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Tijuana entre letras
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Libro electrónico219 páginas2 horas

Tijuana entre letras

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Tijuana entre letras consta de nueve textos escritos por autoras y autores nacidos o radicados en esta ciudad. En ellos, los autores plasman su experiencia en Tijuana, buscan decodificarla, entenderla, justificarla, buscan darle nombre a las cosas. Una ciudad es mucho más que calles y edificios, una ciudad es su gente y su cultura, una ciudad es el resultado de su gente y cultura. ¿Qué han hecho los habitantes de esta ciudad por ella? ¿Tijuana es hoy un lugar más habitable que hace 50 años? Al parecer, el sino de esta ciudad es recibir individuos de diversos puntos geográficos, su personalidad es la suma del esfuerzo y el cariño de muchos, pero también del desdeño de otros. Este libro es una cartografía del aspecto físico y abstracto de Tijuana.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 ene 2024
ISBN9798224131501
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    Tijuana entre letras - Juan José Luna

    Luis Rubén Rodríguez Zubieta

    (Yucatán, 1955)

    Yucateco de nacimiento por pura casualidad, hace sesenta y siete años, chilango de niñez, adolescencia y juventud, hidrocálido de edad madura y tijuanense de adulto mayor. Actualmente radica en Tijuana, Baja California. A principio de 2023 publicó el libro de aventuras Buenaventura 240 horas a la deriva.

    Ninfa Calipso

    "La Ciudad es una para el que pasa sin entrar,

    y otra para el que está preso en ella;

    una es la ciudad a la que se llega la primera vez,

    otra la que se deja para no volver,

    cada una merece un nombre diferente."

    Italo Calvino

    Hace diecisiete años, después de haber nacido en Mérida, Yucatán, residido treinta años en la Ciudad de México y dieciocho en Aguascalientes, llegué al aeropuerto de Tijuana para ocupar una plaza de trabajo que me habían ofrecido en el Ayuntamiento de ese municipio. Hasta hoy, este ha sido el último punto geográfico que he pisado para pasar más que una temporada de vacaciones.

    La expectativa de quedarme por más de unos meses era improbable. Mis referencias de esta ciudad fronteriza eran desfavorables: caótica, violenta, insegura, nivel de vida caro, aversión a los migrantes y sólo tenía un amigo, Luis Manuel Reza, quien, por cierto, fue el que me consiguió el trabajo. Por otro lado, la familia estaba arraigada en Aguascalientes y no vieron con agrado el tener que cambiar de residencia.

    Desde mi llegada, y hasta la fecha, familiares y amigos que viven en otros estados me preguntan con extrañeza ¿Por qué en Tijuana? No tengo muy claro cuál es la razón por la que he permanecido aquí tanto tiempo. No es porque haya bebido agua de la presa, dicho que se aplica a todos aquellos migrantes que se han afincado aquí, pues ni siquiera he pisado esa estructura hidráulica.

    Lo más probable es que exista una ninfa Calipso imaginaria como la de la mitología griega, que detuvo a Odiseo durante siete años prometiéndole la inmortalidad si se quedaba con ella, hasta que Zeus le ordenó que lo dejara ir. A diferencia de Odiseo, que prefirió regresar a casa, yo he acumulado diez años más y no creo que haya un Zeus que envíe a su mensajero para pedirle que me deje ir.

    Entre las razones que encuentro está el hecho de que los tijuanenses y los que no lo son, pero que han adoptado el gentilicio, en general me han acogido bien, sin ambages. Yo no tengo hijos tijuanenses, pero he sumado entrañables amigos en esta tierra y he compartido la misma mesa, al mismo tiempo, como difícilmente lo hubiera hecho en algún otro lugar, conviviendo con la hospitalidad de los oriundos de aquí y de muchos otros peregrinos que han llegado a residir a esta tierra.

    En Tijuana se puede ver a inmigrantes que han construido barrios: oaxaqueños, sonorenses, sinaloenses, chinos, guanajuatenses, poblanos, chilangos, nayaritas, jaliscienses, libaneses, recientemente a miles de haitianos, africanos y centroamericanos, entre muchos que salieron de sus terruños y que circulan por esta tierra como si fuera suya. Todos ellos conservando sus tradiciones, evidenciándolas, para fortuna y embeleso de residentes tijuanenses e inmigrantes.

    Como soy muy tragón, otra razón es la oferta culinaria que tiene Tijuana, que pocas tierras tienen y que es producto de esa diáspora que ha contribuido a diversificarla. No discrimina ni es discriminada, por eso se puede fusionar sin ambages, sólo es ofrecida y acogida con hospitalidad gastronómica. Se puede ir a degustar comida oaxaqueña a un restorán donde sirven mujeres vestidas de tehuanas, a uno de mariscos sinaloenses, a uno de sushi estilo Culiacán, a uno japonés donde venden sushi falso, no de Culiacán, a uno de carnes estilo Sonora, a uno de tacos atendido por poblanos en el que todos parecen hermanos, a uno de guajolotas y garnachas chilangas, a uno de chinos que han convertido su tropicalizada comida en una de las favoritas de los tijuanenses, pollo frito estilo haitiano, kak ik guatemalteco con carne de chunto, pupusa salvadoreña, totoposte hondureño o a uno donde cocineros tijuanenses han fusionado algunas de esas u otras comidas provenientes de tierras lejanas.

    Algún día que fui a un restorán oaxaqueño donde me había comido una tlayuda que en lugar de tasajo llevaba erizo de mar de Ensenada, volteé a ver el letrero que lo anunciaba: Comida fusión. Al salir pensé que la fusión culinaria es, a fin de cuentas, una fusión cultural en la que no existe segregación, es la convivencia con la otredad que finalmente nos habita y constituye.

    Siempre ha llamado mi atención lo que una buena parte de los tijuanenses dicen al referirse a su ciudad: Lo mejor de Tijuana es San Diego. Cuando ingresé a laborar en el Ayuntamiento de Tijuana, Jorge Hank Rhon, quien era el presidente municipal en turno, prometía convertir a Tijuana en San Diego. Sabía que no era posible, pero alentaba ese menosprecio. Curiosa aspiración malinchista que revela el desapego que le tienen a la tierra donde nacieron o que los adoptó.

    Antes de venir a este municipio, muy pocas veces había cruzado la frontera para ir a alguna ciudad norteamericana y si llegué a hacerlo no pasé de la franja fronteriza donde se encuentran las tiendas de productos gabachos pasados de moda, sobre todo ropa de mujer. Recuerdo la primera vez que, ya residiendo aquí, por cuestiones de trabajo fui a San Diego. Una dependencia de ese condado nos mostraba, mediante diapositivas, un Smart Growth que es un desarrollo urbano inteligente, donde hay vivienda, producción industrial, comercio y servicios al alcance de sus habitantes.

    La exposición la hacían en el área de juegos de una unidad habitacional con muchos edificios de varios pisos, un Infonavit gringo. No se escuchaba ni el más mínimo ruido. El área de juegos infantiles estaba impoluta. A mi lado estaba un funcionario de la dependencia del condado sandieguino a quien le pregunté cuándo se habitarían esos edificios. Su respuesta me dejó perplejo: Están todos habitados. Cuando me repuse de mi asombro lo único que atiné a decirle fue que habría que llevar a unos niños tijuanenses a que ensuciaran el lugar donde estábamos.

    En otra ocasión, fui a recoger al aeropuerto de esa ciudad a un argentino especialista en desarrollo urbano que radicaba en Brasil para que diera una conferencia a urbanistas y arquitectos de Tijuana. Al recogerlo me pidió que diéramos una vuelta por la ciudad de San Diego. Después del recorrido me preguntó que dónde estaba la gente, que parecía una ciudad muerta. Las únicas personas que estaban en la calle era una multitud de homeless, que son personas sin un lugar donde vivir. Todo era silencio. Recordé la novela Ciudades desiertas de José Agustín, que es un retrato de esa orfandad y vida silente de las ciudades norteamericanas.

    ¿En serio a eso aspiran los tijuanenses?, me preguntaba. Creo que es una quimera.

    Con excepción de las ciudades y pueblos que conservan sus construcciones y parte de la infraestructura que dejó la Colonia, Tijuana no es muy distinta a las demás ciudades que hay en México.

    Caótica, violenta e insegura

    En los diecisiete años que he vivido en Tijuana, me han tocado de cerca algunos sucesos violentos. El primero fue en 2008, cuando en la casa de la cúpula que está en la calle Ermita se dio un enfrentamiento entre el ejército y Eduardo Arellano Félix, uno de los líderes del cártel del mismo nombre. Hasta la fecha, en la fachada de esa edificación se pueden ver los agujeros que dejaron las balas. El día del suceso circulaba en carro por esa calle en compañía de mi esposa y unos soldados nos detuvieron. Sin saber qué estaba pasando permanecimos inmóviles dentro del vehículo. Sólo se escuchaban las detonaciones. Después de unos minutos, los militares nos apuraron para que nos retiráramos.

    El otro fue en 2009. A finales de diciembre de ese año había salido de la ciudad a vacacionar con mi esposa e hijos. Por cuestiones de trabajo tuve que regresar a Tijuana, sin mi familia, un día antes de fin de año. Dado que las llaves de mi casa las había dejado con nuestro vecino don Juvencio, un hombre de unos ochenta años, jubilado, con quien teníamos confianza y un trato cordial, fui a su casa por ellas. Al darse cuenta de que había vuelto solo, me invitó a recibir el año nuevo con su parentela, convite que acepté. Ese mismo día, unos amigos me llamaron por teléfono para que fuera a recibirlo con ellos. Preferí esa segunda opción y no le avisé a mi vecino.

    Después del festejo, en la madrugada del día primero de 2010, regresé a mi casa. Desde la puerta de la cochera hasta un vehículo que estaba estacionado en la acera, alguien había colocado un listón amarillo de esos que se usan para evitar el paso. Lo retiré y guardé mi carro. Al medio día me preparé un café, fui a la casa de don Juvencio a darle el abrazo de año nuevo y a ofrecerle mis disculpas por no haberle avisado. Toqué varias veces, grité su nombre sin que hubiera respuesta. Fui a comprar algo a la tienda que estaba en la esquina y ahí me enteré de que, en la noche del día treinta y uno, a él y a once miembros de su familia, incluyendo niños, los habían asesinado dentro de su casa. Ese día no me tocaba, volví a nacer.

    Al final de la década de 2000, los secuestros, el pago de piso y las incursiones de los narcotraficantes estaban en el zenit. Recuerdo a la mayoría de los locales en el bulevar Agua Caliente con letreros de se renta. Algunos conocidos que contaban con dinero para hacerlo se fueron a vivir a San Diego, otros huyeron a vivir a otro estado de la república y en algún segmento de la población había zozobra. Esos hechos me afectaron personalmente, pues fueron el detonador para que la madre de mis hijas se fuera de Tijuana para no volver. No sé el porqué, pero yo seguí aferrado a los brazos de la ninfa Calipso tijuanense.

    Actualmente, la cifra de muertes violentas es mayor a la registrada entonces. Por todos los medios nos restriegan la cantidad de asesinatos que ocurren diariamente. Lo paradójico es que, a pesar de eso, ahora nadie se quiere ir. Incluso florecen todo tipo de establecimientos nuevos: bares, cafés, restoranes, gimnasios, cerveza artesanal. ¿Será por la ninfa Calipso tijuanense? O será porque, como dice Rosa Montero en su libro La ridícula idea de no volver a verte, las relaciones conflictivas duran más que las amorosas.

    Ahora, los letreros de se renta están en edificios que sirven, en su mayoría, de alojamiento a gabachos que trabajan en San Diego. Vienen a Tijuana porque los costos de alquiler son muy baratos comparados con los de aquella ciudad fronteriza.

    En contraste, a inicios de 2020, tuve que permanecer dos meses en la Ciudad de México. Durante ese lapso, en el edificio donde estaba el departamento que habitaba temporalmente se robaron la motocicleta de uno de los vecinos, a dos cuadras, una trifulca callejera culminó con dos muertos y me asaltaron en un microbús, transporte equivalente a los taxis de Tijuana. Entendí las razones por las que las personas que se trasladaban en transporte público sólo llevaban dinero suficiente para pagarlo, no portaban alhajas a no ser que fueran de bisutería. Viajaban en constante alerta. Además, el tráfico era abrumador, las vías rápidas se convertían en enormes estacionamientos, se podían hacer horas para llegar al destino, nadie respetaba a los peatones, al contrario, había vendedores ambulantes invadiendo el arroyo de las calles, bicicletas ecológicas abandonadas por todas partes, inseguridad latente, gandallismo y algunas más.

    Un día que caminaba por las calles de esa ciudad, absorto en mis pensamientos, el ruido del choque de dos automóviles me espabiló. Los conductores salieron de sus vehículos y comenzaron a lanzarse toda clase de insultos. Uno de ellos empuñó una pistola y amenazó al otro. Yo preferí apartarme rápido de la escena, no fuera a ser que una bala perdida me alcanzara. Caminé de regreso y con prisa hacia el departamento donde residía sin voltear siquiera de reojo.

    Después de todo lo que vi en la Ciudad de México y que sospecho se da igual en cualquier parte del país, confirmé que los calificativos de caótica, violenta e insegura que se le imputan a Tijuana son los mismos, pero exacerbados. Todos estamos en el infierno. ¿Será tan diferente vivir en este lugar de fuego?

    Las referencias

    En 1970 estuve en Tokio, Japón. El primer día de mi estancia en esa ciudad me dispuse a conocerla. Al salir del hotel en el que me hospedaba, personal de la administración me entregó un mapa en el que venían marcados sus sitios más importantes. Eso obedecía a que no había nomenclatura en las calles, no se usaban los domicilios y a los taxistas había que señalarles, en esa carta geográfica, los lugares que uno quería conocer para no perderse.

    La primera vez que por cuestiones de trabajo tuve que salir a la calle en Tijuana, evoqué esa visita. Mi jefa me pidió que fuera al bulevar O’Higgins a recoger unos documentos. Dado que no conocía la ciudad le pregunté por dónde estaba ese lugar y me dio las indicaciones: Te vas por el bulevar Ferrocarril hasta casi donde termina y una cuadra antes lo vas a ver, le das a la derecha y después de un Calimax está una casa de color verde y ahí te van a entregar los documentos.

    Con esas indicaciones y sin la ayuda de Google Maps, que entonces no existía, salí rumbo a mi destino. Me puse la perdida de mi vida. Para comenzar, nadie sabía cuál era el bulevar Ferrocarril. Casi una hora después supe que llevaba todo ese tiempo circulando por el mismo, pero su nombre había cambiado a Federico Benítez. Una vez que me ubiqué, al llegar al final de esa vía, no vi ni un solo señalamiento que me indicara el O’Higgins. Me la pasé preguntando dónde estaba esa calle y nadie la conocía. Cuando casi me daba por vencido y sintiendo que no iba a cumplir con mi primer cometido, me paré en una gasolinera. El despachador me aclaró todo.

    —Este es el bulevar O’Higgins, jefe, lo que pasa es que todos lo conocemos como la Benton —me explicó con una mirada de extrañeza.

    Después de dos años dejé de trabajar en el gobierno municipal. En los siguientes seis me dediqué a hacer encuestas, la mayoría casa por casa. Era frecuente que las personas a las

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