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La ley de la calle.: Policía y sociedad en la Ciudad de México, 1860-1940
La ley de la calle.: Policía y sociedad en la Ciudad de México, 1860-1940
La ley de la calle.: Policía y sociedad en la Ciudad de México, 1860-1940
Libro electrónico830 páginas11 horas

La ley de la calle.: Policía y sociedad en la Ciudad de México, 1860-1940

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Este libro invita al lector a pensar históricamente la relación entre policía y sociedad en la Ciudad de México mediante un recorrido por las instituciones, los espacios, los sujetos y sus prácticas desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX. Al indagar sobre estos aspectos, se dibuja el rostro social de los sujetos que conformaron la polic
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 dic 2023
ISBN9786075645605
La ley de la calle.: Policía y sociedad en la Ciudad de México, 1860-1940

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    La ley de la calle. - Diego Pulido Esteva

    Nombre: Pulido Esteva, Diego, autor.

    Título: La ley de la calle : policía y sociedad en la Ciudad de México, 1860-1940 / Diego Pulido Esteva.

    Descripción: Primera edición electrónica. | Ciudad de México : El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 2023.

    Notas: Requisitos de sistema: Programa lector de archivos ePub. | Versión en libro electrónico de la edición impresa.

    Identificadores: ISBN 978-607-564-498-1 (impreso). | ISBN 978-607-564-560-5 (ePub).

    Temas (BDCV): Policía – Ciudad de México – Historia – Siglo XIX. | Policía – Ciudad de México – Historia – Siglo XX. | Seguridad pública – Ciudad de México – Historia – Siglo XIX. | Seguridad pública – Ciudad de México – Historia – Siglo XX. | Fuerza policiaca – Ciudad de México – Historia – Siglo XIX. | Fuerza policiaca – Ciudad de México – Historia – Siglo XX. | Corrupción policiaca – Ciudad de México – Historia – Siglo XIX. | Corrupción policiaca – Ciudad de México – Historia – Siglo XX.

    Clasificación DDC: 363.2/097253/09034 – dc23

    Primera edición impresa, 2023

    Primera edición electrónica, 2023

    DR © El Colegio de México, A.C.

    Carretera Picacho Ajusco No. 20

    Ampliación Fuentes del Pedregal

    Alcaldía Tlalpan

    C.P. 14110

    Ciudad de México, México

    www.colmex.mx

    ISBN impreso: 978-607-564-498-1

    ISBN electrónico: 978-607-564-560-5

    Conversión gestionada por:

    Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2023

    +52 (55) 52 54 38 52

    contacto@ink-it.ink

    www.ink-it.ink

    ÍNDICE

    Introducción

    Agradecimientos

    PRIMERA PARTE

    El sistema policial mexicano

    I. Del buen gobierno a la seguridad

    Antes de los policías: alcaldes de barrio y serenos

    Transiciones y migraciones semánticas

    La policía de seguridad

    Coexistencias: policías conciliadas

    Conclusiones

    II. experiencias policiales híbridas

    Después del alcalde de barrio: policía y justicia pedánea

    Los primeros cuerpos policiales en la ciudad de México, 1824-1861

    Del vecino honorable al empleado

    Autoridad y prácticas de los policías vecinos

    Conclusiones

    III. Modernizar el sistema policial

    Diseño y tendencias generales

    La burocracia policial: gestionar información

    Las fuerzas policiales uniformadas, armadas y asalariadas

    Conclusiones

    SEGUNDA PARTE

    Los espacios

    IV. La cartografía policial

    Espacio urbano y razón policial

    Las demarcaciones policiales y el territorio urbano

    Conclusiones

    V. Los nodos policiales y su arquitectura

    Las comisarías y otros establecimientos policiales

    Arquitectura y edificios policiales

    Del diseño funcional a las prácticas

    Conclusiones

    VI. Patrullar la calle y los lugares sensibles

    La calle como un punto seminal: de los rondines a las radiopatrullas

    Las rondas y los escenarios conflictivos

    Disputar y negociar el espacio

    Conclusiones

    TERCERA PARTE

    Los sujetos

    VII. Los inspectores

    Proximidad y lealtades: entre el ayuntamiento, el gobernador y el gabinete presidencial

    Los inspectores: una descripción sucinta

    1880-1904: formación y consolidación

    1904-1920: crisis y recomposición

    1920-1940: la policía y el orden posrevolucionario

    Inspectores civiles

    Conclusiones

    VIII. Los comisarios

    Una policía de oficina

    Los empleados de las comisarías

    Estirar la ley: prácticas y negociaciones de los empleados en las comisarías

    Conclusiones

    IX. Los gendarmes

    Número, reclutamiento y salarios

    Enrolamiento, jerarquización y sueldos de los gendarmes

    Gendarmes o policías artesanos

    Los policías técnicos

    El oficio de gendarme. Rutinas e indisciplinas

    Conclusiones

    CUARTA PARTE

    La cultura

    X. Profesionalización y prácticas de escritura policial

    Escuelas e instrucción formal

    La palabra escrita y su utilidad práctica: manuales, prontuarios y diccionarios

    Producción y apropiación de saberes: Carlos Roumagnac y Benjamín Martínez

    Revistas de policía: dos ciclos de producción

    Radiografía de su contenido: de la propaganda a la técnica

    Congresos policiales: flujos de información del mundo atlántico a Norteamérica

    Conclusiones

    QUINTA PARTE

    Las prácticas

    XI. Los límites de la autoridad: ultrajes, desacatos y confrontación

    Desprecio y ultrajes contra una autoridad de primer contacto

    Resistencias a arrestos

    Descontento y enojo: del desacato a la confrontación

    Policías versus militares

    La autoridad subvertida: enfrentamientos colectivos, motines y la toma de la calle

    Conclusiones

    XII. Violencia policial: atropellos, torturas y ejecuciones

    Autoridad abusiva

    Torturas y vejaciones

    Ejecutar órdenes

    Conclusiones

    XIII. Astucia callejera, tramas de la informalidad y corrupción organizada

    Acusaciones anónimas e informes confidenciales

    El vocabulario de la corrupción y la corrupción de los conceptos

    Los negocios de la policía: la mordida y los sistemas de cuotas

    Beneficiarse de economías de prohibición

    ¿Los mirones son de palo? La policía y la prensa

    Conclusiones

    Consideraciones finales

    Siglas, referencias y bibliografía

    Sobre el autor

    INTRODUCCIÓN

    "Le digo a usted que la policía mexicana es, sin lugar a dudas, el mejor sistema de gangsters organizados en el mundo", señaló uno de los informantes que entrevistó el antropólogo Oscar Lewis a mediados del siglo xx.¹ El testimonio también pudo aparecer en alguna queja, reporte u otro documento, pues ésta era una percepción bastante generalizada en torno a los agentes encargados del orden y la seguridad urbanos, especialmente entre los sectores populares de la capital del país. Pese a su ya larga presencia en la ciudad de México, las relaciones entre la policía y la sociedad urbana han sido insuficientemente estudiadas. Su centralidad en cuanto a la reglamentación y regulación del orden público en la cotidianidad parece haber pasado desapercibida, pues no contamos con un estudio en profundidad de esta institución, de quiénes la integraban y, menos aún, de las resistencias y negociaciones de sujetos caracterizados por su fragilidad y vulnerabilidad frente al control impulsado desde el poder público.

    I

    ¿Por qué y en qué medida un elemento fundamental para armonizar la vida pública de la capital virreinal se transformó en una institución profundamente desacreditada?, ¿cómo se adaptó un organismo encargado del orden urbano a las transformaciones espaciales y sociales de la ciudad? Y, por último, si las formas jurídicas distaron de las prácticas, ¿qué mecanismos desarrolló la policía en la gestión del orden? O, dicho de otro modo, ¿cómo se definieron y negociaron los límites del desorden? Cualquier tentativa para responder a estas interrogantes requiere una reflexión histórica que dé cuenta de la dimensión institucional, social y urbana de la policía en la ciudad de México. Debido a una elección metodológica y por razones expositivas, cada eje mencionado se desarrolla por separado sin presumir que la experiencia ni los hechos analizados ocurrieron de manera fragmentada, ni tampoco pretender que se trata de estancos incomunicados.

    Pese a rastrear cambios conceptuales que ocurrieron desde finales del periodo virreinal, los límites cronológicos de esta investigación arrancan en el último tercio del siglo xix y se interrumpen al mediar el xx. No debe sorprender, entonces, que se pondere el estudio de las continuidades entre regímenes políticos distintos porque la consolidación del poder policial estuvo vinculada con la formación del Estado en toda su amplitud, pero, sobre todo, con el gobierno de las costumbres. Asignar fechas a ambos fenómenos es arbitrario, mas necesario, y exige una mínima justificación.

    Durante el lapso que va de 1860 a 1940 no sólo surgió el sistema policial moderno, sino que éste funcionó sobre bases estables. El primer corte corresponde, en sentido estricto, a la creación de la Inspección General de Policía del Distrito Federal. Esa fue la primera condición para coordinar los componentes administrativos y judiciales. A partir de entonces, la policía se estructuró en tres niveles pretendidamente articulados. En primer lugar, contó con un brazo burocrático representado por las comisarías, donde el personal de oficina procuró administrar las faltas, generar información y archivarla, así como realizar las averiguaciones sobre los delitos. En segundo lugar, se desplegó territorialmente por medio de una fuerza armada que patrulló las calles, plazas y comercios. Por último, una rama encubierta se encargó de investigar mediante un cuadro de agentes secretos que se infiltraban y camuflaban —a veces con sospechosa eficacia— en el denominado mundo del hampa. Muchos de ellos conocieron por experiencia esos ámbitos y, por ende, fueron determinantes en negociar adentro y afuera de la legalidad con los marginales y transgresores.

    Evidentemente, es posible reconocer etapas y ritmos divergentes dentro de ese largo periodo, tanto en razón de las instituciones policiales como de las características de la propia urbe, así como de las clases sociales y la interrelación conflictiva entre los sectores populares y la policía. En la primera etapa fueron fundamentales los gobiernos liberales —sobre todo durante el porfiriato—. En este periodo se reorganizaron los servicios policiales, ampliando la base de reclutamiento entre los pequeños comerciantes, trabajadores de la calle, artesanos y desempleados, cuyos hábitos usualmente contrariaban el proyecto de disciplinar el espacio público, haciendo de sus pares sociales el principal punto de intervención. La segunda etapa emerge de una crisis de autoridad exhibida por la Revolución, cuando por un lapso se impulsaron alternativas que reclutaron a ciertos sectores de la población urbana por medio de milicias. Éstas no desplazaron a las policías que, si bien eran inestables como el resto del gobierno de la ciudad en la fase de mayor violencia, se estructuraban con base en lealtades hacia la facción dominante. Entretanto, la autoridad del gendarme se veía mermada por militares y combatientes que vulneraban el orden público con notoria impunidad. Por último, los regímenes que emergieron de la lucha armada revolucionaria impulsaron cambios importantes en el gobierno local y, de 1920 a 1940, también se exacerbó el orden y la seguridad en la agenda política urbana.

    Desde dentro, parecía imposible pensar en una sola corporación dada la heterogeneidad social de sus miembros. Unir en una sola cadena de mando el brazo armado y las oficinas públicas no brindó una solución satisfactoria. Es cierto que el incipiente aparato burocrático terminó por definir los rasgos en la concepción de una policía tecnificada y autoproclamada científica. Sin embargo, la alegada profesionalización encontró cerradas las puertas del mando y su incidencia en otras ramas de la corporación fue bastante limitada. Así, el estudio se interrumpe con la exclusión legal del mando a los civiles como un hecho relativamente inconsecuente en la práctica, pero muy significativo en el mensaje de quién podía conducir legítimamente la seguridad y el orden. Con los reglamentos cardenistas figuró, por primera vez, una fórmula según la cual el mando supremo de la policía preventiva correspondía al presidente de la República, tal como si se tratase de las fuerzas armadas. Fue el momento culmen de un proceso secular de deslinde institucional. Otrora materia municipal, la conducción de la policía fue extraída primero de la órbita del ayuntamiento y luego, hasta cierto punto, sería disputada por los funcionarios responsables del gobierno del Distrito Federal, especialmente cuando el Ejecutivo local y el federal discreparon en sus decisiones en torno al manejo de la policía.²

    En las leyes, reglamentos y decretos, los tres brazos comandados por el inspector de policía constituyeron un sistema policial coherente en sus formas, pero desacoplados en la práctica. Se conformaron, esquemáticamente, por actores sociales en conflicto: élites políticas en la inspección, sectores medios en las oficinas y clases populares en la base. Estos últimos tendieron a ser desempleados con algún oficio que se encargaban de patrullar las calles, plazas y, en general, su principal función fue velar por el orden, prevenir y perseguir delitos. A menudo, la proximidad social y su pertenencia al barrio sugieren que estos agentes tuvieron una relación ambivalente con la población capitalina. Los policías intervenían en una miríada de escenarios públicos y semipúblicos esenciales en la vida de los capitalinos: comercios de índole diversa, vecindades, mercados, lavaderos, plazas y, por encima de todo, la calle. Casi todas las prescripciones que regulaban la ciudad y sus rumbos populares eran motivo de conflicto. No sólo por la distancia entre el deber ser y el peso de las prácticas, sino porque la mediación de los policías era experimentada, cuanto menos, como una intervención indeseable. En otras palabras, los usos aceptables del espacio público, cada vez más normado como parte de un proceso de atemperación social.

    Gestionar la disciplina y los límites del desorden ocasionó enojo, desacato e insubordinación que, a la postre, expresaron hostilidad. La apuesta, entonces, fue examinar el carácter conflictivo de las relaciones entre los funcionarios policiales y la población urbana. De este modo, se buscó restituir la dimensión social del ejercicio del poder policial y, sobre todo, dar voz a quienes desde la sociedad protestaron, desafiaron y negociaron tanto en la calle como en las comisarías. Comúnmente, emitían estas voces, en calidad de vecinos, miembros de las clases trabajadoras, pequeños comerciantes e, incluso, sectores medios. En el fondo, unos y otros dirimían disputas sobre el uso del espacio, su normatividad y el empleo de la fuerza pública. El acento estaba puesto en el rostro humano de la institución.

    II

    Se han publicado importantes obras en torno al binomio crimen y castigo, en particular desde el punto de vista de la justicia penal y la historia de la violencia,³ pero aún no se ha explotado a cabalidad la dimensión social y urbana del poder policial ni su relación con los sectores sociales con los que estaba en contacto y, más de una vez, también en conflicto. Esta dimensión es, en realidad, la que daba sentido a la policía, pues el orden urbano que pretendía imponer se enfrentaba a prácticas sociales refractarias a las regulaciones. La historia de esos desacatos contra una instancia del gobierno casi ubicua exhibe las relaciones de las clases populares urbanas con las policías. En sus archivos se registraron comportamientos considerados inmoderados, transgresores e incluso criminales, lo cual permite releer el control social con base en estrategias para mitigar, resistir y, en ocasiones, negociar con el poder público. Estos roces amplían significativamente la posibilidad de conocer el conflicto social. Puede admitirse, por un lado, que las reglas siguieron los cánones de civilidad suscritos por una élite letrada y se aplicaron de manera discrecional, vulnerando especialmente a los sectores sociales menos favorecidos. Por el otro, también es cierto que la policía resultó confrontada, principal pero no exclusivamente, por las clases populares.

    En el reciente adelanto de la historiografía sobre criminalidad, instituciones de castigo y control social en América Latina, México no ha sido la excepción, pero el estudio de las policías puede considerarse todavía limitado.⁴ Desde la publicación de varios trabajos que incursionaron de manera sistemática y con enfoques que van de lo jurídico e institucional a lo social y cultural, el Estado, la policía y su interacción con la sociedad son fenómenos sólo conocidos de modo fragmentario.⁴ En pocas palabras, sorprende lo mucho por explorar para las investigaciones centradas en la historia de la policía. No es mi intención en estas páginas examinarlas de manera individual y pormenorizada. Basta apuntar que la mayoría tiene escaso interés en comprender socialmente a la policía y tampoco ha explicado de modo satisfactorio los cambios a través del tiempo ni el fluido y casi inherente desliz en prácticas ilegales, cuyos indicios apenas comienzan a leerse en fuentes archivísticas de índole diversa.⁵ Es difícil saber por qué las policías urbanas se mantuvieron relativamente al margen del examen histórico. No es mero accidente que la policía rural cuente con estudios ahora clásicos. Los trabajos de Paul Vanderwood al respecto no sólo contaron con merecida aceptación, sino que eclipsaron otras organizaciones policiales, como las gendarmerías municipales. También de creación juarista, la cronología de esta institución se diferencia de los rurales —desaparecidos en 1914— en que perduró hasta finalizar la década de los años 1930. A pesar de su dilatado arco temporal, los trabajos sobre esta organización han destacado las primeras etapas del porfiriato. Los últimos años del mandato de Díaz, en cambio, han sido menos estudiados en materia de policía urbana, no obstante su importancia en el orden público de la capital. Estudiar las continuidades entre ese periodo y los regímenes subsecuentes permite entender procesos que se han mantenido todavía al margen de la investigación histórica.

    He dicho que la historia de la policía apareció en forma subsumida al estudio de la criminalidad, la asistencia, el castigo y, acaso en menor medida, sobre los estallidos de violencia colectiva. Pese al provechoso uso de sus archivos, los sujetos que conformaron esta institución fueron ignorados. Pero antes de estos acercamientos, hubo una historia de carácter institucional desarrollada por policías fuera de funciones y periodistas. Corresponde con una visión internalista, teleológica y autoelogiosa que se difundió de manera fragmentaria en las revistas de policía para envanecerse de los supuestos progresos de la corporación en su evolución hacia la policía técnica. Es decir, eran recuentos de hechos que obedecían al proceso de invención de la tradición. Con todo, fue una práctica menor en el contexto mexicano. En comparación con otras latitudes, los policías escritores fueron casi ágrafos en lo que concierne a su propio pasado, como se advierte en la escasez de historias institucionales.

    Por ambos motivos, el estudio histórico de la policía en México es todavía inacabado. Además de los análisis pioneros y de la renovada historia de la cuestión criminal, en los últimos años se ha ponderado la importancia de comprender históricamente el poder policial, para lo cual es pertinente insertar las discusiones formuladas desde otros contextos sobre sistemas policiales.⁷ Varias de éstas han mostrado que el ejercicio de la policía fue arrancado a los vecinos honorables y pequeños funcionarios que también concentraban facultades judiciales. En su lugar aparecería una institución que adquirió rasgos burocráticos definitorios durante el periodo de modernización de los cuerpos de seguridad. Burocracia y fuerza armada fueron rasgos fundamentales en la transformación de las policías en el mundo iberoamericano durante el tránsito del siglo xix al xx. Lejos de mantenerse al margen, la policía de la ciudad de México pasó de un sistema de Antiguo Régimen hacia otro moderno. Así, la concepción de una policía de oficina, administrativa y técnica dedicada a investigar, identificar y archivar se complementó con otra que la definía como cuerpo armado empeñado en vigilar, arrestar sospechosos y gestionar tanto el orden urbano como la seguridad pública.

    Los esfuerzos por gobernar los comportamientos no entrañan de manera forzosa el paso de una urbe desordenada a una sociedad disciplinaria. Incluso una visión reduccionista y plegada a las nociones de gobernabilidad había dejado al margen el análisis de los saberes policiales, las técnicas y tecnologías, y cómo la policía produce saber acerca de la sociedad. Resulta necesario leer con atención el inmenso texto policial sobre la base de fragmentos e indicios que van desde fichas, padrones e informes hasta la producción de la verdad judicial.

    Para comprender la interacción entre el poder policial y los sectores populares urbanos es necesario, primero, caracterizar socialmente a las policías. Si la diversa composición social de esta institución mermó su espíritu de cuerpo, cabe preguntarse sobre los conflictos internos, relaciones de subordinación y prácticas de explotación. En este sentido, darle un rostro a la policía permite advertir la confluencia de perfiles heterogéneos con jerarquías de clase dentro de ésta.⁹ Es decir, las diferencias pudieron acentuarse entre el inspector y su reducido cuadro de agentes, entre la burocracia de las comisarías y los gendarmes, pero la experiencia fue menos esquemática.

    Una imagen matizada sobre la conformación social de las policías permite, en segundo lugar, desestimar relaciones dicotómicas entre la policía y los civiles. Siguiendo esta pista, es posible releer en los roces, desacatos y desafíos cotidianos cómo se construyó la autoridad de los policías en la práctica. Más allá del orden jurídico para procurar la convivencia social, la seguridad y la prevención del delito, los policías desarrollaron prácticas a menudo contrarias a lo oficialmente dispuesto que, del porfiriato hasta finales de la década de los años 1930, revelan la gradual sistematización de extorsiones, sobornos y violencias. De la calle a las comisarías, y de éstas a los cargos más encumbrados, se lucró con base en el denominado sistema de cuotas o mordidas. Se trató de una cadena de explotación interna y externa. Dentro, los agentes enfrentaron descuentos y vejaciones. Hacia afuera, extorsionaron, intimidaron y emplearon diversas formas de violencia.

    Por lo aquí expuesto, considero que la historiografía todavía no ha apreciado la dimensión política, social y cultural del poder policial en el México moderno. Además de la agenda securitaria propia del proceso de construcción del Estado del porfiriato al cardenismo, la policía gestionó el orden y el desorden urbano en la capital del país, una ciudad inscrita en un contradictorio proceso modernizador. Por si fuera poco, la policía durante ese periodo atestiguó la conflictividad que resultó al pasar de un agente de proximidad, honorífico y vecino, a una fuerza uniformada, jerarquizada, asalariada y cada vez más ajena a la comunidad. Todo ello plantea una sugerente agenda temática para el historiador.¹⁰

    Salvo contadas excepciones, estas referencias han mostrado fragmentos de una historia susceptible de integrar la continuidad cronológica de 1860 a 1940. Sería inexacto afirmar que la policía de la ciudad de México se ubica en los márgenes de esta renovada historiografía, pero también lo sería suponer que este campo de estudio ha sido agotado. En particular, se extrañan trabajos que, desde una perspectiva social, entiendan el perfil de los agentes y su interacción con la población urbana, y que exploren con detalle la estratificación social, laboral, salarial, así como las condiciones de trabajo e, incluso, las transgresiones y conflictividad y su relación con el estudio histórico de procesos de urbanización.

    III

    El libro se compone de cinco ejes analíticos. En primer lugar, se centra en la conformación de la policía moderna. Allí son relevantes cambios conceptuales, así como el impulso de distintos modelos y formas de organización, la asignación de recursos y la promulgación de reglamentos que normaron el comportamiento de los policías. Por ello, la primera parte examina el sistema policial que se configuró desde finales del siglo xviii hasta la primera mitad del xx. El diseño institucional constituido entre 1860 y 1940 fue mermando la tradición municipal de policía y buen gobierno casi hasta desaparecerla. En su lugar, apuntaló un sistema policial guiado por un modelo estatista y centralizado en un inspector o jefe, una fuerza pública y una serie de oficinas. Esa heterogeneidad de funcionarios que recibían un salario del presupuesto federal dejó atrás el esquema que había combinado los modelos vecinal y militarizado.

    La segunda parte presume que la policía tuvo una relación estrecha con la ciudad. De hecho, es tan riesgoso como sugerente insinuar que modificó la manera de entender el espacio urbano con base en demarcaciones territoriales. Por medio de éstas se integró administrativamente la urbe en aras de ordenar el ámbito público y su amplísima materia. A esto se sumó una precaria pero creciente infraestructura en seguridad animada por la idea de optimizar la administración y vigilancia de la urbe. Alojada originalmente en casas particulares arrendadas, la presencia edilicia de la policía amerita mayor atención que la prestada hasta ahora. Al mismo tiempo, el patrullaje conformó una experiencia para aprender sobre la ciudad. Sus comercios, diversiones y riesgos fueron reconocidos palmo a palmo por los verdaderos flâneurs de oficio que deambulaban por calles, plazas, mercados y edificios públicos. Para estructurar la excesiva información, se reconocen tres escalas: las demarcaciones que facilitaron administrar el territorio, las comisarías en su calidad de nodos de la burocracia y, por último, los rondines cotidianos, especialmente en los lugares que facilitaban la acción de los policías, tales como comercios, lugares de ocio y la calle. Así, la progresión de las tres escalas permite dimensionar incidentes variados en la relación de la policía con el espacio.

    El tercer conjunto de capítulos ofrece una mirada desde adentro de la institución, emergiendo distintos perfiles sociodemográficos entre los sujetos que conformaron la policía. Los inspectores eran generalmente cercanos al poder político y, en su mayor parte, ostentaron un grado militar y algo de prestigio en las armas. Quedaron casi al margen los policías técnicos. Debido al incremento de las burocracias, los empleados en las comisarías y otras oficinas desarrollaron habilidades técnicas. En cambio, se buscó que la fuerza pública fuera disciplinada y ordenada a la usanza del ejército. En realidad, la gendarmería a pie estuvo conformada por desempleados que generalmente poseían algún oficio pero optaban por enrolarse, éstos acusaron una escasa vocación, casi nulo entrenamiento y un trabajo vilificado o con poco aprecio tanto por las élites como por los sectores medios y populares. Finalmente, es posible entender que estos funcionarios públicos desempeñaron trabajos todavía poco visibles en la historia social sobre contextos mexicanos. En resumen, este tercer eje reconstruye los perfiles policiales con base en los presupuestos de egresos, contratos de enrolamiento e información documental sobre los empleados de la inspección general, las comisarías y las gendarmerías. Esto permite desmenuzar la heterogeneidad socioprofesional de los actores que componían la policía.

    La cuarta parte se adentra en la cultura policial. Entre las omisiones —incluso negaciones— en nuestro conocimiento sobre la policía, figuran saberes y técnicas desarrollados por una institución cuyos miembros tuvieron un capital cultural muy desigual, como se reflejó en una amplia gama de registros: desde los partes diarios, la relación breve y el levantamiento de información para los padrones de población, hasta el informe confidencial o bien publicaciones entre las que figuraron libros, manuales y revistas. Además de esta copiosa producción de documentos escritos, hubo un creciente interés por la instrucción formal técnica, así como una escasa pero sugerente cantidad de encuentros organizados tanto a nivel nacional como internacional. Así, la circulación del saber policial por medio de boletines, revistas especializadas y, finalmente, congresos nacionales, crearon un flujo de información de carácter pragmático sobre transgresiones de índole diversa. Hasta cierto punto, en esa producción discursiva es posible advertir algunos imaginarios sobre la policía para su consumo, como expresiones autoelogiosas y celebratorias de la heroicidad policial.

    La quinta y última parte se adentra en las prácticas. Con ello se destaca la formación de acuerdos producidos en la calle: reglas y códigos no escritos que normaron situaciones concretas. Adquirió relevancia una especie de astucia callejera que tendió a sobreponerse, complementar o sustituir la calificación técnica del oficio y las actividades de los agentes. En la tensa relación con la población afloraron conflictos y negociaciones con sujetos urbanos en calles, plazas, mercados y otros ámbitos de la ciudad de México. La ley en la calle sería un título más preciso, pero igualmente válida es la preposición de para subrayar que la discrecionalidad y la inmediatez han sido un componente importante en la aplicación de normas y reglamentos policiales. Éstos en nada son ajenos a acuerdos y negociaciones que normalizaron una serie de arreglos marcados por la prevaricación y el cohecho. Por su parte, la construcción social de la autoridad policial muestra la fragilidad en el contacto inmediato con la población. En suma, esta investigación sobre la policía se centra en la institución encargada de velar por la seguridad y el orden sin descuidar un enfoque más rico: la interacción de los agentes con la sociedad urbana, poniendo énfasis en los sectores populares.

    Dicha interacción resultaría en diversos conflictos, resistencias y negociaciones que iban del desacato a la confrontación y el motín. En particular, pretende conocer el conflicto que se desarrollaba en espacios urbanos. Casi todos refieren cómo el conflicto, la negociación y la corrupción fueron moneda corriente en sus encuentros con la policía. Esto enfrentó a los sectores populares con leyes formales y acuerdos profanos. De este modo, los comerciantes, trabajadores y una variedad de actores etiquetados como sospechosos, tanto por funcionarios como por la prensa sensacionalista, desarrollaron estrategias para protegerse de extorsiones, así como denunciar los sistemas de cuotas y la discrecionalidad de los agentes.

    Agrupados en los cinco ejes mencionados, los capítulos recorren instituciones, sujetos y escenarios urbanos. Cada uno desarrolla problemas específicos para complementar nuestro entendimiento de lo policial en su carácter administrativo, es decir, como una experiencia que resultó de la tensión entre normas escritas, hábitos sociales y decisiones discrecionales. Esto es, por variados que sean los elementos desarrollados en este libro, la policía aparece como una instancia para negociar y poner límites al desorden público. Esto es, se advierten por un lado sus límites y, por el otro, quedan al margen otras facetas del fenómeno policial, como el examen de la policía judicial o bien de la vigilancia política. El autor se limitó a examinar el gobierno de las cosas menudas y, con ello, prefirió delegar a otros acercamientos el examen de dichos fenómenos, pues conducen a discusiones y problemas sumamente divergentes. En la semblanza sobre Joseph Fouché, Stefan Zweig reprodujo las palabras de Talleyrand: el ministro de policía es un hombre que se ocupa, en primera línea, de todos los asuntos que le importan; y, en segundo lugar, de todos los que no le importan.¹¹ Dentro de la heterogeneidad de hechos que pudieran imaginarse, este libro recala solamente en la esfera de acción de la policía urbana durante un periodo en que sus atribuciones hibridaron lo administrativo y lo judicial.

    ¹ Lewis, Los hijos de Sánchez, p. 381.

    ² Los procesos de centralización política que limitaron y, a la postre, anularon el ayuntamiento de México y otras jurisdicciones del Distrito Federal han sido objeto de varios estudios. Véase: Rodríguez Kuri, La experiencia olvidada y, del mismo autor, La ciudad oficial, pp. 417-482. Al respecto, también véase: Hernández Franyuti, El Distrito Federal. Sobre las clientelas y el corporativismo en el gobierno del Distrito Federal: Davis, Urban Leviathan. Lejos de transformar radicalmente los cuerpos de seguridad, la Revolución mexicana aceleró la centralización de la policía, sobre todo a partir de 1928, con la creación del Departamento del Distrito Federal. Véase: Reglamento orgánico de la policía preventiva del Distrito Federal,

    dof

    , 19 de octubre de 1939, pp. 2-11. Bases generales,

    iv

    .

    ³ Entre otros balances, véanse: Speckman, Disorder and Control, pp. 371-389; así como Aguirre y Salvatore, Writing the History of Law, pp. 1-32; y, por último, Caimari y Sozzo, Introducción: historia y cuestión, pp. 9-25.

    ⁴ Entre otros, véase: Barrera, El caso Villavicencio; Piccato, City of Suspects; y Speckman, Crimen y castigo. Asimismo, el número 94 de la revista Antropología (enero-abril de 2012) está dedicado a la historia de la policía en México del siglo

    xviii

    al

    xxi

    , así como Dávalos, Franyuti y Pulido (eds.), Orden, policía y seguridad.

    ⁵ Valga mencionar Los rurales mexicanos y Disorder and Progress de Paul Vanderwood. Véase Santoni, La policía. Por su parte, Laurence Rolhfes se ocupa de un periodo más amplio, pero interrumpe su estudio con el estallido de la Revolución.

    ⁶ Tampoco hubo periodistas importantes que se ocuparan de inventar la tradición policial mexicana. Acaso se publicaron algunos artículos en las propias revistas de policía, textos fragmentarios y algunas cronologías. Para uno de los pocos libros con esas características, véase: Íñigo, Bitácora de policía.

    ⁷ Los primeros estudios sistemáticos fueron: Rohlfes, Police; y Santoni, La policía. Por su parte, en México transformaron el estudio histórico de la criminalidad dos obras fundamentales: Speckman, Crimen y castigo; y Piccato, City of Suspects. Acerca de la renovación de la investigación histórica sobre las policías, véase: Milliot, 2008, Mais que font, p. 11; Milliot, Histoire des polices; y Berlière y Levy, Histoire des polices, pp. 11 y 18. El estado de la cuestión se transformó ostensiblemente a partir de la década de los años 1990. Según estos autores, la policía había permanecido por mucho tiempo como un objeto perdido de las ciencias sociales, porque pesaba el desprestigio de investigar una institución de represión.

    ⁸ Napoli, Police et société, pp. 127-144. Para la noción de policía como el conjunto de los medios a través de los cuales se pueden incrementar las fuerzas del Estado a la vez que se mantiene el buen orden de éste, véase: Foucault, Seguridad, p. 357.

    ⁹ Para esto, es posible seguir propuestas que entienden que el Estado y sus instituciones no son solamente las normas que lo configuran, sino los sujetos que producen y actualizan sus prácticas cotidianas: Bohoslavsky y Soprano, Una evaluación, p. 24. Para pensar los agentes policiales como trabajadores: Emsley, The English Police, pp. 224-247.

    ¹⁰ Milliot, Mais que font, pp. 20 y 24; Deluermoz, Présence, pp. 435-462; Emsley, Crime, pp. 1-7, Mladek, Police

    ;

    Berlière, Le monde, pp. 15-36; Monkkonen, Police in Urban America

    ;

    Liebmann-Faust, La police, pp. 487-496; Caimari, Mientras la ciudad, pp. 187-217

    ;

    Bretas, Ordem

    ;

    Galeano, Escritores; Palma (ed.), Delincuentes; y, por último, Gayol, Entre lo deseable, pp. 123-138. En México son escasos los estudios sobre el poder policial en sí mismo, las actitudes y conflictos sociales frente a éste, su geografía urbana y las representaciones de las que ha sido objeto: Davis, Historia de detectives, pp. 69-94; Nacif, La policía; Rohlfes, Police; Santoni, La policía, pp. 97-129; Yáñez Romero, Policía; Pulido, Gendarmes, pp. 37-58, El caso, pp. 312-328 y Los negocios, pp. 8-31. Resultan fundamentales los trabajos pioneros de Paul Vanderwood sobre los rurales: Vanderwood, Disorder and Progress; y, del mismo autor, Los rurales. En estos trabajos, muestra cómo los bandidos convertidos en policías se desempeñaron como agentes dobles, de contención y desorden.

    ¹¹ Zweig, Fouché, p. 113. La frase es atribuida a Talleyrand.

    Agradecimientos

    Este libro fue escrito en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México. Si bien contaba con acercamientos previos al tema, allí he encontrado un espacio inmejorable para seguir investigando, escribir y tomar la difícil decisión de poner punto final al manuscrito. Por ello, mi gratitud con los colegas, con el personal administrativo y con los estudiantes es enorme. Particularizar sería ingrato, pero también dejar de hacerlo. Agradezco especialmente a Mariano Bonialian, David Jorge, Clara Lida, Andrés Lira, Rafael Rojas, Ariel Rodríguez Kuri y Gabriel Torres Puga, así como a Erika Pani y a Pablo Yankelevich. Los dos últimos, en calidad de directores, me han brindado un apoyo y confianza indiscutibles.

    Asimismo, la interlocución académica ha sido favorecida por el Seminario Permanente de Historia Social, donde el aprendizaje se combina con la fortuna de compartir intelectualmente con Clara Lida, María Dolores Lorenzo y Mario Barbosa. Por su parte, el Seminario de Historia Sociocultural de la Transgresión también ha sido un espacio generoso y estimulante. Todo mi aprecio para Elisa Speckman y Martha Santillán.

    Entre otros colegas con quienes tuve intercambio, quiero mencionar a Osvaldo Barreneche, Lila Caimari, Daniel Fessler, Sandra Gayol, Dolores Morales, Marcela Dávalos, Arnaud Exbalin, Diego Galeano, Max Hering, Daniel Palma y Pablo Piccato. Infortunadamente, Dominique Kalifa no está ya con nosotros.

    Por su parte, el personal de los archivos y bibliotecas enlistados al final del libro constituyó una condición de posibilidad para esta investigación. En especial, el apoyo de Víctor Cid es invaluable. Por su parte, en la revisión de algunos fondos conté con la ayuda de Ámbar Espinosa y Édgar Sáenz.

    Por último, ha sido fundamental la compañía de gente muy querida. En primer lugar, agradezco con todo mi cariño a Cristina Sánchez, que leyó con muy fino criterio versiones del manuscrito. Además, quiero agradecer a Regina Tapia, Joel Álvarez, Pavel Navarro y Sebastián Rivera.

    Finalmente, agradezco a mi familia, en especial a Lourdes, Lucina, Natalia, Andrés, José María, Fernanda, Nadia y Javier (grande y chico).

    27 de julio de 2022

    Primera Parte

    El sistema

    policial mexicano

    I. Del buen gobierno a la seguridad

    La voz policía tiene una estrecha relación con las ciudades y los sujetos que las habitan. Del griego polis derivó el latín politia, palabra que se refería a la administración urbana y a un heterogéneo conjunto de normas que debían regir la vida y el comportamiento urbanos. Al mismo tiempo, ese vocablo era afín a lo que se entiende por civilización, cortesía y urbanidad, así como limpieza, hermosura y decoro de una ciudad. Este origen etimológico anunciaba la densidad conceptual que adquirió ese vocablo desde el siglo xviii para gobernar la vida social urbana, cuando se extendió y consolidó en varias latitudes el impulso de la ciencia de policía (Policeywissenschaft), entendida como el arte de procurar a los habitantes de una ciudad una vida cómoda y tranquila.¹ Para ello, hubo un conjunto de medidas orientadas a armonizar y ordenar la población por medio de transformaciones en el espacio público.

    Varios de esos cambios han sido rastreados en las principales ciudades europeas y americanas. Fueron acompañados de tratados o memorias de policía que diagnosticaban falencias en la administración urbana en relación con el orden, aseo, circulación, la seguridad, iluminación, los comercios, oficios y registro tanto de personas avecindadas como de viajeros en su paso por la ciudad.² Algunas expresiones locales de esta tendencia imperial fueron el Discurso sobre la policía de México, anónimo, y que algunos atribuyen equivocadamente al oidor Baltasar Ladrón de Guevara; o bien el libro Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España (1787) de Hipólito Villarroel. A estas interpretaciones de los letrados sobre la ciudad de México —prolijas en describir los vicios de sus pobladores lo mismo que en propuestas para resarcirlos— ha de sumarse una copiosa cantidad de bandos producidos durante las últimas décadas del periodo virreinal.³ Tan sólo en la capital novohispana se decretaron numerosas regulaciones en materia urbana. Para cumplirlas, se nombraron agentes especializados en su correcta observancia.

    Antes de los policías: alcaldes de barrio y serenos

    Los cambios conceptuales en materia de policía fueron acompañados por nuevas fórmulas para su organización. Una reforma de escala imperial reestructuró prácticamente todas las capitales del mundo hispanoamericano, pues las divisiones parroquiales y jurisdiccionales de otra índole fueron reemplazadas por cuarteles mayores y menores, demarcaciones fundadas estrictamente en un plan para dividir la superficie urbana. Si bien no se logró a cabalidad, se pretendía que estas porciones de territorio fuesen homogéneas para facilitar la vigilancia, el tránsito y, en general, las actividades cotidianas, fuesen éstas de carácter económico, como el trabajo y el comercio, o de esparcimiento.

    México no fue la excepción y en 1782 se promulgó la ordenanza que, además de impulsar una nueva división administrativa de la ciudad por medio de cuarteles mayores y menores, introdujo los alcaldes de barrio en la capital novohispana. Aquella figura encarnaba uno de los rasgos pragmáticos de las denominadas reformas borbónicas, mientras que otra medida asociada al mejoramiento urbanístico de acuerdo con los cánones de la época, fue la introducción del alumbrado público. Debe hacerse a un lado toda presunción sobre las características de la iluminación durante los siglos xviii y xix. Importa, por un lado, el enorme significado que adquiere la luz como técnica para minimizar los fenómenos disruptivos asociados con la noche y, por el otro, la emergencia de los serenos. Ésta sería una figura fundamental en la evolución de los policías, pues por vez primera habría un cuerpo de empleados, medianamente uniformados, equipados con varas y faroles, y encargados de rendir cuentas sobre los sucesos que ocurrían desde que el sol se ocultaba hasta el amanecer. En conjunto, los alcaldes de barrio y serenos marcaron un cambio destacable, pues a partir de entonces la policía comenzó su ruta hacia una institución permanente, cuyas actividades esenciales eran informar, identificar, inspeccionar, regular la circulación, hacer reinar la seguridad.

    No fue fortuito el peso y —por momentos— protagonismo que obtuvo la policía en el lenguaje político para reorganizar la administración urbana. Durante el periodo borbónico se impulsó, primero, una redistribución del espacio por medio de cuarteles mayores y menores en las ciudades. Esto permitía recabar datos y tender una mirada racional a un cuerpo social cuyos males se pretendía curar. En segundo lugar, se desplegaron agentes dentro de la población por medio de alcaldes de barrio y se auxiliaron en vigilantes nocturnos contratados para cuidar el alumbrado. Inicialmente reducido a unas cuantas decenas de metros, la introducción de faroles fue significativa porque con ellos emergió un componente de vigilancia y seguridad crucial para el desarrollo de la concepción de policía, pues a este hecho debe añadirse el surgimiento del cuerpo de serenos, una figura crucial para informar sobre lo que ocurría durante la noche.

    Por su parte, el alcalde de barrio fue una figura administrativa itinerante durante la reestructuración del orden urbano en las principales ciudades del mundo hispanoamericano.⁶ Como se ha dicho, en la Nueva España ese cargo fue acompañado de la división territorial en cuarteles, decretada en 1782 y, desde entonces, estuvo encargado de vigilar, rendir informes, elaborar padrones y administrar justicia pedánea por faltas leves. Para ser alcalde de barrio se pedía honorabilidad —que en criterios de la época implicaba que fuesen españoles, saber leer y escribir y desempeñar un trabajo decente—. En la práctica, muchos de ellos distaron de tales criterios y, sin entrar en pormenores, basta apuntar que predominaron oficiales y escribanos judiciales, pequeños funcionarios, veteranos del ejército, comerciantes y, minoritariamente, artesanos. Así, estudios recientes consideran que se trató de los primeros agentes policiales permanentes concebidos dentro de las reformas borbónicas.⁷ Sin embargo, fue una figura administrativa que desaparecería gradualmente en la década de 1820, siendo objeto de discusiones a nivel local. En suma, este sistema policial compuesto por el binomio alcaldes de barrio y serenos adquirió estabilidad y se adaptó a circunstancias cambiantes. Lejos de excluir otras fórmulas, en la primera década de vida independiente fue una estructura que coexistió con normas cada vez más orientadas al cuidado de la seguridad, como los guardias diurnos y nocturnos desprovistos de cualquier atribución judicial.

    Para asir la amplitud del concepto de policía en materia urbana, cabe advertir que, desde el siglo xvii, era un término ciudadano y cortesano para referir el buen gobierno. De ese modo, el Consejo de policía estaba dedicado a gobernar las cosas menudas de la ciudad y el adorno della y limpieza.⁸ Más adelante, el Diccionario de autoridades de 1737 consignó tres acepciones. En primer lugar, la buena orden que se observa y guarda en las Ciudades y Repúblicas, cumpliendo las leyes ú ordenanzas, establecidas para su mejor gobierno. En segundo, se entendía también cortesía, buena crianza y urbanidad, en el trato y costumbres. Por último, equivalía a aseo, limpieza, curiosidad y pulidez.⁹ En pocas palabras, si bien policía era un término con variadas acepciones, todas ellas gravitaban alrededor del orden y la civilidad deseables en la vida urbana. Por lo tanto, estaba lejos de definir un cuerpo encargado de velar por la seguridad pública.

    El uso de esta categoría fue notorio desde su introducción en el siglo xvi, cuando arrancó el proceso de construcción de las sociedades hispanoamericanas. Los cronistas la emplearon para referir el grado de civilización de los indios, mientras que en fechas también tempranas, los ayuntamientos formaron juntas de policía encargadas, igual que los alcaldes y regidores, de aplicar los bandos en la ciudad.¹⁰ La matriz conceptual se mantuvo inalterada hasta la segunda mitad del siglo xviii, cuando se impulsaron las reformas borbónicas, pues entre sus componentes hubo numerosas medidas de policía y buen gobierno.

    La propia Real Ordenanza de Intendentes, decretada el 4 de diciembre de 1786, contenía la pluralidad de componentes administrativos comprendidos dentro de la causa de policía. Jerarquizadas sin un sistema claro —como ocurría con el Traité de police de La Mare— las actividades comprendidas dentro de este ramo iban desde generar conocimiento de la calidad de la tierra, industria y comercio hasta la vigilancia del orden, costumbres, seguridad y productividad de la población.¹¹ De manera creciente, el espacio y los establecimientos de la urbe fueron regulados mediante bandos para ordenar, limpiar y embellecer las ciudades. Así, se pretendía que la capital novohispana figurase entre todas las naciones cultas:

    Esta Ciudad, Corte de la Nueva España, que nada envidia en algunas qüalidades á las principales de Europa, rápidamente camina á ocupar lugar entre las poblaciones de nombre segun el progreso sensible que denota lo numerosísimo del vecindario, la magnificencia de los templos, la soberbia de los edificios […], la civilizacion, el culto, la religiosidad, la grandeza, el fausto […], la vigilancia, la rectitud, el orden, la justicia, el zelo, la policia de su gobierno.¹²

    El virrey Revillagigedo, lo mismo que el de Bucareli, implementaron un amplio espectro de disposiciones en torno al agua, asiento de pulquerías, guardas, cañerías y acequias, entre numerosísimos asuntos que evidenciaban su celo sobre policía.¹³ Para algunos, el concepto policía se transformó en un instrumento esencial en la formación del Estado administrativo.¹⁴ Lo cierto es que su escala rara vez fue más allá de los límites de las ciudades, intensificando la actividad de los ayuntamientos. En ocasiones se le mencionaba con alcances más amplios: La Policia debe doblar sus cuidados para procurarse el pan (ó primer alimento, qual es aqui el Maiz) á lo menos á un precio moderado, y evitar, sobre todo, un hambre general.¹⁵ Otro aspecto que lleva más allá de la vida urbana el concepto, es el de urbanidad, cortesía y buenas costumbres:

    La Educacion de la Juventud es uno de los mas principales ramos de la Policía y buen gobierno del Estado, que debe abrazarse y sostener por todos los individuos de una República, para felicitar á los hombres desde su primera edad, y sin unos principios sólidos no podrán conseguir felices fines.¹⁶

    Asimismo, sustituía las palabras gobierno y política, como en los binomios policía eclesiástica y policía general. Sin embargo, estas variaciones semánticas no indican por fuerza que este concepto centralizara el poder estatal. Más que una resemantización, el término incrementó su presencia en el gobierno sin comprometer los significados originales. Por ejemplo, se decía que un golpe de Policia buen dado haria á esta Ciudad […] la mas saludable de todo el Reyno.¹⁷

    Este impulso de reformar el gobierno se intensificó durante el último tercio del siglo xviii. Solamente en la década de los años 1790 se publicaron 60 bandos, es decir, un promedio anual cercano a siete. En contraste, durante la primera mitad de ese siglo sumaron 50 decretos. Las nuevas medidas para el buen gobierno dieron una enorme proyección a la policía, que parecía ser un vocablo en boca de diversos funcionarios interesados lo mismo en agilizar la justicia, ampliar la hacienda y, en general, volver eficiente la administración pública.¹⁸ Dentro del quehacer de estos agentes y letrados hay registros en torno a la experiencia urbana frente a los cambios.¹⁹ En particular, Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España (c. 1787) de Hipólito Villarroel y Discurso sobre la policía (1788), anónimo.²⁰ Animados por el deseo de remediar los defectos que presentaban diversos cuerpos políticos y administrativos de la capital —a la que califica como cloaca general del universo—, Villarroel describió los ramos que acusaban problemas más serios. Consideró que sólo así se lograría tomar en cuenta la policía tan necesaria en esta ciudad y otros varios puntos pertenecientes al buen gobierno y utilidad del público.²¹ Por su parte, referido a aspectos más menudos pero igual de apremiantes, el Discurso sobre la policía revisó pormenorizadamente los ramos necesarios de modificar sin sistematizar ni jerarquizar, se sucedía la descripción de problemas relacionados lo mismo con el abasto de carne y regulaciones para el ganado, el agua potable o bien las cañerías y acequias, hasta las panaderías, enfermedades, ropa de contagiados, casas, calles, empedrados, basura, establecimientos comerciales, faroles y alumbrado. En esencia, sus propuestas definieron las fronteras entre el ámbito rural y el urbano, así como procurar el bien común de los moradores de la ciudad de México.²²

    Inmersos en preocupaciones semejantes, los bandos de policía y buen gobierno recorrieron cada aspecto de la vida urbana y recogieron normas para cada uno de ellos. Gracias a estos textos prescriptivos y sancionados tanto por la autoridad virreinal como municipal, es posible advertir manifestaciones concretas del concepto de policía. Además, todos ellos eran leídos en plazas y sitios concurridos por la población y, por lo tanto, puede presumirse que gozaban de una circulación amplia entre los habitantes de la ciudad. El empedrado, las calles, plazas y edificios preocupaban en la medida en que una buena policía podía lograr sobre ellos la hermosura y comodidad […] que tanto conduce á la salud del público […] por el lustre y buen orden de policía de esta famosa Capital del Reyno.²³ En este sentido, la prohibición de goteras y tejadillos sobre las puertas de las casas constituyen otro ejemplo en el cuidado del ornato y en la prevención de exhibiciones consideradas inmorales. El aseo de la urbe consumió buena parte de los desvelos de la junta de policía. Tras advertir que la basura representaba un peligro para la salud de los vecinos, el bando decretado el 2 de septiembre de 1790 por el conde de Revillagigedo, señaló: Uno de los puntos mas esenciales de toda buena Policía es la limpieza de los Pueblos.²⁴ Por ello, los cuerpos encargados de la limpieza tenían que transportar la basura en carros jalados por mulas y depositarla en tiraderos fijos, recolectando los desechos a su paso por las calles al alba y en el ocaso. Su funcionamiento fue celosamente vigilado, pues no sólo contribuía a la comodidad de los vecinos, sino principalísimamente a su salud. Este novedoso servicio, sustentado tanto en la necesidad como en la teoría miasmática que atribuía el origen de las enfermedades a vapores putrefactos, suscitó un continuo enfrentamiento contra la suciedad, procurando además la decencia y salubridad del ayre. Otro bando de policía sobre la limpieza sumaría los términos vigilancia y quietud pública en relación con el aseo del vecindario, los talleres, comercios y calles de la ciudad, que debían ser acordes con las buenas costumbres de una urbe civilizada.²⁵.

    Dentro de estas medidas se encuentra el control permanente de los perros callejeros por medio del sacrificio sistematizado de los animales que se encontraban vagando, como lo prueban varios registros.

    El lugar de mi residencia es sin duda uno de los más apreciables de nuestro continente —señaló un vecino de la capital— pero de poco tiempo á esta parte se ha inundado la población de tan crecido numero de perros de todas clases, que a veces se hace insufrible el desorden que ocasiona la abundancia de estos animales.²⁶

    Más adelante, el mismo vecino argumentó que los ladridos perturbaban la cotidianidad a un grado tal que las calles de la ciudad en nada se diferenciaban de las rancherías. Esto es, los perros invadían la ciudad con un sonido que evocaba el ámbito rural. Incluso la gente, por falta de policía —léase urbanidad— osaba acudir a misa con sus perros, según el mismo testimonio.

    Acaso el desplazamiento de la materia de policía hacia la seguridad de las personas se relacionó con el alumbrado. Este ramo iba más allá de la mera iluminación del espacio público, pues concentró funciones de vigilancia hasta entonces inéditas o muy limitadas a edificios resguardados por alabarderos, como el palacio de gobierno. Igual que en otras ciudades del mundo, la iluminación de las calles planteó cambios en la concepción de la policía, al sistematizar y hacer permanente el patrullaje nocturno.²⁷ Detrás de los argumentos para desarrollar el alumbrado se encuentra el recelo a la oscuridad, asociada con todo género de transgresiones. Con los faroles surgió la figura del sereno, encargado de encenderlos y cuidarlos. Estos personajes, que velan por la noche […] evitan los freqüentes robos, asaltos, homicidios y otros delitos a que daba lugar la oscuridad, también alertaban a los vecinos sobre incendios o accidentes, convirtiéndose de esa forma en guardianes de la seguridad.²⁸ De manera limitada en términos de extensión y eficacia, el alumbrado y los vigilantes nocturnos tuvieron un peso algo más que simbólico para salvaguardar la tranquilidad de los vecinos contra cualquier atentado en contra de su integridad o sus propiedades. Así, se confiaba con tal vehemencia en la luz artificial, que supuestamente brindaba la posibilidad de transitar algunas calles durante la noche sin el peligro a ser víctima de un delito. En pocas palabras, hubo una expectativa depositada en 1 128 faroles de vidrio con lámparas de aceite colocados a 50 varas de distancia entre sí —aproximadamente 50 metros— custodiados por cerca de 100 serenos. Fue tal su importancia, que con el alumbrado público había llegado la seguridad a la ciudad de México:

    [R]eflexionado últimamente que una Capital tan populosa, que incluye un crecido número de individuos de todas clases, no puede mantenerse en reposo sin tomar las providencias que exige el buen orden de Policia, y que la del alumbrado debe mirarse como el fundamento de todas las demas, porque ataca en su raiz los mayores excesos, que regularmente se tratan de dia para executarse de noche.²⁹

    Esta relevancia del alumbrado o, cuando menos, el hecho de que fuera visto como pilar de la vigilancia sugiere que, en forma gradual, las medidas de policía se inclinarían al control a la seguridad pública. Por su parte, la noción de oscuridad como madre de los vicios y vilezas era un tema recurrente en representaciones de la cotidianidad urbana. Bajo una lógica preventiva, se sostuvo que combatir los desmanes durante la noche equivalió a atacar de origen el desorden y la inseguridad. Es posible que la posterior asimilación entre la policía como cuerpo de seguridad, la creación del alumbrado y la vigilancia nocturna, fueran la acepción más cercana a una institución especializada en seguridad observada en ciudades europeas. Sin anticipar el cambio en el concepto de policía, algunos indicios revelan que los faroles en la ciudad de México fueron acogidos de manera entusiasta.

    El alumbrado nocturno —señala un texto publicado en la Gaceta de México—, ese establecimiento benéfico á la sociedad, que ahuyenta al ladrón y al asesino, y al disoluto aparta de la vista de sus conciudadanos […] es el garante de la seguridad común, y el consuelo de todos en las horas mas críticas.³⁰

    Por su parte, un morador de la ciudad de México, en respuesta a la carta de otro vecino que cuestionó la utilidad de mantener iluminado hasta altas horas de la noche, le increpó por recogido —léase recatado—. Con cierto aire de conocedor de mundo, argumentó que en las ciudades pobladas era común ver transitar gente hasta después de la medianoche: Éste, y aquél que se retiran muy tarde del trabaxo á que están destinados fuera de su casa; algunos á quienes un grave negocio, ó una honesta diversión detuvo hasta la media noche; uno que sale en busca de Médico, otro que vá a buscar Confesor. Para otros, en cambio, la iluminación simplemente limitó la oportunidad de cometer hurtos grandes e inhibió los desórdenes escandalosos, siendo un instrumento para facilitar la vigilancia.³¹ En síntesis, si una de las actividades de policía entrañaba la noción de seguridad y protección contra los delitos, ésa fue la del alumbrado. Vistas con detenimiento, las regulaciones en torno a la vigilancia de la vida nocturna, anticiparon en ciertos rasgos la institución policial, sobre todo si se atiende al papel que desempeñaban los serenos. Sin embargo, las labores de los guardafaroleros contratados por el ayuntamiento estuvieron muy lejos de lo que sería la policía de seguridad, aunque fueron un eslabón importante para la formación de órganos encargados de vigilar y celar el orden.

    La primacía del alumbrado no significa que los otros ramos de policía abandonaran el anhelo de procurar una ciudad segura. Combatir la suciedad, los animales, los incendios y otras amenazas tenía pleno sentido cuando las comodidades eran menores y, especialmente, cuando el grueso de la población se encontraba privada de ellas. Si veló por la seguridad en un sentido amplio, qué ocurrió con la policía en lo referente al orden, esto es, la otra atribución que incrementó con notoriedad. Dentro del impulso regulador reformista, se incentivaron medidas para disciplinar y reprimir costumbres que se consideraban contrarias a la civilidad: desde corridas de toros hasta las prácticas de sociabilidad en pulquerías y otros espacios.³² En cambio, los paseos y formas de esparcimiento se adecuaban a las reglas de policía deseables desde la perspectiva de las élites. Por ejemplo, durante ciertas celebraciones, las carreras de coches en el Paseo de la Alameda fueron reguladas proporcionándose la comodidad y diversión de todos […] muy conforme á la razón y buena policía.³³ Todas estas nociones para armonizar el tránsito con una suerte de exhibición estaban influidas por teorías en torno a la circulación. Sobre lineamientos similares se escribieron reglas precisas para que fueran observadas en el desempeño de ciertos servicios urbanos. En este sentido, la Junta de Policía dispuso un reglamento sobre los carros de providencia. Entre los horarios, rutas y tarifas, se pormenorizó el comportamiento de los usuarios y cocheros, introduciendo una regla esencial para prevenir accidentes: el cochero que fuese sorprendido ebrio en servicio recibía como sanción ocho días de grillete en obras públicas.³⁴ Incipiente, la construcción de una sociedad flanqueada por normas de conducta explícitas dio como resultado un aspecto restrictivo a la modernidad. Se destinaron varios bandos al control de las diversiones populares, mientras que las prácticas lúdicas elitistas, como los paseos y juegos de pelota, recibieron un trato indulgente.³⁵

    Hasta aquí, se han mencionado las disposiciones de policía producidas y promovidas por los ayuntamientos, pero no todas obedecieron a un ejercicio vertical de la autoridad o, cuando menos, no lo hicieron en la misma medida. Hay indicios de sectores sociales de la población que se mantuvieron al margen de cargos administrativos y se organizaron para atender problemas que atañían al bien público, especialmente en zonas de la ciudad desatendidas. En el orden cotidiano hay muestras claras, como una representación firmada por algunos vecinos y dirigida al conde de Gálvez expresando que la escasez de agua era insufrible en las calles mas apartadas del centro, y los que tienen su vecindad en los suburbios, sufriendo gravísimo perjuicio, como que la necesidad es de las primeras, y su atención y objeto muy principal de las Leyes de Policía.³⁶ Recapitulando, el concepto detrás de esta palabra permaneció estable durante varios siglos. A finales del siglo xviii predominó su referente a la administración y gestión del orden urbano: el impulso y recurrencia de la voz policía permeó esferas del gobierno municipal, ideas de letrados y quejas de vecinos.

    Transiciones y migraciones semánticas

    Sería pretencioso datar con exactitud las transformaciones del concepto de policía. Sin embargo, entre 1808 y 1821 hubo referencias cada vez más abundantes a una institución formal, como sugieren varios registros publicados en gacetas y otros impresos producidos en el territorio mexicano. A pesar de que se conocía de tiempo atrás la Superintendencia General de Policía fundada en Madrid en 1782, la definición de policía en un sentido afín al de cuerpo de seguridad fue obra de circulaciones y apropiaciones o transferencias conceptuales en el mundo iberoamericano. Concretamente, el seguimiento atento de lo que ocurría en la Francia revolucionaria y, sobre todo más tarde, la información referente a la península ibérica bajo el dominio del Imperio napoleónico, intensificó el flujo de información en el continente americano. Todo ello expuso con fuerza nuevas acepciones de la policía como institución y fuerza pública encargada de vigilar y ver por la seguridad e, incluso, desempeñar prácticas de infiltración y espionaje político.

    La introducción de estas acepciones del término agregó significados hasta entonces desconocidos que se sumaron a los tradicionales y coexistieron con ellos. De éstas, pueden mencionarse la policía secreta y de seguridad, con el creciente protagonismo de un conjunto de funcionarios como inspectores, prefectos, comisarios e intendentes de policía. Los nuevos linderos de lo policial fueron seriamente cuestionados. Por ejemplo, cuando se comunicó el reemplazo de Joseph Fouché por el conde de Savary, se asentó que el Ministerio de Policía será siempre el primero en la corte de un tirano.³⁷ El motivo del desagrado tuvo una

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