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LOS EVADIDOS DEL INFINITO
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Libro electrónico168 páginas2 horas

LOS EVADIDOS DEL INFINITO

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Unos seres fotónicos se apoderan de los últimos supervivientes de una holocausto en la Tierra.

Los cautivos son tralsadados a una base sideral para ser desmaterializados y utilizados como alimento de los fotónicos.

Pero ocho parejas de cautivos logran escapar y arriban a un planeta donde reinician la experiencia humana.


IdiomaEspañol
EditorialBOLSILIBROS
Fecha de lanzamiento29 mar 2024
ISBN9788474421477
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    LOS EVADIDOS DEL INFINITO - PETER KAPRA

    CAPÍTULO I

    EL HOMBRE FOTÓNICO

    Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron.

    Apocalipsis de San Juan, 21, 4.

    Caía un sol de muerte sobre las ruinas de lo que en pasados tiempos fue un templo expiatorio, subvencionado por los cristianos de casi todo el mundo para enaltecer la gloria divina de la Sagrada Familia. Un sol abrasador, como de fuego líquido, en medio de una quietud y un silencio que ni los aislados gemidos sin aliento turbaban ya; un sol sofocante, hiriente, implacable, feroz, destructivo, aniquilador, que insistía con rayos cada vez más ígneos sobre una faz de la tierra sin agua ni humedad, desquiciada, asolada y muerta.

    Ruinas por todas partes. Cascotes de otro tiempo suntuosos y modernos edificios. Hierros retorcidos en infinitesimal mezcolanza. Esqueletos humanos a los que el fuego radioactivo desmaterializó, como fundiendo las partes blandas y dejando sólo unos huesos que el menor soplo de brisa habría convertido en polvo. Calaveras de cuencas vacías.

    Y el carrito de un niño, junto a la silueta espectral y carbonizada de lo que había sido un árbol, ahora sin hojas, pero de ramas negras y tronco rugoso y de aspecto cristalino. Dentro del carrito, una figura irreconocible, abyecta, bestialmente convertida en polvo negro, en la que difícilmente se habría reconocido la forma de un bebé de pocos meses.

    ¡Muerte súbita! ¡Muerte alucinante! ¡Muerte que se adueñó de todo un planeta que ya no giraba sobre su eje, pero que continuaba orbitando en torno al cada vez más próximo padre Helios, convertido en un Saturno devorador de sus propios hijos, con una cara abrasada y vuelta hacia él!

    Dom Joab rezaba.

    Europa, África y gran parte de Asia se extendían sobre la superficie del planeta muerto, sin conocer ya la noche, ofreciendo constantemente sus cicatrices al Sol. América, de norte a Sur, por el contrario, era un inmenso cementerio de hielo, sin vida, silencioso, sin gemidos. Allí, la muerte había sido absoluta.

    Menos de 100 millones de kilómetros separaban La Tierra del Sol. ¡Mercurio había estallado ya, cayendo y fundiéndose en la masa incandescente de donde se desprendiera miles de millones de años atrás!

    La suerte de Venus se ignoraba. ¿Había estallado, como Faetón, convirtiéndose en miríada de asteroides o se había ido a engrosar las huestes de Júpiter, allá a los nuevos confines galácticos?

    Pero ¿a quién podía preocupar la suerte de los planetas del Sistema Solar?

    ¿Quedaba alguien todavía con fuerzas para seguir haciéndose preguntas astronómicas o metafísicas? ¿Qué había sido de los sabios altivos, de los descubridores de quasars o agujeros negros, de galaxias situadas a billones de años-luz?

    Sí, Dom Joab rezaba y pensaba en todo ello.

    Era un singular superviviente. Estaba en la posición del loto sobre una gran losa en la que había una cruz, entre las ruinas del templo que concibió Antonio Gaudí para la ciudad de Barcelona y que nadie vio jamás concluido, a pesar de que la catástrofe se produjo en el año 2.043 d. de J.C.

    ¡Desde entonces, habían transcurrido dos años!

    ¡Veinticuatro meses de la Era del Holocausto!

    ¡Seiscientos treinta días de oraciones para Dom Joab, a las que ni siquiera Dios, creador del hombre exterminado, había respondido!

    Dom Joab iba semidesnudo. Un exiguo calzón cubría sus genitales. Cabeza, de cabellos revueltos y blancos; torso cuarteado, cubierto de costras resecas por el sol; barba sucia y enmarañada, apenas sin boca, sin mentón, ni orejas.

    Sólo unos ojos hundidos, brillantes y oscuros animaban aquel rostro de expresión salvaje; unos ojos que miraban las ruinas sin pestañear, como si estuvieran mirando hacia dentro o hacia el pasado, cuando el paisaje urbano era otro, cuando existía el color verde y el cielo todavía era azul... ¡y no amarillento, casi blanco, como ahora!

    "Sé que vendrán... ¡Tienen que venir! -repitió en mente Dom Joab-. ¡No pude imaginármelo! ¡No fue una figuración o una alucinación psíquica! ¡Vienen en nuestra ayuda! ¡Somos veinte o treinta seres que todavía vivimos!

    No se movió de su sitial de piedra, sobre la cruz, protegido por el esqueleto todavía en pie de un fragmento de torre pétrea, la cual le proporcionaba un cono de sombra, ni cuando escuchó la voz del joven Jacinto Guillén, surgiendo entre las oquedades del subsuelo.

    -¡Dom, Dom! -era una voz plañidera, apenas sin timbre, como desafinada por los continuos sollozos-. Ven con nosotros, Dom. El francés se está muriendo.

    La estatua de costras requemadas y los cabellos blancos y revueltos ni siquiera se movió.

    Sólo entornó los párpados. De sus agrietados labios surgió una plegaria:

    "Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, de toda tu alma, y de toda tu mente...

    ¡El tendrá piedad de Guy Malby, el piloto que conoció la infinita grandeza de los cielos!

    -¡Dom, por el amor de Dios! -insistió la voz del muchacho, entre las piedras-. Deja a Dios en paz. ¡Olvídate de Él! ¿No se ha olvidado Él de nosotros?

    ¡No sentía lo que decía! ¡Era necesario fingir, ser rencoroso, maldito...! ¿No hablaba así la doctora Sonia, bajo cuya atea protección se encontraba el joven Jacinto, al que mimaba, cuidaba y acariciaba incluso en sueños?

    Sonia Ricart, de 29 años, era la Ciencia de la Era del Holocausto y el Exterminio, era la Medicina y la Belleza. Si estaba con vida fue debido a un tratamiento que había aplicado a todo su cuerpo, ayudada por una cámara de criogenización, y de la que pudo salir tras inhumanos esfuerzos, cuando el fuego se abatió sobre toda La Tierra.

    Dom Joab había escuchado infinidad de veces aquella increíble historia. Supo que Sonia anduvo perdida, entre ruinas, hasta que se encontró con el parisiense que ahora estaba muriendo, después de haber contemplado, desde el aire, un planeta en ruinas, humeante y devastado.

    -¡Dom, ven! -gritó Sonia, volviéndose hacia donde acababa de surgir, entre varios bloques de piedra, el rostro de una mujer hermosa y de cabellos cortos-. ¡Sonia te llama!

    Guy se está muriendo y necesita tus auxilios espirituales... ¡Quiere tu intercesión entre su alma y Dios!

    -¡Vete con los antros infernales! -gritó Dom, volviéndose hacia donde acababa de surgir, entre varios bloques de piedra, el rostro de una mujer hermosa y de cabellos cortos.

    Una graciosa figura, de piel morena y cuidadas formas, apenas vestida con una fibra de aspecto metálico, reptó entre los escombros, saltó elásticamente sobre las piedras y se acercó hasta donde Dom Joab había cerrado los ojos, cruzándose de brazos.

    -Guy Malby quiere que le reconfortes en su agonía... Cree que hay otra vida y que Dios rige en ella. ¿Quieres venir a consolarle? ¿Buscas aquí la muerte antes que nosotros? Escucha, Dom; a mí no me importa...

    -¡Cállate, Jezabel! -gritó Dom Joab-. ¡Ellos están llegando! ¡Ya están cerca de aquí! ¡Acabo de escuchar su mensaje de aliento!

    -¿Ellos? ¿Quiénes? ¿Los ángeles?

    -No... Son seres de luz... Energía radiante e inteligente que acude en nuestra ayuda...

    Sonia hizo un mohín y sacudió brevemente la cabeza.

    -Será mejor que vuelvas con nosotros. Este calor te hace desvariar. Además, Guy quiere que vayas. No vivirá mucho porque no desea seguir viviendo. Si puedes darle esperanzas, hazlo, Dom Joab, miró las piernas de Sonia. Ascendió la vista hacia el bajo vientre y luego se detuvo en el plano estómago. ¡La mujer era extraordinariamente excitante! ¡Tanto como cruel y despiadada!

    Dom Joab recordó cuando Zorkis, el griego, quiso poseerla y ella lo mató, hundiéndole el cráneo con la base de una figura de alabastro.

    Fue entonces cuando Dom Joab vio los pechos de Sonia al desnudo. El griego había arrancado la tela, lleno de lujuria, y ella lo ejecutó sin vacilar. ¿Qué importaba una vida más o menos?

    Sonia Ricart, doctora en medicina, autoridad, juez y ejecutora. ¿Qué ley era la suya?

    ¿Y quién era Dimitri Zorkis, aparte de un topo incansable que sabía encontrar alimentos en conserva entre las ruinas? ¿No había sido el griego quien descubrió las cámaras de congelación del sótano de los grandes almacenes Kuban, gracias a lo cual aún podían comer y beber?

    -O esa frígida doctora se acuesta conmigo o dejo de ser quien soy -había dicho Dimitri, en una ocasión, hablando con otro de los refugiados en las ruinas del templo de la Sagrada Familia.

    Jacinto Guillén se lo había contado a Dom, en quien todos habían confiado hasta entonces.

    Y Dom habló con el griego.

    -Si Sonia te acepta, allá vosotros. No seré yo quien me oponga a vuestras cosas. ¡Pero no quiero violencias, Dimitri! Somos demasiado pocos y no podemos enemistarnos... ¡Dios nos ha salvado por alguna sublime razón!

    Recordaba aún la palabrota que le soltó Dimitri por toda respuesta, en la que involucraba al Altísimo con la Gran Catástrofe, antes de escupir e irse. Pero Sonia supo defenderse. Esperó su momento y asestó el golpe con la precisión de un cirujano. Dimitri cayó muerto. Y nadie más volvió a mirar a Sonia con ojos lascivos. Sólo ella podía acariciar la cabeza del joven Jacinto, con el que solía jugar inocentemente.

    Vienen de muy lejos, Sonia -habló Dom Joab, mirando a los ojos entornados de la mujer-. Son inteligencias luminosas... ¡Seres fotónicos! ¡Y estarán pronto entre nosotros!

    Una sonrisa desdeñosa iluminó el óvalo facial de Sonia.

    -¿A tanto llega tu desvarío, santo? ¿Crees que pueden existir seres que no sean de alguna especie de carne o hueso? Por si has olvidado lo que descubrieron nuestros astronautas en Urano y Neptuno, te recordaré que allí sólo había grandes plantas. Es toda la vida que encontramos en el espacio.

    Dom Joab sacudió su desgreñada cabeza y se puso la mano sobre el pecho, presionando sobre la piel cuarteada y escamosa.

    -¡Sé lo que digo! ¿Ves mi piel? ¡Seré regenerado por la luz que pronto me inundará!

    La bella frunció el ceño. No podía ocultar la repulsión que le producían las heridas de Dom, ¡lo más parecido a la lepra que viera jamás! Pero en el extraño asceta había algo más que nada tenía que ver con su aspecto y que le diferenciaba de los demás supervivientes.

    Sonia lo había comprendido así. Y ya estaba habituada a las costras o quemaduras, porque sus conocimientos médicos no llegaban a dilucidar qué dolencia cutánea afectaba a Dom.

    Y lo que más la maravillaba era la inquebrantable fe del asceta, el cual estaba convencido de que si habían sobrevivido era por alguna razón divina.

    Decidió no seguir discutiendo y trató de mostrarse persuasiva.

    -Guy se muere. Lo sé. Quiere verte. Si pudiera, vendría él hasta aquí. ¿Por qué no vas a verle y le confortas? ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no comes algo? El agua aún puede durarnos varios meses... ¡Por favor, Dom! -insistió ella, suplicante-. Hazlo por ese pobre hombre.

    "¿Acaso no quieres volver con nosotros por lo que hice a Dimitri? ¡Aquel miserable está mejor donde está! ¿Querías que me dejase abrazar por un sapo repugnante? ¡A pesar de todo, sigo siendo un ser humano!

    Dom Joab jadeó y musitó:

    -Olvídalo... Iré a ver a Guy Malby... ¡Sé que no va a morir!

    Nadie era capaz de medir el tiempo. No había horas, minutos ni segundos. ¡Siempre día! ¡Intensa luz solar abrasadora, de más de sesenta grados, capaz de cegar, fundir, calcinar...!

    Sin embargo, el tiempo iba transcurriendo inexorablemente, minuto a minuto, en el eterno e inmutable devenir de la traslación de los astros moribundos. Un tiempo que ya no tenía futuro.

    ¡Nadie tenía futuro bajo las atrevidas bóvedas del templo que servía de refugio a la veintena de miserables que rezaban continuamente al dios invisible de los cielos!

    ¡Cadáveres vivientes, en cuyos cerebros el miedo había instaurado ya la muerte!

    Sonia Ricart, hierática, sorteó los escombros y se acercó a la gruta en donde yacía el piloto francés. A

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