena en esa región de América, quienes redactaron un documento final cuyo título fue «Por la liberación del indígena», más conocido como «Declaración de Barbados», donde se afirma el derecho de los indígenas a gestionar su propio destino y se responsabiliza de su situación (calificada como etnocidio y genocidio) a los Estados nacionales, a las misiones religiosas y a los antropólogos (VV. AA. 1979). Esta afirmación implicaba desestimar una de las premisas centrales del indigenismo integracionista, aquella que suponía al indígena como un sujeto pasivo (producto de la dominación), al que se debía asistir y conducir (recuérdese la frase de Gamio: «No despertarás espontáneamente. Será menester que corazones amigos laboren por tu redención» [1992, 22]). El documento constituyó una referencia obligada para las organizaciones étnicas que comenzaron a surgir en esa década, por ello la Segunda Reunión de Barbados, realizada en 1977, se destaca por poseer una configuración distinta, pues junto a los antropólogos ya embarcados en este compromiso (asistieron entre otros Darcy Ribeiro, el peruano Stefano Varese y el mexicano Guillermo Bonfil) se dieron cita dirigentes y militantes de organizaciones indígenas provenientes de once países latinoamericanos.

    Ya en los años ochenta, continuando y desarrollando aún más las directrices argumentales y políticas instaladas en ambas reuniones, se destaca el trabajo de Guillermo Bonfil, cuyo contexto fue precisamente la amplia movilización protagonizada por las organizaciones étnicas surgidas en la década anterior, trayectoria de reemergencia que pareció inscribirse en la figura de este antropólogo, desaparecido trágica y paradójicamente en 1992. La obra de Bonfil constituye un esfuerzo por descolonizar su disciplina de aquella lógica eurocéntrica concentrada en la idea de historia universal, que él veía como una organización jerárquica de la humanidad. La cuestión indígena fue el lugar desde el cual criticó el proyecto nacional mexicano emergido de la revolución, lo que se expresa en la que tal vez es su obra más importante por la influencia que alcanzó en los movimientos indígenas y en el ámbito intelectual no solo de México; se trata de México profundo. Una civilización negada, escrita entre 1985 y 1987, donde instala las categorías de «México profundo», compuesto por la población indígena que para él conforma el polo de la civilización mesoamericana (1990, 21), y «México imaginario», aquel de las élites y sus proyectos modernizadores imitativos de la cultura metropolitana (1990, 10).

    Sin embargo, advierto en el fondo de estos desplazamientos críticos la continuidad de argumentos esencialistas, escasamente alterados con la incorporación del hecho colonial y la opción por restituir el protagonismo de un sector excluido. De hecho, impulsados por esta misma crítica se construyen argumentos donde este tipo de posiciones se reformulan y aun cuando se declara la intención de valorar la diversidad cultural, los modelos de análisis propuestos avanzan escasamente en la articulación democrática de dicha diversidad, al menos a nivel conceptual, dejando el reconocimiento de la misma en entredicho. La consecuencia, finalmente, es la misma: dificultad para concebir a las sociedades indígenas como entes históricos, para entender sus comportamientos actuales como parte de esa historia y escasa visión de los procesos de constitución de otredad que en la mayoría de los casos se continúa celebrando como sinónimo de lo originario. Esto se puede constatar en la obra de los mismos autores que acabo de citar; por ejemplo, en Darcy Ribeiro encontramos una clasificación de las regiones del continente que, como toda clasificación, resulta esquemática. Él habla de pueblos testimonio (mayoría indígena), pueblos nuevos y pueblos trasplantados, categorías que no permiten advertir su diversidad interna, tampoco los procesos de confluencia y conflicto que dan lugar a nuevos procesos culturales. En el caso de Bonfil, aquella fórmula que ha sido tan atractiva de lo imaginario (occidental) versus lo profundo (indígena) no es otra cosa que una dicotomía insalvable frente a la cual solo resta optar, y aun cuando da cuenta de elementos disruptivos en dicho análisis (la imposibilidad de negar la modernidad y a Occidente [Bonfil 1990]) el esquema binario se mantiene intacto. El fundamento teórico de todo su libro es una nueva versión de la oposición entre lo propio y lo ajeno, que él reelaboró como «teoría del control cultural en el estudio de los procesos étnicos», donde los fenómenos innegables de contacto tratan de ser contenidos al interior de estos límites, de ahí el uso de conceptos como cultura propia, cultura ajena, apropiación, control cultural, enajenación y supresión, entre otros (1995, 467-480).

    Si me he concentrado en la trayectoria de la antropología (o en algunos puntos significativos de ella), es por el rol que le cabe en el estudio de los otros culturales, misión asignada en la estructura disciplinaria que se configuró en el siglo

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    y de acuerdo a la cual se han organizado los sistemas universitarios y de investigación en todo el mundo occidental. Al mismo tiempo, se debe aclarar que la permanencia de estos marcos comprensivos desbordan los límites de esta disciplina. Esto no significa, necesariamente, que sean análisis simples o que no constituyan hitos (por eso se recurrió a obras de autores tan relevantes como Ribeiro y Bonfil), pero creo que es el momento de interrogarse no solo sobre los aportes de estas miradas sino también sobre sus límites, ello en una coyuntura histórica donde se encuentra más o menos establecida la idea de la diversidad cultural como posibilidad para la democracia.

    En relación con lo anterior, es pertinente hacer un alcance sobre la etnohistoria, aquella disciplina, ámbito de estudio o metodología (su estatus es todavía un tema de discusión y no pretendo resolverlo aquí) en que concurren las trayectorias de dos disciplinas madres: la historia y la antropología. La estructura disciplinaria clásica que se mencionó anteriormente ha confinado el estudio de la otredad cultural del presente a la antropología y la del pasado a la etnohistoria. Su metodología consiste en aproximarse a esa otredad a través de los documentos escritos por no indígenas, tales como crónicas y otros de corte administrativo o religioso. En el objetivo de aprehender esa otredad remota concurren también métodos y teorías de la arqueología, que permite tratar el tema de la imagen y la inscripción no escrita de aquellas sociedades, especialmente las precoloniales. Así lo reconocen dos figuras de la etnohistoria en Chile, Jorge Hidalgo y Osvaldo Silva; el primero sostiene en un artículo hasta hace pocos años inédito, escrito en 1982: «Por etnohistoria hoy día se pueden entender muchas cosas distintas, pero en Hispanoamérica el término ha llegado a ser un sinónimo de la corriente historiográfica que trabaja con documentos históricos escritos, con el marco teórico y las preguntas del antropólogo» (Hidalgo 2004b, 655), mientras que el segundo sostiene, en un breve escrito de 1988: «El etnohistoriador, es pues, un historiador de sociedades no occidentales. Por la naturaleza de su trabajo debe combinar métodos propios de las disciplinas históricas y antropológicas incluyendo la arqueología» (Silva 1988, 8). Por su parte, la antropología también se ha beneficiado de esta concurrencia, pues cada vez es más frecuente encontrar antropólogos que escudriñan el pasado remoto de estos colectivos a través del trabajo de archivo, al cual se aproximan con los métodos de la historiografía (Hidalgo 2004b, 672).

    Pero esta comunión entre historia, antropología y arqueología no escapa a los problemas que se identificaron en las páginas anteriores, a pesar del innegable mérito que ha tenido la etnohistoria de reconocer la existencia y relevancia de las sociedades indígenas, cuya principal consecuencia, como señala acertadamente José Bengoa, es un aporte efectivo a la democratización de la historia nacional (1994). Esta constatación permite calificar su surgimiento como un hecho político y un ejercicio crítico por cuanto diversifica el sujeto nacional (sin pasar por alto, el menos en Chile, que algunos de estos autores argumentan sobre la diversidad de períodos prerrepublicanos y anulan la del presente con un concepto totalitario de mestizaje, por ser este un proceso que diluye el objeto de estudio, cuestión que sucede cuando la diferencia de ese otro radica, casi exclusivamente, en la cultura).

    Las discusiones y debates que se han producido en torno a la antropología importan o deberían importar también a la etnohistoria, por cuanto comparte con ella el objetivo de desentrañar la otredad indígena y asume que es posible cumplir este cometido a través de los documentos escritos, leídos con rigurosidad y distancia crítica, tarea de «reconstrucción» en la que también se instala la figura del traductor, aunque aquí no lo es solo del indígena, sino también del colonizador que lo describe. Cito a la etnohistoriadora argentina Martha Bechis, quien expresa esta pretensión con suma claridad:

    El etnohistoriador debe hacer una doble filtración del material escrito: primero entender el contexto cultural del narrador y luego el contexto cultural del objeto de la narración en cualquiera de las formas culturales y sociales que se lo haya encontrado. Por eso, el historiador que se aventure en el campo de la etnohistoria debe tener un entrenamiento antropológico muy completo, de lo contrario hará un tratamiento superficial acrítico y mecánico del que es absolutamente el «otro cultural» (1995, 9).

    El problema del filtro, de la intención y de la autenticidad de estos documentos no se pasa por alto, pero se resuelve con una metodología cuyo punto de partida es una concepción positivista del documento: «el criterio que concibe al documento como una fuente o como un recipiente del que se debe beber una determinada realidad», señala el etnohistoriador José Luis Martínez, también desde una perspectiva crítica (2000, 12-13). Visto el asunto de este modo, cualquier concepto o categoría debe ser posterior al análisis de los documentos y solo en el caso de que se reconozca algún lugar a la teoría. Es aquí donde el concepto de «fuente» demuestra toda su fuerza, porque es entendida como un algo donde se deposita la otredad del colectivo que se desea interpretar y traducir. Así, si en la antropología la fuente privilegiada es el informante, en la etnohistoria lo es el documento escrito, similitud que reconoce Osvaldo Silva en el artículo de su autoría que aquí se ha citado (1988). Esta convicción, contenida en la etnohistoria más clásica en el caso chileno, la acerca a una corriente que aparece como su opuesto en tanto proyecto de conocimiento sobre las sociedades indígenas del pasado; me refiero a la historia indígena, donde la dicotomía entre teoría y fuentes alcanza ribetes mucho más conservadores, como se puede observar en un trabajo de Leonardo León y Sergio Villalobos, publicado originalmente el año 2003, donde ambos sostienen:

    Así, más que grandes elucubraciones o definiciones extraídas de diccionarios, el camino que se propone seguir es el de la compulsión rigurosa y exhaustiva de las fuentes, hasta establecer los tipos humanos y los espacios de sociabilidad en que se desenvolvían los miles de migrantes que «inundaron la frontera» a causa de las grandes transformaciones que experimentaron Chile, Argentina y la sociedad mapuche durante el siglo

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    (2004, 28-29).

    Frente a esta oposición innecesaria surge la necesidad de responder con preguntas que apuntan hacia una posición distinta: ¿es posible extraer los «datos» que permitirían configurar la situación cultural de estas sociedades en períodos remotos y pasar por alto el entramado completo de textos que se insertan en un proceso de construcción de hegemonía, constituyendo su correlato necesario, es decir, la instauración de una alteridad denominada «india», fundamental para la instalación de un régimen colonial-europeo en América?⁶ La dificultad radica, en parte, en el énfasis que se hace al estudiar a las sociedades indígenas en tanto diferentes más que en relación con el conjunto social; de ahí que sean ámbitos de estudio que confligen, y con razón, frente a los procesos de cambio que para los indígenas ocurren en un contexto de desigualdad, el que ha sido conceptualizado como aculturación o mestizaje, lenguaje que refleja la percepción de un objeto que se diluye.

    Hecho este alcance y volviendo al punto, lo cierto es que hoy por hoy, también encontramos la vigencia o actualización de premisas esencialistas en otros campos del conocimiento, donde han surgido corrientes que en su crítica al statu quo buscan en la otredad indígena un referente cultural y político. Esta necesidad de lo alternativo y de un sujeto no interferido por la modernidad, que a menudo se deposita en lo indígena, tiene una vasta trayectoria, pero en la actualidad ha tomado un nuevo impulso por parte de estas corrientes, cuyo proyecto intelectual consiste en realizar una crítica a la modernidad y más ampliamente a la cultura occidental (Estado-nación de por medio). Así, tras discursos que se asumen progresistas, se actualiza este ensalzamiento de la otredad y la diferencia cultural radical, sin atender a las condiciones políticas en que esta diferencia fue relevada y con qué objetivos. Puedo citar ejemplos cercanos como el de Enrique Dussel y su libro conmemorativo del V Centenario del Descubrimiento de América, El encubrimiento del indio: 1492 (Hacia el origen del mito de la modernidad), de 1992. En este libro, compuesto por una serie de ocho conferencias y cuatro apéndices, Dussel expone su proyecto de «transmodernidad» y la importancia del elemento indígena en él, donde habla de «situarse» (como un hablar y entender) desde el otro indígena, ejercicio epistemológico y político que implicaría asumir su perspectiva: «Pero si efectuáramos una revolución copernicana y nos situáramos de parte de los indios, desde su perspectiva, podríamos descubrir una interpretación completamente distinta». Luego agrega: «Esta obra nos introduce en esa corrección de perspectiva, en un ver la Historia desde el otro lado, desde abajo, desde el otro en-cubierto por el des-cubrimiento» (1994, 13). Más que una posibilidad o deseo, según Dussel esto se concreta en las últimas tres conferencias que componen el libro, hecho que él grafica con frases recurrentes que dan cuenta del intento por instalar una representación mimética con ese otro indígena: «Ahora tenemos que tener la suave piel bronceada de los caribeños, de los andinos, de los amazónicos»; «Tenemos que tener la piel que sufrirá tantas penurias en la encomienda y el repartimiento»; «Tenemos que tener los ojos del Otro, de otro ego, de un ego del que debemos re-construir el proceso de su formación (como la otra-cara de la Modernidad)» (102). Uno de los problemas que veo en esta afirmación es que su autor abusa de los singulares para referirse a las sociedades indígenas, pues en general habla «del indio» (en menor medida de «los indios») y «su perspectiva», singulares que recorren lugares y épocas distintas, produciendo el efecto inevitable de la simplificación cultural e histórica (¿la perspectiva del indio sería la misma antes, durante y después de la Conquista?, ¿cuál sería esa perspectiva y de qué manera habría trascendido los siglos?, son preguntas que no tienen respuesta, al menos en este libro), dibujando un sujeto indígena cuya otredad sería anterior al contacto y dominio europeo, portador de una conciencia y de una perspectiva que parece ser liberadora y deseable a priori⁷.

    También se puede citar el caso de los autores que conformaron el extinto Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos (1992-2002), a quienes unía la convicción de que en América Latina existe una subalternidad que se caracteriza por la resistencia cultural y política al proyecto moderno que representan los Estados nacionales de la región, una subalternidad encarnada principalmente por los grupos indígenas, que ellos visualizan como el reverso de la cultura urbana y letrada, a la cual oponen su acción política «otra» y su experiencia concreta, sin mediaciones políticas ni teóricas (se asume que cualquier mediación intelectual –sin importar quién la haga ni desde dónde– es un ejercicio autoritario y represivo). Puedo citar el caso de un intelectual de peso como John Beverley, quien en su libro Subalternidad y representación de 1999, sitúa a los indígenas como la piedra angular de una idea romántica y extemporánea de América Latina, que él entiende como una civilización rural, desde la cual explica el auge de los movimientos indígenas actuales como una acción colectiva hecha «desde lo propio» (2004, 17), asumiendo que los indígenas y otros sectores sociales constituyen una otredad latinoamericana que representaría la posibilidad de un nuevo proyecto libertario, según lo expresó en un texto más reciente:

    Esta redefinición no puede venir de la tradición de la cultura letrada, de la «alta» cultura, ni de la izquierda tradicional, porque, en esencia, ambas permanecen ancladas al proyecto de la modernidad. En otras palabras, requiere de una intencionalidad política y cultural que nace de los «otros». Precisamente, es esa necesidad la que marca la idea de lo subalterno (2005: XIII).

    Otro autor de esta corriente, quien se asume subalternista y poscolonialista, es Javier Sanjinés, crítico literario boliviano avecindado en los Estados Unidos, cuyo libro El espejismo del mestizaje, publicado en inglés en 2004 y luego en español al año siguiente, trata el caso de su país natal explicando el conflicto civilizatorio que lo configura a partir de un binarismo que opone cultural y políticamente a q’aras (blancos) e indígenas⁸, dos bloques históricos portadores de lógicas culturales diametralmente distintas. El polo indígena lo constituye una otredad quechua y aymara, que él ubica fuera de la modernidad, del Estado nacional, del sistema político y de la educación formal, una otredad que él ve representada en el mallku Felipe Quispe, elección curiosa si se considera que Quispe es un dirigente sindical, ex candidato a la presidencia de la república y que estudió Historia en la Universidad Mayor de San Andrés en La Paz, conectando espacios sociales y geográficos que el modelo de análisis de Sanjinés no considera (aunque de vez en cuando menciona algunas de estas características de Quispe, el autor elude confrontarlas con sus premisas teóricas). Esa otredad indígena se caracterizaría por rasgos como la emocionalidad, la experiencia (concreta), la oralidad, la visualidad y la visceralidad, que para Sanjinés tienen enormes consecuencias teóricas e importancia política:

    La «visceralidad» indígena piensa a «contrapelo» la historia universal que justificó su relegamiento, partiendo del lugar –por ello la primacía del espacio– desde el cual se produjo la expansión colonial. Se trata, pues, de construir un discurso en el que la diferencia no quede incluida en una «totalidad» concebida desde el poder, un discurso que tampoco supera las antinomias de la realidad. A la «ética de la inclusión» –en la que se ubica la fusión de razas que hace del mestizaje la síntesis de la nación– los movimientos indígenas oponen hoy en día la «ética de la liberación» (Sanjinés 2005, 8-9).

    En definitiva, Sanjinés también los aparta que todo aquello que huela a racionalidad moderna, y los instala en un «afuera» que hoy se diluye con algunos aymaras en la conducción del Estado, al cual llegaron desde una participación política partidista y antes de eso con trayectoria sindical, experiencia de organización que ha caracterizado al país vecino desde la revolución de 1952. Es posible que la insistencia en estos binarismos se desprenda del deseo por expresar el conflicto cultural que ha marcado al continente y tomar opciones políticas en los debates que se han generado a partir de su constatación, pero ello no oculta su insuficiencia para entender la trayectoria de las sociedades indígenas, especialmente en períodos recientes, marcados por la diversificación de su mapa social, pues no permite dar cuenta de los cambios, las rupturas y adaptaciones que demuestran su historicidad. Desde este punto de vista, que resulta de introducir el devenir histórico y la relación entre los indígenas y sus otros, se desprende que la diferencia no está dada únicamente por conductas, prácticas y paisajes determinados, ello porque entiendo la palabra indio/indígena como una categoría relacional y fundamentalmente política, que revela una relación de poder entre un sector hegemónico y otro subordinado, donde la diferencia cultural es utilizada por los primeros para justificar su predominio sobre los segundos, por lo tanto, no puedo menos que entender a los indígenas en su relación con los no indígenas, considerando los distintos momentos históricos de esta relación donde ese conflicto fundador va adquiriendo nuevas formas y contenidos.

    ¿Qué ocurre entonces con la diferencia? La pregunta es recurrente para quienes postulamos la no exotización de las sociedades indígenas⁹. En mi caso, puedo responder que efectivamente existe una diferencia relevante, visible y de larga data que guarda relación con la cultura (modificada en el tiempo y en la relación con los no indígenas), pero que es también –y sobre todo– una diferencia de poder (imperial, colonial, estatal, de clase, etcétera) que ha afectado a estos colectivos en distintos períodos. Es, por lo tanto, un conflicto ideológico, político y económico que tiene como punto de partida la equiparación entre diferencia cultural y desigualdad social. De ahí mi opción por entender a los indígenas y su trayectoria «en relación con», en lugar de postular un afuera (de la modernidad, de Occidente o de lo que sea) ahistórico. Esto pasa por asumir que la palabra indio no remite de manera inmediata a una condición cultural, pues se trata de una categoría política construida en el siglo

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    por los conquistadores (J. L. Martínez 2000, 147), que es resignificada de época en época, pero con un hilo conductor que consiste en la inferiorización y subordinación de las poblaciones señaladas como indígenas. Se encuentra, por lo tanto, en el centro de un conflicto de poder iniciado con la Conquista.

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