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DR. RAWDY: HISTORIAS QUE CURAN
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Libro electrónico152 páginas2 horas

DR. RAWDY: HISTORIAS QUE CURAN

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Información de este libro electrónico

Luego de revolucionar las redes sociales con sus contenidos de salud y bienestar, el médico favorito de los latinoamericanos, Dr. Rawdy, reconstruye su exitosa carrera en este libro, mediante una serie de experiencias profesionales derivadas de su propio día a día en consulta. Con un lenguaje ameno, el doctor Rawdy Reales Rois expone no solo los diagnósticos más particulares que ha encontrado en la sala de emergencias de hospitales y puestos de salud de poblaciones ubicadas a cientos de kilómetros de su natal Valledupar (Cesar), sino que también pone a la vista de
todos las falencias del sistema de salud colombiano y las problemáticas sociales, políticas y culturales que rodean al ejercicio de la salvaguarda de vidas en un país tan variopinto como Colombia, que se debate entre la ciencia médica y la fe por sus tradiciones, y que además, por su compleja situación de violencia, seguridad y orden público, reclama iniciativas que, como este libro, humanicen la atención del paciente y dignifiquen la vida y la muerte.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 dic 2023
ISBN9789585041349
DR. RAWDY: HISTORIAS QUE CURAN

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    DR. RAWDY - RAWDY REALES ROIS

    CAPÍTULO 1

    Migraña

    Los niños tienen miles de sueños e ilusiones y, precisamente, yo los tenía. Soñaba con ser un gran sacerdote, o un militar de alto rango; sin embargo, por avatares de la vida esos sueños nunca se hicieron realidad. Después de mucho tiempo, me pregunto si realmente hubiesen sido mi felicidad.

    Siendo niño, cada año esperaba las anheladas épocas de vacaciones para salir de paseo en auto con mi familia a visitar a mis abuelos. De los viajes recuerdo muchas cosas; entre ellas, tengo enraizado en mi memoria el pasar por los puestos de control de policías y militares, instalados a lo largo de la carretera y que, junto a mi hermano, solíamos pedirles a nuestros padres que hicieran sonar la corneta del carro, tan solo para ver cómo ellos alzaban el dedo pulgar de su mano al escuchar la bocina, como señal de tranquilidad, para mí era un todo está bien.

    Ser militar siempre había sido mi sueño, por parecerme una profesión noble y de alta entrega. Pienso que el hecho de empuñar un arma e ir a la guerra por alguien que no conoces, dejando a tus seres queridos; vivir en la selva por semanas, o meses, bajo las peores condiciones y con la probabilidad de no regresar, por vivir en un país colmado de intolerancia y violencia, solo puede ser asumido por alguien con un amor y vocación absoluta por su profesión.

    En la década de 1980, mi padre prestó el servicio militar, las razones no fueron las mismas, a él, por su condición económica, le había sido imposible hacerse a la tarjeta militar, comprarla era un privilegio que muy pocos podían darse. Desafortunadamente, necesitaba de este cartón para estudiar y, especialmente, para trabajar, ya que, siendo el mayor de sus hermanos varones, tenía una gran responsabilidad con ellos y con sus padres. Un día, sin pensarlo mucho y por su limitación económica, le tocó irse a un cuartel llamado Batallón La Popa, en la pequeña ciudad de Valledupar. Por azar, contó con la fortuna de poder prestar todo el año de servicio dentro del campamento. Allí, las veces que le tocó empuñar un arma fue para hacer prácticas en los polígonos militares. Sin nunca llegar a pensarlo, el destino lo convirtió en el peluquero del cuartel, fue el encargado de raparle la cabeza a todos los militares que se iban incorporando. Mi padre siempre fue talentoso, bueno, cuando quería…, como todo en la vida, hacemos bien lo que queremos y lo que nos gusta. Un día, por pura coincidencia, terminó cortándole el cabello a un sargento y a este le pareció que era el mejor corte que le habían hecho desde que estaba en las milicias. Esto le representó un ascenso inesperado, se convirtió en el soldado que les cortaba el pelo a todos los altos mandos de ese acuartelamiento.

    Como todo niño, jugué a ser astronauta, médico y hasta bombero. Junto a mi hermano improvisábamos unas armas con el palo de la escoba, para jugar a ser policías. A medida que pasaban los años, en mí fue creciendo el deseo de ser militar y ese mismo deseo se lo manifesté a mi padre. Le conté que soñaba con estar en la escuela de oficiales y convertirme en un general de cuatro soles, siendo militar quería materializar ese sueño que tenía desde niño de servir a otros.

    Mi padre siempre ha sido un hombre calculador y con una gran capacidad persuasiva; si bien, lo hace de manera tan sigilosa y sutil que, si no lo conoces, sería muy difícil darte cuenta de que lo es. Al principio, mi idea de ser un soldado le sonó un poco absurda, no obstante, no recibí una respuesta negativa de su parte.

    Un día cualquiera, sentados en unos asientos de madera, recibiendo la sombra de un frondoso árbol de cotoprix que estaba sembrado frente a la terraza de nuestra casa, comenzó a contarme todo lo que había vivido siendo militar, pero hizo especial énfasis en las cosas negativas. A medida que la conversación avanzaba, hizo un paralelo entre la vida de un soldado con mi forma de vivir y me hizo preguntas como las siguientes: ¿Te gusta hacer lo que no quieres? ¿Te gusta que te griten? ¿Te gusta ser castigado y humillado? Entre otras, claramente él sabía las respuestas, sabía que odiaba cada una de esas cosas y que, por ningún motivo las iba a aceptar. Él, con su malicia indígena, y con todo fríamente calculado, daba el siguiente paso y decía: Si realmente tu sueño es ser militar, a todas y cada una de estas cosas debes acostumbrarte y aceptarlas. Así será el resto de tu vida, o por lo menos hasta que seas ese general de cuatro soles que sueñas.

    Pero allí no terminó su plan de sacarme la idea de la cabeza de ser militar. Él continuó contándome historias, lo hacía de manera coloquial y como quien no quiere que nadie se entere: Imagínate que un día un soldado raso se quedó dormido, llegó cinco minutos tarde a formar y el castigo que recibió fue pasar gateando por un canal, mientras todos sus compañeros de pelotón lo orinaban, sin derecho a decir nada porque los castigos siguientes eran mucho peor. Yo realmente no era muy crédulo de lo que escuchaba, pero esta conversación y este tipo de historias se repitieron un millar de veces. Con el pasar del tiempo, y sin darme cuenta, esa idea de ser un militar se fue borrando de mi memoria, honestamente no sé cómo ni cuándo pasó, pero un día ya no quería ser un soldado. La estrategia de mi padre había dado resultado y yo no me había dado ni por enterado.

    Pocos años pasaron desde que aquel deseo de ser militar se desvaneció y en mí nació un nuevo sueño: ser un sacerdote. En ese momento no sabía si contarle a mi padre o no, porque temía que esto tampoco le gustara. Un día de esos bien calurosos en la ciudad de Santa Marta, alrededor de las 5:00 p.m., frente a la bahía, mientras el sol comenzaba a ocultarse y la brisa loca que caracteriza el puerto movía violentamente las palmeras, me llené de valor y le dije: Papá, ya no quiero ser militar, ahora quiero ser sacerdote. Esta vez no tomó la noticia de la misma manera y precisó en decirme: Ve, ¿y lo de ser militar?, ¿tú no querías ser militar?. A lo cual, él mismo se respondió, prefiero mil veces que seas militar a que seas sacerdote. Yo no entendía mucho de sus razones, incluso sigo sin entenderlas, pero como dice el dicho: Más sabe el diablo por viejo que por diablo. Él, de la misma manera sigilosa procedió a hacerme paralelos de mi vida con la de un párroco, a contarme historias un tanto negativas, a hacerme preguntas que me ponían entre la espada y la pared; sí, fue el mismo modus operandi de cuando le conté que quería ser militar. En conclusión, logró nuevamente persuadirme a su manera, hasta que un día esa idea se esfumó de mi memoria y entonces mi sueño se convirtió en saber cuál sería el futuro de mi vida.

    Un día cualquiera, después de haber tenido una conversación con mi padre y sin saber la razón, me comenzó un fuerte dolor de cabeza. No era un dolor como los que acostumbraba a darme, porque ese día solo me dolía la mitad de la cara y, como nunca, sentía que el ojo se me quería salir, que las venas del lado de la cabeza que me dolía llevaban el ritmo de mi corazón, pero, que además, se querían explotar. Me sentía mareado, como dopado, pero sin razón, no había tomado ni consumido nada extraño. Rápidamente busqué a mi madre y le conté lo que estaba sucediendo, su respuesta fue corta, pero precisa:

    —Tómate un acetaminofén y acuéstate a dormir. —Y añadió— Eso debe ser porque tú ves mucha televisión.

    Le hice caso, pero a pesar de que el tiempo pasaba, no hubo nada de mejoría, incluso el dolor de cabeza solo empeoraba y empeoraba. Nuevamente acudí a mi madre, ella salió en busca de algo, al regresar, traía en sus manos un mentol color azul con un olor muy fuerte que le habían traído quién sabe de dónde y procedió con la mayor paciencia y amor del mundo a aplicármelo sobre la frente. A pesar de todo su esfuerzo, el dolor de cabeza no mejoraba y ya ella y yo estábamos en el clímax del desespero. Fue de esta manera, la primera vez que fui a urgencias por un dolor de cabeza y escuché la palabra migraña.

    Para mí, todo en ese momento fue muy raro, extraño y hasta misterioso, porque el médico, sin haberme hecho ningún examen de laboratorio como un hemograma, una glicemia, el de colesterol o un TAC de cráneo —que era lo que a regañadientes pedía mi madre de forma desesperada—, como un truco de magia hizo un diagnóstico sofisticado y extraño para mí, en ese entonces.

    Como si fuera poco, presagió que en pocas horas estaría en casa, como si nada hubiese pasado. Lo más extraño es que sucedió tal y como ese joven médico había dicho, pasé un par de horas en la sala de urgencias, el dolor desapareció y fui dado de alta con la que se convertiría en una de mis más entrañables compañías, les hablo de la cafeína más ergotamina, esa era, según el médico que me atendió, lo que podría quitarme el dolor de cabeza, en caso tal de que me volviera a dar. Yo no entendí mucho lo que pasó, para mí fue un dolor de cabeza corriente y pensé que nunca más me volvería a dar, pero mi madre tenía una preocupación extra, ya que, de niño, luego de caerme de una hamaca, había sufrido un trauma craneoencefálico leve que me costó estar hospitalizado por tres días.

    Pasaron los días y fue, más temprano que tarde, que el dolor reapareció, pero con una diferencia, comencé primero a sentirme mareado, con náuseas y a ver borroso, era una sensación como si supiera que algo estaba por pasar y, evidentemente, pasó. Me dio el dolor con las mismas características de la primera vez y a pesar de tomarme la medicación como me la habían recetado, por segunda vez, junto a mi madre, me tocó ir a una sala de urgencias. Y, como si fuera una película repetida, me aplicaron unos medicamentos, sentí mejoría y después de un par horas, y ya sintiéndome bien, estaba nuevamente en casa con más de esas pastillas llamadas ergotamina más cafeína, que en un principio no habían solucionado mi

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