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ESENDUR
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Libro electrónico358 páginas5 horas

ESENDUR

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Información de este libro electrónico

John, ingeniero canadiense radicado en México, vive una de las más aterradoras historias en manos de una banda de tratantes de blancas. Novio de Elena, es víctima del lugar y momento incorrectos cuando es secuestrado y llevado a una granja en Sudamérica; allí, no sólo es testigo de los abusos cometidos en contra de las mujeres, sino de los comet

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento13 abr 2024
ISBN9781685747008
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    ESENDUR - Antonio Anaya Ibarra

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    ESENDUR

    Antonio Anaya Ibarra

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright, excepto breves citas y con la fuente identificada correctamente. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos e imágenes fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable por los derechos de los mismos.

    Publicado por Ibukku, LLC

    www.ibukku.com

    Diseño de portada: Ángel Flores Guerra Bistrain

    Diseño y maquetación: Diana Patricia González Juárez

    Copyright © 2023 Antonio Anaya Ibarra

    ISBN Paperback: 978-1-68574-699-5

    ISBN Hardcover: 978-1-68574-701-5

    ISBN eBook: 978-1-68574-700-8

    Índice

    DEDICATORIA

    AGRADECIMIENTOS

    CEGUERA OSCURA

    LA PROMESA

    MAPLE Y AGAVE

    CALEIDOSCOPIO

    ESTAFETA

    ARREBATO

    EL HATO

    EL ARCA

    PESQUISA

    FÁMULO

    FUEGO Y CENIZAS

    LA ABEJA

    EL HADES

    VENDETTA

    MELATO

    JUBILEO

    REMEDO

    IDILIO

    ACERCA DEL AUTOR

    DEDICATORIA

    A papá, mamá y Mayka

    AGRADECIMIENTOS

    A Dios, que me dio la oportunidad de parir mis errores y gestar mis victorias.

    A la vida, mi eterna amante, a quien hoy brindo la más tierna de las caricias y me devuelve el más intenso de sus besos.

    A mis padres, que, gracias a su educación, mi libre albedrío ha sido bote y vela en esta aventura llamada vida.

    A mi esposa, mi mayor motivo, mi más grande inspiración.

    A quienes se congratularon y celebraron conmigo.

    A quienes pensaron que no lo lograría, incluso, yo mismo.

    A quienes, sin pensarlo, aportaron algo de sí, en la arquitectura de los personajes de esta locura disfrazada de proyecto.

    CEGUERA OSCURA

    —¡Creo que en color blanco se verá maravilloso!

    —En realidad, no me gustaría todo blanco, me parece demasiado simple, falto de imaginación y vida.

    —¿Qué estás diciendo? El blanco dará mucha luz, se verá más vivo y limpio.

    —En ese caso, crema, beige, palo de rosa, que son colores claros, nos darán la luminosidad que deseas sin ser tan simplones y fríos como el blanco; además, esos colores que te digo son más cálidos; justo como me dices de las lámparas fluorescentes, la luz blanca te parece fría y las de tipo cálido te parecen más acogedoras, es el mismo concepto.

    —Mmmm… puede ser, tal vez tengas razón, podríamos buscar la paleta de colores y considerarlo, no me parece tan descabellada tu idea, aunque aclaro, que el blanco es más neutro, más fácil de combinar con muebles, cortinas y adornos.

    —El color palo de rosa le dará un ambiente de calidez a nuestra nueva casa, te sentirás relajada, podemos manejar lámparas de latón o herrería, muebles rústicos, sabes que siempre soñé con vivir en una cabaña y aunque por fuera haya concreto y acero, por dentro me gustarían colores suaves, muebles de madera barnizados al natural o quizá un tono cedro claro.

    —Yo pensaba en unos muebles mucho más modernos, ¿qué te parece?

    —En realidad, no me agrada el concepto, el vidrio y el acero hacen que una casa se vea como una sala de operaciones, como un quirófano, y si encima de todo la pintamos de blanco, cuando llegue a casa voy a sentir que estoy en un hospital de urgencias y que, en lugar de prepararme de cenar, me harás un trasplante justo sobre la mesa del comedor.

    —Es que me gusta más la modernidad, lo que propones me parece anticuado y viejo.

    —Lo que pasa es que cuando nos casemos quieres que nuestro hogar se parezca a la casa de tus padres, el mismo tipo de muebles, el color blanco en pisos, techos y paredes, sinceramente me parece aburrido, una casa fría y en la que me sentiría extraño, casi te puedo jurar que pediría permiso hasta para ir al baño, de lo ajeno que me sentiría en mi propio hogar.

    —Te sugiero que rompas con los esquemas, porque estás buscando hasta una cajonera igualita a la que hay en tu casa para guardar las llaves, un perchero semejante, un juego de cuchillos como el de tu mamá y…

    —¡Ya vas a criticarme!

    —No te critico, pero ¿por qué nuestra casa tiene que ser una réplica de la tuya?, ¿por qué no buscamos un estilo propio que nos defina?, algo que haga juego con nosotros, imagina que somos actores y que vamos a representar una obra de teatro y, entonces, necesitamos un teatro, una escenografía que esté en concordancia con lo que haremos, con la historia; algo así como una comedia musical de un clásico; lo mismo pero a nuestro estilo, ciertamente los matrimonios son similares, pero debemos darle un matiz diferente, algo propio, no me seduce la idea de que al llegar las visitas vean algo en la decoración de cada habitación, que les recuerde la casa de tus padres, odio pensar que digan: mira, un perchero como el de tu abuelita, mira, un florero como el de tu mami.

    —Me molesta como no tienes idea que critiques tanto a mi familia.

    —No estoy criticando, simplemente te pido que seamos diferentes, busquemos algo de autenticidad por favor.

    —Podemos ver revistas de decoración para tomar ideas frescas, finalmente, ambos hemos vivido en casa de nuestros padres toda la vida y no hemos visto más allá de lo que está colgado en los muros, en las ventanas, sobre los muebles; te aseguro que podemos tener acceso a muchas ideas interesantes y las podemos enriquecer con nuestra imaginación.

    —¿Y qué propones, que las llaves las pongamos en una pecera como lo hacen en tu casa?

    —¿Que los abrigos los colguemos en los respaldos de las sillas del comedor como lo hace tu padre?

    —No, mi vida, no estoy pidiendo nada de eso, de hecho, si pones atención a lo que te digo, no he sugerido para nuestro hogar nada que esté en casa de mis padres, nada absolutamente, eso te demuestra que deseo algo diferente, que nuestra casa no sea una extensión de la tuya o la mía.

    —Mira, creo que no es un buen momento para buscar cómo decorar la casa, no estás abierto a mis ideas y sólo te cierras a las tuyas, recuerda que vamos a vivir los dos, no sólo tú y tenemos que estar de acuerdo hasta en el tamaño de los clavos que vamos a poner en los muros para colgar los cuadros, no puedes decidir siempre tú, necesito que me tomes en cuenta, que me dejes buscar, enamorarme de mi casa; y sí, busco algo como esa tonta cajonera para poner las llaves como tú lo dices en tono de burla, te digo que sí necesito algo que me recuerde mi casa para no sentirme extraña, finalmente, si somos objetivos como dices, me voy a ir a vivir a un lugar extraño, casada con un extraño, que quién sabe qué mañas tendrá.

    —Creo que estás exagerando, estás llevando las cosas a un nivel que no le corresponde.

    —Siempre dices lo mismo, que exagero, resulta ahora que la única persona sensata y equilibrada en este momento eres tú y que yo pierdo, como siempre, la proporción de la realidad.

    —Ya me sé tu psicoanálisis de memoria, y quiero que sepas que hay veces que me harta.

    —Tienes razón, no es un buen momento, quizá debamos salir para que nos dé un poco el aire y se nos enfríe la cabeza.

    —No necesito orearme para tener bien claro lo que quiero, te recuerdo que no estamos en tu país, estamos en el mío y aquí el hogar materno es muy importante para las mujeres, aquí las casas las construimos con tabique y cemento, no vivimos en casas de leñadores fabricadas con tronquitos como en el tuyo.

    —Te molesta la modernidad del vidrio y el acero y eres un Ingeniero en Sistemas, ¿cómo te explicas eso?, nada más moderno que una computadora.

    —Creo que es momento de ir a casa.

    —Claro, como ya te hartaste, te resulta más fácil deshacerte de mí que enfrentar las cosas, siempre estás criticando a mi familia por cuanto hacen, dicen y son.

    —No los critico, simplemente no quiero que seamos igual que ellos, sin calificarlos de buenos o malos, simplemente diferentes, además, sólo te estoy proponiendo que decoremos nuestra casa de una manera diferente a la tuya y la mía, eso es todo. ¿Eso es tan difícil de comprender?

    —¿Ahora soy una tonta?

    —¿Me quieres acaso humillar porque te graduaste con honores en una de las mejores universidades de Canadá y que posees un coeficiente intelectual más alto que el promedio, muchachito genio?

    —Ja, ja, ja ¡Mírate nada más!

    —Las cosas que dices sólo porque no coincidimos en el color que tendrán las paredes de nuestra casa.

    —¡No te burles de mí!

    —No te voy a permitir que lo hagas, llévame a casa por favor, ya tuve suficiente de ti por hoy.

    —Está bien, te llevo.

    Fue un camino largo, el de siempre, pero en completo silencio, los kilómetros parecían multiplicarse, las líneas que delimitan los carriles parecían extrañamente más largas y los árboles que pasaban a nuestro costado, producto de la velocidad, se mostraban más espaciados que antes.

    Algo dentro de mí, reía por lo absurdo que resultaba discutir y llevar a un punto en el que podíamos comenzar a decirnos palabras hirientes por algo tan simple como no estar de acuerdo con el estilo de una lámpara o el color de un muro.

    En realidad, las relaciones humanas son tan complejas, porque el elemento basal en ellas; somos los humanos, seres extraños que en ocasiones nos dejamos llevar por el instinto y en otras por la razón, y es esta última, la que determina cuál de ambos será el que nos lleve de la mano sobre las decisiones que tomaremos.

    Aún no nos casábamos y no es que comenzara a dudarlo, pero me aterraba lo que sería el día de mañana cuando dejara fuera de su lugar mis zapatos, ella me quemara una camisa al plancharla, no prestara atención a una fecha especial, no recordara quién me regaló el pijama que llevara puesto, o simplemente, olvidara comprar algo para la despensa y nos culpáramos mutuamente.

    Ocasionalmente, tomando como excusa mirar por el retrovisor del lado derecho, la observaba, tan bella, tan frágil, tan niña, tan acertada y a veces tan disparatada como ahora; quería compartir mi vida con esa mujer a mi lado que ahora me hacía sentir como un completo extraño, alguien sin importancia, algo más en el paisaje, cuando para mí, ella era el centro del universo mismo.

    En los cuatro años que teníamos de novios, siempre había sido así, una mujer mimada y consentida en exceso por sus padres quienes se esforzaron al máximo para darle todo; en ese juego, comprometieron a cualquiera que apareciera de pronto como yo, a seguir el patrón de conducta otorgándole cuanto sus caprichos le susurraran al oído.

    Así, estaba yo, un canadiense a punto de contraer nupcias con una mujer que, en su compleja manera de ser y comportarse, me había robado el corazón llenando de ella todos mis sueños y objetivos.

    Y con qué facilidad lo había hecho, bastó una sonrisa aquella mañana en la recepción del bautizo del hijo de su primo, que casualmente es mi compañero de trabajo, para robarme la voluntad.

    Cuando Félix Collado me invitó, pensé ¿qué demonios voy a hacer en una reunión donde nadie me conoce, nadie sabe de mí y, además, voy a beber y comer sin reponerles un solo centavo?

    En ese momento, me pareció algo sin sentido, ahora, sé cuál era el propósito de la vida, lo digo como si la vida fuera una señora con turbante blanco que por medio de una bola de cristal en la que todos estamos dentro, decide cuál será nuestro destino.

    Si existiera un Dios, que a veces lo dudo, me dejaría llevar por esa frase trillada en la que se determina que es su voluntad la que impera sobre la nuestra.

    De qué manera tan extraña coincidimos, de qué forma tan inverosímil nos compenetramos uno con el otro siendo tan diferentes, ambos de nacionalidades distintas, con cultura y tradiciones distantes y con una forma de ver la vida tan apartada una de la otra; ¿cómo podría pensar que seríamos felices hasta que la muerte nos separe si no somos capaces de coincidir en el color de un muro?; en verdad que admiro a sus padres y a los míos que han permanecido juntos tantos años sin saber cuántas diferencias hubo entre ellos que, ni aun sumadas, sobrepasaron la voluntad de al menos uno de ellos que decidió continuar, cuando el otro, tal vez quería renunciar.

    En verdad que un matrimonio es más un conjuro de pasiones que un choque de voluntades, una complicidad incongruente donde la razón a veces grita que debes detenerte mientras el corazón te anima a seguir adelante.

    Hay que cerrar los oídos a los comentarios adversos de terceros, pero más aún, a los propios que seguramente de la mano del orgullo, el egoísmo, la soberbia y la vanidad, te susurran incansablemente dimitir mientras el alma se desgarra invitándote a continuar.

    —¡John, ya te pasaste!

    —¿Perdón?

    —Que ya te pasaste, debiste dar vuelta en la calle de atrás, ¿pues en qué vienes pensando?

    —Justo pensaba en ti, en la forma tan extraña en que nos conocimos y más aún, en cómo llegamos hasta este momento.

    Por un instante la furia de sus ojos desapareció, una bondadosa calma le sustituyó, leve, pero lo suficientemente poderosa como para dibujar una tenue, pero perceptible sonrisa.

    —Eres un tonto, no sé por qué te amo tanto.

    —Quizá sea por eso, mi torpeza es mi más grande atractivo.

    Y sonriendo marcadamente:

    —Creo que tienes razón, eres tan burro que me das ternura y me haces pensar que, sin mí, terminarás cayendo en alguna alcantarilla apareciendo al otro lado del mundo. Debes agradecerme por ello, gracias a mí, estás vivo.

    Vivo, no en el sentido de tener signos vitales, sino de sentirme lleno. Tenía razón.

    Dejé escapar una sonora carcajada que encontró eco en ella, finalmente, las cosas se habían relajado.

    —Invítame un helado, tengo calor y sed.

    —Está bien, ¿vamos a la heladería de toda la vida o quieres experimentar?

    —Me siento aventurera, ¿por qué no vamos a la siguiente calle a la derecha?, en la esquina hay un negocio que es nuevo, hace unas semanas que comenzaron a trabajar y veo que mucha gente les compra, supongo que son buenos.

    —Será un placer Sra. casi de Henmitchen.

    —Me gusta cómo se escucha, pero, por el momento, sigo siendo Elena Collado, sin adornos, así, simplemente Elena Collado.

    —En realidad, siempre lo serás, actualmente el apellido de casada ha pasado de moda junto con tantas otras cosas que le daban elegancia a la vida, aumentaban el nivel y la calidad de las personas engrosando los valores y ensanchando las buenas costumbres.

    —Es cierto, es triste que hayamos perdido tantas cosas; mi mamá, por ejemplo, siempre ha usado su apellido de casada, firma con su apellido de casada y tempestivamente contesta con su apellido de casada cuando le preguntan su nombre.

    —Creo que en la actualidad el apellido de casada se siente más como en un sentido de pertenencia y obediencia que de complementariedad y complicidad, quizá por eso a muchas mujeres modernas les estorba, les hace sentir sumisas y dependientes.

    —Y tú, ¿cómo te sentirás?, que me perteneces o que te complementas conmigo.

    —Mira, vaquero, eso lo veremos después. Qué te parece si dejamos el coche un momento y caminamos por el parque en lo que ese suculento manjar sucumbe a mis bajos deseos.

    —Ya veo, lo piensas torturar lentamente hasta que muera suavemente en un último sorbo.

    —Así es, y tú serás mi cómplice, jamás podrás delatarme o tendrás que pagar la pena a mi lado.

    —De acuerdo, haremos un pacto de silencio.

    Mientras cruzábamos la plazoleta, la miraba, por momentos fingía prestarle atención a lo que platicaba, aunque en realidad, mi mente fantaseaba con el eco de sus risas rebotando en aquellas paredes que aún no decidíamos de qué color pintar, su sonrisa reflejándose en el espejo de ese baño que se mostraba hoy, vacío y desierto, incluso, con el sonido de sus ronquidos que por las madrugadas me iban a despertar o de alguna ocasional flatulencia que sin duda, su hermoso trasero dejaría escapar; qué tonto me sentía agradeciendo a Dios por algo que aún no recibía pero soñaba desde que la vi, ya respiraba el olor de la mantequilla saliendo de la cocina e incluso con el olor a leche quemada resultado de sus primeros intentos por cocinar e imaginaba verla corriendo de un lado a otro sin saber con qué limpiar. Será una epopeya, dolorosa sin duda, pero adorable y maravillosa.

    —¿Me estás escuchando?

    —Sí, por supuesto.

    —A ver, ¿qué fue lo que te pregunté?

    —Este, mmm…

    —¡Lo sabía, en la Luna, como siempre y yo como tonta parloteando, otra vez, se te fue el Wifi!

    —No te enojes, es que estaba fantaseando al verte comer el helado.

    —¿Fantaseando? ¡Qué cochino eres!

    —¿Cochino?

    —¿Pero por qué, de qué hablas?

    —Pues de lo que te estás imaginando por verme lamer un helado.

    —¡De qué hablas!… No... ja, ja, ja.

    —No es eso, soñaba con todo lo que haremos en casa cuando estemos juntos, de pronto la llene con nuestras risas, nuestros llantos, nuestros hijos, con nuestros aromas y con el eco de nuestras pisadas.

    —¿En serio?

    —Sí, claro, ¿pues qué te imaginaste?

    —¿Yo?... no, nada, nada.

    —¿Por qué me llamaste cochino?

    —Pues porque todos los hombres son unos cochinos.

    —¡Qué tonta eres!, no lo puedo creer, ¡mírate!, tan persignada que eres y el primer pensamiento que te asaltó con lo que te dije fue sexo oral.

    —¡Cállate! No lo digas, que suena peor de lo que imaginé.

    —No lo creo, seguro tu mente llegó más lejos que mis palabras.

    Y entre risas y comentarios jocosos caminamos hasta que comenzó a atardecer.

    —Hacía mucho que no me reía tanto, me hiciste recordar mi niñez justo en este parque, recuerdo cuando mi padre nos perseguía entre los árboles hasta que ya no podíamos más, entonces, nos dejábamos caer sobre el pasto, justo allá donde ahora está ese kiosco, no sé qué nos sofocaba más, si correr o reír tanto.

    —¿Por qué no vamos y nos tiramos en el pasto?

    —¿Ahorita?

    —Sí, ahora mismo.

    —¡Estás loco! Bonita me voy a ver a mi edad, tirada en el pasto.

    —Tal vez, pero ven, vamos a intentarlo, vamos a rescatar a esa niña que se escapa dejando detrás de sí un zurrón que se vuelve adulto y lleno de prejuicios y miedos. Hagamos el ridículo juntos, eso divide la pena por partes iguales.

    —De acuerdo.

    —Pero cierra los ojos, no quiero que me veas.

    —Entiendo, ojos cerrados.

    —¿Qué ves, qué sientes?

    —Se te ocurre cada disparate, pero tienes razón, creo que este zurrón, como le llamas, necesitaba una dosis de irreverencia para sentirse niña otra vez, viva otra vez, libre.

    —Son tantas historias las que llegan a mi mente, como si fuera un cadáver y las hienas y los buitres se acercaran a devorarme dejando sólo los huesos, desnudos de todo lo que el convertirte en adulto te quita, mostrando lo más esencial de una persona.

    —¿Por qué tenemos que crecer? Si corriendo entre los árboles escondiéndonos de nuestra imaginación éramos tan felices.

    —Pareciera que llegamos al comienzo de la vida con todo lo que necesitamos para ser felices y conforme avanzamos, nos despojamos de cada elemento arrojándolo al piso. Al llegar a la meta, ya no tenemos nada, absolutamente nada, estamos vacíos y al mismo tiempo, llenos de prejuicios y sin sonrisas en los bolsillos.

    —Bueno, pues hoy acabas de colocar una sonrisa en tu bolsillo vacío.

    —Apuesto lo que quieras a que ahora mismo estás sonriendo.

    —Sí, eso hago, y más por dentro que por fuera que es lo mejor. Por un momento, cerré los ojos y me sentí atrapada por todos mis recuerdos, pero al abrirlos, sentí como si el tiempo me los arrebatará de nueva cuenta. ¿Qué crees que sea?

    —Ceguera oscura.

    —¿Ceguera oscura? Ay, John… Se te ocurre cada cosa te digo.

    —Sí, ceguera oscura. La ceguera de luz es la incapacidad de nuestros ojos de percibir el entorno, lo que te rodea, la forma, el color y la textura, todo aquello que las leyes de la física definen como efecto de la luz y es finito; la ceguera oscura en cambio es la necesidad de cerrar los ojos para percibir mejor entre tus sueños, entre tus anhelos, recuerdos y tus fantasías. Cuando lo haces, puedes sentir, saborear y escuchar mejor; todos los sentidos de pronto se agudizan, puedes paladear y disfrutar alimentos, degustar bebidas, abrazar personas y sentir el calor de sus cuerpos, así como respirar el aroma de sus perfumes. La ceguera de luz te quita la oportunidad de percibir con los ojos, la ceguera oscura necesita de la ausencia de luz para darte la oportunidad de percibir mejor con el alma. Una quita y la otra te da.

    —¿No te ha pasado que al oler el chocolate hecho con la receta de abuelita cierras los ojos mientras lo respiras?

    —Sí, de hecho, así lo hago.

    —Pues es porque no necesitas de tus ojos para ver, en realidad te estorban para traer de tus recuerdos, el aroma, el sabor, la textura, el color, la temperatura, el sonido que hacía mientras lo servían, la forma de las tazas, el pan con que lo acompañabas y las risas de quienes te rodeaban; cientos de recuerdos te llegan al aspirar y no podrían hacerlo si no cierras los ojos para evitar que lo que ves limite al resto de tus sentidos, que los requieres más agudos que nunca. Necesitas completa oscuridad para ver mejor, ceguera oscura, mi Elena adorada.

    —Suena como un cuento de niños, pero es cierto.

    —Y es justo lo que necesitas ser para entender lo inexplicable: una niña.

    —¿Oye, eso que cayó fue lluvia?

    —Sí, sí lo es. Creo que mejor nos vamos.

    Súbitamente lo que parecía una tarde tranquila, fresca y despejada, se convirtió en una feroz tormenta que apenas si nos dio tiempo de llegar al coche que se encontraba a un par de calles de distancia.

    —No puede ser, qué rápido cambió el clima.

    —Ya son las siete de la noche.

    —¿Cómo crees? ¿En verdad estuvimos tanto tiempo tirados en el pasto?

    —Es imposible, si apenas cruzamos unas cuantas palabras.

    —Creo que los duendes que habitan bajo el kiosco nos robaron horas de nuestra vida sin darnos cuenta para rejuvenecer como pago por nuestros sueños.

    —No digas disparates. Llegando a casa te preparo un té caliente, muy caliente para que no te vayas a enfermar, no quiero excusa alguna para el día de nuestra boda, mira nada más cómo nos mojamos.

    —De acuerdo, acepto, en lo que pasa la lluvia. Espero que a tu padre no le moleste mi presencia, ves que no le soy del todo agradable.

    —Te ve como un ladrón que le robará a su princesa, eso es todo, es natural.

    —Sí, y justo como tal me trata, como un delincuente.

    —Ya serás padre y lo entenderás.

    —Aunque así sea, no dejaré de padecerlo ahora. Ya habrá quien me lo reproche de igual forma después, en tanto, nada evitará que se lo reproche a él.

    —Ya vámonos que la lluvia está peor, deja de discutir.

    LA PROMESA

    Al llegar a casa de Elena, saludé como de costumbre a sus padres. Doña Delia, su madre, cortésmente me sonrió, sé que tampoco le simpatizaba, pero al menos era más sutil al disimularlo, incluso se levantó y buscó unas toallas para que me secara. Don Heriberto, su padre, por el contrario, desde el sillón reclinable donde se sentaba a ver la televisión, simplemente me miró de arriba abajo como esperando encontrar a alguien diferente, lamentando posteriormente que el emisor de aquella voz no fuera otro más que yo.

    En la mesa del comedor, para mi sorpresa, su tía María con su esposo y sus dos hijos, su hermano Alfonso que era el único a quien le caía bien, o al menos así lo sentía, con su novia Brenda, don Ubaldo y su esposa, dos vecinos con los que la familia había entablado una amistad desde que llegaron a vivir a esa colonia, y con ellos, Gabriel, el mayor de sus hijos que años atrás fuera el último novio de Elena. En resumen, un panorama aterrador.

    De inmediato Alfonso se puso en pie acercándose a mí.

    —Cuñado, ¡qué sorpresa!, ¿mira nada más cómo vienes? ¡Estás hecho una sopa!

    Me tomó del brazo para llevarme a su habitación y ofrecerme una playera y un pants secos, mientras doña Delia llevaba mi ropa a la secadora en el patio trasero.

    —¿Qué te ofrezco de tomar, cuñado, un Brandy o un Coñaquito para el frío?

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