Derrumbes ajenos
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Derrumbes ajenos - Víctor Alejandro Mojica
© LOM ediciones
Primera edición, abril 2023
Impreso en 1.000 ejemplares
ISBN Impreso: 9789560016829
ISBN Digital: 9789560017116
RPI: 2023-a-784
Diseño, Edición y Composición
LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago
Teléfono: (56-2) 2860 6800
lom@lom.cl | www.lom.cl
Tipografía: Karmina
Impreso en los talleres de gráfica LOM
Miguel de Atero 2888, Quinta Normal
Santiago de Chile
Para las ídolas A. y S.
Para Paula y Pepe, con quienes bailo por las noches.
Me interesa la gente, pero sólo cuando está mal
o se encuentra perturbada.
E.M. Cioran
Prólogo
Historia de unos edificios
Antes de mudarme a Chile, yo vivía en el área bancaria de la ciudad de Panamá. El edificio, a diferencia de los más de doscientos rascacielos que se construyeron en la capital del país en los últimos años, se alejaba de las nubes. Era de cuatro pisos de altura y contaba con cuatro apartamentos en cada una de las plantas. Además, tenía balcones por donde llegaba la brisa y la lluvia, y se podía observar el sol despidiéndose detrás de las vecinas torres de cristal llenas de aire acondicionado muy frío.
El área bancaria es el hogar de los bancos, de los rascacielos, de la bolsa, de los bufetes de abogados, de las navieras, de las agencias de publicidad, de las embajadas, de los hoteleros, de las inmobiliarias, de las hidroeléctricas y de las mineras, de las empresas familiares, de los contables y de los financistas, de los políticos ricos, de los profesionales de corbata que manejan autos grandes o deportivos con música estridente. El edificio donde yo vivía pasaba desapercibido entre la opulencia porque pertenecía al pasado. Sin embargo, no era el único de su clase que había sobrevivido al desarrollo inmobiliario. Existían algunos restaurantes, bares, tiendas, aceras, pequeños edificios, y casas con tejados y jardines que mostraban el barrio previo a los rascacielos. Panamá, después de la caída del muro de Berlín, era una ciudad que todavía se podía mirar sin tener que subir la cabeza.
Las torres gigantes aparecieron, con mayor intensidad, después de la entrada en vigencia del Tratado del Canal Panamá, el 31 de diciembre de 1999. Ese día el país recuperó su principal recurso económico y alcanzó su última independencia. La vía que une al océano Pacífico con el océano Atlántico, el atajo para barcos, construido a inicios del siglo XX, que ahorra tiempo y dinero a las grandes fortunas del planeta, aporta miles de millones a las arcas de Panamá. Se estima que ha transferido, en las últimas dos décadas, más de 16 mil millones de dólares. El Canal de Panamá conecta 180 rutas marítimas, 1.920 puertos en 170 países. El año pasado, de guerra y pandemia, transitó, entre sus esclusas, cerca del 3 % del comercio marítimo mundial.
El Canal, cuando no teníamos rascacielos, era de los gringos. Le pertenecía desde hace un siglo, en 1903, cuando Panamá logró su soberanía –separándose de Colombia– con el apoyo de los estadounidenses. Desde entonces éramos el país del continente más dependiente de la mayor potencia mundial. Los gringos construyeron el peaje –que reduce las horas de tráfico marítimo– y controlaban, a perpetuidad, la seguridad, la economía y la administración del Canal de Panamá. Además, tutelaban, con gran injerencia, la política. Estados Unidos poseía una colonia, más grande que la ciudad de Nueva York, en el centro del país que nos dividía en dos, conocida como la Zona del Canal, que promovía la segregación y el racismo hacia los panameños. En 1977, el dictador Omar Torrijos firmó un acuerdo con el presidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter, que lograba, el último día de 1999, el retiro de las tropas estadounidenses y la recuperación del territorio ocupado y de la vía interoceánica.
Muchas cosas cambiaron a partir del año 2000. Los rascacielos se construyen rápido y pronto teníamos una ciudad repleta de nuevos edificios. Era un momento de progreso económico por encima de los dos dígitos que coincidía con la construcción de una nueva esclusa para aumentar el tránsito de los barcos más grandes posibles, con la migración de venezolanos ricos que huían de Hugo Chávez y con la llegada de nuevos residentes, gringos jubilados, que compraban hogares de retiro en un país más barato y moderno. Un edificio tenía la forma de un tornillo, otro parecía un velero –era propiedad del ex-Presidente de Estados Unidos Donald Trump–, y otro se asemejaba a una hoja de papel arrugado que lanzas al basurero, y había sido diseñado por el Premio Pritzker, Frank Gehry, en la entrada del océano Pacífico del Canal de Panamá.
El mayor problema con los rascacielos es que nos muestran progreso permanentemente. Como ocupan nuestra atención todo el día, son grandes formadores de ideología. El rascacielo es la gran autoridad política irrefutable que nos enseña que sólo hay una meta en la vida: seguir creciendo. El rascacielo, como el oligopolio y sus propietarios, se moviliza desde el egoísmo y la destrucción. La torre te roba las aceras, la casa de tus abuelos, el barrio donde creciste, la plaza, los árboles, la vista al mar, el viento, los pájaros, la memoria y los atardeceres.
Cuando los grandes edificios se tomaron la ciudad capital, y Panamá tenía los índices de desempleo más bajos del hemisferio, entre el año 2009 y el 2021, publiqué los doce perfiles que contiene este libro. Los problemas de racismo, violencia, pobreza y despojo aumentaban. Dos empresarios, Ricardo Martinelli y Juan Carlos Varela, se hicieron presidentes y enemigos y terminarían investigados por corrupción. Uno de ellos, a Martinelli –admirador de Silvio Berlusconi–, lo veríamos en la cárcel. Esta década fue una época de derrumbes. El título de este libro pertenece al deterioro que vivieron los panameños cuando el país era muy próspero. La policía mataba a protestantes, disparaba a sus ojos y violaba a indígenas detenidas que se oponían a la construcción de hidroeléctricas. Una mañana, en una plaza popular, unos manifestantes alzaron una pancarta gigante que traducía el momento. Decía: «Martinelli asesino». Un día, con mis hijas pequeñas, despedimos, desde una cárcel de migración, a un amigo que expulsaban del país, con su pareja, por reportar los crímenes de Martinelli. Se construían líneas de trenes y se censuraba la memoria sobre las relaciones con Estados Unidos en los colegios. Con Varela, un Opus Dei, se hicieron apartamentos para familias pobres –que antes de recibir sus hogares fueron enviadas a vivir a depósitos repletos de cucarachas.
Los doce textos de esta antología se publicaron en distintos medios de comunicación. En la revista Soho, en Colombia; en la revista Cuadernos Hispanoamericanos, en España; en la revista El Guayacán, en Panamá; en el blog Otramérica, en la revista Concolón; en el periódico La Estrella de Panamá, y en el libro ¿A dónde me llevan? de Editorial Descarriada. He aprovechado la posibilidad de su reencuentro para actualizarlos de las versiones originales y organizarlos en seis discusiones: Nuestra dictadura y su herencia. Los artistas y sus transformaciones. La violencia centroamericana –narco y postguerra–. Las resistencias culturales populares. Las naciones indígenas en Bocas del Toro. El abandono.
Estos trabajos retratan el anverso del paraíso fiscal y fugazmente a dos países vecinos de Centroamérica. Está la historia de una abogada negra y pobre que venció al Pentágono en un tribunal internacional, defendiendo a las víctimas de la invasión a Panamá –una masacre que realizó Estados Unidos la madrugada del 20 de diciembre de 1989 para derrocar al dictador Manuel Antonio Noriega–. Está un amigo, un gran