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El impulso filosofante
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Libro electrónico322 páginas5 horas

El impulso filosofante

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El objetivo de este ensayo es proponer que el llamado ser humano se origina por causa de un fenómeno que parece afectar a determinados seres en ciertas circunstancias específicas y cuya manifestación principal es la percepción que, quien lo sufre, tiene de su propia individualidad frente al resto de la naturaleza. Dicha posición viene a ser un puro acto de filosofía, por lo que el filosofar sería entonces la primera expresión de lo propiamente humano, anterior a cualquier tipo de cambio físico. Esta es la razón por la que a dicho fenómeno se lo denomina "impulso filosofante", porque impulsa al ser que lo padece a filosofar, independientemente de si es o no un antropoide. Como consecuencia de ese abrir los ojos a un mundo que súbitamente se ha empezado a ver como ajeno y desconocido se genera una terrible sensación de marginación respecto a la realidad, lo cual produce a su vez un estado de soledad y abandono, situación que define e identifica la esencia de lo humano.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 may 2024
ISBN9798224523115
El impulso filosofante
Autor

Luis Enrique Alvizuri García Naranjo

Luis Enrique Alvizuri García Naranjo (Lima, 1955). Comunicador, publicista, cantautor y filósofo. Autor de ensayos filosóficos, así como cuentos, poemarios, guiones y varios discos. Miembro fundador de la Sociedad Peruana de Filosofía.

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    El impulso filosofante - Luis Enrique Alvizuri García Naranjo

    Contenido

    Ideas centrales

    Prefacio

    A manera de resumen

    Introducción

    Glosario

    Las facultades de los seres animados

    El impulso filosofante

    Los métodos del filosofar

    Las promesas

    Las promesas como origen de las culturas y civilizaciones

    Tipos de sociedades según las clases de promesas 

    Comentarios a algunos conceptos complementarios a este ensayo

    Comentario final al ensayo

    Adenda

    Observaciones a la explicación sobre el origen del hombre que se deriva de la teoría de la evolución

    Introducción

    Resumen de las observaciones hechas a los presupuestos conceptuales que sustentan la teoría de la evolución

    Método a emplear

    Prefacio

    Antecedentes

    Sobre la teoría de la evolución

    Sobre el origen del hombre según la teoría de la evolución

    Observaciones hechas a los presupuestos conceptuales que sustentan la idea del origen del hombre basada en la teoría de la evolución

    Conclusión

    Ideas centrales

    La causa de la aparición de los seres humanos sería la ocurrencia de un fenómeno, desconocido por ahora, que aquí se lo llama impulso filosofante.

    El impulso filosofante vendría ser un factor que enajena a un ser del mundo de la animalidad haciendo que tome consciencia de su individualidad e independencia con respecto a la naturaleza.

    Dicho impulso desencadena los cambios que, a la larga, impactarán en el organismo. La forma física actual que tiene el hombre es la consecuencia mas no la causa de su humanidad, producida por dicho impulso.

    El impulso filosofante ‘extrae’ al hombre de la vida animal, del vivir de acuerdo a las leyes naturales, y lo ‘abandona’ a su libre albedrío, teniendo este que crear las suyas propias. El mundo, desde la óptica de este no-animal, se convierte en algo ‘desconocido’. Dicha experiencia produce en el afectado una ‘angustia existencial’, el ignorar por qué se es así y una profunda soledad, ya que percibe que solo él padece del problema, el cual es la razón de toda su tragedia.

    No hay por el momento cómo demostrar que dicho suceso sea o no un fenómeno proveniente de la propia naturaleza. Por sus efectos podría parecer una contradicción con ella, pero eso todavía no está comprobado, de modo que su completa explicación aún se encuentra en el terreno del misterio y la especulación.

    El drama del ser humano consiste entonces en que este lleva a cabo un constante esfuerzo por retornar al lugar de donde vino, a su estado natural, pues hasta ahora ninguna otra realidad sustituta, que él mismo ha creado, ha podido semejarse a ese. Aparentemente solo volviendo a su origen es cómo el hombre encontrará por fin la paz deseada.

    La filosofía vendría a ser el arte de inventar realidades alternativas a las de la naturaleza mediante la elaboración de suprarrelatos o discursos que tienen, por característica principal, describir cómo serían esos mundos imaginarios que prometen un estado semejante al perdido.

    Dichos suprarrelatos, llamados aquí promesas, siempre plantean su realización en tiempo futuro y de manera condicional; no son situaciones que se puedan materializar en un tiempo presente. Ofrecen un estado ideal que, en verdad, no es posible llevarse a la práctica. Solo son sugerencias de un probable cumplimiento.

    Las promesas nunca deben hacerse realidad pues, cuando se dice que ya lo son, dejan de ser promesas para convertirse en ‘verdades’, perdiendo así su atracción y expectativa.

    Para que las promesas supuestamente se realicen el ser que cree en ellas y las sigue debe cumplir con una serie de requisitos que estas piden. La sumatoria de todos estos es lo que da origen a las sociedades, culturas y civilizaciones que han existido.

    Una sociedad humana vendría a ser un consenso entre individuos que siguen y creen en el posible cumplimiento de una promesa que, desde un principio, los ha aglutinado, razón por la cual se llama fundacional, y todo lo que esta produce, llamado cultura, tiene por único fin corroborar y reafirmar la fe en esa promesa.

    El impulso filosofante también le puede acaecer a cualquier otra especie del Universo sin necesidad que sea un primate.

    Para filosofar el ser humano ha utilizado principalmente tres métodos, los cuales corresponden a las tres principales facultades que todos los seres animados poseen: el sensorial, el razonal y el intuitivo.

    De cada uno de estos métodos se derivan las promesas que dan origen, a su vez, a las múltiples corrientes filosóficas existentes que, hasta el momento, se han dado en la historia de la humanidad.

    Prefacio

    La inquietud humana. Todo nos da temor. Siempre vivimos con miedo; no lo podemos evitar. Nuestro sino es una permanente sensación de ansiedad, de fragilidad. No pasa día sin que sintamos una preocupación; no conocemos la seguridad total puesto que el mal, el dolor, nos persigue en todo momento y lugar. Diariamente vemos cómo sufren y mueren las personas a nuestro alrededor. Nadie se salva y cada día inevitablemente nos preguntamos ¿hoy me tocará, hoy se acabará el mundo también para mí? Y corremos hacia quienes nos dan consuelo. Si el médico dice que aún no encuentra nada preocupante sentimos un alivio, respiramos profundo, pensamos que hemos vuelto a vivir y que tenemos algo más de tiempo para seguir haciendo... lo que siempre hemos estado haciendo. Luego aparecen las angustias existenciales, las preguntas de qué pasará, de qué haré cuando lleguen los momentos varios. Nos desesperamos adquiriendo las cosas que, según nos dicen, nos darán la tranquilidad y estabilidad que tanto soñamos. Por un momento nos dejamos convencer, engañar, porque lo necesitamos. Pero en el fondo sabemos que nada es para siempre, en especial, nosotros. 

    Estamos en una carrera espantosa contra el reloj. Siempre se acerca nuestro tiempo, nuestro día, nuestra hora. A nuestro lado, aquel que creíamos que tendría más vida que nosotros, ya se fue, en medio de una gran tristeza y dolor. Y si él, si ella, se marcharon, entonces ¿qué me espera a mí? Y en ese momento se cruzan por nuestra mente las religiones, las creencias, las ideas consoladoras y, por último, las irracionales esperanzas. Pero si siempre supimos que éramos mortales nos dicen, nos decimos, lo decimos.

    Y por más que alabemos al gobierno, al sistema, al mundo y al ser humano en general, todo eso junto de nada sirve ante nuestro inevitable destino. Aunque resucitemos a un dios muerto, dentro de nosotros sabemos que este no es un prestamista, ni un consejero, ni un médico. Un verdadero dios no se dedica a trastocar el normal trajinar de la naturaleza. El dios no cambia sus reglas, no hace más jóvenes a los viejos ni otorga a nadie la inmunidad contra el dolor y la muerte. Esos milagros jamás han existido ni existirán. Por lo tanto, si ni siquiera ese dios, con lo poderoso que es, nos va a aliviar de lo que tememos ¿a quién o a qué acudir? No hay remedio. La vida humana, aunque lo nieguen los estimuladores y vendedores de ilusiones, es nimia, ínfima, dolorosa y sufriente; en fin: está hecha para la tragedia.

    No faltará quién busque con desesperación la cura para dicho mal y hurgará, de seguro, en la historia. Quizá piense que hubo alguna vez un remedio, una fórmula mágica. Pero todos los que vivieron terminaron llorando llenos de pánico, viendo cómo su mundo, el mundo que conocían, se venía abajo. Y tal vez indagará, ya no en un dios, sino en una ciencia la respuesta. Y esa ciencia le contará que está estudiando y viendo la manera de cómo hallarla, aunque todavía no la encuentra pero que parece que lo hará. Y dirá que posee pócimas y brebajes que alivian, adormecen, estimulan y embrutecen. Pero desgraciadamente, después de tomarlas todas con verdadera avidez, el pobre paciente terminará recuperando la lucidez viendo que nada ha cambiado; por el contrario, observará que se ha acercado más rápidamente a lo que huía. Eso no lo soportará y preferirá morir en manos de dichas medicinas, pues su miedo ya no le permitirá volver al estado consciente.

    En vista de estos fracasos es que los humanos optamos por abocarnos como locos a las ocupaciones para no querer saber más de tales pensamientos atormentadores. Solo deseamos estar atareados, muy atareados, queriendo creer que no existe otra cosa mejor que ello. Y así nos dedicamos con frenesí a cualquier situación humana por tonta que sea. La mayoría escogemos vivir para no morir, haciendo lo imposible por adquirir todo aquello que nos facilite el seguir existiendo, como si supiéramos realmente para qué se vive y estuviéramos convencidos que debemos cumplir con dicha tarea. Otros simplemente se dejan llevar por lo que venga, aceptando resignadamente que los días y las horas pasen haciéndose más viejos y, así, poco a poco, la muerte se los vaya llevando. Algunos menos se pondrán metas más difíciles, como si la eliminación del miedo dependiera de cuán importante o crucial sea el objetivo que uno se plantee. Al final todos, los de arriba y los de abajo, los ocupados y los resignados, los soñadores y los animalizados, acabamos sobresaltados ante cualquier cosa que nos pasa, siempre pensando que la desgracia ya está aquí, a la vuelta de la esquina. Y lo está pues, nos guste o no, todo lo que tanto amamos tarde o temprano se empieza a desvanecer y a desarmar. Y el mismo hecho de querer aliviar nuestras tristezas tomando tales y cuales medidas es, después, el mayor motivo de preocupación, puesto que así adquirimos el temor adicional a quedarnos sin aquello que nos aliviaba del terror a perder lo que teníamos. 

    Eso somos los humanos: seres llenos de pánico. Aquel que lo niegue lo único que hace es tratar de evitar ver la realidad para vivir en una fantasía de la cual, algún día, despertará más asustado que nunca. Aquellos a quienes llamamos optimistas no son más que ambiciosos a los que la pasión los devora lo suficiente como para no pensar en otra cosa que en su obsesión, así como también otros que, sintiendo más espanto que los demás, evitan el suicidio mediante acciones heroicas y arriesgadas, pues ellas les proporcionan la suficiente emocionalidad como para aturdirse y no seguir pensando en sus demonios atormentadores. Héroes, genios, grandes hombres que de este modo denominamos son, en verdad, individuos quienes huyen con más prisa que los demás de la angustia de saber su inevitable destino.

    Y, por último, aparece la fe que promete el paliativo que supera a la realidad, que hace olvidar quiénes somos y cuál es nuestra vida auténtica. Así, embebidos en ese consuelo, llegamos a perder la noción de nuestra identidad humana para buscar la catarsis de las sensaciones y asumir intensamente aquello que una creencia nos promete. Pero todo esto ocurre cuando ya es muy tarde puesto que, en esos momentos, ya hemos dejado de lado nuestra vida normal para vivir entregados solo al remedio, estando permanentemente conectados a la máquina espiritual que nos hace respirar artificialmente sin poder tomar ninguna decisión independiente a ella. Nos hallamos presos de la cura contra la depresión.

    En este punto se dirá, quizá, que hay en este discurso pesimismo, pero eso sucede porque tal vez muchos se han acostumbrado al frenesí de la vida actual que cree que todo se puede, que todo se sabe y que nada es imposible; que hay una solución para todo y que solo es cuestión de esperar. Dirán también que la vida no es así, que hay buenos momentos y que, aparte de los sinsabores, el vivir siempre es agradable. Sin embargo, esa es solo es una manera benevolente de desviar la mirada. Más temprano que tarde les rozará la muerte y el dolor, y ni la más grande riqueza y poder podrá contra ello. Y si no son los dolores físicos los que los atormenten serán los de la mente, los recuerdos y sus errores, los cuales nunca se borrarán puesto que ese es el patrimonio que cada uno se lleva a la vejez y a la tumba. El mito de Sísifo[1] ilustra bien la idea de esta tarea hecha con tanto esfuerzo pero, al final, inútil, puesto que nuestros descendientes la vuelven a comenzar y así sucesivamente.

    Hay siempre quienes gustan de hablar para el público y decir que fueron felices, que de nada se arrepienten y que la vida les sonrió. Pero todo eso es mentira: no hay final feliz en la vida humana. Nadie es tan resistente al mal como para no verlo a su costado y serle indiferente. Decir que uno ha vivido bien sin haberlo lamentado es una forma de engañarse y consolarse. Aunque se haga todo con corrección, con honestidad y con honradez, siempre habrá a nuestro alrededor quienes no vivan así y eso nos afectará. Siempre en nuestras propias familias, en nuestras narices, todo lo peor que en la vida pueda pasar pasará, y no podremos decir que nunca lo percibimos, que nunca lo conocimos y que jamás estuvimos en ese trance. Sabemos que es difícil ser lo suficientemente francos como para confesarlo —porque eso nos debilita y nos hace perder el poco valor que aún nos queda— pero esa es la triste y cruda realidad. 

    Por otro lado, la vida contemporánea, esta que surgió con la promesa de la modernidad, desgraciadamente no está exenta de todo lo que ha sido siempre nuestro ser. Contrariamente a lo que el hombre de hoy piensa —que en este tiempo se vive mejor, más sanamente, con menos maldad y con más orden e inteligencia que nunca— lo mismo dijeron de sí mismos y de sus épocas todos los hombres de todos los tiempos —desde el primero que apareció— sin que ninguno haya dejado de atravesar por este trance. No nos engañemos entonces: ni el nomadismo, ni el sedentarismo, ni la modernidad han podido eliminar el dolor, el miedo, la angustia, la desesperación, la maldad y la crueldad inherentes a lo humano. Ni siquiera se ha logrado alguna disminución por cuanto, con una mayor cantidad de seres, la humanidad ha multiplicado de igual modo sus miserias.

    El hombre actual esperó mucho cuando lo convencieron que la vida anterior, la de los reyes y sacerdotes, era peor y más mala, mientras que la moderna era la respuesta a todas sus preocupaciones. Sin embargo, ahora vemos que ello no es así; al ser humano lo han llenado de cosas, de objetos para emplearlos en un sinfín de asuntos que lo hacen vivir corriendo de acá para allá, buscando sus calmantes y tranquilizantes; pero a pesar de eso en ningún momento se ha cumplido con lo prometido, de modo que las enfermedades, las guerras, las penas, las muertes y las atrocidades continúan, pero más intensamente aún. Ahora el terror es más fácil de percibirse, la intranquilidad es el pan de todos los días, nada es seguro, todo es relativo y somos, por el contrario, más conscientes de nuestras debilidades que antes. 

    La promesa de la modernidad ha fracasado por la misma razón que todas las promesas lo hacen: por agotamiento, por incumplimiento. El ser humano nunca pidió que la satisfacción de sus necesidades básicas —norma que sustenta a esta sociedad— fuera lo más importante de su vida pues eso es algo sumamente natural. El hombre siempre ha sabido dónde y cómo comer, y ha sido lo suficientemente flexible como para adaptarse a las inclemencias de la naturaleza cuando estas se han producido. Incluso ha comprendido que también hay momentos en que no se puede encontrar todo lo requerido para vivir. Eso nunca le ha llamado la atención ya que esto pasa también con el resto de los seres vivos. De ello la humanidad jamás se ha quejado pues es algo normal. En cambio, de lo único que se ha lamentado, y se lamenta, es de la ansiedad de no saber para qué es todo esto. Se duele, pero no de no tener techo, sino de no entender por qué lo tiene que tener. Sufre, pero no de no poder vestirse, sino por no comprender la razón por la que lo necesita, en un medio en donde ningún otro ser vivo lo hace. La modernidad pretendió decir que la vida se reducía solo al acto de la subsistencia y ahí estuvo su gran error. Como fue creada por comerciantes supuso que vivimos solo para adquirir cosas y eso jamás ha sido así. Los seres humanos hemos llevado nuestra existencia de mil maneras y en diversas situaciones y siempre hemos resuelto el problema del cómo sobrevivir. Nuestra verdadera y agobiante inquietud es algo interno que va más allá de la simple supervivencia. Es como una espina clavada en nuestro espíritu y eso no se quita con más alimentos ni con más distracciones adquiridas en un mercado. 

    Los humanos hemos transitado muchas veces por el valle de la abundancia, visitado la zona de las carencias, recorrido los campos del abandono y bañado en el río de la saciedad. Todo eso lo hemos realizado desde siempre y siempre hemos vuelto a emprender el camino, sea con la barriga llena o vacía, arropados con los mejores trajes o desnudos. Permanentemente hemos estado huyendo con prisa del temor que le tenemos a la vida, al vivir. Porque la vida, con o sin comodidades, significa ser conscientes de lo que ella es para nosotros los humanos: trágica, dura, terrible, pesarosa, mortal. No conocemos otra. Todo lo que hacemos es más bien distraernos lo más posible para no percibirlo, para no percatarnos de ello; pero igual lo sabemos y eso basta. Por más que tratemos de evitar que llegue el día del dolor y del pesar este arriba puntual y sin demora, y en la magnitud que lo sospechábamos. La ciencia moderna, que parecía tener las respuestas a todas las preguntas, hoy demuestra su incapacidad ante los ojos esperanzados de la humanidad, pues de todos modos la muerte sigue matando a la gente. Peor aún, lo único que esta ciencia ha logrado es alargar el sufrimiento, hacer más viejas a las personas y acumularles el dolor, ilusionándolos con la idea de vivir bien eternamente cuando, en realidad, los hacen más conscientes de sus pesares y más largos sus últimos momentos; todo para que al final mueran igual, en medio de la pena y del lamento. Esta ciencia prometió el verdadero alivio a la incertidumbre del vivir, pero no ha cumplido con ello, y eso es un fracaso para quien salió al frente a decir que confiaran en ella, que con ella estaban resueltos todos los problemas; y, sin embargo, todavía no ha podido curar las enfermedades que llevan a la muerte, demostrando así que algo anda mal, que no es verdad que realmente las elimine. 

    Y aunque la ciencia moderna insista en decir que ha superado algunos de los males que otras ciencias no modernas también lo hacían a su manera, y aunque se la endiose diciendo que ha colocado al hombre en la Luna —cosa que nadie pidió—, la humanidad en pleno, que es la determinante, piensa hoy en día que la modernidad no ha cumplido con lo único que se le exigía y que esta había prometido: acabar con el temor a vivir. Muy por el contrario, la modernidad ha multiplicado los miedos y los ofrece hasta imaginarios; incluso produce otros que, gracias a su tecnología, nunca habían existido y cuyos horrores antes parecía imposible que se dieran y que llevan a la destrucción en pleno del ser humano, de la naturaleza y de la vida. La modernidad ha construido sus propias pirámides para decir que es grande y poderosa, pero el hombre común no encuentra en ella lo único que quisiera que le proporcione: la paz. Si a este humano moderno le dieran a escoger entre cohetes a Saturno, obras de ingeniería maravillosas y espectaculares o una simple y sencilla vida sin inquietudes y sin temor a la muerte es seguro que preferiría esto último. Pero ni las sociedades antiguas ni esta lo han logrado, y más bien se han dedicado a otras cosas que en nada contribuyen a dicho objetivo: al dominio, la riqueza y el poder.

    Esta es la situación humana. Por eso es que cada cierto tiempo el hombre abandona tanto los valles fértiles como los eriazos en donde habita para buscar otros que sí parezcan tener lo que él más desea: la paz. Y para indicar dónde están, cómo son y de qué manera poder llegar a ellos es que existe la filosofía. De ahí que toda auténtica filosofía no es más que una generadora de promesas y, a la vez, de revoluciones, siendo esta la causa por la que siempre es perseguida por los poderosos.

    A manera de resumen

    El impulso filosofante es un ensayo que plantea una forma de ver al ser humano considerando deductivamente que, lo que este es ahora, es el resultado de lo que una vez empezó hace millones de años. Yendo imaginariamente hacia atrás, emulando a algunas ciencias, en este trabajo he ido descartando elementos que, en apariencia, parecerían ser la causa de la hominización, entre ellos, el uso de la razón —pues todo indica que esta función no es exclusiva de la humanidad sino de todos los seres animados— intentando que quede solo lo esencial, aquello que únicamente el hombre puede tener y que lo identifica como tal. Al final de esta regresión he concluido que las diferencias físicas con respecto al resto de animales no son suficientes como para elaborar con ello una explicación del proceso de humanización, tal como lo sostiene la síntesis evolutiva moderna. Debe haber ocurrido un acontecimiento importante para que la especie homo no sea hoy como son todas las de su tipo y, en general, como todos los demás seres animados. De esa suposición es que nace la principal hipótesis de este libro la cual es: que lo humano viene a ser producto de la injerencia del impulso filosofante, un fenómeno aún desconocido que provoca en un ser una alteración de la percepción de sí mismo y del mundo. Se trataría de una fuerza todavía no identificada ni determinada pero más poderosa que la voluntad y cuyo efecto principal es producir, en el afectado, el percatarse, el darse cuenta de su propia existencia y el no poder dejar de analizar y evaluar la realidad, cosa que es en sí parte esencial de todo proceso filosófico. Por eso es que este suceso es filosofante, porque lleva al hombre a hacer ‘filosofía’; ello fue lo único que lo distanció y diferenció, como hasta ahora lo sigue haciendo, del resto de los animales. Más allá de este impulso que todos llevamos como herencia no parecen existir, hasta el momento, suficientes argumentos anatómicos, biológicos o sicológicos para justificar eso que llamamos lo ‘humano’.

    Esta forma de ver y entender la realidad a través del prisma del impulso filosofante sería lo que ha ocasionado el estado de angustia y soledad que caracteriza a toda nuestra especie. Solo un acontecimiento como este puede explicar la diferencia que hay entre la integridad y suficiencia que demuestran los animales versus la que manifiesta el hombre. Por lo tanto, la aparición del ser humano no se debería a un proceso propio de la evolución natural biológica —pues los primates siguen evolucionando sin generar más humanos— sino más bien a una peculiaridad dentro del mismo ser. Se trataría, la humanización, de un fenómeno que, si bien es natural, no es frecuente, como muchos de los que existen en el Universo, tales como el supuesto Big Bang y las supernovas.

    Pero el hecho que lo humano parezca ser un caso extraño no significa que este no pueda darse con frecuencia ni que sea exclusivo de la especie homo. Esto bien podría ocurrirle a cualquier otro animal en cualesquiera épocas y lugares. No hay razones para pensar que le deba pasar solo a un tipo de ser. La percepción de sí mismo con respecto al mundo no tiene por qué necesitar de manos, pulgares ni del caminar erguido. Si existe la vida en otros planetas, como la probabilidad así lo especula, seguramente es posible que se dé en ellos también la humanización en algunos de los seres vivientes sin ser estos necesariamente homínidos. 

    Igualmente es probable que el primer primate afectado en la Tierra haya sido tan igual que como el hombre actual, aunque no en la misma magnitud ni en el cúmulo de experiencias. En este punto existen referentes en los que se sustenta esta sospecha: los mitos. Contrariamente a lo que la mayoría cree, los mitos no son falsedades ni creaciones producto de errores de captación o explicaciones infantiles de la realidad; más bien ellos tienen la virtud de conservar la memoria humana desde sus inicios. Si bien nadie puede hoy observar el momento de nuestra aparición, se acepta que el mito es una voz lejana que no permite que los humanos nos olvidemos de nuestros comienzos. Algo de cierto albergan y, si se los toma como fuentes de sabiduría, se puede encontrar en ellos los rastros del origen de nuestro problema, descubriéndose que los primeros humanos vivían y pensaban similarmente a los contemporáneos acerca de su problema existencial.  

    Mucho se habla hoy de ciertos órganos corporales, como el cerebro, con el fin de encontrar en ellos las pruebas físicas de lo humano —muy a tono con la moda de querer hallar las bases materiales a todo en este tiempo moderno. Pero en verdad, lo que se está haciendo es estudiar las consecuencias del fenómeno mas no así las causas. La habilidad de la mano de un pianista es el resultado de años de ensayos y formación, pero no es la explicación del por qué se hizo pianista pues este no nació así, con dicho miembro dúctil y preciso, siendo, a veces, todo lo contrario. Estudiar el cerebro actual es solo identificar cómo el hombre fue viviendo aleatoriamente su drama a lo largo del tiempo y de qué manera ello impactó en dicho órgano: pero no se puede confundir el resultado con el móvil. El ser humano ya lo era desde un principio, aun antes que tuviese su actual cuerpo y cerebro. Millones de años después de trajinar desesperadamente es que ha ido desarrollando y modificando su tamaño y funciones, pero la explicación de qué fue lo que lo convirtió en humano no está allí como tampoco se encuentra en sus genes. Si bien es probable que los primeros humanos hayan sido tan solo pequeñas criaturas terrestres reptantes —anatómicamente no mayores que algunos pequeños simios— sin embargo, ellos ya poseían la angustia en su interior, es decir, ya eran humanos, que es lo importante. Ni el tamaño del cerebro ni su uso hacen a las personas más o menos humanas.

    Y es desde ese momento que todo para

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