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EL LEGADO
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Libro electrónico575 páginas8 horas

EL LEGADO

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Tras morir el dueño de las empresas armamentísticas más famosas en el mundo entero, su nieta, Elyse Siegel, recibe, junto con el resto de la cuantiosa herencia, un diario y una piedra que la embarcarán en el viaje más importante de su vida. Durante dicho viaje necesitará la ayuda de los hermanos Clarke para encontrar el resto de las siete piedras que forman una llave que abrirá el paso a una antigua ciudad hundida. Una ciudad en la que se hallan las respuestas que podrían salvar su vida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 ago 2023
ISBN9788419925558
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    EL LEGADO - Sheila Guerrero

    El legado

    Sheila Guerrero

    ISBN: 978-84-19925-55-8

    1ª edición, Julio de 2023.

    Conversión de formato e-Book: Lucia Quaresma

    Editorial Autografía

    Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

    www.autografia.es

    Reservados todos los derechos.

    Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

    Capítulo 1

    Colonia, Alemania. Marzo.

    La llamada a la puerta la sacó de su estupor. Después de haber pasado la noche en un duermevela, dando vueltas en la cama, incapaz de conciliar el sueño, Elyse no tenía la energía suficiente para afrontar el día. Sobre todo, ese día. Sin embargo, se había levantado de la cama antes de que el despertador sonara, se había dado una larga ducha para destensar los músculos, y se había vestido con el traje negro más formal que tenía.

    Aunque de lo único de lo que tenía ganas era de volver a acurrucarse bajo las sábanas, se había obligado a sentarse frente al espejo del tocador y a maquillarse para ocultar el cansancio de su rostro. Había sido necesario poner tres capas de antiojeras para cubrir las sombras bajo sus ojos, y aun así no habían quedado del todo disimuladas. Sin embargo, tal vez fuera mejor así. Sabía que ese día iba a ser observada por mucha gente, y que, aunque no quería parecer desaliñada, tampoco sería adecuado aparecer preparada en exceso. Así que, dejando su cara tal y como estaba, se había recogido la larga melena dorada en un tenso y formal moño, y había recostado la cabeza sobre sus antebrazos en el tocador.

    Y así había pasado un largo rato, con la mente en blanco por el cansancio, hasta que la llamada a la puerta la había sacado de su letargo.

    Poniéndose en pie con un suspiro, Elyse fue con paso decidido hasta la puerta. Cuando por fin vio quién había al otro lado no pudo evitar sonreír de oreja a oreja, con más alegría de la que había sentido en días. Al instante se vio rodeada por unos finos, pero fuertes brazos que la estrecharon con cariño.

    —Angy... —musitó Elyse, devolviéndole el fuerte abrazo. Apenas unos segundos después se apartó para dejarla entrar y así poder mirarla de arriba abajo.

    Angelika Ritcher era, y siempre sería, su mejor amiga, como la hermana que nunca tuvo. Elyse siempre había tenido dificultades haciendo amigos. El hecho de que su familia poseyera una de las más conocidas empresas armamentísticas del mundo, y que de pequeña tuviera que ir a todas partes con guardaespaldas, no había hecho fácil que otros niños, y luego jóvenes, se acercaran a ella. Tampoco había ayudado el hecho de que la genética se hubiera portado tan bien con ella, dándole una cara bonita y un cuerpo bien moldeado. Sin embargo, Angelika nunca se había sentido intimidada.

    Aún recordaba el primer año de universidad, cuando Angelika se había sentado a su lado, con una gran sonrisa amistosa, y había empezado a charlar con ella como si se conocieran de toda la vida. Ahora, después de ocho años, parecía que efectivamente llevaban toda la vida siendo amigas. Así que era de esperar que sólo verla le levantara tanto el ánimo.

    —¿Cómo estás? —quiso saber Angelika, tomándola dulcemente de las manos.

    —Bien —contestó Elyse con una sonrisa triste—. Un poco cansada pero bien.

    —¿Y de ánimo?

    —Pues... bastante bien, también —respondió, y le sorprendió darse cuenta de lo cierto que era—. No sé si es... correcto que no me sienta más triste...

    —Oh, chorradas —le restó importancia su amiga—. Te sientes aliviada, y es normal. Nadie quiere que sus seres queridos sufran.

    Pensándolo así, Angelika tenía toda la razón, comprendió Elyse. Si dos días atrás, cuando su abuelo había muerto, se había sentido aliviada, era únicamente porque el pobre hombre había pasado el último año viviendo un infierno, y por fin se había acabado. Ya no tendría más dolores de cabeza, ni una tos tan horrible que parecía un gruñido constante, ni frío... Su pobre abuelo siempre estaba helado...

    —Sentémonos un rato —sugirió Angelika, tomándola de la mano y guiándola al sofá. Elyse se dejó caer con un suspiro de cansancio. Después sonrió a su amiga.

    —Me alegro tanto de que estés aquí...

    —Ojalá hubiera podido llegar antes —se lamentó ella—, pero perdí el único autobús que me sacaba del campamento, y tuve que esperar hasta ayer para coger el siguiente...

    —No pasa nada.

    —He pasado por casa a todo correr para quitarme la ropa llena de tierra antes de venir a por ti —bromeó.

    Angelika era geóloga. Había estudiado en la misma universidad que ella, y aunque Elyse había hecho historia, ambas se habían especializado en las ramas de arqueología. Desde que habían obtenido sus correspondientes títulos, no había habido trabajo de campo en el que no hubieran estado juntas. Hasta este último. Desgraciadamente, el estado de salud de su abuelo había obligado a Elyse a quedarse en Alemania. Y ahora lo agradecía, porque así había podido estar con él durante sus últimos días.

    Su abuelo había sido padre y madre para ella. Después de que su padre falleciera a la temprana edad de treinta y tres años debido a una extraña enfermedad, y de que un par de años después su madre perdiera la vida en un accidente de coche, su abuelo había sido la única persona de su familia que quedaba para hacerse cargo de ella. Quizá fuera cierto que no había sido un abuelo particularmente cariñoso, ni cercano. Tal vez había pecado de estar demasiado obsesionado con su trabajo, y no le había dedicado tiempo suficiente a su nieta. Pero lo cierto era que al menos le había dado un hogar, una educación y una vida muy cómoda que de no ser por él no habría podido tener. Quizá habría estado bien tener un abuelo que le limpiara las heridas y la consolara si se hacía daño, pero no podía quejarse cuando siempre había tenido una niñera que lo hiciera por él.

    Volvió a la realidad cuando Angelika le pasó un brazo por los hombros para achucharla un poco.

    —Hoy va a ser el peor día —se quejó la chica.

    Elyse sonrió con ironía.

    —¿Lo dices por los paparazzi, por la misa, o por la lluvia que no da tregua?

    Angelika se rio.

    —Por todo un poco. Quizá los paparazzi sean lo único bueno. Eso le dará más publicidad a tu museo.

    —Tal vez sí, pero de la mala. Con la cara que tengo...

    —Bah, estás divina, como siempre —sonrió. Examinándola un poco más de cerca pudo ver sus ojeras, y frunció el ceño—. Aunque tal vez unas gafas de sol...

    —Pero si está lloviendo.

    —Eh, en todas las películas la gente en los funerales lleva gafas de sol. Aunque diluvie.

    —No pienso ir con gafas.

    —Pues haría juego con tu traje. Y con el mío, ahora que lo pienso.

    Entonces Elyse se fijó con más atención en su amiga. Angelika era una chica mona, de rostro redondo, ojos oscuros y brillantes, nariz recta y labios finos. Era más bien bajita, y sabía sacarle provecho a su figura curvilínea aun con el mono de trabajo. Ese día, sin embargo, se había puesto un vestido negro largo hasta las rodillas, entallado en el pecho, y una chaqueta de tela fina del mismo color para tapar los hombros que el vestido dejaba al descubierto. Tenía su redonda cara de duende enmarcada por una corta melena castaña, recogida con una diadema que domaba esos mechones rebeldes que siempre le caían sobre los ojos. Vestida tan elegante, y con los oscuros ojos marrones sombreados de color plata parecía tener los veintiséis años que en realidad tenía. Habitualmente parecía más joven. Tal vez su actitud risueña y positiva era lo que daba esa impresión.

    —Estás muy guapa —sonrió Elyse.

    —Por supuesto. Si voy a estar al lado tuyo en las fotos, no quiero parecer la prima fea —bromeó. Antes de que Elyse pudiera protestar, se puso en pie—. Y, hablando de fotos, tendríamos que ir yendo, si no queremos llegar tarde.

    Elyse asintió, con resignación. Tomó la mano que Angelika le tendía y se puso en pie también.

    —Voy a calzarme.

    Regresó con paso firme a su habitación, y volvió a dejarse caer en la silla del tocador. Mientras se ataba las sandalias de tacón, observó su rostro en el espejo. Bien, seguía estando presentable. Sus grandes ojos, de un color dorado tan intenso que parecía artificial, estaban un poco hinchados, y se veía el cansancio en ellos, a pesar del maquillaje. Sus altos pómulos lucían pálidos, y sabía que, debajo de la pintura, los labios también. Sin embargo, en conjunto, estaba satisfecha. Si parecía cansada era porque lo estaba, pero al menos se había arreglado lo suficiente para dar el pego.

    Respirando hondo un par de veces para darse ánimo, regresó junto a su amiga. Si estaba con ella, sabía que el día no iba a ser tan duro.

    ***

    El cementerio estaba a rebosar cuando llegaron. La amplia explanada llena de lápidas estaba ahora cubierta por una gruesa capa de niebla, agua y gente. Elyse ya estaba preparada para encontrarse con muchas personas, pero no con tantas. Al parecer la noticia de que su abuelo, el magnate de las armas, había muerto se había hecho pública antes de lo que esperaba. Las ganas que tenía de recibir las condolencias de tanta gente desconocida eran nulas, y por un momento se planteó la opción de volver a refugiarse en el coche de Angelika y pedirle que la llevara de vuelta a casa. Sin embargo, no lo haría. No era una cobarde, y sin duda no podría no asistir al entierro de su abuelo.

    —Madre mía... —musitó Angelika, a su lado mientras avanzaban hacia el mausoleo, grande como una capilla, de los Siegel—. ¿Regalan caramelos o qué?

    El comentario le arrancó una sonrisa a Elyse, que intentó disimularla tosiendo.

    —No pensaba que habría tanta gente.

    —Ya te digo. Aunque siendo tu abuelo un pez gordo como es... era, tampoco me extraña tanto.

    —No conozco a nadie...

    Sin embargo, estaba equivocada, comprendió a medida que avanzaban. Conocía a aquellas dos mujeres que charlaban bajo un paraguas, en un lateral del mausoleo. Sabía que trabajaban de interinas en la casa de su abuelo. También reconoció al abogado de la familia, y a uno de los banqueros de su abuelo, y al chófer...

    —Mierda —masculló Angelika entonces, deteniéndose en seco haciendo que el paraguas bajo el que caminaban se sacudiera, mojando a las personas que se encontraban más cerca.

    Elyse la miró sin comprender.

    —¿Qué pasa?

    —Adivina qué imbécil se ha dejado caer por aquí —gruñó ella—. No, no mires.

    Elyse reprimió el impulso de seguir su mirada, y en cambio la miró a ella. La expresión de odio en el rostro de su amiga hizo que sospechara de quién se trataba.

    —¿Es Erik? —quiso saber.

    —El muy hipócrita... Viene al entierro como si realmente le importara una mierda que el señor Siegel haya muerto... No tienes por qué hablar con él, ya lo sabes —le dijo a Elyse, mirándola con fiereza.

    Elyse se obligó a sonreír con tranquilidad. Rodeó con un brazo la cintura de su amiga y se apoyó en ella con cariño.

    —No pasa nada —dijo. Empujó suavemente a Angelika para que siguiera caminando en dirección al mausoleo—. Vamos a entrar ahí, a aguantar la misa como unas campeonas y a recibir condolencias de gente que ni siquiera conocía a mi abuelo, y que mucho menos me conoce a mí. Y después volveremos a casa.

    —Y nos emborracharemos —decidió Angelika, esbozando una sonrisa de oreja a oreja—. Sí, creo que hoy es el día para pillarnos una buena.

    —Pero en casa.

    —Por supuesto.

    Justo en ese instante estaban a punto de traspasar las enormes puertas del mausoleo cuando una mano se posó sobre el hombro de Elyse, y, sin poder evitarlo, ella se tensó.

    —Hola, Ely.

    Ante el sonido de esa voz, Angelika se giró como un relámpago. Sabiendo que su amiga estaba a punto de hacer algo imprudente, Elyse posó una mano en el brazo de ella, llamando así su atención.

    —Espérame dentro —le pidió. Cuando su amiga la miró con indignación, ella le sonrió con paciencia—. Por favor, Angy... —añadió, en un susurro.

    Por fin Angelika cedió. Sin embargo, antes de irse gruñó:

    —Si la disgustas, aunque sea una pizca, encontraré un agujero donde enterrarte a ti también.

    Elyse reprimió una sonrisa cuando la chica se alejó hacia el interior de la capilla con pasos fuertes y dejando un reguero de agua tras ella mientras arrastraba el paraguas cerrado. Entonces, por fin, se armó de valor y paciencia, y se dio la vuelta.

    Erik Wilhelm seguía igual que siempre. Con el pelo engominado parecía más serio de lo habitual, y el hecho de que se hubiera recortado la barba rubia dejaba ver que se había esmerado para causar impresión. El traje oscuro que llevaba le hacía parecer más ancho, más fuerte, cuando en realidad ella sabía que era un tipo más bien delgado que no había hecho ejercicio en su vida. Sin embargo, le sentaba realmente bien. Y eso era un fastidio, pensó cuando subió la mirada hasta su rostro, y sus ojos se encontraron con los azules de él.

    Erik la miraba con cariño y anhelo, y, a pesar de que ella sabía que no era más que una pantomima, no pudo evitar que se le encogiera el estómago y se le acelerara el corazón.

    —Hola, Erik —le saludó, y se felicitó por dentro cuando la voz salió firme, y no temblorosa.

    —Ely... ¿Cómo estás?

    Como si te importara..., pensó ella. Sin embargo, contestó:

    —Bien. ¿Y tú?

    —Te echo de menos —dijo, el muy capullo.

    Elyse aún no lograba entender cómo podía parecer tan sincero cuando obviamente no lo era.

    —Me echas de menos... —repitió ella, esbozando una sonrisa irónica—. Supongo que sí, sobre todo ahora que me va a caer encima la enorme herencia que tanto querías.

    La herida aún estaba fresca, descubrió Elyse cuando sintió un dolor sordo en el centro del pecho al recordar lo ocurrido.

    Erik y ella se habían conocido en el museo de arqueología de ella. Él solía trabajar como guía turístico, y el museo siempre estaba en su ruta. A pesar de que Elyse era la propietaria de dicho museo, no solía pasar allí demasiado tiempo ya que el trabajo de campo era lo que de verdad le gustaba y con lo que más disfrutaba. Sin embargo, de vez en cuando era necesario que se dejara caer por allí.

    Las primeras veces que se había cruzado con Erik por las salas había sido muy consciente de que la mirada de él siempre se clavaba en ella. Después habían empezado los guiños, las sonrisas, los saludos sutiles con una mano mientras los turistas no miraban. Y después había empezado a ir solo, y a preguntar por ella cuando no estaba. Desgraciadamente era un tipo carismático que no había tardado en conquistarla.

    Habían pasado dos años juntos, inmersos en una relación que parecía demasiado bonita y fácil como para ser cierta. Cosa que, efectivamente, no era. Si ella hubiera sido más lista, o quizá si hubiera estado menos enamorada, se habría dado cuenta rápidamente de que las constantes preguntas respecto al estado de salud de su abuelo no eran solo mera cortesía. Y si hubiera sabido lo que supo después, jamás se le habría ocurrido comprometerse con él, y mucho menos sentirse ilusionada y feliz por ir a casarse con él.

    Aún recordaba a la perfección el día en que se había enterado de todo.

    Para aquel entonces Erik ya llevaba viviendo en su casa casi un año, y usaba todas sus cosas como si fueran suyas, incluido su ordenador, a pesar de que él tuviera el suyo propio. No era que a ella le molestara, en absoluto. A fin de cuentas, ya iba a compartir su vida con él, ¿no? Más tarde pensaría que fue una suerte que el tonto de Erik usara su ordenador tan a menudo.

    Aquella tarde de viernes, cuando después de comer ella se había sentado en el sofá con el portátil para revisar su Facebook, ni siquiera se dio cuenta de que no era su propio perfil el que estaba abierto. Generalmente le llegaban solicitudes de amistad y mensajes de desconocidos muy habitualmente, por lo que cuando vio que tenía un mensaje nuevo, y que no conocía al emisor, no le dio mayor importancia y simplemente lo leyó. Aún recordaba con claridad la frase que más fría la había dejado: Ojalá te dé tiempo a casarte con la ricachona antes de que el viejo la palme, si no igual no ves ni un céntimo.

    Después de eso, y sin sentirse ni un poquito culpable, había revisado todos los mensajes del Facebook de Erik, comprobando así que aquel no era el único mensaje del estilo, y que las respuestas que él daba solo confirmaban lo que acababa de descubrir.

    Afortunadamente no era tonta. Había llamado de urgencia a un cerrajero, había cambiado la cerradura de casa y había empaquetado todas sus cosas en cajas de cartón, incluyendo el anillo de compromiso. Había llamado a Erik en el minuto exacto en que sabía que acababa de trabajar para decirle que se había acabado, que no vería ni un céntimo de su dinero, y que cuando quisiera le diera una dirección donde enviar sus cosas. Por supuesto, él había rogado. Pero igualmente se había acabado. Elyse no iba a dejar que la tomaran por tonta dos veces.

    Y ahora ahí estaba, con él frente a ella el día del entierro de su abuelo, mirándola con ojos de cordero degollado y diciéndole lo mucho que la echaba de menos.

    Maldito canalla.

    —¿A qué has venido? —atajó ella, yendo al grano. El cura acababa de entrar en el mausoleo, y pronto empezaría la misa. No tenía ganas de tonterías.

    —Quería decirte que siento lo de tu abuelo —contestó él, como con pena.

    —Yo también. Ahora, si me disculpas...

    Fue a alejarse, pero la mano de él agarró la suya, haciéndola detenerse. Le lanzó una mirada fulminante.

    —No me toques —musitó.

    Erik la soltó al instante.

    —Lo siento —se disculpó, y Elyse creyó que se había acabado la conversación, pero él volvió al ataque—. Oye, ¿por qué no vamos después a tomar un café? Seguro que necesitas hablar con alguien y...

    —Ya tengo planes.

    El chico entrecerró los ojos.

    —¿Y mañana? Podríamos ir a...

    —Tampoco puedo —le interrumpió ella, rápidamente.

    —Pues la semana que viene —insistió el muy idiota, sin darse por vencido—. Necesito hablar contigo, explicarte...

    —No lo entiendes, ¿eh? ¿Te parece que este es el mejor sitio, el mejor día, para venir a arrastrarte? —espetó, más enfadada de lo que había esperado sentirse. Se obligó a serenarse y a hablar con calma— Tú necesitas y tú quieres, pero yo ni necesito ni quiero verte, u oírte. Ni ahora, ni la semana que viene, ni dentro de diez años. Es el funeral de mi abuelo, por el amor de Dios. Tenme un poco de respeto y vete.

    —Pero...

    —Adiós y gracias por venir —zanjó ella.

    Con la cabeza bien alta, dio media vuelta y se alejó hacia el interior del mausoleo, donde Angelika la esperaba, observándola con una mirada nerviosa. Cuando llegó a su altura, la chica le tomó una mano con la suya y la apretó con cariño.

    —¿Todo bien? —quiso saber.

    —Perfectamente.

    Para intentar sacudirse el enfado de encima, estudió atentamente la zona. No era la primera vez que estaba en el mausoleo de su familia. Teniendo en cuenta que sus padres habían muerto hacía años, y que sus cuerpos reposaban en dos de los varios nichos que allí había, aquel había sido un sitio que desgraciadamente había frecuentado varias veces. Se fijó entonces en las paredes altas, blancas e impolutas, el techo abovedado, con vigas que lo cruzaban formando estrellas, la amplia vidriera rectangular ubicada tras un pequeño altar, las grandes lápidas de mármol a los pies de las paredes, bajo las cuales, entre otros Siegel, yacían sus padres, y el ataúd de su abuelo en el centro de la estancia. Un ataúd largo, ya que su abuelo había sido un hombre muy alto a pesar de que durante el último año se había ido encogiendo lentamente, de madera de caoba barnizada y con un crucifijo de oro sobre él. A su alrededor habían colocado varios ramos y coronas de flores con cintas que indicaban quién los enviaba. No reconoció la mitad de los nombres.

    Y entonces llegó el primer flash. Con indignación, Elyse se giró hacia la persona que acababa de sacar la foto. Era una señora de unos sesenta años que parecía encontrar perfectamente normal hacer fotografías a las lápidas de su familia. Con el ceño fruncido, Elyse buscó al abogado de su abuelo, ya que recordaba haberle visto en algún momento. Efectivamente allí estaba, de pie mirando respetuosamente el ataúd. Con paso decidido se acercó a él, que la miró con ojos tristes cuando llegó a su altura.

    —Señorita Siegel —dijo con voz grave, alargando una mano para tomar la suya—. Lamento su pérdida.

    Ella asintió, sabiendo que era sincero. El hombre de cincuenta años llevaba veinticinco trabajando para su familia, igual que había hecho su padre antes que él. Elyse sabía que a él también le había afectado la muerte de su abuelo.

    —Gracias —contestó. Soltó su mano—. ¿Cómo está usted?

    —Bien —asintió él, sonriendo con formalidad—. De hecho, quería hablar con usted... después, quizá...

    —Oh, pues...

    —Respecto a la herencia —se apresuró a aclarar. Sus rellenas mejillas se sonrojaron, y a Elyse le pareció adorable. Sin embargo, en ese instante la sorprendió otro flash, y la diversión se evaporó para convertirse en rabia.

    —¿Pueden hacer eso? —masculló, señalando con la cabeza a la señora de la cámara.

    El abogado se fijó entonces en lo que le indicaba y frunció el ceño.

    —No. En absoluto. Dejamos claro a los periodistas que no estaban permitidas las fotografías en el interior del mausoleo.

    —Ella no parece una periodista.

    —Igualmente, me encargaré de que guarde la cámara de inmediato.

    —Se lo agradezco.

    El abogado echó a andar en dirección a la señora, y Elyse regresó junto a Angelika. Volvió a agarrarse con fuerza a la mano de su amiga, y esperó con paciencia a que el cura comenzara con su charla.

    El resto del funeral lo pasó como en una nube. Después de que las oraciones pertinentes terminaran, un grupo de hombres que ella no conocía de nada cargaron con el féretro hasta meterlo en su hueco correspondiente en el suelo de la estancia, y, mientras sellaban sobre él una lápida de mármol, Angelika la guio hacia la salida. No estaba triste, en realidad. Solo abotargada, cansada. Sobre todo, cansada. Y harta de la gente.

    Una vez fuera del mausoleo se vio a sí misma, sin saber cuándo había empezado, estrechando manos y recibiendo el pésame de muchos desconocidos. La educación la hizo sonreír cortésmente y dar las gracias, y esperar con paciencia a que la gente decidiera que ya había llegado el momento de irse a la recepción que se iba a hacer en uno de los edificios de oficinas de su abuelo. El abogado se había encargado de preparar un catering para los asistentes al funeral.

    Sin embargo, cuando por fin el campo empezó a vaciarse de gente, cuando por fin creyó que su labor había terminado y se permitió soltar un suspiro de alivio, Elyse se encontró siendo rodeada por unos enormes y fuertes brazos embutidos en un traje negro, y siendo estrechada con fuerza contra un amplio y duro pecho. Angelika no era, ya que había ido a hablar con el abogado para explicarle que ellas no acudirían a la recepción, y además no era tan grande y musculosa.

    La sorpresa de verse abrazada por un desconocido fue tan grande que Elyse solo atinó a tensarse. Sin embargo, el hombre la soltó rápidamente.

    —Señorita, siento su pérdida —dijo él, con voz rasposa de fumador, en inglés, con acento... ¿italiano?

    Elyse le estudió de arriba abajo con la mirada. Era un hombre grande, muy grande. Era alto y musculoso. El traje solo enfatizaba lo musculada que era su espalda, lo grandes que eran sus brazos y lo fuertes que eran sus hombros. Sus manos también eran enormes, comprobó ella cuando él las posó con suavidad sobre sus hombros. ¿Por qué la tocaba tanto?

    Después se fijó en su cara. Tenía una mandíbula cuadrada y un espeso bigote oscuro que le ocultaba el labio superior, la nariz ligeramente torcida por alguna fractura vieja, y los ojos redondos y pequeños, con marcadas arrugas en las comisuras. Calculó que rondaría los sesenta y algún años. Sin embargo, la cabeza afeitada le hacía parecer más joven.

    —¿Y usted es...? —quiso saber, retrocediendo un paso para que él dejara de tocarla. Funcionó, ya que el hombre quitó las manos de sus hombros.

    —Mi nombre es Nero Vesconi —contestó, con su voz de fumador y su acento italiano, en un inglés correcto, aunque inseguro—. Lamento tanto que su abuelo haya muerto... Su familia y la mía han sido siempre grandes aliadas, señorita.

    —Eh...

    —Su bisabuelo salvó la vida de mi padre durante la segunda guerra mundial —continuó él—. La de mi padre y la de todos sus hombres. El ejército de mi país le debe mucho a su familia.

    Elyse no tenía ni idea de lo que le estaba hablando, pero asintió igualmente.

    —Gracias por venir —le dijo, repitiendo la frase que llevaba diciendo toda la mañana.

    —No podía no hacerlo —contestó él. La miraba fijamente, como esperando que ella hablara, pero Elyse no sabía qué más decirle. Afortunadamente él rompió el silencio—: Debería irme ya.

    —¿No irá a la recepción? —se extrañó ella. Era muy consciente de que la mayoría de la gente que había acudido al funeral lo había hecho únicamente para poder cotillear y comer hasta hartarse después.

    El italiano negó con la cabeza, con pesar.

    —Mi avión sale esta misma tarde, así que debería irme. Pero no quería hacerlo sin saludarla, señorita —explicó él. En un gesto afectuoso que la sorprendió, tomó su mano fría en las suyas y la frotó con suavidad—. Si alguna vez necesita cualquier cosa, lo que sea, mi familia estará más que dispuesta a ayudarla. Yo, personalmente, estaré a su disposición siempre que me necesite.

    Como para confirmarlo, el hombre la soltó y sacó una tarjeta del bolsillo del traje. Se la tendió.

    —Es mi tarjeta —informó él—. Ahí tiene mi número de teléfono y mi correo electrónico. Le he escrito a mano la dirección de mi casa, por si prefiere el correo ordinario.

    —Se lo agradezco —logró decir ella, sobreponiéndose a la sorpresa.

    Justo entonces vio por el rabillo del ojo que Angelika se acercaba a buen ritmo desde un lateral del mausoleo. La chica llegó a su lado y miró con curiosidad al hombre.

    —Me marcho ya —dijo él, retrocediendo un paso—. Ha sido un placer conocerla, señorita. Señorita —saludó a Angelika con un gesto de la cabeza ante de dar media vuelta y alejarse campo a través.

    —¿Quién era ese? —quiso saber la recién llegada, cruzándose de brazos.

    Elyse miró la tarjeta dónde se leía en negrita Nero Vesconi, y negó con la cabeza.

    —No tengo ni idea.

    —Bueno, pues ya hemos acabado —sonrió Angelika con ánimo. Pasó un brazo por la cintura de Elyse y la achuchó—. ¿Vamos a ponernos hasta las cejas de alcohol?

    Elyse no pudo evitar sonreír.

    —Vamos.

    ***

    Tres días después del funeral, Elyse se dirigió al museo con paso firme y completamente descansada, por fin.

    Después del oficio, había regresado a casa con Angelika y sí, ambas habían bebido hasta caer redondas mientras recordaban los viejos tiempos en la universidad y en los distintos trabajos que les habían ido saliendo. Angelika se había quedado dos días más después de aquello, y Elyse se lo agradecía en el alma. Sí, quizá su abuelo no había sido perfecto, pero ella le había querido, y mucho. Su pérdida, aunque esperada, había sido un duro golpe, y no solo por su muerte en sí, sino también porque con él había perdido al último familiar que le quedaba. Ahora estaba sola.

    No, sola, no, se recordó mientras abría con el mando a distancia las puertas del aparcamiento privado del museo. Tenía a Angelika, que era como una hermana para ella, y a la que quería tanto como si realmente lo fuera. Así que no estaba sola.

    Con ese pensamiento en mente, el día no se le había antojado tan duro cuando despertó esa mañana. Además, el volver a la rutina le ayudaría a no pensar en cosas tristes.

    Después de aparcar el coche en su propia parcela junto al ascensor, cogió su bolso y subió a la planta principal.

    El Museo de Arqueología e Historia había comenzado como una idea fugaz en la universidad. Pensando en las posibles salidas de una carrera como Historia, y de una especialidad como Arqueología, Elyse y Angelika habían llegado rápidamente a la conclusión de que, o bien trabajarían de profesoras, cosa que no les entusiasmaba demasiado, o bien se morirían de hambre. Afortunadamente no había sido así, sin embargo, aquellas dudas sirvieron para que Elyse pensara en qué podía hacer para que ninguna de esas opciones sucediera. Cuando había pensado en abrir un museo, lo había comentado con Angelika, proponiéndole ser su socia, llevar el negocio a medias. Sin embargo, la enorme inversión que habría que hacer en un principio había desalentado a la chica, y ni siquiera la convenció cuando Elyse se ofreció a adelantar ella todo el dinero.

    Ahora sabía que lo cierto era que Angelika no habría disfrutado gestionando un negocio. A ella lo que le apasionaba era el trabajo de campo, las excavaciones, los descubrimientos... Y a Elyse también.

    Sin embargo, una cosa no quitaba la otra, pensó, mientras se dirigía con paso firme al mostrador de recepción.

    El museo se encontraba a las afueras de Colonia, hacia el norte de la ciudad, junto al río Rin. Antes de que lo reformara, el museo había sido una bonita casa de dos plantas, un poco apartada del resto de la ciudad, vallada y con su propio jardín. Había sido un golpe de suerte que estuviera en venta justo cuando ella buscaba un lugar así donde ubicar su negocio.

    Había tardado varios meses en reacondicionar el interior, tirando paredes para conseguir espacios más abiertos, añadiendo un ala más a la casa, ya que después de montar vitrinas se le quedaba pequeña, instalando sensores para la alarma, luces, cámaras... Había sido una odisea, y un gasto mayor del que esperaba, pero lo había logrado.

    Y ahora ahí estaba, en la recepción de su museo, mirando al señor Becker, un hombre bajito de cincuenta años, con escaso pelo y rostro afable, que había sido su gerente desde el principio, hacía ya cinco años.

    —Buenos días, señorita Siegel —la saludó él con una sonrisa.

    —Buenos días. ¿Cómo ha ido todo?

    —Estupendamente. Tiene en su despacho las notas de la semana pasada —informó, saliendo de detrás del mostrador para caminar con ella a lo largo de la planta baja—. Ha llamado hace quince minutos Alberto Díaz, de España, porque al parecer va a haber una subasta que puede interesarle.

    —Le llamaré enseguida.

    El gerente asintió, y, cuando no dijo nada más pero aun así siguió caminando junto a ella en dirección al despacho, Elyse sospechó que había algo que quería decirle, y no se atrevía.

    —¿Algo más? —inquirió ella.

    —Pues, de hecho, sí. El señor Wilhelm vino ayer. Y antes de ayer. Y me permito imaginar que el domingo no vino porque estábamos cerrados. Al parecer quiere hablar con usted.

    Elyse frunció el ceño, y tomó aire profundamente. Maldito Erik...

    —Si vuelve hoy, avíseme.

    —Por supuesto.

    Parecía que la conversación había terminado, sin embargo, el señor Becker siguió a su lado cuando por fin llegaron al pequeño despacho situado bajo las enormes escaleras que subían al primer piso. Y eso no era normal, ya que el hombre tendía a decir lo que tuviera que decir, y a esfumarse para seguir con su trabajo.

    —¿Se encuentra usted bien, señorita? —habló él entonces, justo cuando ella iba a abrir la puerta de su despacho.

    Elyse le miró, sin comprender a que se refería exactamente.

    —Bastante bien, gracias...

    —No sabe cómo me alegro —suspiró él, y parecía verdaderamente aliviado—. Después de todo lo que ha publicado la prensa...

    Eso hizo que se le dispararan todas las alarmas. Se tensó como una vara.

    —¿Qué han publicado?

    —¿No lo ha visto? —se sorprendió él, lamentando rápidamente haber abierto la boca.

    —No. He estado ocupada estos días... ¿Qué han publicado, exactamente?

    —Nada importante, en realidad —intentó arreglarlo él—. Alguna foto, algún artículo sobre usted...

    Elyse no necesitó más para saber que él estaba intentando quitarle hierro al asunto para que ella no se disgustara. Con una sonrisa amable, posó una mano en el hombro de él, que quedaba a la altura de su pecho.

    —Gracias por la información, señor Becker —dijo, con voz suave. Él le devolvió la sonrisa, aunque un tanto inseguro—. Ahora deberíamos volver al trabajo si queremos abrir en media hora.

    —Por supuesto, señorita.

    Y, por fin, se fue. Elyse entró en el despacho, encendió la luz y cerró con llave la puerta a su espalda.

    La estancia era pequeña, con el techo inclinado siguiendo la forma de las escaleras, pero era lo suficientemente grande como para tener la estantería donde guardaba todas las carpetas con el papeleo referente al museo, un escritorio con un ordenador y más papeles sobre él, y un pequeño sofá en la pared donde menos altura había.

    Elyse fue directamente al escritorio. Soltó el bolso en el suelo, encendió el ordenador y se sentó en la enorme y cómoda silla. Mientras el ordenador cargaba, abrió el cajón superior del escritorio, y sacó un enorme teléfono móvil. Al desbloquearlo vio que tenía varios mensajes y llamadas pérdidas. Puesto que aquel era el móvil del trabajo, se puso a revisarlo de inmediato.

    Tres de las llamadas eran del señor Díaz, de España, otra era de Marcus Roberts, su contacto de antigüedades, y amigo, en Estados Unidos, y las otras cinco, de un número desconocido. Se planteó por un momento devolverle la llamada a Marcus, pero no quería hablar de su abuelo, ni siquiera quería pensar en ello, por lo que decidió posponer esa llamada para otro momento.

    Entonces empezó a leer los mensajes. Eran tres. El más reciente era de esa madrugada, del número desconocido, donde un tal Cooper Lowell le pedía una cita para intentar negociar una compra. Teniendo en cuenta que no sabía quién era el tal Cooper, ni qué era lo que quería venderle, contestó con un sencillo Deme más información. Gracias. Después abrió los otros dos, que eran de dos días atrás. El primero era de un antiguo compañero de universidad que de vez en cuando la llamaba para venderle objetos arqueológicos recién recuperados. Después de darle el pésame por lo de su abuelo, la informaba de que podía tener algo que quizá le interesara, y que estaría por Alemania durante una semana, por si quería quedar. Decidió que le llamaría más tarde.

    El último mensaje era del concejal de cultura del ayuntamiento, quien también le daba el pésame por la muerte de su abuelo. Le pareció todo un detalle que se hubiera molestado, teniendo en cuenta que toda la relación que tenía con él era que una o dos veces al año se dejaba caer por el museo para fotografiar las exposiciones nuevas y colgarlas en la página web del ayuntamiento. No obstante, contestó a su mensaje con otro en agradecimiento.

    Para entonces el ordenador ya se había iniciado por completo, así que dejó el teléfono a un lado y abrió un explorador de Internet. Bastó con que hiciera una búsqueda con su nombre para que aparecieran un montón de enlaces relacionados. Leyó por encima las primeras noticias. En general todas decían lo mismo, cómo la pobre niña Siegel había quedado huérfana de padres a una edad muy temprana, cómo su abuelo, el magnate de las armas, se había hecho cargo de su crianza y educación, y cómo le había allanado el camino para que abriera su negocio.

    Lo cual no era más que una gran mentira, pensó, furiosa. Su abuelo no había tenido nada que ver con el museo. Nada. Había pedido un préstamo para pagar la propiedad y para poder hacer frente a las reformas. Su abuelo no le había dejado ni un céntimo. Claro que tampoco ella se lo había pedido. Había querido hacer algo por sí misma, y lo había conseguido. Saber que la prensa estaba contando mentiras la enfurecía. Pero daba igual. Tampoco iba a hacer nada al respecto. Que dijeran lo que quisieran.

    Siguió revisando los enlaces de internet y vio que había bastantes fotos del funeral. La mayoría de ellas eran de Angelika y ella bajo el paraguas, y de ella sola estrechando manos. Todo parecía bastante formal, nada fuera de lugar. Hasta que llegó a la publicación en la que aparecía mirando a Erik, mientras él la agarraba de la mano. Era una foto totalmente malinterpretable, si se sacaba de contexto. Obviamente los periodistas no habían captado la mirada de rabia que ella le había dirigido después, ni cómo le había exigido que no la tocara.

    Con curiosidad leyó por encima el artículo, y solo sintió ganas de vomitar. Al parecer habían investigado a Erik y habían descubierto la relación que habían tenido durante dos años, y también el compromiso y la posterior ruptura. Los periodistas se preguntaban si el fallecimiento del señor Siegel serviría para unirles de nuevo.

    —Qué asco dan... —musitó para sí misma.

    En ese momento escuchó los primeros pasos en la escalera sobre su cabeza. Miró la hora para comprobar que, efectivamente, ya habían abierto al público, y decidió que había llegado el momento de dejar de lado los chismorreos para ponerse a trabajar.

    Cerró el explorador de Internet y abrió los programas de cuentas. Llevaba un buen rato enfrascada en la lectura de los informes que el señor Becker le había dejado en el escritorio cuando sonó su teléfono.

    Rebuscó en el bolso hasta encontrarlo. Era el abogado.

    —¿Sí? —contestó.

    —Buenos días, señorita Siegel —dijo el hombre, con voz risueña—. ¿La pillo en un mal momento?

    —No, en absoluto.

    —Bien. Me preguntaba si podríamos quedar en algún momento de esta semana para hablar del testamento de su abuelo.

    —Oh... —musitó, recordando que había prometido hablar con él el día del funeral, y que se había escaqueado—. Pues sí, cuando usted me diga.

    —¿Esta tarde? ¿A las cinco?

    Ella hizo un rápido repaso mental para comprobar que tenía la tarde libre.

    —Vale. ¿Voy a su oficina?

    —Sí, por favor. Aquí la espero.

    —Gracias.

    Cortó la llamada, bloqueó el móvil y lo devolvió al bolso antes de seguir con el papeleo. Sin embargo, apenas había logrado concentrarse otra vez cuando empezó a sonar el teléfono del trabajo. La llamaban de recepción.

    —¿Sí?

    —Señorita, el señor Wilhelm está aquí —informó Becker.

    Elyse tomó aire, armándose de paciencia.

    —Que venga al despacho —dijo, con calma.

    —Como usted quiera.

    Sabiendo el drama y los ruegos que estaban por llegar, suspendió el ordenador y caminó hasta la puerta para abrirla con la llave. Erik no tardó ni un minuto en llegar. Ese día había vuelto a su estilo habitual de vaqueros negros y camisa ligera de color azul. La gomina del día del entierro no le había dejado apreciar que su pelo rubio despeinado por el viento tal vez era ahora un poco más largo.

    En cuanto la vio, Erik sonrió.

    —Por fin te encuentro —dijo, y sonaba aliviado.

    —Menuda suerte... —masculló ella. Se hizo a un lado—. Pasa.

    Él lo hizo, y ella cerró la puerta. Nadie tenía por qué oír sus problemas.

    —Tienes restringidas mis llamadas —dijo él, directo al grano, cuando ella se volvió para mirarle—, y el portero de tu edificio no me deja subir a verte.

    —Quizá sea porque sabe que yo no quiero que lo hagas.

    —No sé por qué te portas así —protestó él, cruzándose de brazos. La siguió con la mirada cuando Elyse fue a sentarse detrás del escritorio. Desde allí ella le devolvió la mirada, con aburrimiento.

    —¿Qué es lo que quieres, Erik? Sé conciso.

    —Quiero saber qué pasó para que me dejaras así...

    —Eso es fácil —sonrió ella, sin humor—. Revisa los mensajes de tu Facebook, a ver si ves algo que te dé una pista.

    El chico palideció visiblemente, lo cual la hizo sentir bastante satisfecha. Sin embargo, él se recuperó rápido.

    —¿Me espiaste? —su voz sonaba dolida.

    Elyse puso los ojos en blanco.

    —Si ahora vas a intentar hacerme quedar como la culpable de todo por mirar tus redes sociales, ahórratelo.

    —Pero lo hiciste.

    —Resulta que tu cuenta estaba abierta en mi ordenador, y puedes no creerme si quieres, pero no fue a propósito —dijo, y luego se preguntó a sí misma por qué tenía la necesidad de excusarse cuando ella no había hecho nada malo. Se cruzó de brazos, imitando la postura de él—. El caso es que te pillé, eso es todo. Espero que tú y tus amigos os lo pasarais bien riéndoos de la ricachona. Tal vez debería disculparme por no haberme casado antes contigo. Si lo hubiera hecho ahora podrías disfrutar de mi dinero.

    —No sé de qué estás hablando —protestó él, aunque en su cara se leía claramente que mentía.

    —Oye, ¿por qué no dejas ya la farsa? —se exasperó ella, mirándole con indignación— No tienes nada que ganar mintiendo. Al menos ahora podrías ser sincero conmigo.

    Erik pareció sopesarlo, y después asintió, suspirando. Caminó con pasos pesados hasta el sofá y se

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