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Árbol de ríos. La historia del Amazonas
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Libro electrónico760 páginas10 horas

Árbol de ríos. La historia del Amazonas

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Árbol de ríos cuenta la historia del río Amazonas desde muchas voces y perspectivas. El libro explora las incursiones coloniales, los cambios demográficos y las grandes transformaciones ecológicas desde la llegada de los europeos a fines del siglo XV y principios del XVI. Con erudición y un gran manejo de fuentes y de la narración, el autor nos lleva desde el año 1500 hasta la situación contemporánea de la Amazonía, las múltiples amenazas a su futuro como pulmón del planeta, y su papel como hogar de diferentes poblaciones.

En la mejor tradición de la historia medioambiental, John Hemming nos adentra en la botánica amazónica y otras ciencias afines. La flora y fauna no son estáticas, y el autor subraya los cambios introducidos por diferentes invasores: agentes del Estado, religiosos, exploradores, poblaciones flotantes de los países cercanos y muchos actores más. Asimismo, nos ilumina sobre los diferentes y siempre preocupantes auges extractivos, sobre todo el del caucho, a fines del siglo XIX.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2022
ISBN9786123177706
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    Árbol de ríos. La historia del Amazonas - John Hemming

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    John Hemming es un experto en el Amazonas: ha visitado más de cuarenta pueblos indígenas y ha estado en muchas expediciones de investigación, incluso en exploraciones de territorios totalmente desconocidos. Entre su veintena de libros, La conquista de los Incas es el más conocido. Publicado en 1970, ha sido traducido al español —en múltiples ediciones—, francés, italiano, chino mandarín y checo, y ha recibido premios en por lo menos tres países, manteniéndose como un best seller.

    John Hemming ha recibido honores en diferentes países: la Orden del Sol, en el Perú; Ordem do Cruzeiro do Sul, en Brasil; así como en Inglaterra, Estados Unidos y otros lugares. En 2022 fue nombrado doctor honoris causa por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Árbol de ríos ha sido traducido al portugués, japonés y coreano, y ahora al español.

    Árbol de ríos. La historia del Amazonas

    © John Hemming, 2022

    Publicado por acuerdo con Thames & Hudson Ltd, Londres

    Tree of Rivers © 2008, Thames & Hudson, Ltd

    Text © 2008 John Hemming

    © Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2022

    Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú

    feditor@pucp.edu.pe

    www.fondoeditorial.pucp.edu.pe

    Esta publicación se ha realizado gracias al apoyo de la Fundación Gordon & Betty Moore.

    Supervisión de edición: Charles Walker

    Traducción: Enrique Bossio

    Foto de portada: Walter H. Wust

    Diseño, diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición:

    Fondo Editorial PUCP

    Primera edición digital en español: julio de 2022

    Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio,

    total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.

    Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2022-05944

    e-ISBN: 978-612-317-770-6

    Índice

    Prólogo a la edición en español del libro

    Árbol de ríos, de John Hemming

    Capítulo uno

    Llegada de extraños

    Capítulo dos

    Anarquía en el Amazonas

    Capítulo tres

    El río deshabitado

    Capítulo cuatro

    Del Directorado a la Cabanagem

    Capítulo cinco

    El paraíso de los naturalistas

    Capítulo seis

    El auge del caucho

    Capítulo siete

    El lado negro del caucho

    Capítulo ocho

    Exploradores e indios

    Capítulo nueve

    Los arqueólogos encuentran al hombre primitivo

    Capítulo diez

    Aviones, motosierras y excavadoras

    Capítulo once

    El río más grande en la selva más grande

    Mapas

    Mapa 1. Primeros recorridos río abajo por el Amazonas

    Mapa 2. La cuenca amazónica en la era colonial y la Cabanagem

    Mapa 3. Rutas de expediciones de renombrados naturalistas en la cuenca amazónica

    Mapa 4. Áreas donde tuvo lugar el auge del caucho y el imperio de Julio César Arana (recuadro)

    Mapa 5. Actividades del siglo XX y principales lugares arqueológicos

    Mapa 6. Principales áreas protegidas y carreteras en la cuenca amazónica

    Prólogo a la edición en español del libro

    Árbol de ríos, de John Hemming

    Desde que leí Árbol de ríos, hace unos años, me pareció absolutamente necesaria su traducción al español. Es una historia del río Amazonas contada desde muchas perspectivas, con múltiples voces. Hemming es un gran narrador y permite que personajes como los indígenas de la zona, viajeros, exploradores y científicos cuenten la historia de esta vasta región a través de los siglos. Entre muchas otras cosas, el autor es geógrafo, explorador, periodista y ecologista, pero, sobre todo, es un historiador; nos lleva a la Amazonía en un recorrido a través de los siglos. Aterrizamos en la actualidad, pero antes exploramos las diferentes incursiones coloniales, los cambios demográficos y las grandes transformaciones ecológicas desde la llegada de los europeos a fines del siglo XV y principios del siglo XVI. Como declara desde la primera frase: «En el año 1500 las antiguas certidumbres, la relativa tranquilidad y el aislamiento de los pueblos indígenas del Amazonas se hicieron añicos para siempre». Con erudición y un gran manejo de fuentes y de la narración, el autor nos lleva desde el año 1500 hasta la situación contemporánea de la Amazonía, las múltiples amenazas a su futuro como pulmón del planeta y su papel como tradicional hogar para diferentes poblaciones.

    Como muestra de la mejor tradición de la historia medioambiental, Hemming nos adentra en la botánica amazónica y otras ciencias afines, enfatizando los grandes cambios y continuidades. La flora y fauna no son estáticas y el autor subraya los cambios introducidos por diferentes invasores: agentes del Estado, religiosos, exploradores, poblaciones flotantes de los países cercanos y muchos actores más. Asimismo, nos ilumina sobre los diferentes y siempre preocupantes auges extractivos, sobre todo el del caucho a fines del siglo XIX. Como los lectores de Roger Casement (y de Mario Vargas Llosa en El sueño del Celta) sabrán, la industria del caucho se basaba en una explotación particularmente brutal de la población indígena para el enriquecimiento de pocos individuos como, en el caso peruano, Julio César Arana. El lector obtendrá de este libro, a la vez ameno y profundo, un conocimiento de la ecología e historia de la Amazonía, con una fina atención a sus poblaciones nativas. Repito, todo esto en una narrativa entretenida.

    Si el río Amazonas es espectacular, también lo es el autor de su historia. John Hemming ha escrito una veintena de libros, casi todos premiados y traducidos. Tal vez La conquista de los Incas sea el más conocido. Publicado en 1970, ha sido traducido al castellano —en múltiples ediciones—, francés, italiano, mandarín y checo, y ha recibido premios en por lo menos tres países. Se ha mantenido como un verdadero best seller durante más de medio siglo. Publicó una serie de tres libros sobre la población indígena de Brasil y, con el fotógrafo Edward Ranney, el libro Monuments of the Incas, sobre la arquitectura inca. En los últimos cincuenta años no ha dejado de explorar la Amazonía. Dirigió The Royal Geographical Society, en Londres, Gran Bretaña, por más de veinte años.

    Todos sus libros tienen las características que sobresalen en Árbol de ríos: lo mejor de la historia narrativa, con gran atención a sus actores, y una serie de acontecimientos fascinantes y fenómenos preocupantes como la deforestación. Debido a su vasta obra y sus esfuerzos por cuidar a la Amazonía de la depredación, Hemming ha recibido honores en diferentes países: la Orden del Sol, en el Perú; Ordem do Cruzeiro do Sul, en Brasil; y una lista más larga de distinciones en Inglaterra, Estados Unidos y otros lugares. Este año ha sido nombrado doctor honoris causa por la Pontificia Universidad Católica del Perú.

    Con el apoyo de la Fundación Gordon & Betty Moore y a través de la doctora Avecita Chicchón, pensamos en la necesidad de una edición accesible de este gran libro. Esperamos que el libro físico y el ebook lleguen a un público amplio en la región amazónica y a todos quienes se interesan en el pasado, presente y futuro de la región. Nuestro agradecimiento a la Fundación Moore por su valioso apoyo, así como al gran equipo del Fondo Editorial PUCP. Militza Angulo y Claudia Huerta se encargaron de cuidar la edición con gran esmero. Mención aparte merece el traductor Kique Bossio. He sido testigo de los cientos de correos entre John y Kique buscando términos en español y discutiendo aspectos de la obra. Finalmente, el propio John mostró gran entusiasmo por el proyecto desde el principio. A todos ellos nuestro agradecimiento por su incansable empeño.

    Junio de 2022

    Charles Walker

    Universidad de California, Davis

    En su desembocadura el imponente río Amazonas se divide en un laberinto de islas y canales. Fotografía: John Hemming.

    Mapa 1. Primeros recorridos río abajo por el Amazonas

    Mapa elaborado por Martin Lubikowski, ML Design, Londres.

    Un río de aguas negras en la Amazonía de Venezuela, donde la ausencia de sedimento proveniente de rocas antiguas y el tanino de la vegetación en descomposición hacen que las aguas sean tan negras como el café. Los bosques muestran su máxima exuberancia en sus riberas, debido al sol y al agua. Fotografía: John Hemming.

    Las palmeras son maravillosamente útiles al ser humano, desde los primeros recolectores hasta los actuales ribereños. Gráciles palmeras buritíes (Mauritia flexuosa) se elevan hasta llegar a 30 m de altura y brindan nutritivos frutos rojos, fronda para cubrir techos, fibras para hacer canastas y hamacas, y troncos para vigas. Fotografía: Dudu Tresca.

    Una collpa como esta que se muestra cerca del Parque Nacional del Manú, en el Perú, es uno de los más emocionantes espectáculos de la Amazonía occidental. Durante ciertos meses, cada mañana parejas de guacamayos y papagayos más pequeños, en una llamarada de color, se congregan en un acantilado a la orilla del río para picotear la tierra. Los científicos no se han puesto de acuerdo sobre la razón por la cual las aves acuden a este lugar, pero ocurre cuando tienen polluelos. Fotografía: Michael & Patricia Fogden/Corbis.

    Esta oruga de un esfíngido (Pseudosphinx tetrio) es un ejemplo de «mimetismo batesiano», fenómeno bautizado así en honor al naturalista del siglo XIX Henry Walter Bates. Un depredador cree que un insecto de colores tan chillones debe ser venenoso, de modo que la única defensa de esta oruga comestible consiste en imitar dicha ostentación. Fotografía: James Ratter.

    La mayoría de las criaturas en un bosque tropical se encuentran en lo más alto del dosel arbóreo, o son nocturnas, o cuentan con un camuflaje brillante, como este saltamontes longicornio (Tettigoniidae family) que imita una hoja y una rama. Fotografía: William Milliken.

    Los caimanes (Jacaré) solían pulular en lagos y riachuelos de la Amazonía, pero son fácil presa de las armas de fuego, especialmente de noche. Como sus pieles tienen valor comercial, actualmente se están convirtiendo en una especie en extinción. Fotografía: Martin Wendler/NHPA/Photoshot.

    La Amazonía tiene más especies de monos que cualquier otra región del mundo —casi un centenar, la mayoría de ellos endémicos—. Los pequeños monos ardilla grises (Saimiri sciureus) pueden ser juguetones o traviesos: arrojan objetos u orinan en los intrusos que les desagradan. Fotografía: Jason Fischer/Still Pictures.

    Aunque la mayoría de los cientos de especies de serpientes en la Amazonía son inofensivas para el ser humano, estas serpientes de cascabel (Crotalus terrificus) son mortales. Cazan de noche, atraídas por el calor que emanan sus presas. Fotografía: John Hemming.

    Los pecaríes barbiblancos (Tayassu pecari) se trasladan en grandes manadas, peinando el suelo del bosque en busca de nueces y raíces. Si se ven amenazados, estos robustos animales atacan sin reparo alguno y son uno de los pocos animales que pueden herir a los humanos. Fotografía: Haroldo Palo.

    La nación indígena más numerosa, los yanomamis, vive en montañas boscosas entre Brasil y Venezuela. Aquí una madre se pinta con tinte de achiote, plumas engomadas al borde superior de su frente y «bigotes felinos» hechos con espinas de palma. Fotografía: John Hemming.

    Los arqueros yanomamis emplean arcos tremendamente potentes y flechas de 2 m de longitud, cuyo extremo untan a menudo con un veneno llamado curare y con diferentes tipos de punta para distintos tipos de presas de caza. Llevan en sus labios inferiores un bolo de tabaco para masticar. Fotografía: John Hemming.

    Mujeres kayapó del centro de Brasil pintan su piel de color negro con el jugo de genipa como adorno corporal y también para protegerse de los insectos, y afeitan ritualmente la parte superior frontal de sus cabezas y de las de sus niños. Fotografía: John Hemming.

    Capítulo uno

    Llegada de extraños

    En el año 1500 las antiguas certidumbres, la relativa tranquilidad y el aislamiento de los pueblos indígenas del Amazonas se hicieron añicos para siempre. Extrañas embarcaciones aparecieron en la desembocadura del gran río y lo remontaron durante varios días. Eran las embarcaciones del español Vicente Yáñez Pinzón. Este experimentado hombre de mar había sido el propietario y capitán de la carabela «La Niña», que formó parte de la llegada de Colón al nuevo continente en 1492. A vuelta de siglo, ocho años después, Yáñez Pinzón cruzó nuevamente el Atlántico y navegó por la costa de Brasil. Cuando divisó agua fresca y turbia en la desembocadura de un río enorme, pensó que podía tratarse del Ganges en la India. Navegó una corta distancia río arriba y encontró a muchos nativos que usaban pintura corporal, quienes acudían en tropel para mirar los barcos y se mostraban tan amistosos como si hubiesen estado en contacto con los europeos durante todas sus vidas¹. También cerca de la desembocadura del río, los españoles sostuvieron una escaramuza en la cual ocho de ellos murieron y doce resultaron heridos. Pero contraatacaron y capturaron 36 hombres «mayores que grandes alemanes»² para llevarlos de vuelta a Europa como esclavos, los primeros de miles de pobladores de la Amazonía en ser esclavizados por los europeos.

    Las embarcaciones de Yáñez Pinzón eran varias veces más grandes que los «cayucos» o canoas que los pueblos indígenas —a quienes los españoles confundieron con indios de la India— construían ahuecando troncos de árboles. Lo que debe haber sorprendido a los pocos nativos que vieron las embarcaciones fue que estaban cubiertas por plataformas, que tenían a hombres viviendo a bordo, sus muchas sogas más gruesas que las cuerdas de los indios y, principalmente, su propulsión mediante velas de gruesa tela. En la mitología posterior de otra tribu, la llegada del primer hombre blanco en una flotilla de embarcaciones a vela quedó representada como un enjambre de hormigas voladoras. Más curiosa aún resultaba la manera en que los navegantes cubrían sus cuerpos con un material: tela. Había una desagradable pilosidad que crecía en sus caras, y esta a veces presentaba peculiares colores distintos al negro (los nativos sudamericanos prácticamente no tienen vello corporal, y la mayoría de ellos arrancan cualquier vello que aparece en su piel; y este cabello es invariablemente negro).

    Las herramientas de metal de los extraños visitantes causaron el mayor impacto. Cuando los portugueses arribaron a regiones más al sur, en Brasil, pocos meses después de la llegada de Yáñez Pinzón, hicieron una cruz para celebrar la primera misa en esta nueva tierra. Uno de los portugueses, Pêro Vaz de Caminha, escribió: «Muchos de ellos vinieron para estar con los carpinteros. Y creo que lo hacían más para ver la herramienta de fierro con la cual estos trabajaban que para ver la cruz, porque ellos no tienen cosas hechas de fierro, y cortan su madera y palos con piedras en forma de cuñas, metidas entre dos tablas, muy bien atadas»³.

    La observación del portugués era totalmente acertada. Esta era la intensa emoción de personas que presenciaban por primera vez el poder del corte con herramientas de metal. Fue un milagro tecnológico en un mundo forestal donde la tarea más fatigosa de los hombres era derribar árboles para despejar parcelas en las cuales pudiesen cultivar. Durante los próximos cinco siglos, desde 1500 hasta el presente, las hojas de metal —desde cuchillos y machetes hasta hachas y sierras— han sido el medio a través del cual se logró la aceptación del contacto con todas las tribus aisladas. Tales herramientas eran un señuelo irresistible. Una y otra vez, después de trabar contacto, era sabido que las poblaciones indígenas habían visto las herramientas y estaban desesperadas por adquirirlas, ya sea tomándolas por asalto o llegando a un entendimiento con los hombres blancos.

    El siguiente aventurero en ver el río Amazonas puede haber sido el florentino Américo Vespucio. Como agente en Sevilla de los príncipes Médici, Vespucio se unió a algunos españoles en 1499 con el fin de obtener autorización real para cruzar el Atlántico. Pero la escuadra se dividió al llegar a América del Sur y el italiano tomó dos carabelas con dirección al sur. También investigó la desembocadura de un gran río cenagoso, pero sus orillas cubiertas de árboles le impidieron desembarcar. A continuación, Vespucio se dirigió al sureste, antes de que corrientes adversas le hicieran retroceder. Resulta imposible afirmar qué tan al sur navegó, dado que Vespucio era incompetente como agrimensor: las coordenadas que dio para la costa atlántica de Brasil lo hubiesen puesto mucho más lejos en el Pacífico. Su fama se originó en un viaje realizado tres años después, cuando era pasajero en una flotilla portuguesa. Pasó tres semanas entre indios brasileños y envió a su mecenas Médici un relato entusiasta pero bastante inexacto de las maravillas que había visto. La mayoría de estos informes eran mantenidos en secreto por los gobernantes europeos, pero la carta de Vespucio fue publicada, rápidamente traducida a varios idiomas y se convirtió instantáneamente en un éxito de ventas, según los estándares de la época. Vespucio fue el primero en escribir que este era un «nuevo mundo» y no una mera isla. Tal fue el poder del reciente invento de la imprenta que un cartógrafo en Lorena escribió una versión de su nombre («América») en un mapa que mostraba el Mundus Novus de los recientes descubrimientos. El nombre pegó. De manera que este marino mediocre, navegante impreciso y cronista jactancioso dio nombre al nuevo continente. Américo Vespucio debe ser el santo patrón de todos los cronistas de viajes.

    Durante los siguientes cuarenta años, la vida en la Amazonía siguió como de costumbre. Los europeos comerciaban esporádicamente a lo largo de la costa atlántica de Brasil, mayormente en busca del «palo brasil» o «pernambuco» (Paubrasilia echinata), árbol cuya madera tenía un atractivo, pero inestable tinte rojo, y que dio nombre al nuevo país. Estos hombres de mar también llevaron consigo loros y otros productos exóticos, y unos cuantos esclavos. Pero este «nuevo mundo» y sus pueblos primitivos no parecían tener productos realmente valiosos como metales preciosos, perlas y joyas, textiles, marfil o especias.

    Aunque la historia «escrita» de la Amazonía empezó en 1500 con la lacónica crónica de Yáñez Pinzón, los seres humanos habían estado prosperando allí durante miles de años. Dejaremos para un capítulo posterior las teorías y los encarnizados debates sobre cuándo arribó por primera vez el hombre al gran río y cómo los primeros humanos desarrollaron la agricultura, la cerámica y sofisticados cacicazgos, cuando veamos cómo los arqueólogos modernos consiguieron extraer evidencias de este difícil (para ellos) terreno.

    Llegado nuestro siglo XVI, había un caleidoscopio de tribus esparcidas por la cuenca del Amazonas. Sus aldeas se extendían a través de considerables distancias a lo largo de las orillas de grandes ríos. Pero tierra adentro, en los bosques más secos ubicados tierra adentro, a mayor altitud, la mayoría de estos grupos vivían distantes entre sí, ya sea en asentamientos temporales o de manera totalmente nómade como recolectores. Si tal asentamiento crecía demasiado simplemente se fragmentaba y parte de la tribu migraba para asentarse en un nuevo lugar. Ello resultaba fácil para cazadores-recolectores autosuficientes que conocían cada área despejada y arroyo de la zona. La mayoría de las tribus vivían en aislamiento, pero algunas comerciaban con sus vecinos. Había ocasionales guerras intertribales, ya sea para zanjar conflictos o para obtener mercancías deseables, como mujeres o niños. Algunos pueblos indígenas eran naturalmente belicosos, con tradiciones guerreras y jóvenes que se regodeaban en el combate y la acumulación de cabezas como trofeos. Uno de los primeros europeos en visitar la región exclamaba: «Son tantos y es la tierra tan grande, y van en tanto crecimiento, que si no estuviesen en continua guerra... no podrían caber aquí»⁴.

    A todos los pueblos indígenas les encantaba cazar y pescar. Los hombres eran tremendamente hábiles para encontrar, acechar y matar todo tipo de presas, desde pecaríes y tapires, aves y monos, hasta lagartos y serpientes. Las mataban con arcos y flechas, y (generalmente al norte del río Amazonas) también con cerbatanas y dardos envenenados con curare. Pierre Clastres, antropólogo francés del siglo XX, se declaraba fascinado por la belleza de la cacería. Clastres escribía que el arma de un hombre era el símbolo de su masculinidad, y que aquel era juzgado por su habilidad y su suerte en esta actividad: «Los indios son tan ágiles, tan hábiles, sus gestos son tan precisos y eficientes —era un total dominio del cuerpo—». Para ellos, «cazar es siempre una aventura, a veces arriesgada pero constantemente inspiradora... Rastrear animales en la selva, demostrando que eres más listo que ellos, acercándote lo suficiente para darles con una flecha sin que noten tu presencia, escuchar el zumbido de la flecha en el aire y luego el golpe apagado cuando el proyectil acierta en el animal —todo ello es un gozo que ha sido experimentado incontables veces, y que sin embargo permanece tan fresco y apasionante como lo fue en la primera cacería—. Los [indios] no se cansan de cazar. No se espera que hagan nada más y les encanta hacerlo más que cualquier otra cosa»⁵. Las mujeres, el sexo fértil, cuidaban los cultivos de vegetales o recolectaban larvas e insectos comestibles. Ellas cocinaban y, por supuesto, cuidaban a los hijos. Cargaban agua hasta la aldea todos los días y tenían la agobiante tarea de preparar la yuca y otros alimentos. Cuando no están cazando, pescando o despejando el bosque, los hombres se mantienen ocupados fabricando artefactos y ornamentos, pero dedican su mayor atención a las armas para cazar, pescar y guerrear.

    El lenguaje es una clara indicación del movimiento de las poblaciones. Hay una docena de «troncos» lingüísticos entre los indios amazónicos. Cuando los europeos arribaron a las costas atlánticas el primer lenguaje que encontraron fue el tupí (o tupí-guaraní). Este era hablado en un arco gigante que abarcaba desde las llanuras de Paraguay por el sur, a lo largo de todo el litoral atlántico de Brasil, y través de miles de kilómetros hasta el río Amazonas y sus principales tributarios. Sobrevive en los extremos de dicho arco como el segundo idioma oficial de Paraguay, entre algunas tribus del sur de Brasil, y en las tribus tupíes ubicadas muy adentro de los grandes tributarios del sur del río Amazonas en Brasil y el Perú. Los misioneros jesuitas adoptaron el tupí-guaraní como su língua geral («lengua franca») a lo largo de Brasil.

    El centro de Brasil, al sur del río principal, albergaba a las tribus que hablaban yê, en particular grupos conocidos colectivamente como kayapós, xavantes y timbiras. Estos yê son menos acuáticos que los tupihablantes, de modo que se ubican en otro enorme arco de bosques, llanuras cubiertas de pastos y pajonales de la meseta central o planicie brasileña. Estos guerreros se mantienen en forma compitiendo en carreras de relevos en las cuales cargan troncos enormes sobre los hombros. Pueden correr tan rápido que aventajan a los animales de la sabana y su arma favorita es un garrote. Otros hablantes de lenguas yê vivían en áreas distantes del Amazonas, en el interior del nordeste de Brasil y en zonas remotas del sur.

    En las islas del mar Caribe existía una feroz rivalidad entre tribus que hablaban lenguas caribe y arawak. El arawak (o arahuaca) era el más ampliamente utilizado de todos los lenguajes nativos en Sudamérica, extendiéndose por todo el Caribe desde Florida y América Central hasta la cuenca del Amazonas. Cuando arribaron los europeos los pueblos arahuacos estaban migrando al Amazonas desde el noroeste, corriente abajo por los grandes ríos que surgen en Colombia; pero también estaban establecidos a lo largo de la costa de las Guayanas, tierra adentro en Roraima, y alrededor de la desembocadura del Amazonas. Capaces de gran movilidad con sus canoas, algunos se establecieron muy arriba de los tributarios del sur, los ríos Xingú, Juruá, Purús y Ucayali. Otros arahuacos perseveraron hasta los ríos ubicados más al sur de la cuenca del Amazonas. Algunos se instalaron en el sistema del río Madre de Dios al sur del Perú; otros lo hicieron en las grandes planicies cerca del río Grande en lo que actualmente es Bolivia; y unos cuantos fueron más allá del Amazonas, en el curso superior del río Paraguay.

    Los hablantes de lengua caribe también ingresaron a la región desde el norte. Actualmente se encuentran casi extintos en las islas del mar que lleva su nombre, pero hay populosas tribus caribes a lo largo de las Guayanas. Entre estos destacan los macushíes de Guyana y la región del norte de Brasil, y los tiriyós en Surinam y Brasil. Los pueblos caribehablantes también se encuentran en los tributarios del sur del Amazonas, corriente arriba de los ríos Xingú y Tapajós.

    Otras familias lingüísticas incluyen a los tucanos, en los bosques ubicados entre Brasil y Colombia, y los panos, al sur de los primeros, entre Brasil y el Perú. Pero muchas tribus hablan idiomas lingüísticamente aislados que no parecen estar relacionados con ninguna de las principales lenguas de la región. Los yanomamis, entre Venezuela y Brasil; los muras, en la desembocadura del río Madeira; los nambiquaras, en el suroeste de Brasil; los bororos, en Mato Grosso; los karajás, en el río Araguaia; los guaicurúes (actualmente, kadiwéu), cerca del río Paraguay, y muchos otros tienen lenguajes singulares.

    Según mis cálculos, al momento de la llegada de los europeos, en 1500, las tierras bajas de la Amazonía albergaban a cuatro o cinco millones de personas —de ellos, tres millones estaban en Brasil—, divididos entre unos 400 pueblos. He derivado este estimado a partir de reportes de primeros contactos, tasas probables de destrucción, y las cantidades y ubicaciones de los sobrevivientes. La cifra que obtuve es la suma de estimados de población por área, valle o nación, en lugar de la extrapolación de la capacidad de sustentación de diferentes tipos de terreno. Este estimado se encuentra a medio camino en el rango de supuestos planteados por otros demógrafos.

    Gracias al ingenio humano y siglos de experiencia, los pueblos nativos se habían adaptado a la vida en cada uno de los hábitats del Amazonas. Habían aprendido a vivir bien en cada tipo de bosque, junto a ríos y lagos, en las llanuras de inundación de várzea, en campos del Cerrado («espeso» o «denso», en portugués; con este término se denomina a una amplia e importante ecorregión de sabana tropical de Brasil), llenos de matorrales, y en los bosques nubosos ricos en especies de los Andes. Investigaciones recientes indican que los cazadores-recolectores amazónicos eran más altos y saludables que los habitantes en ciudades del Perú o México, sin duda porque sus dietas compuestas por pescado, animales de caza y verduras estaban mejor balanceadas que las de aquellos dependientes de la agricultura que vivían en las urbes.

    Pêro Vaz de Caminha, el primer portugués que escribió sobre los indios de Brasil, dijo a su rey en 1500: «Ciertamente, esta gente es buena y de gran sencillez... Nuestro Señor les dio buenos cuerpos y buenos rostros, como a buenos hombres». Aunque no tenían animales de granja ni cultivos de cereales, «caminan tan fuertes y tan robustos, que nosotros no lo somos tanto, con todo el trigo y legumbres que comemos... y sus cuerpos son tan definidos, tan orondos y bien formados, que no pueden serlo más»⁶. Américo Vespucio estaba impresionado por la arquitectura de las chozas comunales, así como por la belleza desnuda de los indios. También lo deslumbraba la magnificencia del entorno amazónico, mientras enumeraba parte de la profusión de árboles, animales y aves extraños. Vespucio concluía: «Me imaginaba estar cerca al paraíso terrenal»⁷.

    Aunque los cientos de naciones y tribus desarrollaron una rica diversidad de culturas, compartían amplias similitudes en cuanto a estilo de vida, contextura física e incluso temperamento. Vespucio sentía que los pueblos indígenas habían logrado sus vidas idílicas sin recurrir a ninguna de las instituciones del gobierno en Europa: «No tienen leyes ni religión, y viven de acuerdo a la naturaleza. No reconocen la inmortalidad del alma, y no existe entre ellos la propiedad privada porque todo es común. ¡No hay fronteras de reinos y provincias, y no hay rey! No obedecen a nadie y cada uno es su propio señor... Son un pueblo muy prolífico pero no tienen herederos porque no tienen propiedades»⁸. Otros primeros cronistas hicieron las mismas observaciones. Las instituciones de monarquía, nobleza, iglesia y sistema judicial parecían innecesarias para lograr una buena vida. Estas ideas radicales fueron aprovechadas por filósofos europeos, incluyendo a Erasmo de Róterdam, Tomás Moro, Montaigne, Rousseau, Voltaire e incluso Marx, para desarrollar teorías subversivas contra el sistema de clases, el gobierno autocrático y la religión establecida.

    En cierto sentido, la idea de «nobles salvajes» viviendo en un paraíso libre de controles era errónea. En realidad, los pueblos indígenas «sí» tenían un grado de jerarquía, particularmente cuando desarrollaron grandes cacicazgos. Eran profundamente conservadores, con tácitos códigos de conducta que regían todas las actividades y cada etapa del ciclo de vida. Viviendo juntos en aldeas sin privacidad personal dentro de sus viviendas, las personas tenían que someterse. Muchas actividades eran comunales, como cazar, cultivar, construir las chozas, despejar el bosque y participar de celebraciones. La ejecución ritual podía ser la sanción ante conductas excéntricas o antisociales, o si alguien era considerado maldito por espíritus malignos. Estas personas también eran espirituales, con chamanes que curaban a través de la fe y eran los custodios del conocimiento botánico, las ceremonias y una rica mitología. Cada tribu tenía diferentes formas de entierro y el respeto hacia los ancestros era casi universal. Aunque los pueblos indígenas de la Amazonía no eran tan implacablemente belicosos como los europeos, sí emprendían muchas batallas. De modo que no eran los utópicos «nobles salvajes» que imaginaban algunos filósofos, desprovistos de leyes, reyes e iglesias.

    En 1494, apenas dos años después del arribo de Colón al Caribe, el papa Alejandro VI dividió al mundo entre los dos reinos ibéricos de España y Portugal mediante el Tratado de Tordesillas. Cada uno recibió un hemisferio para fines de conversión a la cristiandad y posible colonización. Este pontífice era un Borgia —derivado del valenciano Borja, en España— y creía que estaba otorgando a su país de origen la China de Marco Polo y la India. Ello se debió a que tanto Colón como el papa se guiaron por el cálculo del tamaño de la Tierra realizado por Claudio Ptolomeo alrededor del año 150 d. C., pero Ptolomeo había calculado que nuestro planeta era demasiado pequeño y en su cartografía no había considerado espacio para el océano Pacífico. Durante el resto de su vida, Colón estuvo convencido de que México correspondía al continente asiático; que frente al mar se ubicaba Cipango (Japón), la isla registrada en los relatos de Marco Polo, cuando en realidad se trataba de Cuba; y que los habitantes del continente que había descubierto eran indios de la India. El término erróneo «indios» se arraigó, aplicado a los pueblos indígenas de ambos hemisferios del continente americano (en este libro continuaremos usando en general el término errado «indios» porque así aparecía en todos los documentos contemporáneos, en lugar del nombre correcto, pero más engorroso de «pueblos indígenas»).

    Contrariamente a la intención de Alejandro VI, la Línea de Tordesillas de hecho favoreció al pequeño reino de Portugal, cuya población era poco más de un millón de personas. El tratado colocaba la separación longitudinal entre España y Portugal a 360 leguas (unos 2000 km) al oeste del archipiélago de Cabo Verde, con una longitud correspondiente en el extremo opuesto del globo. A los portugueses les correspondió África, porque sus navegantes ya habían bordeado el Cabo de Buena Esperanza, pero como la Tierra era mucho mayor que lo que se pensaba, la línea divisoria en el Oriente atravesaba lo que hoy son Filipinas e Indonesia. Por consiguiente, los portugueses también obtuvieron como su esfera de influencia la India y casi toda Asia. La parte correspondiente a España resultó ser el aún no descubierto continente americano. Así, debido a la absurdamente presuntuosa «donación papal», toda la cuenca amazónica caía en el ámbito español.

    Cuando Brasil fue descubierto seis años después del Tratado de Tordesillas, el hemisferio correspondiente a Portugal incluía únicamente la parte más saliente de las nuevas tierras en dirección al oriente, y no abarcaba las futuras ciudades de Río de Janeiro o São Paulo. En años posteriores, los portugueses reivindicaron que su ámbito cubriese desde la desembocadura del río Amazonas hasta la del Río de la Plata (en Uruguay). En 1532 el rey de Portugal otorgó 4000 km de «su» costa de Brasil a 14 «donatarios» para fines de asentamiento permanente. Por supuesto, sus incipientes colonias llegaban apenas al Amazonas. Durante el resto del siglo XVI, los portugueses gradualmente conquistaron ese litoral atlántico, sometiendo tribu tras tribu (recurriendo a menudo a la conocida táctica colonialista de «divide y vencerás», aprovechando rencillas entre pueblos indígenas). En la década de 1560 aplastaron un intento de Francia por colonizar Río de Janeiro, y medio siglo más tarde, en 1615, expulsaron otra colonia francesa de Maranhão, no lejos de la desembocadura del Amazonas. Un francés se quejaba de que los portugueses eran tan belicosos y aventureros —en ese entonces, sus centros de intercambio comercial y colonias se extendían desde Brasil hasta Japón— que debían haber «bebido el polvo del corazón del rey Alejandro [Magno] para mostrar tan exagerada ambición»⁹.

    En 1532, del lado del océano Pacífico del continente, el aventurero español Francisco Pizarro desembarcó con menos de 200 hombres y algunos caballos al norte del Perú. A fines del año siguiente, en lo que sería una de las conquistas más extraordinarias de la historia, Pizarro había capturado al Inca Atahualpa, a quien engañó y ejecutó, y había marchado a través de los Andes en dirección al Cusco, ciudad capital de los incas. Esta suntuosa ciudad yace entre las grandes cabeceras del Amazonas, el Vilcanota-Urubamba y el Apurímac, los cuales vierten sus caudales en el Ucayali, que es el tronco principal del Amazonas. Durante las primeras dos décadas tras la conquista del Perú, hubo enfrentamientos esporádicos con la resistencia del lado de los incas, una serie de guerras civiles entre los grupos de conquistadores y diversas expediciones desafortunadas en dirección al este, hacia los bordes de las selvas tropicales amazónicas.

    A fines de 1540 el gobernador Pizarro designó al menor de sus hermanos, Gonzalo, como teniente gobernador de Quito, la capital inca en el norte del imperio, en el actual Ecuador. Gonzalo, de aproximadamente 30 años, era el más gallardo de los cuatro hermanos Pizarro: apuesto, bien ataviado, valeroso, impulsivo y despiadado. Ya era un experimentado soldado —era un buen jinete, lancero y espadachín— y había estado en constante acción desde que llegó a las Américas una década atrás.

    Cuando Gonzalo Pizarro llegó a Quito, encontró que los españoles en esa ciudad comentaban frenéticamente un informe acerca de las ricas tierras que se encontraban al este. Una expedición a las cercanas cabeceras del Amazonas acababa de retornar a la ciudad y esta reportaba haber divisado lo que suponía eran árboles de canela. En aquella época anterior a los procesos de refrigeración, las especias eran muy preciadas, en parte porque disimulaban el sabor de la carne en descomposición. Aún más excitantes resultaban los rumores oídos por miembros de la expedición acerca de una tierra tan rica en oro que su gobernante periódicamente cubría su piel con ese precioso metal, convirtiéndose así en un hombre dorado; de modo que este fantástico reino era conocido como La Canela o El Dorado. Un español contemporáneo escuchó que «aquel grand señor o príncipe continuamente anda cubierto de oro molido e tan menudo como sal molida... lo que se pone un día por la mañana se lo quita e lava en la noche, e se echa e pierde por tierra. Así que queda sua persona cubierto de oro desde la planta del pie hasta la cabeza, e tan resplandeciente como suele quedar una pieza de oro labrada de la mano de un gran artífice». Considerando esto, el escritor cavilaba: «Yo querría más la escobilla de la cámara de este príncipe, que no la de las fundiciones grandes que de oro ha habido en el Perú»¹⁰.

    La histeria no era del todo injustificada. Durante el cuarto de siglo precedente, los españoles habían descubierto y conquistado los hasta entonces desconocidos imperios de los aztecas y mayas en México, de los incas en el Perú, y de los muisca en Colombia. Cada una de estas conquistas había sido fabulosamente abundante en riquezas, y sus protagonistas pasaron a las filas de los hombres más ricos del mundo. Era bastante posible que hubiese un cuarto y reluciente premio por conquistar.

    De inmediato, Gonzalo Pizarro decidió conquistar el reino de El Dorado: «Cuando tal noticia se difundió en Quito, todos los que estaban allí quisieron tomar parte en la expedición». En cuestión de días, Pizarro reunió 220 españoles: un número mayor al que su hermano mayor Francisco había empleado para derrocar por completo al imperio de los Incas. Los hombres de Gonzalo estaban respaldados por cientos de indios porteadores y grandes hatos de llamas, piaras de cerdos (que ya estaban siendo criados en el Nuevo Mundo) y otro tipo de animales. Esta atestada columna salió marchando de Quito a fines de febrero de 1541. Los hombres estaban exultantes. Cada uno portaba únicamente su espada y su escudo, porque los indios y las llamas cargaban con los bártulos. Iniciaron su recorrido en altos pastizales rodeados por bellos volcanes coronados por la nieve, para luego descender a través de valles de vegetación andina, y pronto se encontraron en el extremo oeste de la frontera con la selva tropical del Amazonas.

    Después de Pizarro, el segundo al mando en la expedición era su amigo Francisco de Orellana, de 30 años, quien provenía también de la región de Extremadura en España, como la mayoría de quienes conquistaron a los incas. El joven Orellana había pasado la mitad de su vida en las Indias, había combatido con los Pizarro en la conquista del Perú y, durante sus guerras civiles, y había sido enviado por estos para colonizar la costa de Ecuador (perdió un ojo mientras trataba de someter una zona cercana a Guayaquil). Orellana era un gobernador severo pero respetado, hospitalario con los españoles que se encontraban de paso y, según los estándares de los conquistadores, se le consideraba bastante culto.

    Estos jóvenes españoles eran los mejores combatientes de Europa. Con sus caballos y espadas de acero, fueron invencibles en el Caribe y en zonas abiertas de los Andes. Pero tan pronto descendieron a las selvas amazónicas se convirtieron en absolutos inútiles. Resultaba extraordinario, y aún lo es, cómo los europeos jamás aprendieron a vivir de manera sostenible en el ecosistema más diverso del mundo. Los pueblos indígenas, por el contrario, practicaban la cacería y la pesca desde la infancia. Ellos entendían el potencial de cientos de plantas como alimento, medicina o material de construcción. Una raza andaba dando tumbos, desgarrada, mordida y muerta de hambre, mientras que la otra se deslizaba fácilmente a través de la vegetación, viviendo saludablemente y consumiendo una dieta balanceada. Los europeos estaban perdidos, asustados y frustrados en esta selva que les era ajena; a los nativos les gustaba más que el espacio abierto, y reconocían los árboles individuales de manera tan infalible como un habitante urbano conoce sus calles.

    Era la temporada de lluvias, con aguaceros tropicales y constantes relámpagos cayendo en zonas más elevadas. La expedición de Pizarro estaba a punto de agotar sus provisiones, perdiendo hombres y animales, y forzados a enfrentarse con las poblaciones del lugar para obtener comida. La primera decepción que sufrieron en «La Canela» se refería a los árboles de la planta análoga. Los árboles parecían grandes olivos, con grandes flores y vainas, y pertenecían a la familia de la magnolia, Nectandra y Ocotea, relacionada con las paltas. Su nuez es del tamaño de una aceituna, en «una pequeña cascarilla que tiene la forma de un pequeño sombrero, del mismo color y sabor que la canela oriental». Pero los árboles estaban demasiado dispersos y remotos para tener valor comercial, y no se comparaban con las especias traídas desde la India por los navegantes portugueses.

    Había pocos pueblos indígenas, y estos eran cazadores-recolectores que parecían primitivos en comparación con los súbditos de los incas en la sierra. Gonzalo Pizarro preguntaba con insistencia a estos indios qué tan cerca estaban de llegar a campo abierto y a los ricos territorios de El Dorado. Los nativos respondían que ellos solo sabían de otros habitantes del bosque como ellos mismos. Pedro de Cieza de León —soldado y cronista consumado que pasó por Quito en esa época— escribió que Gonzalo Pizarro se mostraba furioso cuando los indígenas no le decían lo que él quería escuchar. El despiadado conquistador ordenó que se construyesen plataformas de cañas, conocidas por los aztecas como barbacoas, y que las encendiesen. Indios inocentes fueron colocados con sus cuerpos extendidos sobre estas plataformas y torturados hasta que dijesen «la verdad». Algunos fueron quemados vivos. Cieza de León calificó a su compatriota como un cruel carnicero, quien también ordenaba arrojar a los indios para ser mordidos y devorados por sus perros¹¹.

    Escasos de alimentos, maltratados por las lluvias y perdidos en la interminable selva, los expedicionarios continuaron a pie, abriéndose paso en el bosque. Ya los caballos no servían de nada y, de cualquier manera, no había alimento para ellos en la selva, de modo que todos esos preciosos animales fueron consumidos como alimento. Pizarro escribió después al rey sobre las grandes penurias que habían sufrido en ese inclemente entorno: duro para ellos, pero no, por supuesto, para los pueblos indígenas de la selva.

    Esta era una verdadera exploración: abriendo trocha a ciegas en la selva, sin conocer jamás lo que iban a encontrar, tratando de calcular la pendiente del terreno del bosque para encontrar corrientes y agua.

    Los forasteros todavía tienen que abrir trocha a mano; en este aspecto, nada ha cambiado en casi 500 años desde Pizarro y Orellana. La única manera consiste en cortar laboriosamente un sendero utilizando un machete —o alfanje, o facão, en portugués—, con la ocasional ayuda de una brújula para mantener recto el camino. Este autor ha participado en expediciones de este tipo en diversos bosques amazónicos. Es un mundo oscuro y húmedo que huele a hojas podridas. En ocasiones, el oquedal se abre con la majestad de una catedral, y los troncos de árboles caídos yacen como tumbas. En lugares así la marcha se aligera y el mayor peligro consiste en perder la dirección, porque solo puede verse el sol a través de los rayos que se filtran por las copas de los árboles que están a gran altura, y resulta imposible orientarse por este medio. Ocasionalmente, un rayo de luz solar perfora la penumbra, iluminando mariposas morpho enormes y azules, o extrañas plantas coloridas que iluminan los prevalentes tonos de marrón y verde. Con más frecuencia, la selva es baja y densa. Hay abundante follaje de palmas y helechos espinosos, enmarañadas cataratas de enredaderas, musgos y líquenes por doquier, y bromeliáceas como piñas y otras epífitas encaramándose en los árboles. Pero esta belleza pasa desapercibida a los exploradores que deben abrirse paso con machete a través de tal follaje. Los plantones jóvenes y delgados pueden amputarse fácilmente a golpe de machete, pero las enredaderas se mueven hacia los lados cuando se las golpea, y hay que asegurarlas contra un árbol para poder podarlas. Por la tarde, cuando hace más calor, se hace más difícil asestar los cortes, porque los músculos de los brazos están cansados y las hojas de los machetes requieren ser afiladas con frecuencia. La alfombra de hojas muertas es un hervidero de hormigas, garrapatas y niguas. Durante el día pululan enjambres de moscas negras (Simuliidae) que pican —llamadas pium o borrachudo en diferentes partes de la Amazonía—, y de noche hay mosquitos. Quienes van abriendo trocha usan sombreros de ala ancha, porque un machetazo contra una enredadera puede derribar una columna de hormigas guerreras o marabuntas, ramitas, escorpiones o incluso culebras arbóreas, o se corre el riesgo de perturbar a una colonia de fieros avispones del bosque. Tras algunas semanas de realizar esta tarea, los hombres no indígenas lucen pálidos, sus ropas están hechas jirones y sus botas se desintegran. La piel está cubierta de picaduras, espinas y arañazos purulentos, y las glándulas que filtran el veneno de los insectos en brazos y piernas están inflamadas y adoloridas. Los hombres de Pizarro esperaban estar regodeándose en lujos como héroes conquistadores. En lugar de ello, se abrían paso con dificultad a través de la selva, empapados por la lluvia, expuestos al riesgo de la caída de árboles y ramas, mientras el suelo podía convertirse en un viscoso barro rosado, en una ciénaga o en una crecida del río. Los mosquitos estaban más activos durante esta estación de lluvias.

    Gonzalo Pizarro desperdició diez terribles meses de 1541 en esta fútil exploración, roces con tribus, e interrogatorios y torturas a los cautivos en las cabeceras de los ríos Coca y Napo. Un grupo de exploradores dio con una aldea grande y la expedición se apresuró a robarles alimentos. En otro punto, encontraron un desfiladero defendido por indios locales: los españoles construyeron un puente de palos y treparon por él por encima de una rugiente catarata.

    Un campamento ubicado demasiado cerca de un río fue sorprendido por una repentina crecida (un riesgo frecuente en estos parajes) que barrió con las provisiones y el equipo. Gonzalo Pizarro se afligió tremendamente por no haber llegado nunca a la tierra fértil que había soñado encontrar más allá de la interminable selva. Con frecuencia se lamentaba de haber emprendido esta expedición¹².

    Más al norte, otro orgulloso conquistador enfrentaba la misma frustración. Gonzalo Jiménez de Quesada, quien acababa de invadir a los muiscas, también oyó el rumor sobre El Dorado y se obsesionó con él. Envió a su hermano Hernán Pérez de Quesada para tratar de encontrarlo. Hernán escribió a su rey, Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano: «Dejé este Nuevo Reino [actual Colombia] el 1° de setiembre de 1541 con 260 españoles y casi 200 caballos y el equipo restante necesario para tal expedición»¹³. Según otro relato, aquel «equipo restante» incluía «más de 600 indios libres, hombres, mujeres y niños, todos atados y encadenados, tomados por la fuerza y contra su voluntad... Todos ellos murieron, no retornando ni uno solo»¹⁴. Esta horrenda expedición avanzó hacia los cerros boscosos de las fuentes noroccidentales del Amazonas, peleando con tribu tras tribu, masacrando indios para robar sus alimentos, y perdiendo a sus exploradores, caballos y desventurados porteadores andinos a causa del hambre y los rigores de la selva. Ellos fueron los primeros europeos en las cuencas altas del Caquetá y el Putumayo. Descubrieron grandes arboledas de la variedad que producía la falsa «canela», pero «las tierras donde se cría aquella variedad [...] no es ponderable cuán inhabitables sean por las ciénagas, ríos tremedales de que abundan, y sobre todo tan estériles de frutas, raíces, aves y peces, que todas ellas apénas se hallara género alguno de alimento»¹⁵. Unos cuantos demacrados sobrevivientes de este grupo de exploradores en el norte volvieron tambaleantes a Bogotá, tras la muerte de todos sus indios y animales, y sin la falsa canela, para no mencionar el oro de El Dorado.

    Para Gonzalo Pizarro la única vía por seguir parecía ser la fluvial. Por consiguiente, «reflexionando en que de todos los [cientos de] porteadores traídos desde Quito no quedaba ni uno siquiera, y que no podía conseguirse ninguno donde se encontraban, los españoles decidieron que el mejor plan era construir una nave en la cual sus provisiones pudiesen ir por el río, mientras ellos [el resto de los hombres] continuaban avanzando por tierra. Esperaban así dar con alguna región donde hubiese abundancia, para lo cual todos rogaban a Nuestro Señor»¹⁶. No había escasez de madera, de lianas para las cuerdas ni de resina para impermeabilizar las junturas. El campamento fue registrado de arriba abajo en busca de metal que pudiese ser utilizado para fabricar clavos. Se construyeron hornos de carbón con el fin de generar calor para fundir metales, «[y] desta manera y con el trabajo de todos se hizo el dicho barco»¹⁷. La embarcación fue descrita como un bergantín, un bote de remos grande y abierto. Cargada con provisiones y unos treinta hombres, la embarcación navegó río abajo mientras los demás iban abriendo trocha en la selva paralela al río, y vadeaban o sorteaban los tributarios. Los dos grupos se juntaban cada noche. Para el día de Navidad de 1541 los expedicionarios se encontraban desesperadamente hambrientos, al punto de ponerse a hervir el cuero de las monturas para preparar una sopa rala con la cual alimentarse.

    A partir de los interrogatorios a los que sometía a los indios, Pizarro se convenció de que a dos días de marcha río abajo, en la intersección de dos anchos ríos, había una aldea con grandes campos de yuca. El plan era que los 57 hombres liderados por Orellana navegasen en el bergantín acompañados por una veintena de canoas y —según una declaración posterior de Pizarro— volviesen en 12 días con el botín de comida. Todo salió mal. En el cruce de las dos corrientes no existía tal aldea, ni la había tampoco más allá en un río mayor. Orellana prosiguió su recorrido, siempre esperando encontrar asentamientos que pudiese saquear. Sus hombres se encontraban sumamente débiles, reducidos como estaban a comer las suelas de sus zapatos cocidas con hierbas, o a arrastrarse por la selva en busca de cualquier cosa que pudiesen comer. Siete de ellos murieron de inanición: «[E]staban como locos y no tenían seso»¹⁸.

    El río los transportaba seductoramente, con la constante esperanza de encontrar un asentamiento más allá de cada recodo boscoso. Llovía incesantemente, y durante la estación de lluvias la corriente de los ríos amazónicos es rauda e imperiosa. Dejarse llevar por la corriente era lo único que estos exhaustos hombres podían hacer: «Y como el río corría mucho, andábamos a 20 y 25 leguas [110-140 km], porque el río iba crecido y aumentado así, por causa de otros muchos ríos que entraban en él por la mano diestra hacia el sur... porque aunque quisiésemos volver agua arriba no era posible por la gran corriente»¹⁹. De modo que, según los cálculos de quienes tenían experiencia de navegación, en ocho días avanzaron más de mil kilómetros. En ese momento, se encontraban claramente más allá del punto sin retorno. Los pueblos indígenas pueden remar en sus canoas río arriba en estas condiciones, de preferencia durante la estación seca y aprovechando los remolinos o aguas más apacibles cerca de las orillas, pero era imposible imaginar que los españoles maniobrasen su improvisada embarcación contra una corriente tan fuerte y a través de una distancia tan larga.

    Esta sigue siendo una interrogante en los anales de la exploración: ¿Acaso Orellana siempre quiso abandonar a Pizarro o, si no fue así, en qué momento decidió que no podía regresar navegando río arriba? ¿Se trató de una traición? ¿Lo hizo obligado por las circunstancias? ¿O fue una eventualidad anticipada? Orellana intentó protegerse con un documento escrito en el cual todos sus hombres estamparon su rúbrica o dejaron una marca en reemplazo de esta. Este documento asumió la forma de un petitorio, redactado por el amanuense Francisco de Isásaga el 4 de enero de 1542, en el cual los hombres rogaban a su líder Orellana no intentar el retorno navegando río arriba porque ello era demasiado peligroso y, por consiguiente, «contrario al deber de su excelencia ante Dios y el rey»²⁰.

    Pizarro estaba convencido de que había sido traicionado. Con sus 140 hombres restantes, avanzó al lado del río, abriendo trocha, vadeando pantanos y llanuras de inundación, cruzando riachuelos en balsas y canoas: «De las nubes del cielo manaba una lluvia tan copiosa que el chaparrón no cesó un instante durante muchos días y noches»²¹. Fue una travesía desgarradora, en la que los hombres se mantuvieron con vida consumiendo cada caballo y perro que les quedaba, así como cualquier alimento que conseguían del bosque.

    En marzo de 1542 Pizarro decidió abandonar la espera del retorno de Orellana. Intentó regresar a Quito siguiendo otro río, posiblemente el Aguarico, que podría presentar más asentamientos. Los españoles encontraron algunas plantaciones que pudieron saquear. Pero no entendían la manera de procesar el amargor de la yuca, de modo que algunos se enfermaron o murieron envenenados. Medio año más tarde, en setiembre de 1542, los desventurados sobrevivientes, demacrados, heridos, medio desnudos y desprovistos de todo excepto de sus espadas oxidadas (que algunos usaban como bastones) entraron tambaleantes a Quito, dando gracias por haber sobrevivido. Pizarro envió al rey una furibunda denuncia por la traición del lugarteniente en quien había confiado: «En lugar de traer comida, se fue río abajo sin dejar provisión alguna, y dejando a su paso apenas señales y marcas mostrando los lugares donde habían puesto pie en tierra o donde se habían detenido en la unión de los ríos... De esta manera mostró hacia toda la expedición la más grande crueldad que jamás han mostrado los traidores. Él sabía que la expedición estaba desprovista de alimentos, atrapada en una región vasta e inhabitada, situada entre grandes ríos. Se llevó todos los arcabuces y ballestas y municiones y herramientas de metal de toda la expedición»²². Se abrió una seria investigación legal.

    ¿Qué es la yuca que los hambrientos hombres de Pizarro desesperadamente querían robar de los indios? ¿Y que atraía río abajo a la improvisada embarcación de Orellana? La yuca es, y siempre ha sido, el elemento básico de la agricultura amazónica. Es Manihot esculenta o M. utilissima, para los botánicos; mandioca, en tupí y en el portugués moderno de Brasil; «yuca», en español; y cassava (de cuya cocción proviene la tapioca) para los caribes. La yuca es el supercultivo que permitió al hombre primitivo evolucionar de recolectores a agricultores: es probablemente un «cultigen», una planta evolucionada a través del cultivo humano. Los tubérculos de esta espléndida planta son ricos en carbohidratos y calorías que aportan energía, aunque resultan deficientes en contenido proteico.

    La yuca es de fácil cultivo: simplemente se vuelve a plantar un tallo cortado. Puede plantarse en cualquier momento y al cosecharlo se puede almacenar bajo tierra (o agua) durante meses. Su arbusto, parecido al del mirto, brota entre el desbrozo del bosque derribado, rinde varias cosechas de tubérculos al año, y resiste los insectos y enfermedades de plantas porque muchas de sus variedades son tóxicas. Existen dos tipos principales de yuca: «amarga», que está llena de ácido prúsico o cianuro; y «dulce» (aypi en tupí), la cual es menos tóxica pero también menos durable y nutritiva. No resulta fácil distinguir una de la otra. La antropóloga Betty Meggers escribió: «Sutiles rasgos morfológicos diferencian la mortal planta amarga de la inocente dulce, y su reconocimiento es literalmente asunto de vida o muerte». Algunos exploradores europeos que se encontraban vorazmente hambrientos en medio de una selva que no entendían, comieron yuca de plantaciones nativas y murieron en agonía por consumir la variedad amarga a la cual no se había extraído el veneno.

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