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Marzola: Segunda parte
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Libro electrónico225 páginas3 horas

Marzola: Segunda parte

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Información de este libro electrónico

Tras una infancia marcada por la guerra, en esta segunda parte de su historia, Aisa trata de encontrarse a sí misma, de librarse de los fantasmas. Las dificultades, el miedo, las amenazas y la muerte siempre acecharon, incluso dejando atrás la selva. Porque Colombia puede ser hermosa y cruel por igual y aunque trató de construir un futuro limpio

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento14 may 2023
ISBN9781685743871
Marzola: Segunda parte

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    Marzola - Dalgiza G.M.

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    SEGUNDA PARTE

    Dalgiza G.M.

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable por los derechos de los mismos.

    Publicado por Ibukku

    www.ibukku.com

    Diseño y maquetación: Índigo Estudio Gráfico

    Copyright © 2023 Dalgiza G.M.

    ISBN Paperback: 978-1-68574-385-7

    ISBN Hardcover: 978-1-68574-386-4

    ISBN eBook: 978-1-68574-387-1

    ÍNDICE

    CAPÍTULO 1

    CAPÍTULO 2

    CAPÍTULO 3

    CAPÍTULO 4

    CAPÍTULO 5

    CAPÍTULO 6

    CAPÍTULO 7

    CAPÍTULO 8

    CAPÍTULO 9

    CAPÍTULO 10

    CAPÍTULO 11

    CAPÍTULO 12

    CAPÍTULO 13

    CAPÍTULO 14

    CAPÍTULO 15

    CAPÍTULO 16

    CAPÍTULO 17

    CAPÍTULO 18

    CAPÍTULO 19

    EPÍLOGO

    AGRADECIMIENTOS

    Colombia, un país templado del extremo norte de Sudamérica. Tierra de luz, calor, playas de ensueño, aguas cristalinas, arrecifes de coral, bosques tropicales, las montañas de los Andes, plantaciones bananeras y de café. Paisajes únicos y ricos recursos.

    Pero no es oro todo lo que reluce: la historia de este bello lugar, desde las entrañas de la selva, viene teñida de miedo, sangre y sometimiento…

    El paso de los años no da clemencia.

    A tan corta edad, Aisa había perdido más de lo que cualquier ser humano debería soportar. La guerra seguía presente, tanto fuera como dentro de ella.

    Pero debía seguir, no había treguas, no había descansos. Había que sacudirse el polvo, secarse las lágrimas y seguir, aunque el corazón temblara, casi marchito.

    El futuro se presentaba oscuro para ella, una niña criada en medio de la muerte. Pero el futuro era suyo y de nadie más. ¿Sería capaz de doblegarlo y hacer surgir la luz en medio de lo que parecía destinado a ser tinieblas?

    CAPÍTULO 1

    Era una tarde oscura, ya casi de noche. Los grillos comenzaban a cantar conforme el sol se iba ocultando lentamente en el horizonte.

    El niño Ángel, en duermevela, daba vueltas en su cama de madera. Mientras se movía entre sueño y realidad, Aisa lo cuidaba atenta y jugaba con él, vigilando que no se cayera y que permaneciera tranquilo. Era una escena apacible, fraternal, llena de amor. Cuando estaban los dos juntos solía ser así.

    En un momento dado, entró en la habitación Rosita y, sin hacer preguntas, se acercó a la cama y le arrebató el juguete al niño. Era su juguete favorito, un pequeño objeto de madera que el abuelo Goez había construido especialmente para él. Como no podía ser de otra manera, Ángel comenzó a llorar desconsolado.

    —Tranquilo, tranquilo… —le canturreaba Aisa tomándolo en brazos. —Lo recuperaremos —y salió por el pasillo cargando a su hermano, corriendo detrás de la traviesa Rosita.

    La niña se escabulló por la puerta trasera hacia el jardín. La llamaba enfadada, queriendo que le devolviera el juguete, pero su hermana no la escuchaba.

    Cuando Aisa se detuvo en mitad del jardín y alzó la vista, en la distancia, entre las matas de bonche, pudo ver con nitidez la figura de su abuelo. José estaba allí de pie, mirándola con ojos de amor. Casi se le sale el corazón del pecho. La impresión la desbordó, le hizo temblar y la paralizó. El pequeño Ángel se le resbaló de los brazos mientras ella permanecía absorta en la sonrisa plácida de su adorado abuelo. Lo echaba tanto de menos que el mundo desapareció a su alrededor.

    La pobre muchacha no se dio cuenta del peligro que corrió Ángel, quien, al caer, se golpeó la cabeza y rebotó en el piso. Quedó tumbado sin respirar y sin moverse.

    —¿Qué e ese alboroto? —preguntó Libertad saliendo al jardín seguida de Manuel.

    Al ver al niño inconsciente, la rabia y el miedo se apoderaron de ella.

    —¡Te dije que no bajara al niño de la cama! —le gritó a Aisa. Le dio una fuerte palmada en la espalda que la hizo caer al suelo.

    —¿Por qué no respeta la orden de tu mae? —le reclamó Manuel igual de furioso.

    Aisa salió de su ensoñación en ese momento y volvió a la realidad. Se levantó con los ojos empapados en lágrimas y el cuerpo entumecido por la preocupación.

    —Todo e cupa del abuelo, siempre vive apareciendo y desapareciendo. —se excusó sin controlar el llanto. Echó a correr hacia la esquina del patio donde estaba el árbol de limón.

    Sin pensar en nada más, se adentró por sus ramas bajas, sin importarle que las espinas atravesaran sus pies. ¿Qué más daba hacerse daño? Ella pensaba que había matado a su hermano, no podía soportar el sentimiento de culpa.

    Desde su refugio veía cómo sus padres enloquecían intentando revivir al pequeño Ángel, que no reaccionaba.

    —¡Mi pelaíto! ¡Mi niño! —gritaba Libertad al borde del pánico.

    Transcurridos unos minutos, que se hicieron eternos, Ángel reaccionó y comenzó a llorar.

    Pero Aisa no quiso salir de su escondite y permaneció bajo el árbol hasta que oscureció.

    —¿No pensará domí ahí? —Su padre se acercó cuando las estrellas vistieron el cielo.

    Ella no respondió. Seguía doblada en dos, llorando desgarradamente, pensando en su abuelo, pensando en su pobre hermanito.

    Con dificultad, Manuel la jaló por el brazo hasta sacarla de entre las espinas.

    Dicupa, mija, no quería golpeate —dijo su madre al verla entrar en casa con los ojos enrojecidos e hinchados.

    —¿Po qué papito José me saluda de lejo y no entra a la casa? —preguntó con la angustia clavada en el pecho—. ¿Po qué etá parao en la equina del cuato cuando depieto en la noche? ¿Tú no lo ve, ma? ¿Nadie lo ve? —cuestionó pensando que la locura iba a consumirla.

    Pero Libertad no pudo responderle. Se ahogó en un profundo llanto mientras el vello se le erizaba. La carne de gallina, el corazón palpitante, el alma entristecida.

    No tuvo palabras para responder a las preguntas de la niña, tampoco había explicaciones racionales. Los sentimientos y el amor, a veces, no encuentran lógica, no se definen con palabras.

    La verdad era que Aisa no entendía por qué veía a su abuelo y luego desaparecía. No era la primera vez, pues también lo veía en sus sueños. Cuando despertaba, entre los juegos del día y cuidar a su hermano, se olvidaba de lo que perturbaba su descanso. Pero siempre había una siguiente vez. Un nuevo y etéreo encuentro.

    A Aisa no le daba tiempo a acercarse o hablarle, aunque le habría gustado. José estaba tan intacto como la última vez que se sentó con él a tomar el café de la mañana: la misma sonrisa, la misma ropa, las mismas cejas pobladas. La única diferencia que la niña percató fue su piel, ahora radiante y blanquísima. Ya no estaba maltratado por el sol y los años de trabajo. Y ella no sentía miedo, ni siquiera un poco. Solo quería correr y abrazarlo, pero su abuelo desaparecía en un pestañeo, cuando estaba a punto de alcanzarlo.

    Y es que la ausencia de José no dejaba de doler, su presencia no se iba, su amor no se desvanecía. Cada día le echaba más de menos, cada día lo recordaba más. Aisa lo veía cuando cerraba los ojos, pero también cuando los abría. ¿Cómo era posible?

    José no bajó las escaleras. José desapareció. Pero, de alguna forma, estaba en todas partes.

    La soledad y la ruptura que sintió Aisa después de aquella noche incendiada donde su familia se hizo añicos era insoportable. Fuera real o no, la ilusión de ver a su abuelo era un bálsamo para el alma. A fin de cuentas, las personas solo mueren cuando dejamos de pensarlas. Aisa no iba a dejar morir jamás a su abuelo. Sería parte de ella eternamente.

    Quería aferrarse a él, debía aferrarse a él, porque su vida, pese a estar ya demasiado desgastada, no había hecho más que empezar. Debía aferrarse a lo bueno para afrontar el arduo y largo camino que la esperaba…

    CAPÍTULO 2

    Se abría un nuevo libro, uno sin escribir. Aisa y su familia ahora estaban solos y debían empezar nuevamente. Aquel lugar que los recibió estaba habitado por otras trescientas familias, la mayoría humildes y temerosas de la dura realidad que asolaba el país. No había mucho con lo que distraerse, así que la llegada de los nuevos vecinos llamó la atención al instante.

    La casa de los Goez era una parcela platanera ubicada al otro lado de la carretera de balastro. En pocas horas, todos aquellos que habían asomado la nariz a las ventanas para conocer quiénes eran aquellos extraños recién llegados comenzaron a murmurar. Los chismes, sospechas, miradas de desprecio y acusaciones se expandieron rápidamente. La madre de Manuel, la propia abuela, era la primera que juzgaba.

    —Uy, e verdá. Esa niña no se parece en na a mi hijo —comentaba escudriñando a Aisa con mala fe.

    Y a Libertad se le revolvía el pasado, le quemaba la conciencia y las ganas de responder a los entrometidos. Pero agachaba la cabeza e ignoraba. Pensaba que aquel mal trago había quedado superado, pero los ojos analíticos que les seguían eran cada vez más retorcidos.

    Al día siguiente, Libertad y Manuel fueron al campo a recoger frutas. Se amoldaron de inmediato a las tareas y obligaciones de su nuevo hogar.

    Muy temprano, con los primeros rayos de sol, llegó el vecino, conocido como «el viejo Miguelón». Su rutina diaria era acudir cada mañana a tomar el café con los abuelos de Aisa.

    —¿Estas son las hijas de Manuel? —preguntó mirando y comparando a las niñas—. Tienes nietas bellas —afirmó prudente.

    —Los hijos de mis hijas mis nietos serán. Los hijos de mis hijos en duda estarán… —rumió la abuela de Aisa alzando una ceja y arrugando el gesto.

    En aquel momento, Libertad entraba en la casa, deslomada, con el cesto de leña bajo el brazo. Nada más escuchar aquellas palabras, el cesto cayó al suelo abruptamente.

    —Señora, usté me ha faltao el repeto cada vez que quiere —estalló Libertad atreviéndose a hacerle frente. Estaba cansada de tanta malicia.

    —¿Qué ocurre? —preguntó Manuel al encontrar la tensa escena.

    —Consigue una casa donde vivamo solo. No etaré sopotando la mirada y lo malo cometario de tu familia —le susurró Libertad muy enfadada.

    Manuel entendió aquel reclamo y enseguida comenzó a buscar una casa donde vivir con su mujer y sus hijos. Los días pasaban y seguía enfrascado en la búsqueda del lugar perfecto. Allí la vida era totalmente diferente. Aisa no estaba acostumbrada a algo así, echaba de menos a su abuelo José y a su abuela Dolores. Esa rama de la familia le parecía extraña. La abuela se encargaba de siete nietos y siempre estaba seria.

    La prima de Aisa, Liz, tenía su misma edad. Ella no entendía cómo su mamá la podía haber abandonado. Tarita, que era como se llamaba su madre y hermana de Manuel, se había ido hacía siete años y nunca más regresó. Lo último que supieron de ella fue que era novia de un hermano del reconocido excantante de vallenatos Diomedes Díaz. Algunos vecinos comentaban que Tarita había hecho su vida en libertad, olvidándose de los hijos que dejaba atrás; otros decían que había sido asesinada Liz, quien la falta de padres y cariño golpeó fuertemente. Pero Aisa sentía gran compasión y simpatía por ella, no tardó en convertirse en su nueva hermana.

    Solía quedarse mirando embobada la cara bonita de Liz, era como una muñeca con grandes ojos redondos, labios gruesos y nariz recta. Su pobre prima vivía un infierno en esa casa. Cuando la abuela se enfadaba le lanzaba leña encendida sin mirar dónde daba. La niña corría despavorida para no ser golpeada brutalmente.

    Porque en este nuevo hogar todo era mucho más ruidoso y feo. En la familia Mora Aisa nunca vio discusiones ni golpes, no se gritaban con rabia; los gritos que se escuchaban eran de risa o llanto cuando la guerra los atropellaba, pero nunca cargaron unos contra otros. Sin embargo, la casa del abuelo Goez parecía embrujada: se escuchaban voces detrás de las paredes, pájaros que hacían sonidos espantosos, el rumiar siempre enojado de la abuela... Todo se hacía pesado y dañino a los oídos. Las sensaciones eran oscuras y de enfado perenne. Algunos niños del barrio decían que la dueña de esa casa era bruja y, a veces, Aisa pensó que era verdad.

    Pero el abuelo Goez era un hombre muy inteligente, médico, topógrafo y un excelente matemático, enamorado de una persona tan opuesta en carácter y actitud. Aisa lo había visto un par de veces en casa de los abuelos Mora, pero apenas llegó a conocerlo. Hasta ahora, y de qué manera...

    Antes de que finalizara el mes, Manuel había conseguido una casa pequeña y un trabajo. Todo parecía ir poniéndose en orden poco a poco.

    Fueron a vivir al barrio nuevo rodeados de vecinos con hijos, familias jóvenes similares a ellos. Aisa se quedaba mirando por largo rato alrededor, con la vista perdida en el horizonte, y se sentía extraña. Aquel no era verdaderamente su hogar. Algunas veces Libertad la encontraba llorando.

    —¿Qué te pasa, hija? —preguntaba acariciándole el cabello.

    Etraño al abuelo —respondía muy triste.

    —Yo tambié, hija. Yo tambié. Veremo pronto —la consolaba sonriente, aunque más tarde ella también lloraba angustiada, pues el sentimiento de desorientación y falta era el mismo para ambas.

    Así pasaron tres meses. Hubo que amoldarse a lo que había. Aisa se incorporó al juego de la calle, hizo nuevas amistades y se integró a la tradición de los fines de semana, cuando todos los niños se reunían en la calle para jugar distintos juegos: el juego del limón, el escondite o «el lobo dice». Por su parte, los niños más mayores se sentaban en el suelo y jugaban juegos de mesa. Toda la juventud de los barrios próximos se reunía en la calle.

    Aunque trataban de vivir con normalidad, la situación era verdaderamente crítica. Manuel no ganaba mucho dinero. Para compensar esto, Libertad preparaba diferentes frituras y Aisa recorría el barrio para venderlas después.

    —No e, hija, no me parece buena idea —dudaba Libertad, a quien no le agradaba que su niña anduviese tanto rato sola por ahí.

    —Sí, mamá, ya soy grande. Quiero ayudá —insistía ella con gran convencimiento.

    Algunos días la acompañó Liz. Las dos niñas tocaban puerta por puerta tratando de vender el producto. Solía regresar a casa sin ninguna pena mostrando la jarra vacía. Le gustaba mucho sentirse útil y conseguir vender todo lo que su madre le daba.

    Fue una tarde de esas, mientras el sol se escondía tras las montañas, cuando Manuel caminaba del trabajo a casa recorriendo la carretera de balastro. A la espalda llevaba la mochila de bolsas que Libertad le había tejido, la rula en la mano y una botella de plástico con agua colgaba de su hombro. Estaba exhausto de trabajar como un jornalero. Resoplaba cansado cuando se percató del fétido olor que subía desde el fondo del monte. Con cada paso que daba, el olor empeoraba, se hacía más intenso. Vio a los buitres sobrevolar la zona y un mal presentimiento le recorrió el cuerpo. Siguió caminando y, al acercarse más, unos quejidos llamaron su atención.

    La curiosidad lo obligó a adentrarse por la maleza hasta el árbol de camaján.

    Se quedó helado al descubrirla. El cuerpo de aquella perrita estaba putrefacto, completamente descompuesto. De su útero escapaba un cachorro que apenas asomaba la cabeza. Horrorizado, Manuel tuvo que alejarse cubriendo su nariz y su boca. Pero volvió a escuchar el lamento, un llanto suave y agonizante. El pequeño seguía con vida. Empezó a mirar detenidamente hasta ver cómo se movía sutilmente bajo las hojas secas. Dudó unos instantes, pero finalmente lo tomó en sus brazos y llevó al indefenso cachorro hasta su casa.

    Cuando las niñas vieron a su padre llegar corrieron para abrazarlo, como hacían siempre. Y se llevaron la sorpresa más bonita del mundo al ver al animal. Aisa se quedó sin palabras, era el regalo más bello que había visto.

    Lo llamó Chito y se comprometió a cuidarlo con esmero. En ese momento ya era una niña más responsable, se encargaba de todo y tenía un gran sentido de la responsabilidad. Cuando a Chito se le acababa la leche, ella caminaba a la casa de los vecinos con un cuenco de plástico para llenarlo.

    Y mientras tanto, mientras ella crecía, ayudaba y cuidaba a su mascota, seguía creciendo, comprendiendo cada vez más lo que significaba vivir en aquel mundo lleno de complicaciones.

    Las fincas solían seguir siendo extorsionadas, ya no querían contratar a los trabajadores, y dichas parcelas iban siendo paulatinamente abandonadas. Por los alrededores se veía de vez en cuando a los soldados: caminaban por las calles del caserío y dejaban preocupación y pobreza a su paso.

    El tiempo seguía avanzando, pero la realidad

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