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Entre caminos: Tierra en la sangre
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Entre caminos: Tierra en la sangre
Libro electrónico185 páginas2 horas

Entre caminos: Tierra en la sangre

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Decidí escribir esta novela, para recordar y plasmar los hitos que estimé más importantes del pasado, rindiendo un homenaje a través de la literatura a quienes participaron en ellos, pero también para empezar a olvidarlos y así entonces ser cada día más libre en la apreciación de lo acontecido. También para compartir con el prójimo mi visión recreada en la ficción y poder así conocer más del reflejo de ella en los demás, lograr adentrarme en mi mismo, y así alejarme de la angustia que implica sentir la soledad de nuestras profundas tribulaciones de lo que fue parte de nuestra vida. Asimismo, para alejar las disquisiciones de nuestra propia mente y espíritu enfrentando con nobleza nuestras vivencias. Lo hice, además, para permanecer íntegro al volver del lado del sufrimiento marcado por las pérdidas, derrotar al reinado de estas y reunir al final lo disperso de mi verdadera esencia, para comprender en la travesía por la conjunción de los caminos de la experiencia lo verdaderamente valioso del sentido de la existencia, y así ser en el tránsito por la pradera de la vida, más humano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 nov 2023
ISBN9789561711150
Entre caminos: Tierra en la sangre

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    Entre caminos - José Bidart H

    PRIMERA PARTE

    Capítulo I

    Ustaritz, Lapurdi (Francia).

    En medio de los árboles se filtran los primeros rayos de sol de una fría y brumosa mañana otoñal. Se divisan varios camiones del ejército francés que avanzan resueltamente. En un cruce de caminos se internan en un caserío vasco y se detienen en un amplio patio, buscan con afán decidido a un joven mocetón cuyo nombre se encuentra en un listado que exhiben. El teniente a cargo del grupo lee el nombre con voz fuerte, recorren el lugar e ingresan a la parte del caserío reservada para el ganado. Son las 6.43 de la mañana. Allí, sentado en un banquillo, estaba el buscado, ordeñando una vaca.

    —¡Identifíquese! —le dice el oficial a cargo.

    —Me llamo Ignacio Etchegoyen. Tengo 21 años, soltero.

    El oficial le manifiesta que ha sido reclutado por el ejército francés, al que servirá desde este momento.

    —La partida es en el acto. Lleve algo de ropa y arriba del camión —ordena perentorio.

    Después de despedirse rápidamente de su madre, sus cinco hermanas y su hermano menor, metió en su bolsillo un pedazo de pan fresco y jamón ahumado y se apresuró a subir al camión.

    Al alejarse miró hacia atrás. Vio como desaparecían las imágenes de su familia y de la propiedad que hacía doscientos cincuenta años les pertenecía y que había cobijado a muchas generaciones. Trató de retener las imágenes del riachuelo que nacía en una garganta hermosa de los Pirineos, sus amadas montañas. En él había disfrutado desde niño con uno de sus pasatiempos favoritos, la pesca.

    Durante el viaje, ya acompañado por otros reclutas, estaba sereno. Desde pequeño había aprendido que hay ciertas cosas frente a las cuales es imposible rebelarse. Sin embargo, existía en él una dosis importante de inquietud por la aventura de recorrer un camino desconocido con riesgos y peligros imposibles de evaluar.

    Empezó a cumplir con sus deberes militares. Estos, en un principio muy rígidos, terminan por habituar a Ignacio, quien disfrutaba del uso de las armas en continuas cacerías de conejo, becasina, perdiz y torcaza. Sin embargo, comprendería más tarde lo abominable que resultaría usarlas en contra de otra persona.

    Entendió que debía servir con sacrificio y abnegación porque, aunque las causas del conflicto no formaban parte de sus preocupaciones inmediatas, rechazaba con convicción las aspiraciones germánicas y las de sus aliados, a las que había que detener.

    La vida de las trincheras lo impresionó y marco para siempre. Captó la gravedad y el horror que tienen los conflictos armados entre los seres humanos. Conversaciones interminables se desarrollaron bajo la lluvia y el barro. No olvidaría jamás la acontecida con un senegalés llamado Pey.

    Este, en un momento de cese del combate, sentados en el barro en una trinchera, lo encaró:

    —¿Tienes miedo, valiente francés? ¿O desprecias la vida igual que yo?

    Ignacio clavó sus pupilas en el senegalés.

    —¡Estás equivocado, soy vasco! Porque amo la vida soy valiente y no cobarde. Me agradan los luchadores incansables. Después del conflicto viene la paz, que para mí existe y es la vida en los Pirineos. Allí se percibe el aroma de los árboles, el olor de la vertiente fresca que cae de las montañas. Aprecio la existencia como un preciado don, pero después de observar todo esto no entiendo al género humano. He llegado a pensar que incluso podemos ser un error de la creación o una obra inconclusa. Por eso prefiero vivir junto a la naturaleza que es perfecta.

    —Me siento parte de ella. Los vascos antiguos creían que no solo existe vida sobre la tierra, sino también en la profundidad de sus entrañas desconocidas. Y el cielo misterioso nos regala la energía del sol deslumbrante, la imagen de la luna radiante y el sonido del trueno estremecedor.

    —Para mí —precisó Pey— la vida y la tierra son solo para el más fuerte. El débil muere aquí y en África. La victoria es solo para el poderoso, el dotado, el inteligente y el afortunado. Los europeos tratan de disfrazar las cosas falseando la realidad con muchas palabras y discursos humanistas, pero es así. Si no ganas en la lucha por la vida aquí, en esta guerra aberrante, francés o vasco, morirás y no conocerás nunca tu anhelada paz. Eres un iluso. La vida es mucho más dura de lo que te imaginas, puede ser hasta una tragedia.

    —En África no existe tu paz romántica, pero aquí tampoco. En todo caso, hay algo en lo que estamos de acuerdo. Los hombres son cínicos al defender sus territorios e intereses de diverso orden con justificaciones no verdaderas, aparentemente fundadas en la razón, en comparación con los animales que viven conforme a su esencia. Usan mal su inteligencia, la que parece muchas veces un defecto, más que una virtud excelsa. Los he visto aquí, luchando por un desarrollo absurdo. A pesar de todo me quedo con las que ustedes, en Europa, llaman bestias salvajes —agrega Pey.

    Esta conversación hizo meditar a Ignacio, acerca de su visión tan idealista de la vida humana, y le permitió ser mucho más cuidadoso en su sobrevivencia. Las actividades en el frente fueron muy duras. Allí presenció atónito cómo eran resueltos realmente los problemas en la llamada moderna sociedad humana, en una dimensión cruel de los conflictos armados evidentemente más cerca del demonio y muy lejos del creador.

    Recordó también sus lecturas juveniles de Rousseau, que postulaban que el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe. O la tesis de Hobbes en el Leviatán, respecto a que el hombre es un lobo para el hombre.

    En todo caso, no podía conciliar racionalmente la dimensión tan bondadosa que se presentaba del género humano, que creía conocer, con esta fascinación por matar y destruir a sus congéneres.

    Tenía algunos amigos, casi todos vascos, con los que compartía de franco diversos recuerdos familiares de Euskal Herria, contando anécdotas y aventuras.

    Muchas veces sentados sobre las piezas de artillería soñaban con volver a casa a las actividades agrícolas o a cuidar el rebaño. Fue durante la vida del pastoreo que se construyeron los dólmenes, los crómlech. La montaña vasca se transformó en un lugar único, mágico, repleto de creencias y seres míticos conocidos hasta hoy mediante la cultura oral.

    Ignacio pensaba que los Pirineos eran una maravillosa telaraña de caminos de búsqueda incansable de la perfección del alma humana, donde surgió una forma de vida con una particular identidad que expresa el carácter del pueblo vasco. En cambio, en las rutas de la guerra, cuyos agrestes y sórdidos caminos entre otros son las trincheras, vio morir y despedazarse cientos de soldados que quedaban atrapados en los días de lluvia, entre el barro y el cascajo. Después eran amontonados, para más tarde ser sepultados en cementerios militares o fosas comunes.

    Un atardecer, en medio de la cruenta resistencia a una avanzada enemiga, el capitán ordenó a Ignacio que trasladara, tirado por dos caballos, un cañón hasta las cercanías de un puente, no muy lejano al lugar en que se encontraban apostados. Para facilitar el desplazamiento a realizarse a todo galope, se acordó que Ignacio montara uno de los caballos. El capitán lo había seleccionado por su arrojo y serenidad. El cruce con la pieza de artillería se efectuó a toda velocidad por una llanura, simulando que los caballos iban solos. Ignacio iba agachado y apegado a su cabalgadura, pero fue descubierto por una patrulla enemiga apostada cerca del puente. Se escuchó en la profundidad de la noche una voz a coro:

    —¡Halt, Halt, Halt!

    Como la orden no fue acatada, los miembros de la patrulla dispararon. Dos impactos dieron de lleno en Ignacio que, inclinado sobre el cuello de su caballo, trató de mantenerse aferrado lo que más pudo. Sin embargo, cayó hacia atrás con dos balas incrustadas en la espalda. Rodó hacia un canal de riego antiguo, cubierto por un extenso follaje. Permaneció allí largo tiempo entre las aguas. Una vez que pasó la avanzada, tomando el control del puente y los alrededores, Ignacio se arrastró algunos metros fuera de la acequia. Fue descubierto horas más tarde por personal a cargo de los heridos y trasladado a un hospital de campaña. Allí pasó los días más terribles de su vida. Las condiciones eran pavorosas. La atención médica era muy precaria y los lamentos, horribles.

    Hambrientos soldados de origen africano esperaban que muriera un enfermo y antes de enfriarse el cadáver cortaban parte de uno o dos glúteos u otra porción del cuerpo para, después de secarlas, chuparlas con sus bocas escondidos entre sus camas. O bien, atacaban con sus afilados cuchillos a los moribundos, una vez desahuciados por los enfermeros o escasos médicos del hospital.

    Era difícil dormir tranquilo durante esas interminables noches. Una madrugada, un africano que se había percatado de la gravedad de Ignacio que deliraba con la fiebre, tomó su cuchillo, bajó de su cama y avanzó, arma en mano, dispuesto a matarlo. Al alzar el puñal, sonó un disparo que remeció el silencio. Era Ignacio, quien había utilizado su revólver por debajo de las sábanas. No lo había soltado ni de día ni de noche, pese a su estado de salud, durante los últimos dos meses. El agresor cayó muerto con un balazo en la cabeza.

    Más tarde, Ignacio conocería atónito antecedentes sobre la antropofagia que, por la desesperación del hambre, furia y venganza, había ocurrido no solo en la Primera, sino también en la Segunda Guerra Mundial en el ejército japonés con sus prisioneros de guerra y sus propios soldados muertos y en forma atroz vivida durante el impenetrable sitio de Leningrado por fuerzas germanas, acercándose la supervivencia humana a uno de los peores horrores de su historia, aproximándose decididamente a los infiernos jamás imaginados.

    En definitiva, Ignacio se salvó de morir debido a que la localización de las heridas de bala no afectaba ningún órgano vital. Tras una larga convalecencia, volvió a su regimiento, en el que no había gran actividad dada cierta tranquilidad en el frente de batalla. Solo se esperaban nuevos destinos. En ese tiempo Ignacio desarrolló una puntería certera que jamás soñó. Para mantener a la tropa ocupada se organizaban actividades diarias de tiro que culminaron con competencias de especialidades. Ignacio con las balas de su revólver le acertaba a una aguja o cortaba las cabezas de los fósforos, apuntando también a monedas y objetos lanzados al aire.

    También participó en labores de inteligencia en filas enemigas, en una de las cuales corrió gran peligro. La misión consistió en obtener documentación clave que se encontraba en la oficina que tenía asignada un comandante alemán en un antiguo castillo. Algunas partidas de soldados cuidaban un polvorín; apoyados por numerosos perros pastores. La empalizada no era muy alta, lo que permitía con un cierto grado de astucia superarla. Se eligió a Ignacio y un grupo de soldados, a cargo de un capitán, quien los citó a las 1.30 de la madrugada del día siguiente.

    Después de una larga caminata, arribaron a las cercanías del lugar por el que tenían que entrar. A través de lazos treparon al antiguo castillo. Los cuatro soldados iban sin ropa, pues existía la creencia que el olfato de los perros no olía al ser humano desnudo. Después de apuñalar a tres soldados ingresaron a la oficina del comandante y obtuvieron la documentación. Emprendieron la huida con tan mala fortuna que, una vez fuera del castillo, fueron descubiertos por un vigía. En la retirada fueron

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