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El Redentor
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Libro electrónico389 páginas6 horas

El Redentor

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Este es el descarnado retrato psicológico del que sería bautizado como el Redentor. A través de flashback e historias entrecruzadas nos iremos adentrando en la psique de este intrigante y oscuro personaje. Niño querido, nunca tuvo carencias afectivas, periodista, melómano y músico activo en su juventud, siempre destacó por ser una persona tranquila y «normal». Su vida giraba en torno a sus amigos, su música, sus estudios, trabajo... Todo iba sobre ruedas. Sin embargo, su existencia dará un inesperado y drástico giro cuando «aquellos» que tras las sombras de su psique se ocultan salen a la luz sellando su destino con las «huellas sanguinolentas». A partir de entonces tendrá que lidiar con los que le «guían» y, a su vez, procurar seguir con su vida como si nada pasara. ¿Qué oscuro secreto guarda celosamente en su interior? Las relaciones con sus amigos, allegados y, en última instancia, con aquellos que serán «redimidos» se volverán cada vez más complejas y retorcidas. Carismáticos y pintorescos personajes se cruzarán en su camino; estos le «inspirarán». Su «misión» le atenaza y, a la vez, le libera. Al igual que un perro de presa, tras los pasos del redentor irá un sagaz y metódico inspector de policía. Junto a su fiel escudero, «el eterno segundón», seguirá la pista de aquel que tantas noches le hizo permanecer en vela y en vilo aguardando, siempre al acecho. Su meta: atrapar a cualquier precio al asesino de Ulters.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 may 2023
ISBN9798215733455
El Redentor
Autor

Alberto Almeida Estévez

Alberto Almeida Estévez, escritor, músico y experto en psicología y filosofías y doctrinas orientales. Desde temprana edad comenzó a escribir combinado de forma ininterrumpida sus dos vocaciones principales: la música y la literatura. Sus obras, como Ciro, la subyugación del ángel, Loca cordura cuerda locura, Aliens en Egipto, el círculo del medio, El Redentor, etc., destacan por su calidad, fuerza narrativa y profundidad. Se trata de novelas que nos harán reflexionar al tocar nuestras fibras más sensibles.Dirección web:http://guibon3.wixsite.com/alber

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    El Redentor - Alberto Almeida Estévez

    EL REDENTOR

    Copyright © 2023 Alberto Almeida Estévez

    Título: El Redentor

    Primera edición: mayo 2023

    La presente nota acredita la inscripción declarativa de derechos realizada en el Registro de Propiedad Intelectual de Safe Creative el día con fecha 2 de diciembre de 2022 a las 12:25 UTC, con relación a la obra EL REDENTOR, con prueba de identificación en Safe Creative: 2212022770023.

    Detalles de la inscripción: 

    Inscripción de Autoría 

    Nombre del titular (Sr. / Sra.) : Alberto Almeida Estévez 

    Licencia: Creative Commons Attribution 4.0

    E-mail del titular: guibon3@yahoo.es

    Inscripción realizada por: 

    Nombre (Sr. / Sra.) : Alberto Almeida Estévez 

    E-mail: guibon3@yahoo.es 

    Código Safe Creative: 1701112280401 

    Documento de identificación: No disponible 

    Dirección: España

    Índice de contenido

    Copyright

    CITA

    EL LAGO

    DOS CARAS DE UN MISMO ROSTRO

    REVELACIÓN

    ITAPI

    LA GRAN BACANAL

    ABRE LOS OJOS, REDENTOR

    CUERPO LÍVIDO

    YELAPA

    EFLUVIOS ALCOHÓLICOS

    EL DOMADOR

    BLANCO GLACIAR SOBRE ROJO SANGRE

    VOCES INVISIBLES

    EPIFANÍA

    Yo sé que mi redentor vive, y que al final triunfará sobre la muerte. Y, cuando mi piel haya sido destruida, todavía veré a Dios con mis propios ojos.

    Job 19:25-26 

    EL LAGO

    Tras el rugoso velo de escarcha que se extiende por los cristales de la ventana se agazapa el que «acecha». Al igual que un ofidio, mantiene sus ojos completamente inmóviles, sin pestañear, tratando de vislumbrar a través de esa finísima capa de hielo cristalino la senda que bordea el lago. Una imagen en extremo borrosa y distorsionada se plasma en su retina, por lo que decide girar la manilla de la ventana noventa grados hasta situarla en posición horizontal, liberando las varillas de hierro de la cremona de los huecos del marco superior e inferior. Una ráfaga de aire glacial se cuela sin permiso en la estancia azotando su rostro y despertando sus sentidos aletargados; un latigazo de un viento gélido que nada tiene que envidiar a aquel que asola las estepas siberianas. Su mirada reptiliana, tan distante y fría como un iceberg a la deriva, planea sobre las alargadas sombras que se ciernen sobre el lago. Entre ellas, él descubre dos siluetas que se recortan en la penumbra. Tras fijarse más detenidamente distingue dos cuerpos escuchimizados y desgarbados que, de forma muy sutil, son iluminados por la espectral luz lunar que se desparrama por el lóbrego sendero que recorre la ribera. Su inexpresiva mirada se enfoca con mayor intensidad, como si de un haz de luz concentrado se tratase, sobre las dos siluetas. En sus ojos se refleja la imagen algo difuminada, debido a la niebla que exhala el lago, de una pareja heterosexual. 

    «Esos dos deben de estar de retiro espiritual», piensa bajando la cabeza para protegerse de una nueva y potente ráfaga que en ese momento se abre paso al interior de la alcoba. «Seguramente estén alojados en la cabaña del fondo: módico precio para que urbanitas pelados se desintoxiquen». 

    El chico, ataviado con una caña de pescar, junto a su flaca compañera se desvía del sendero, cubierto por esa enigmática neblina que se extiende por la tierra de Ulters, y se adentra en el embarcadero que, situado a unos cien metros de la vivienda del que «acecha», otra cabaña que este había alquilado por quince días, se interna como una rígida lengua de madera en las oscuras aguas; verdosas a la luz del día.

    Él los caló al instante y supo con certeza que se trataba de dos urbanitas recién salidos de su urbe gris y plomiza, de esos que no suelen relacionarse muy a menudo con todo aquello que no sea su hábitat: ese insano amalgama de corrosivos vapores, cemento, dióxido de carbono, bullicio… Pálidos, esmirriados y con pinta de centennials eran dos peces fuera del agua. No había que ser muy observador para percatarse de que estaban totalmente fuera de lugar, como si fuesen dos herméticos robots de acero perdidos en un frondoso bosque que no «captan» las sutiles insinuaciones de la naturaleza. Sus ropas fueron lo primero que les delató. Ella llevaba un pantalón negro pitillo y una cazadora corta de cuello de piel sintética y, él, un chándal blanco a rayas amarillas bastante hortera y una parka verde caqui muy al estilo malote. Daba la impresión de que, burlando el continuum espacio – tiempo, se hubiesen teletransportado apareciendo de súbito en Ulters sin tener la más mínima oportunidad de adaptarse a su nuevo entorno. Pero hubo un hecho, un pequeño detalle, que llamó su atención cuando las lentes oculares de unos prismáticos encajaron en las cuencas de sus ojos: las miradas de los urbanitas brillaban tan intensamente como las estrellas de Sirio y Canopus destacando sobre sus pálidas y resecas pieles desgastadas por los letales vapores de la urbe. Él no dudó de que ese primer contacto con la exuberante naturaleza que rodeaba el lago, así como la atmósfera de la que se beneficiaban y que producía un aire mucho más puro que aquel al que estaban acostumbrados sus malogrados pulmones, habían obrado el milagro.

    La pareja se sentó en el borde del embarcadero, sobre los maderos, dejando sus piernas colgando libremente mientras las balanceaban juguetonamente. Con bastante torpeza, el chico echó la caña hacia atrás y, realizando un enérgico movimiento con sus brazos, lanzó el sedal, de cuyo extremo pendía el anzuelo encarnado con una lombriz roja de California.

    Entre las hojas desparramadas por el frondoso bosque que circundaba el lago; hojas que hacía ya unas cuantas semanas se habían engalanado con el traje otoñal, el que «acecha» descubrió a un diminuto roedor. Se trataba de una vivaz ardilla que, deslizándose como un volátil espíritu de la naturaleza entre el follaje, se ocultó en el hueco de un árbol.

    «Negro es tu destino, dentuda ardilla, y el vuestro, urbanitas. Tarde o temprano no seréis más que pasto para los gusanos… He de seguir la estela del cometa de la redención…»

    Sin apartar este último pensamiento de su mente, cogió una cerveza de la nevera y salió al porche. Apoyando sus robustos brazos en la barandilla de madera, abrió el envase y volvió a clavar su fría e impasible mirada en los jóvenes. Ahora, ella pasaba su brazo por la espalda del chico sintiéndose sobrecogida por las fantasmagóricas sombras que envolvían Ulters. Pacientemente, ambos aguardaban a que alguna escamosa víctima picase el anzuelo…

    De un brutal trago, como si acabase de llegar completamente sediento y deshidratado de una larga travesía por el desierto, él deslizó por su gaznate la cerveza helada vaciando el bote en un abrir y cerrar de ojos. 

    «No está nada mal esta birra, tiene un sabor cojonudo: dulzón, afrutado…, y con un ligero amargor de fondo. Tengo que quedarme con la marca». 

    Con infantil curiosidad, recorrió las pequeñas letras que había grabadas en el envase deteniéndose en los números dorados que indicaban la graduación. Acto seguido, sintiendo un morboso placer, estrujó la lata con su mano diestra con la misma facilidad que si esta fuese de papel y la lanzó con desdén en una esquina del zaguán, en donde había apilados otros cinco envases. Tras su tupida barba parecía querer despuntar una tímida sonrisa, ¿de satisfacción? Esta se fue haciendo más evidente y adquiriendo un malévolo brillo, cuando volvió a visualizar las escuchimizadas siluetas de los urbanitas bajo la débil luz de la única farola que había en el embarcadero, la cual, casualmente, ¿sincronicidad?, acaba de encenderse en el mismo instante en el que la pálida luz lunar quedó oculta bajo un mar de densos nubarrones. Sin pensárselo dos veces bajó las escaleras del porche y, a paso ceremonial, se encaminó por el sendero boscoso que bordeaba el lago. Sus pulmones se hinchieron como dos fuelles de herrero con el viento gélido que había ido internándose tierra adentro en las últimas horas de la tarde. A medida que se acercaba a los chicos, esa escalofriante sonrisa acabó extendiéndose por su angulado semblante.        

    «Pescar, urbanitas… Pescar y pecar, pecar y pescar en las infectas aguas de vuestras corrosivas vidas». 

    Sus fríos ojos, cuyo iris en su parte externa adquiría un tono gris azulado, hicieron un barrido en su derredor y volvieron a clavarse en la pareja. El camino estaba algo embarrado y sus botas, provistas de gruesas suelas de goma, se hundieron ligeramente en el barro dejando impresa su huella, hecho que a él le agradaba sobremanera. Era como si su sello quedase grabado en la tierra, su impronta personal.

    La caña de pescar se dobló ligeramente —era una caña de fibra de carbono muy flexible y resistente— cuando la presa picó el anzuelo. Lo cierto es que los urbanitas no tuvieron que esperar mucho para recibir su recompensa, lo que evidenciaba que era aquel un lago fecundo repleto de peces. De todas formas, a ellos tampoco les hubiese importado aguardar un rato más. Aunque fuesen dos inexpertos pescadores sabían, o más bien intuían, que dicho impasse forma parte del encanto de la pesca, era su estela contemplativa —«vigilante espera» que no está exenta de la complicidad de un simbolismo más profundo: una indicación instintiva, o intuitiva, que nos invita a sumergirnos en el «vibrante silencio natural» que acalla el constante «rumiar» y nos recarga—. Los chicos, precisamente, lo que querían era desconectar de todo el ajetreo y bullicio del que día tras día eran presa, al igual que los inocentes pececillos eran ahora sus presas. Desembarazarse de la tediosa rutina que se había adosado a sus mentes como una negra y pegajosa mancha de alquitrán, era el objetivo principal de esa escapada de fin de semana que habían hecho a Ulters. Su intención era dejarse llevar y empaparse de la profunda paz que se respiraba en el lago y en sus inmediaciones. Una necesidad vital que por el momento no era más que una pulsación inconsciente. 

    El chico, Fabio, que por cierto era de origen italiano, y su novia, Irina, una chica búlgara que había vivido durante un tiempo en Estados Unidos, curiosa mezcla, llevaban vidas demasiado rutinarias, mecanizadas, estresantes, superficiales y vulgares. «Cualidades» muy extendidas hoy en día a lo largo y ancho de este mundo, las cuales nos convierten en seres insensibles, embrutecidos, hastiados, robóticos… Posiblemente, ellos no fuesen conscientes de hasta que extremo llegaba su «letargo» y mecanización y, mucho menos, se percatarían de las nefastas consecuencias que acarrea esa terrible insensibilización que tanto interesa a los que se han instalado en la «cúspide de la pirámide», para proseguir generación tras generación con su siniestra tarea: crear máquinas absolutamente programadas y moldeadas que se ajusten a sus tétricos fines. Pero ¿aparte de sus egoístas objetivos, aquellos que habitan en la «cúspide» saben realmente lo que hacen, el porqué de sus acciones…?

    Frenético, el pececillo seguía forcejeando tratando de zafarse del anzuelo, pero Fabio, totalmente entregado a la lucha hombre – animal, no cedía. Cada vez más entusiasmado, acabó por ponerse de pie sobre los resistentes tablones del embarcadero, pero sin soltar en ningún momento la caña de pescar de entre sus finas manos de intelectual. Tras unos instantes de máxima tensión y, de tira y afloja, finalmente dio un brusco tirón y por fin el sedal emergió del agua. Un pez de un tamaño considerable colgaba del anzuelo dando agónicos y desesperados coletazos desgarrándose cada vez más su carne rosada.

    —¡Una trucha! —exclamó Irina con vehemencia y remarcando la erre debido a sus orígenes eslavos.

    —¿Estás segura?

    —Segurísima. Mi padre las solía pescar a menudo. 

    —Supongo que en ese insignificante riachuelo que es el Danubio. 

    —Ya te digo... 

    La chica volvió a fijarse con mayor detenimiento en el ensangrentado pececillo que colgaba del anzuelo.

    —Juraría que es una trucha asalmonada.

    —¿Tú crees?

    —Sí.

    —¡Qué potra tuve!

    —Será la suerte del principiante... 

    Él, por un instante, se quedó observando con cara de circunstancias a Irina y a la trucha, respectivamente, a la trucha e Irina…

    —¿Por qué no la soltamos? —dijo clavando sus empequeñecidos, miopes y desgastados ojos, pese lo joven que era, Fabio ya era víctima de los efectos secundarios de la tecnología, en ese rostro ligeramente triangular que tanto le atraía. 

    —¿A la trucha?

    —Claro, tonta, ¿y a quién si no?

    —¿A ti?

    —Los lazos opresores…

    Ella le dio un ligero empujón con su hombro. 

    —¡Venga, liberémosla!

    La chica, sin darle más bombo al asunto, se irguió, se acercó a la caña y con mucha delicadeza, procurando hacerle el menos daño posible, desenganchó el pez del anzuelo.

    —¿A qué esperas?

    Sosteniéndola con fuerza entre sus manos, Irina contemplaba embobada esa enorme trucha que ya entraba en el ocaso de su vida.

    —¡Lánzala al agua antes de que la palme!

    Ella sonrió, se puso en cuclillas y abrió sus manos liberando aquella hermosa trucha asalmonada.

    —Se nota que tienes costumbre, tu padre…

    —De cría alguna que otra tarde le acompañé a pescar...

    —¡Vaya, vaya!, así que tenemos dos almas caritativas en el lago.

    Una voz ronca y gruesa sobresaltó a los urbanitas. En el acto, ambos se dieron media vuelta y, bajo la velada penumbra que envolvía el embarcadero, puesto que como ya se dijo, la única farola que allí había apenas daba para distinguir el contorno de un cuerpo, se encontraron frente a un hombre robusto de mediana edad que, de lo ancho y grande que era se asemejaba a un oso. Cortados, los chicos desviaron sus miradas de aquella otra, fría e impenetrable, que permanecía clavada en ellos como una afilada cuchilla de hielo que amenazaba con rasgar sus frágiles pupilas. Ellos tuvieron la extraña e inquietante sensación de encontrarse ante un anacrónico personaje salido de una fábula dantesca. La estrafalaria forma en la que el Oso iba vestido realzó todavía más esa impresión. Llevaba puesta una camisa de franela remangada hasta los codos, pese a que debían estar a uno o dos grados, y un pantalón vaquero algo desgastado y corto de pierna que le llegaba únicamente hasta el tobillo y que dejaba al descubierto unas robustas botas de montaña. Tanto Fabio como su novia se sintieron cohibidos, como si fuesen insignificantes figurillas de plástico, ante aquel imponente tipo. Recalcamos que era un hombre muy corpulento, sobrepasaba el metro noventa, que tenía una espalda tan ancha como un acorazado. Pero en contra de todo pronóstico, lo que más inquietó a los urbanitas no fue su gran envergadura, sino esa fría mirada que, enmarcada en su angulado semblante, rasgaba el ojival velo que ocultaba sus demonios internos. Les puso los pelos de punta el hecho de que prácticamente no parpadease, como si fuese un reptil tanteando a su presa, lo cual era todavía más escalofriante. Bajo unas tupidas cejas de un intenso negro, al igual que el pelo de su cabellera y su espesa barba, aquellos ojos achicados, azulados y algo rasgados escrutaban minuciosamente, con gran curiosidad, como si fuesen los de un científico estudiando un nuevo espécimen, los temerosos rostros de los chicos.

    —¿No os gusta la trucha o es que sois unos «traga hierbas»? —dijo esbozando una cálida sonrisa que contrastaba sobremanera con su mirada.

    —¡Hombre!, tenemos defectos, pero no tantos…

    Edgar, así se llamaba aquel extraño tipo, como algo más tarde supieron los centennials, clavó con mayor intensidad su mirada en Irina, ella fue la que había respondido de esa forma tan espontánea, y acabó por descojonarse de la risa.

    —Por lo que parece no sois tan remilgados ni payasetes como aparentáis. Uno nunca puede fiarse de las apariencias, ¿no creéis? 

    —Cada cual…

    Una brutal carcajada totalmente fuera de lugar profanó el profundo silencio, del cual formaba parte el silbante sonido del viento, que envolvía el lago. Desconcertados, los chicos dieron la espalda al Oso. Fabio, negando con la cabeza, dio varias vueltas al carrete recogiendo pacientemente el sedal. Tenía la esperanza de que aquel tipo al ver que pasaban de él se fuese. Acto seguido echó la caña hacia atrás, por encima del hombro derecho, y lanzó la tanza, la cual voló hasta que el anzuelo se sumergió en las ennegrecidas aguas. 

    —No tienes mucha maña pescando, compañero —el tipo corpulento, sin apartar la mirada del muchacho, hizo un gesto de lo más burlón, como si, con gran torpeza, estuviese recogiendo un invisible sedal.

    —¡Vaya tío plasta! —rezongó Irina.

    Edgar lanzó una mirada de reojo a la chica y volvió a soltar otra de esas irritantes risotadas que, como un fuerte vendaval, arrasaba todo lo que a su paso encontraba.

    —Es la tercera vez en mi vida que pesco —se excusó el urbanita sin molestarse en encarar al «varas de turno», eso fue exactamente lo que pensó.

    —Pues por lo que veo no se te da muy bien…, pero con la práctica ya le irás cogiendo el tranquillo... ¿Os apetece una birra?

    «Este tipo no se da por enterado. Con lo a gusto que estábamos tuvo que acoplársenos este puto pelmazo», pensó Irina, que enseguida se apresuró a contestar:

    —No, gracias.

    —Oye, por cierto, nunca os había visto por el lago. No habías estado aquí antes, ¿me equivoco?

    —No —seco y arisco monosílabo de la chica de simpáticas coletas rubias, bellos rasgos eslavos y hundidos ojos verdosos como las profundidades del lago que ante ellos se extendía.

    —¿El trabajo…?

    «Esto se sale de madre. Como le sigamos dando coba no nos lo vamos a quitar de encima». 

    —Simplemente, no cuadró —dijo Fabio exasperado.

    Esbozando una sonrisa de lo más burlona sobre sus resecos labios, el Oso dio tres largas zancadas situándose a la altura del urbanita que, junto a su chica, permanecía de pie en la «lengua de madera» sujetando entre sus blancuzcas manos la caña de pescar. Ella le lanzó una fugaz mirada de soslayo a su novio y le susurró al oído: «Este nos va a dar la noche».

    —Parejita, se está bien… 

     Él dejó suspendidas esas palabras al quedarse observando un llamativo tatuaje que sobresalía por encima del cuello de la cazadora de Fabio; tatuaje que pese a la pelambrera que cubría su nuca, tenía una media melena muy cuidada, se distinguía claramente.

    —Ya veo que eres de esos que les da por profanar su cuerpo —dijo.

    —¿Por…? —preguntó el muchacho mosqueado.

    —Obvió, compañero, el tatuaje —con un ligero movimiento de cabeza, el que «acecha» señaló la nuca del chico.

    —Cada uno tiene sus gustos y preferencias.

    —¿Y por qué te da por tatuarte si puede saberse?

    Sus hombros se encogieron con pasotismo, a la par que sus fosas nasales se dilataban, debido al cabreo que había ido apoderándose de su ánimo desde que el «intruso» se les acopló.

    —Hoy en día —prosiguió Edgar— todo se hace porque si, por estúpidas modas. ¡Coño!, antaño las gentes se tatuaban por una razón o causa concreta, eran muy conscientes de lo que hacían y sus tatuajes tenían un profundo simbolismo, eran parte de sus rituales. 

    —Los tiempos cambian.

    —Cierto, pero a peor, chiquilla… Bueno, parejita, como veo que estoy de más —palabras que recalcó con sorna— me esfumo… ¿Qué os parece si más tarde os pasáis por mi cabaña? —señaló hacia el fondo del embarcadero, en donde a la derecha de este estaba su guarida— Eso sí, si pescáis alguna trucha más ni se os ocurra volver a tirarla al agua, así tenderemos una suculenta cena, ¿capisci?

     —Lo capiscamos —dijo Irina.

    El Oso soltó otra de sus fuertes y estridentes risotadas y, Fabio, por su parte, no pudo evitar el dejar escapar una escueta e insulsa risita pese a lo incómodo de la situación. 

    —No te puedes quejar, colega, tienes una novia con dotes de humorista.

    Una nueva y desproporcionada carcajada salió de entre sus trémulos labios. Pero ¿por qué temblaban? ¿Sería debió al frío o a algo más…?

    —Ya sabéis, chicos, estoy en mi cabaña. No os resfriéis, nos vemos…

    Tras darse media vuelta y, mientras avanzaba a paso lento por el embarcadero como si estuviese en plena procesión de semana santa, Edgar comenzó a tararear una extraña y macabra letanía:

    Tras los juncos del cañaveral, el que alza la mano os bendice, corderitos míos.

    Tras los juncos, el sacrificio tendrá lugar; roja sangre esparcida por el amarillento cañaveral. 

    Tras los juncos, las almas liberadas serán de su prisión carnal. Nada temáis, corderitos, el redentor del sufrimiento os liberará.

    Tras los juncos, el guardián de vuestros destinos os aguarda. Ocultos en el cañaveral, vuestros cuerpos a la tierra se unirán; abono fértil, semillas de nueva vida.

    Tras los juncos del cañaveral, el que alza la mano os bendice, corderitos míos.

    Sus cuerpos se estremecieron cuando las últimas sílabas de esa letanía, cuya melodía estaba compuesta en tono menor y la armonía aderezada con algún acorde disminuido que otro que la hacía todavía más tétrica, se internaron en sus oídos.

    —Ese tipo me da repelús —dijo ella acurrucándose contra él, como si instintivamente buscase protección.

    —Con lo tranquilos que estábamos tuvo que aparecer el tarado de turno.  

    —Esperemos que no nos chafe el fin de semana.

    —Crucemos los dedos... 

    Durante más de una hora, Fabio e Irina siguieron en el embarcadero disfrutando de sus juegos de carrete y sedal, pero ese halo de paz y bienestar que los envolvía se esfumó absorbido por la sombría estela que había dejado el Oso. Ni tan siquiera, como si algo presintieran, ninguna otra trucha volvió a morder el cebo —unas escurridizas lombrices californianas que se las veían y deseaban para engancharlas al anzuelo—. Era como si la señal de alarma se hubiese extendido por el reino acuático de los peces y estos se hubiesen alejado de las inmediaciones del embarcadero refugiándose en la ribera de enfrente. 

    Entumecidos por el frío, ambos decidieron por mutuo acuerdo guarecerse en su cabaña y dejar por ese día la pesca. Armonizando con el resplandor blanquecino de la luna, que resurgía al disiparse los negros nubarrones que lo ocultaban, sus pálidos semblantes quedaron semiocultos tras los gruesos cuellos de sus respectivas cazadoras. Los dos caminaban encogidos y, aunque hubiesen disfrutado de una intensa tarde – noche de relativa comunión con la naturaleza, de la que tan apartados y distantes estaban, al igual que la mayoría de las personas que pululan por este ancho mundo, como los típicos bichos de ciudad que eran anhelaban, por mucho que se negasen a reconocerlo, las comodidades de las urbes: los fríos adoquines que asilaban sus pies de la energía telúrica de la tierra; las altas temperaturas de las calefacciones de las ratoneras en las que vivían, y se «ocultaban», y que atrofiaban sus sentidos y neuronas; los innumerables «entretenimientos» que no dejaban espacio en sus aturdidas mentes para Ser; las «pantallas devora cerebros...» Por muchos tatuajes que Fabio tuviese desparramados a lo largo de su cuerpo, su expresión excesivamente intelectualizada le delataba. Lo cierto es que era un consumado informático y un convulsivo devorador de series televisivas, juegos de rol, ¿pornografía…?, que, como suele ocurrir, le mantenían atrapado en un círculo vicioso desperdiciando una gran cantidad de tiempo y energía. 

    Tanto el urbanita como su novia eran dos progres modernillos —lejos quedaban aquellos días en los que Irina, una despreocupada y jovial niña, iba de pesca con su padre— a los que fácilmente podríamos encasillar en ese grupo denominado generación Z, puesto que encajaban bastante bien con esa tribu. ¿Tribu…? ¿Nos equivocamos al asegurar que por mucho que hipotéticamente «progresemos» nuestro espíritu tribal sigue intacto? Baste ver cómo somos incapaces de permanecer en «madura soledad» con nosotros mismos sin identificarnos con algún «grupo tribal»; grupos en los que obviamente están incluidas las ideologías políticas, dogmas religiosos, movimientos ideológicos, etc. De todas formas, uno de los retos en la corta escapada que los urbanitas habían hecho ese fin de semana al lago era intentar dejar atrás, al menos por unos días, sus cristalizados hábitos y procurar adaptarse a este ambiente mucho más inhóspito, natural y puro. Sabían que ello no les iba a resultar fácil y nada más lejos de la realidad. Irina, cuya nariz respingona sobresalía de su semblante destacando sobremanera sobre sus hundidos ojos, sentía que una parte de ella quería regresar cuanto antes a su hábitat. Inmersa en esa dicotomía, luchaba constantemente con sus sentimientos opuestos, o encontrados, sumiéndose en una insana dualidad. Por un lado, nos encontramos a la Irina que estaba por la labor de abrazar esa austera y adusta forma de vida exenta de todo artificio y, por el otro, a la que quería a toda costa volver a su «confortable nido». ¿No es acaso esa nuestra forma de vida habitual, siempre azotados por algún tipo de dualidad neurótica?: mente – cuerpo, deseo – control volitivo, instinto – espíritu, bueno – malo, vida – muerte… 

    Pero no era precisamente a ella, sino a Fabio, al que más le costaba adaptarse a este nuevo entorno. Aunque por el momento no le dijese nada a su novia, lo cierto es que estaba pasando un calvario interno. Al igual que un adicto a las drogas, le entraba el tembleque cada vez que recordaba su rutinario modus vivendi, lo cual ocurría con demasiada frecuencia. Sus desgastados y apagados ojos, aun a pesar de ese brillo que se había adueñado momentáneamente de ellos desde que habían llegado al lago, tenían mono de tecnología: móviles, ordenadores, TV… —cuando el intelecto es el que predomina, la vista se convierte en el sentido principal quitando protagonismo a los restantes, lo cual es sinónimo de profundo desequilibrio—. ÉL, al igual que Irina, era un producto de esta sociedad tecnócrata que nos asfixia. Como sufría el urbanita cada vez que veía el arcaico teléfono móvil que habían llevado por si tenían que hacer alguna llamada de emergencia o alguien quería ponerse en contacto con ellos. Dicho teléfono era tan precario que no tenía conectividad de datos o de wifi, lo cual era una total frustración para la pareja, sobre todo al saber que en la parte más alta del lago había cobertura; un sacrificio al que se habían sometido voluntariamente. Por mucho que Fabio tratase de convencerse de que esta escapada a Ulters estaba siendo una experiencia de lo más positiva, en lo interno de su ser rabiaba por volver a su querida urbe, a navegar por la red…; cuan aditivo es ello...

    Cuando llegaron a la cabaña, rápidamente se quitaron sus ropas humedecidas por el rocío, que como un manto de brillantes puntos trasparentes se había adosado a sus prendas de vestir, y se quedaron en ropa interior. Tiritando de frío, sus esqueléticos cuerpos fueron envueltos en sendos albornoces blancos completamente iguales. Este detalle, el llevar dos albornoces idénticos, fue algo que hicieron premeditadamente. No atravesaba su relación precisamente su mejor momento y con estos pequeños y algo absurdos detalles trataban de volver a sentirse tan unidos como antes. El hecho es que llevaban ya tres años juntos y, por lo que parecería, la magia comenzaba a desvanecerse como una borrosa nebulosa en el horizonte. ¿Posiblemente, ello fuese debido a las imágenes mentales —pensamientos cristalizados— con las que siempre vemos a nuestra pareja, y filtramos el mundo, la «realidad», y las cuales nos impiden captar a esa persona «viva» que siempre está en un constante proceso de cambio?  

    Fabio había puesto dos gruesos troncos en la chimenea que había al fondo de la cabaña y ambos se tumbaron sobre la mullida y confortable alfombra que se extendía frente a la fogata; idílica imagen que complementaron con una botella de buen vino tinto. Irina, sintiéndose bastante más relajada, deshizo las coletas que colgaban a ambos lados de su cabeza, y que le daban esa apariencia tan desenfadada y algo infantil, cayendo su rubia melena como una cascada dorada sobre el albornoz. Pero poco duró su paz y sosiego y enseguida su turbulenta mente comenzó a inquietarse pensando con desazón que le estaban saliendo ojeras o que las puntas de su espléndida cabellera estaban algo abiertas y tenía que ir cuanto antes a la peluquería. Trivialidades que habitualmente nos zarandean como si fuésemos barcos a la deriva presas de un fuerte temporal: los pensamientos. El hecho irrevocable es que esos escasos minutos de relativa paz que experimentó se esfumaron tan rápido como el perfume de una bella flor arrastrado por el viento.

    «Llevo varios días sin entrar en internet, WhatsApp, las redes sociales…, seguro que tengo un montón de mensajes del curro, de los grupos, de las colegas… Como me gustaría tener un ordenador a mano, ¡esto es una puta pesadilla…! ¿Cómo le iría a Estefi con su último ligue? Me estoy perdiendo todos los cotilleos. ¡Vaya mierda!, me siento más aislada que un esquimal en su iglú. Para colmo no vi el último capítulo de la serie nueva».

    —¿En qué piensas? —le preguntó su novio tras dar un buen trago a su copa de vino que provocó que sus mejillas se acalorasen y enrojeciesen como dos bolas incandescentes de carbón.

    —Nada, cosas del curro. 

    Ella trabajaba en el departamento de investigación de biología de una prestigiosa universidad.

    —Tenemos que intentar desconectar, Irina, para eso estamos aquí.

    —Ya, pero no es fácil.

    —Lo sé.

    La telaraña de Maya se imponía: ambos ocultaban sus verdaderos sentimientos y se refugiaban tras su superficial coraza para no escarbar en su interior y mostrarse totalmente desnudos, aunque se tratase de una relación íntima de pareja. Lo cierto es que los urbanitas estaban sin estar, como tantas y tantas veces sucede. Sus mentes iban y venían y, únicamente, sus cuerpos permanecían uno frente al otro como dos trozos de carne al cobijo de las cálidas y sugerentes llamas, pero no así «ellos»: «Atención y Presencia». Les resultaba extremadamente difícil, por no decir imposible, desconectar de ese continuo parloteo mental que en muy raras y contadas ocasiones se sume en el vacío del silencio al no concederle nuestra atención: los «vagones – pensamientos» pasan ante nosotros y se desvanecen en la «distancia» sin involucrarnos ni afectarnos. Pero ¿cuántas veces sucede que estamos presentes de cuerpo y ausentes de mente al estar absortos en esa inacabable cháchara que nos consume como si fuésemos resecos maderos sin savia?

    El crepitar de las llamas secundado por el inquietante crujido de los troncos, ¿su angustioso lamento de desintegración?, resaltaba sobre el intenso silencio, el viento había cesado repentinamente hacía unos minutos, y la inquietante quietud que reinaba en esa noche aplanada y cubierta por esa brillante neblina, la cual era cada vez más densa y espesa. Con cada trago que daban a ese estimulante brebaje de tonos violáceos y algo opacos, al ser un vino de reserva, sus lenguas, presas de

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