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Los últimos años de la reforma agraria mexicana, 1971-1991.: Una historia política desde el noroeste
Los últimos años de la reforma agraria mexicana, 1971-1991.: Una historia política desde el noroeste
Los últimos años de la reforma agraria mexicana, 1971-1991.: Una historia política desde el noroeste
Libro electrónico511 páginas30 horas

Los últimos años de la reforma agraria mexicana, 1971-1991.: Una historia política desde el noroeste

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Entre noviembre de 1991 y enero siguiente, se tomó la decisión de extinguir la reforma agraria mexicana del siglo xx. Iniciada en 1915 gracias al empeño de demandantes de tierras y de autoridades gubernamentales, esa reforma repartió más de la mitad de territorio nacional y dio lugar a una vasta redistribución de la riqueza que acabó con latifundio
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 abr 2022
ISBN9786075644820
Los últimos años de la reforma agraria mexicana, 1971-1991.: Una historia política desde el noroeste

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    Los últimos años de la reforma agraria mexicana, 1971-1991. - Luis Aboites Aguilar

    INTRODUCCIÓN

    Si los acontecimientos sonorenses de 1975-1976 son indicio de la fuerza del populismo mexicano, la reforma agraria, entendida como una auténtica vía de redistribución de la riqueza nacional y de alianza con las masas, está muerta.¹

    Este trabajo estudia los últimos años de la reforma agraria mexicana, extinguida en 1991. Tal reforma fue uno de los principales resultados del movimiento armado de 1910; más tarde se convirtió en rasgo singular del México del siglo XX. Seguramente así seguirá siendo considerada en el futuro. No es ni será para menos, dada la impresionante redistribución de la riqueza que trajo consigo. Gracias al poderío de la coalición formada por demandantes de tierras y autoridades gubernamentales a lo largo de sus 76 años de vida, más de la mitad del territorio nacional se hizo ejidal o comunal. Por obra de la reforma agraria, cerca de 107 millones de hectáreas pasaron a manos de 3.1 millones de cabezas de familia, en 31 500 ejidos y comunidades. Tal territorio, que incluía aguas, bosques y agostaderos, quedó fuera del mercado, pues no podía venderse, rentarse ni hipotecarse, sólo heredarse. Por todo ello, fue una experiencia poco común en países que jamás pusieron en tela de juicio el reino de la propiedad privada y del capital.²

    Así lo reiteraron numerosos observadores y estudiosos que muy pronto comenzaron a debatir en torno a sus características. A veces lo hicieron con conocimiento de causa y con una lucidez y una sabiduría en verdad admirables, a veces con más ideología que otra cosa. Tal vez sin proponérselo, unos y otros construyeron una explicación general que destacaba lo popular, justiciero y nacionalista de la reforma en cuestión. Tan poderosa fue esa explicación que tendió a confundir la historia agraria del país con la historia de la reforma agraria, apenas una parte de aquélla. En consecuencia, el papel del Estado posrevolucionario se elevó por los cielos. Y varias generaciones de estudiosos, entre ellas la mía, se formaron al amparo de una alta estatolatría. Más adelante se hablará de algunas consecuencias de ese traslape.

    En 1991 el Estado mexicano puso fin al prolongado episodio reformista. Con ello terminó un periodo en que, al margen de convenciones y recomendaciones de gobiernos de otros países, grupos de interés y de cierto tipo de observadores y especialistas, México buscó su propia manera de encarar la cuestión agraria. Lo más común es leer que el neoliberalismo (tratado de libre comercio incluido) o bien el autoritarismo del gobierno del presidente de la República en turno, Carlos Salinas de Gortari, son los grandes protagonistas del final de la reforma agraria.

    En este trabajo se busca armar una interpretación distinta, basada en una perspectiva de más largo plazo, con pretensiones historiográficas. Para comenzar a definirla, cabe exponer las preguntas de investigación que se trata de responder. Es oportuno empezar por las razones que llevaron a poner fin a esa experiencia por demás singular, entre otras cosas por sus casi 77 años de vida. Si, como pensaban algunos, el final era inevitable, ¿por qué no se tomó la decisión varios años antes? En 1980, a 11 años de su extinción, el presidente de México afirmaba que la reforma agraria debió haberse terminado hace mucho. Entonces ¿por qué se tomó la decisión en 1991?

    ¿Quiénes fueron los principales promotores de la extinción, y quiénes sus principales opositores? ¿Cuáles eran las ideas y argumentos de unos y otros? ¿Por qué la cancelación de la dotación de tierras, la dimensión crucial de la reforma agraria en ese momento, no generó protestas rurales de alguna importancia? ¿Acaso porque a finales del siglo XX había perdido su lugar, incluso para la coalición que la había hecho posible? ¿Acaso porque en esos años el campo ya no interesaba mayormente en un país cada vez más urbanizado? ¿Fue tan profunda la crisis económica de la década de 1980, en particular su componente fiscal, que no hizo sino acelerar las tendencias previas que empujaban hacia la desagrarización del campo? ¿Qué tanto influyeron en la decisión de 1991 los controvertidos resultados de las elecciones presidenciales de 1988? En suma, ¿es la extinción de la reforma agraria indicio de cambios políticos y económicos de gran calado, signo de cambios de fondo del lugar de México en el mundo? Si lo son, ¿de qué tipo de cambios se trata?

    Para responder, este trabajo busca señales, pistas y luces en la conexión que puede trazarse entre la extinción de 1991 y los conflictos agrarios de los valles de Culiacán y del Yaqui/Mayo, en especial aquellos de los años 1971-1976. Las razones que llevan a pensar en la pertinencia de vincular ambos acontecimientos, y a definir esos 20 años como el periodo de estudio de este trabajo, se expondrán a continuación con todo detalle. Pero desde ahora cabe mencionar la más significativa. Se trata de tomar en cuenta las secuelas de la expropiación de 37 200 hectáreas de riego, propiedad de 72 agricultores, algunos de ellos muy ricos, ocurrida el 18 de noviembre de 1976 en los valles del sur sonorense. Esta conexión local-nacional abre otras interrogantes. ¿Qué tanto influyeron los conflictos del noroeste en la decisión terminal? ¿Acaso provocaron la extinción del reformismo agrario? ¿Puede adjudicarse tamaña influencia al acontecimiento sonorense de noviembre de 1976, considerando quizá la elevada aportación del noroeste a la agricultura nacional? ¿Pero acaso no había indicios de que, para 1976, la época de oro de los agricultores de esa zona había quedado atrás? En fin, ¿qué significado tienen esos conflictos que hacen pensar en una relación con la decisión nacional de 1991?

    Se intentará mostrar que el estudio de la contienda del noroeste es muy útil para aclarar la historia completa, es decir, no sólo la del noroeste y no sólo la del campo sino la del país entero y la de sus relaciones con el mundo. También ayuda a alejarse de la estatolatría, del presidencialismo y de la historia rural organizada o entendida por sexenios. De entrada, destaca una nueva geografía agraria, bien consolidada en la segunda mitad del siglo XX. Considerar esa geografía es útil para entender por qué un conflicto de tal magnitud estalló en el rico noroeste y no en zonas del centro y sur del país, el área con el mayor número de productores rurales pequeños y pobres. Tampoco estalló con terratenientes de Tlaxcala o Puebla, y ni siquiera con los del norteño estado de Chihuahua, donde la afectación de una empresa forestal en 1971 desató la ira de sus propietarios contra el presidente de la República. ¿Qué peculiaridades tenía entonces el noroeste?³

    Para intentar dar respuesta a estas preguntas se requiere tomar en cuenta varios antecedentes y referencias generales, que se presentan en seguida. El punto de partida son los primeros años de la década de 1960. Hay razones para pensar que en ese momento era palpable la confluencia de procesos y acontecimientos mundiales y nacionales que reducían la viabilidad de la reforma agraria mexicana. Por lo pronto, dos hechos del mundo parecen decisivos: por un lado, el dumping del gobierno estadunidense de 1956, que acabó con el auge algodonero en México y en muchos países más; y, por otro, la Revolución cubana, que puso en tensión a América Latina, a Estados Unidos y por supuesto al Estado surgido de la Revolución mexicana. Aquí se tomarán las secuelas del cambio cubano como punto de partida; más adelante se entenderá por qué. Las tendencias nacionales, en especial las relativas al impacto de la caída algodonera, se anotarán más adelante.

    En agosto de 1961, en Punta del Este, un balneario uruguayo de postín, se reunieron los representantes de los países miembros de la Organización de Estados Americanos (OEA) para ponerse de acuerdo en torno a un plan encaminado a mejorar las condiciones de vida de las grandes mayorías latinoamericanas. Bajo los auspicios del gobierno estadunidense, la reunión buscaba armar un programa de desarrollo económico y de reformas sociales para contrarrestar la influencia de la Revolución cubana. Así tomó forma la llamada Alianza para el Progreso, anunciada por el presidente John F. Kennedy en marzo de ese mismo 1961. Pretendía vacunar al continente contra la enfermedad cubana.

    El interés estadunidense por la cooperación con países latinoamericanos venía de antiguo. Al menos desde finales de la década de 1930, varios personajes influyentes de aquel país así lo habían expresado. Si la actividad de la Alemania nazi en América Latina había puesto nerviosos a los estadunidenses, la Guerra Fría (no se olvide el golpe de Estado de 1954 contra el gobierno de Guatemala) y la Revolución cubana acentuaron el nerviosismo y reforzaron el interés por la situación continental. Tal objetivo, que retomaba las propuestas de personajes como Nelson Rockefeller y otros, explica el contenido de la Alianza: cambios en los sistemas tributarios (ampliación del impuesto sobre la renta), multimillonarias inversiones estadunidenses en educación, salud, vivienda y servicios públicos, y, por supuesto, impulso a la reforma agraria. A la postre, la Alianza para el Progreso fracasó.

    Pero aquí no interesa la Alianza sino la reforma agraria. En la reunión de Punta del Este de 1961, el jefe de la delegación mexicana, el secretario de Hacienda Antonio Ortiz Mena, declaró orgulloso que durante décadas el Estado surgido de la Revolución de 1910 había impulsado la reforma agraria, una de las medidas contempladas en la iniciativa estadunidense, y que seguía haciéndolo con vigor en ese momento. Tal reforma no había sido fruto de inclemencias políticas internacionales y menos de amenazas comunistas. Lejos de eso, provenía de los días precolombinos y [tuvo] su solución explosiva en la Revolución de 1910 […] el problema del campo es el más antiguo y complejo del país.⁵ Un asunto interno, sin duda.

    Medio siglo antes que Cuba, México había recorrido un camino revolucionario más o menos similar. A inicios de la década de 1960, el gobierno mexicano tenía la convicción de que los cubanos habían hecho valer el mismo derecho a decidir su destino, para sacudirse al dictador Fulgencio Batista, que el que los mexicanos habían hecho valer en la década de 1910 para deshacerse de Porfirio Díaz y luego de Victoriano Huerta. Ambas revoluciones coincidían además en su propósito principal, a saber, derrocar a gobernantes que impedían el mejoramiento de las condiciones de vida de las grandes mayorías.⁶ Por ello, pese a los tiempos de la Guerra Fría y a la presión del poderoso país vecino, a México no le asustaba la Revolución cubana. Tenía su propia experiencia y, al igual que Cuba, había enfrentado por su cuenta y riesgo los retos surgidos de un movimiento armado de grandes dimensiones. Al respecto, el canciller Manuel Tello afirmaba: Y todo eso, Revolución y Constitución, lo hicimos los mexicanos solos, absolutamente solos. No pedimos ayuda ni se nos dio de ningún género.⁷

    Así como se manejaba con respecto a Cuba, el gobierno de México lo hacía con Estados Unidos. En junio de 1962, los presidentes de los dos países suscribieron un acuerdo que resaltaba las semejanzas entre la Revolución de 1910 y la Alianza para el Progreso. Ambas coincidían en sus metas: justicia social y progreso económico dentro de un marco de libertad tanto individual como política.⁸ En ese momento de esplendor, la Revolución mexicana hecha gobierno daba para tratar con tirios y troyanos. Y la reforma agraria era ingrediente primordial del Estado posrevolucionario, presidencialismo incluido. No en balde las leyes establecían que el presidente de la República era la suprema autoridad agraria del país.

    Sin embargo, el gobierno de la orgullosa y versátil Revolución mexicana enfrentaba severos cuestionamientos internos, en particular en el campo. Un número creciente de grupos y organizaciones rompía con el Estado posrevolucionario y engrosaba las filas opositoras. Ahora sabemos que empezaba la desbandada y que ya no se detendría. En los años sesenta los adversarios provenían más bien de grupos populares, de la izquierda marxista o del nacionalismo de sello cardenista y aun de católicos radicales; en la siguiente década, de gran represión de la resistencia popular, tocó el turno a diversos grupos empresariales y clasemedieros. Sea como fuere, para la década de 1970 el Estado posrevolucionario distaba de tener el consenso de décadas anteriores. Y con los años ese rasgo se acentuó.

    Hay razones para pensar que la reanimación del agrarismo gubernamental de la década de 1960, palpable tanto por la renovada elocuencia discursiva como por el creciente número de hectáreas repartidas, tenía que ver en parte con las simpatías que generaba la Revolución cubana entre las clases populares y algunos sectores medios del continente americano. Pero también hay argumentos de peso que llevan a considerar que la otra parte de esa reanimación, sin duda la más importante, obedecía a razones internas, nacionales. Respondía justamente a una inconformidad rural cada vez más extendida que se manifestaba de diversas maneras, entre ellas las numerosas invasiones de predios privados y la aparición de la guerrilla en el noroeste de Chihuahua en 1965 y en las montañas de Guerrero dos años después.

    Tómese en cuenta que antes de todos esos acontecimientos, en julio de 1960, en Guaymas (en el noroeste), cuna de tres presidentes de la República del siglo XX, el mandatario en turno, López Mateos (1958-1964), había afirmado que su gobierno era, dentro de la Constitución, de extrema izquierda. Tal declaración ocurrió aun antes de que el nuevo gobierno cubano se autonombrara marxista-leninista y que estableciera cercana relación con la Unión Soviética (diciembre de 1961). Si aún no resentía el apremio del nuevo rumbo cubano, cabe preguntarse qué llevó a López Mateos a expresar semejante radicalismo.⁹ Tampoco resentía la presión interna derivada de la formación del Movimiento de Liberación Nacional, integrado entre otros por el ex presidente de la República Lázaro Cárdenas (1934-1940). Tal movimiento surgió en agosto de 1961, es decir, más de un año después de las declaraciones de Guaymas.

    Por ello puede pensarse que el radicalismo presidencial obedecía a una cuestión interna, gubernamental, a un ajuste de cuentas con el pasado inmediato. Al identificarse como de izquierda, el régimen de López Mateos, el mismo que en 1959 había reprimido con gran rudeza la huelga ferrocarrilera, intentaba distinguirse del conservadurismo de los dos gobiernos anteriores (1946-1958). Así se debía entender también su énfasis en la reforma agraria, bautizada de integral por su gobierno, lo mismo que la intensificación del reparto de tierras, que aumentó poco más de 30% (en cuanto a hectáreas repartidas) con respecto al monto del sexenio anterior. Hemos dado un nuevo impulso a la reforma agraria —afirmaba el presidente de la República a mediados de 1960—, caída desgraciadamente en un marasmo de años. De manera reiterada, el mandatario expresaba su compromiso agrarista. En septiembre de 1962 señaló: La justicia que alienta el Derecho Agrario Mexicano es uno de los objetivos que he llamado invariables. Nada ni nadie podrá desviar el esfuerzo nacional dirigido al cumplimiento de este capital postulado de la Revolución. No sólo López Mateos expresaba tal compromiso. Lo mismo hacían diputados y senadores; por ejemplo, cuando pusieron fin a la longeva historia de la colonización en México, en 1963.¹⁰

    Si bien con vaivenes, el entusiasmo y la voluntad agrarista de las autoridades gubernamentales no cesaron en los años siguientes. En su informe de 1966, el presidente Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970) expuso un argumento que aclara el proceso general: Los problemas de una reforma agraria en realización, por profundos que sean, no pueden compararse con los problemas a que da origen la falta de reforma agraria.¹¹ Esta afirmación hace recordar la tesis de Arnaldo Córdova en torno al compromiso del Estado posrevolucionario con los grupos levantados en armas. El Estado surgido de la Revolución mexicana no podía ir muy lejos sin sus conexiones con las masas populares y sin las reformas sociales que les daban sustento; la reforma agraria era una de las más importantes.¹²

    Años después, el propio Díaz Ordaz daba cuenta de los logros de su gobierno, a saber, la firma de 3 940 resoluciones presidenciales para dotar a casi 374 000 solicitantes con más de 23 millones de hectáreas. Quiere decir que hemos entregado 10 980 hectáreas por cada uno de los días de este sexenio.¹³ Ni el gobierno cardenista podía alardear de semejantes cifras. Claro está que la calidad de las tierras entregadas por el gobierno de Díaz Ordaz dejaba mucho que desear. Pero sea como fuere, el reparto de esos años había sido espectacular, casi tres veces mayor que el del gobierno anterior. ¿Qué mejor prueba del compromiso revolucionario de un gobierno recordado principalmente por la matanza estudiantil de Tlatelolco?

    A principios de la década de 1970, por última vez, el agrarismo gubernamental subió de tono. Lo hizo justo en el momento en que daba inicio un severo declive en la magnitud del reparto de tierras ejidales. A la postre, tal declive resultó imparable. Pero si el reparto venía a menos, la verborrea gubernamental y presidencial iba al alza. En el capítulo 2 se verá que el presidente Luis Echeverría (1970-1976) fue especialmente fiel a la vieja tradición agrarista; el suyo fue el último esfuerzo de un desfalleciente agrarismo gubernamental. En ese intento se deben situar las expropiaciones del sur sonorense de fines de 1976.

    Después de esas expropiaciones la reforma agraria aceleró su declive. Como se intentará mostrar, su persistencia en esos años obedeció, de manera más que paradójica, a la protesta de los agricultores noroesteños. El Estado posrevolucionario difícilmente podía extinguirla cuando escalaba la postura empresarial que exigía tal extinción. Si durante pocos años la abundancia petrolera propició una vigorosa atención legislativa y de dinero público al campo, la desaparición de esa abundancia después de 1980 selló el destino fatal. En el último periodo de vida de la reforma agraria, el Estado se olvidó de las expropiaciones y prefirió buscar la manera de legalizar la asociación de agricultores privados con ejidatarios. Más que la justicia, predominaba el afán productivo y, por supuesto, la intención de reconciliarse a toda costa con la clase empresarial luego de la afectación agraria en el sur sonorense. En medio de una grave crisis económica y de escasez de recursos presupuestales, la moderación agrarista ganó terreno, aunque de vez en vez había exclamaciones de signo contrario. En septiembre de 1984, siete años antes de la extinción de 1991, el presidente de la República en turno alzó la voz para sentenciar que la Reforma Agraria sigue siendo compromiso irrenunciable de la Revolución Mexicana.¹⁴ Cualquiera podía pensar en ese momento qué distante se hallaba el día en que lo irrenunciable se haría renunciable.

    Pero ese día llegó, y muy pronto. A fines de 1991, como se dijo, México determinó extinguir el reformismo agrario que tanto enorgullecía a los gobernantes de las décadas anteriores. ¿Qué había sucedido? ¿Por qué, atendiendo las razones de antiguos presidentes de la República, el gobierno de México decidía correr el riesgo y prescindir de la reforma agraria? ¿Qué había pasado con la paz social del campo y la estabilidad del país en general y qué con la causa justiciera de la Revolución de 1910? ¿Acaso ya no eran necesarias o de plano se consideraba que la reforma agraria hacía ya poco por ellas? ¿Qué aspectos observaba el grupo gobernante en el escenario nacional y mundial en 1991 que lo animaron a tomar esa medida?

    Para intentar dar respuesta a este conjunto de preguntas, es necesario tener en cuenta varias tendencias socioeconómicas y políticas, tanto nacionales como internacionales. Son las siguientes: a) la caída de la población y de la economía rural, en el mundo y en México; b) la crisis económica y política del campo como ingrediente del final del milagro económico mexicano; c) la crisis fiscal del Estado de bienestar, dentro y fuera de México; d) las insuficiencias, tensiones y vicios propios del procedimiento agrario y la cercanía del límite de la frontera física-territorial y legal, y e) fortalecimiento de las voces contrarias a la reforma agraria.

    Aquí se tomará el último inciso como hilo conductor de la exposición. Por ese énfasis, puede decirse que el principal objetivo de estas páginas es seguir la pista de los enemigos de la reforma agraria entre 1971 y 1991. Es por ello una historia eminentemente política, centrada en la confrontación entre el antiagrarismo, expresado por empresarios y otros grupos de creciente protagonismo, y el Estado posrevolucionario, cada vez más debilitado y a la defensiva. Este acento en la historia política, que explica el punto de partida cubano mencionado al principio de estas líneas, no descarta las tendencias y procesos señalados en los demás incisos, cuya contribución se revisará a lo largo del texto. Se prestará atención a la decadencia algodonera, ingrediente del final del llamado milagro mexicano. Tal decadencia, sumada a la de la agricultura de temporal, iniciada a su vez a mediados de la década de 1960, es un componente clave de los últimos años de la reforma agraria.

    En términos de la historia política, la primera hipótesis es que la reforma agraria llegó a su fin por el triunfo de sus principales adversarios históricos, a saber, las coaliciones formadas en las entidades federativas por los grandes propietarios privados y los gobernantes locales. Por desgracia, esta dimensión (algo así como el federalismo agrario) ha sido poco estudiada. ¿Qué había detrás de la demanda de la Confederación Nacional Campesina (CNC) de 1945 de eliminar a los gobiernos de los estados de los procedimientos de dotación y ampliación de ejidos y comunidades, la llamada primera instancia?¹⁵ ¿Por qué exigir la federalización completa, entendida como expansión de las funciones del gobierno federal, de la reforma agraria? ¿Acaso porque se creía que esa primera instancia era la principal responsable de la contención y represión de la demanda de tierras, del rezago agrario y demás vicios que caracterizaban a la reforma entera? ¿O se creía que el gobierno federal estaba (más) a salvo de las presiones de la clase propietaria? Se verá que la respuesta a las dos últimas preguntas es afirmativa.

    En el contexto del declive rural cada vez más pronunciado, se intentará mostrar que los conflictos ocurridos en los valles agrícolas de Culiacán y del Yaqui/Mayo en 1975-1976, con antecedentes directos desde 1971, deterioraron en grado sumo las condiciones que hacían posible el reformismo agrario. No se sugiere que le hayan dado la puntilla o que provocaran directamente su extinción. Nada de eso. Lo que se propone aquí es muy distinto, a saber, que esos conflictos reorganizaron el antiagrarismo más antiguo, lo actualizaron y en ese sentido lo modernizaron. Tal modernización, reza la segunda hipótesis, consistió en hacerlo parte del enfrentamiento general que a lo largo de las décadas de 1970 y 1980 sostuvo la clase propietaria y empresarial con el Estado posrevolucionario, en especial contra el presidencialismo y el Partido Revolucionario Institucional (PRI). En esa medida, el moderno antiagrarismo se hizo componente de lo que en ese tiempo algunos estudiosos denominaron la politización de los empresarios.¹⁶ Al proceder de esa manera, los nuevos adversarios del Estado convirtieron al viejo antiagrarismo —digamos el de los cristeros de 1926-1929, el de los llamados veteranos de 1929-1935, el de Luis Cabrera de 1937 o el de los panistas de 1939— en un ingrediente político e ideológico de creciente beligerancia.¹⁷

    ¿En qué consistía el renovado antiagrarismo? De entrada, es paradójico constatar que estos opositores ganaron fuerza en una época en que no pretendían hacerse de grandes extensiones de tierra. Contra lo que algunos sostenían en 1991, los modernos antiagraristas no buscaban volver al latifundismo como condición necesaria para sus negocios y empresas, ni para ganar o recuperar poder político. Más bien deseaban saldar viejas cuentas. Su reclamo principal era político-ideológico: imponer aquellos rasgos del liberalismo que más les interesaban. Lo anterior se refería principalmente a hacer del respeto a la propiedad privada la prioridad suprema del país, lo que a su vez significaba, entre otras cosas, el cese de las expropiaciones y nacionalizaciones (como las del valle del Yaqui/Mayo de 1976 o la bancaria de 1982). Si las leyes no concedían la superioridad liberal, había que cambiarlas (suprimiendo la reforma agraria, por ejemplo), y si el cambio legal trastornaba al Estado, había que construir otro (sin presidencialismo). Por cuanto a sus intereses específicos, los empresarios agrícolas, como empezaron a llamarse a sí mismos en estos años, tenían otras necesidades y por tanto otro tipo de demandas, no necesariamente liberales. Entre ellas destacaban las de asegurar la continuidad del arrendamiento de ejidos y de los fraccionamientos simulados, preservar la subordinación de la mano de obra barata y desorganizada, apropiarse del agua de riego, controlar los mercados y acaparar los subsidios gubernamentales. Cabe insistir en que los grupos nacionalistas y de izquierda que en 1991 se opusieron a la extinción de la reforma agraria no tenían razón al temer el retorno de los latifundios. Éstos eran cosa del pasado, y no tanto por ideología sino por economía.

    La tercera hipótesis alude a un cambio agrario fundamental. Se refiere por un lado a la geografía y por otro a la desagrarización del campo. Ambas dimensiones tienen que ver con la urgencia de encarar un hecho significativo, como lo es la ausencia de protesta rural ante la extinción de 1991. En efecto, sorprende que el final de la reforma agraria, del reparto de tierras, no provocara una reacción popular de grandes (ni pequeñas) proporciones. Llama la atención porque todavía en 1990 las propias autoridades gubernamentales informaban de la existencia de dos millones de solicitantes de tierra y también porque aún tres años antes, en 1988, estudiosos que podían calificarse como de izquierda se referían a una vigorosa demanda agraria. Pero los millones de demandantes brillaron por su ausencia a la hora buena, es decir, en el momento de aprobarse la extinción de la reforma agraria. Así se puso de manifiesto en noviembre-diciembre de 1991. Muy pocos la defendieron con algún tesón en ese entonces y en los meses y años siguientes. Una parte importante de la crítica de este texto va dirigida a confrontar la postura de varios expertos que en esos años escribían acerca de la pujante demanda agraria aun bien entrada la década de 1980. Esos expertos deseaban, esperaban o deducían el vigor agrarista, aunque no existiera.

    Los agraristas del centro y del sur del país, donde se concentraba la mayor parte de ejidos y comunidades agrarias y la mayoría de los ejidatarios y comuneros, hicieron mutis; no se movilizaron contra una decisión que, según se propone aquí, respondía a una tensión que poco tenía que ver con ellos. El argumento de este trabajo, como parte de la tercera hipótesis, es que la tensión principal no surgió en el viejo México o en la Mesoamérica originaria, ni tampoco entre los ejidatarios, los pequeñísimos propietarios y los agraristas más pobres y de situación más precaria. En todo caso, en el centro y sur del país se habían evidenciado los límites del llamado reparto agrario masivo. La contienda estalló en el noroeste, en la vieja periferia de la nación, que desde la construcción de los ferrocarriles en la década de 1880 había dejado de serlo. Desde entonces, el noroeste, como el norte entero, formaba parte de la médula nacional, incluido por supuesto el estrecho vínculo con la economía estadunidense; por si quedaban dudas, la Revolución de 1910 y acontecimientos como la contienda de 1975-1976 confirmaron al nuevo país, mucho más grande y complejo que la mera Mesoamérica, o que el solo norte, como a veces lo deseaban o soñaban los grandes propietarios-agricultores del noroeste, según se verá. Así que la contienda surgió en torno a la tensa conexión entre la Ciudad de México, el centro político de la nación, y el noroeste, entendido como el terruño de los agricultores más ricos del país. Era una geografía de origen reciente (de la década de 1870), cuya historia agraria se había distinguido por su intensidad.

    Pero cabe insistir en la ausencia de protesta agrarista en 1991, un componente crucial de este trabajo. Además de la geografía apuntada antes, hay que tomar en cuenta la desagrarización del campo, referida a cambios de fondo ocurridos en las décadas anteriores. En estas páginas se propone una manera de entender esos cambios, y es como sigue. El agravamiento de la situación del campo mexicano, iniciado a mediados de la década de 1960 (si no es que desde el dumping algodonero de 1956), fue obligando a ejidatarios, comuneros y vecinos a insistir cada vez menos en la producción rural directa y en la dotación de tierras que la posibilitaba, lo que dio lugar al debilitamiento de la demanda agrarista. En su lugar hubo una incipiente pero creciente propensión a moverse, a migrar, a hacerse asalariados de tiempo parcial o completo, aun a abandonar la actividad agropecuaria y, con todo ello, relegar o dejar morir el sueño de ellos o de sus hijos, y cada vez menos el de sus nietos, de ser ejidatarios, de tener acceso a un pedazo de tierra o de aumentar su tamaño. Tal es el trasfondo general de la extinción de la reforma agraria, una tendencia social en ciernes desde 1960, que se acentuaba al compás del empequeñecimiento de la población y de la economía rural con respecto a la población y la economía del país (y del mundo), y que debilitaba la demanda de tierras, el agrarismo y la reforma agraria misma. El alza espectacular de la migración a Estados Unidos posterior a 1970, sumada a la más antigua migración rural-urbana, es ingrediente fundamental de esta perspectiva. Tal es el contenido de la desagrarización.¹⁸

    En contraste, los agricultores noroesteños, todavía boyantes a lo largo de buena parte de la década de 1960, defendieron a capa y espada la continuidad de sus condiciones de producción, en particular la estrecha colaboración, si no es que complicidad, con el propio Estado. Cómo no hacerlo si de esa complicidad estaban hechos.¹⁹ A final de cuentas, fue la empeñosa defensa que hicieron los agricultores del noroeste de su modo de producción, amenazado por el súbito radicalismo echeverrista, la que provocó la contienda de 1975-1976. En 1975 —apunta además un experto—, la burguesía agrícola, si bien en declive económico y de menor peso político que la burguesía industrial, estaba mucho mejor organizada que los latifundistas en 1936-1938.²⁰

    Junto con la crisis del milagro mexicano y el ascenso de la oposición a un Estado posrevolucionario que así veía pasar sus mejores años, la reforma agraria se fue quedando cada vez más sola y huérfana, enfrentada a obstáculos y adversarios de mayor peso. Debe decirse que no sólo empresarios y propietarios demandaban el final del reformismo agrario. Entre los opositores también se contaban, aunque por distintas razones, estudiosos y antiguos líderes políticos. Uno de ellos era Arturo Warman, reconocido antropólogo rural (campesinista de hueso colorado, para mejores señas), convertido a la vuelta de los años en importante burócrata federal. Su postura a favor de concluir el reparto de tierras en 1991 no era sorpresa. Veinte años antes, en 1972, había escrito que la principal demanda campesina, reparto de tierra, ya fue satisfecha. La reforma agraria no tiene más perspectivas.²¹ En 1988 se adhirió a un gobierno que entre otras metas proponía acabar con la reforma agraria. Otro era Gustavo Gordillo, quien antes de ocupar un alto puesto en la administración federal (1988-1994) había sido uno de los dirigentes de un partido opositor, el Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT), que por igual apoyaba la lucha por la tierra en ciertas zonas del país (Huasteca hidalguense) que la organización productiva ejidal (Coalición de Ejidos Colectivos del Valle del Yaqui). Pronto, ellos y otros se sumaron al argumento de que la reforma agraria ya había hecho lo suyo, que la frontera física y legal había llegado a su fin y que por ello no existían propiedades afectables o terrenos nacionales para atender la demanda de tierra. En consecuencia, el devenir rural ya no dependía del reparto de tierras sino de una profunda reorganización de los ejidos y de sus relaciones con los propietarios privados, con el mercado y, cada vez menos, con el Estado.

    Además, agregaban, el ejido no había funcionado como eficaz mecanismo económico, salvo durante las primeras décadas, cuando contribuyó con gran fuerza a ampliar la frontera agrícola.²² Su función esencial había sido política, como bastión principalísimo del Estado surgido de la Revolución de 1910 y como fuente de legitimidad de los gobiernos en turno. Desde la década de 1920, los agraristas habían fungido como base de apoyo del Estado posrevolucionario, primero mediante las armas (contra las rebeliones de 1923-1924 y 1929 y contra los cristeros en 1926-1929) y más tarde, ya sin armas, como grupo popular de respaldo político, en las campañas electorales y mediante los votos sufragados a favor del PRI, el partido gubernamental. Por ello, los gobernantes estaban convencidos de que la reforma agraria no sólo era vital para conservar el poder y preservar la paz y la estabilidad del país entero; además alimentaba algo muy importante para ellos, a saber, su condición de depositarios exclusivos de las causas justicieras surgidas del movimiento armado de 1910. Así debe entenderse la declaración de López Mateos de 1960. Pero a ojos de los críticos, entre ellos los salinistas, la reforma agraria se había transformado en uno de los grandes enemigos de los propios agraristas. Urgía extinguirla para acabar o al menos debilitar la pesada dominación que el Estado y los propietarios ejercían sobre buena parte de la población rural mediante la propia reforma.

    En consecuencia, los promotores de la reforma constitucional de 1991, al menos algunos de ellos, hacían énfasis en los problemas internos de los ejidos, ámbito en el que se reproducían los vicios del autoritarismo gubernamental. En los ejidos era frecuente la existencia de cacicazgos, corruptelas y abusos de los comisariados ejidales, todo ello como parte de la perversión de la relación justiciera surgida de la Revolución de 1910.²³ Las principales víctimas de tal perversión eran los propios beneficiarios de la reforma agraria. No por otra razón los reformadores de 1991, Warman de manera destacada, urgían a apuntalar la democracia ejidal y devolver a los ejidatarios la capacidad de decidir su propio destino (como vender o no sus tierras), un argumento que repetirían hasta el cansancio. Resultaba indispensable, por tanto, liberar a los ejidatarios de toda tutela y proteccionismo gubernamental mal entendido, una vieja demanda panista, por cierto; en su lugar, había que impulsar sus derechos plenos vía el fortalecimiento de las asambleas ejidales. También insistían en que el minifundismo (privado y ejidal) era tan aterrador como improductivo y no perdían de vista que cada vez más los pequeñísimos propietarios y ejidatarios se veían obligados a rentar sus parcelas y a dedicarse no a la explotación de la tierra sino a otras actividades, en especial al trabajo asalariado, dentro y fuera del campo y del país. Tenían razón. Hacia 1960, el número de jornaleros agrícolas se acercaba, si no es que superaba ya, al de ejidatarios dotados, sin dejar de considerar que muchos de los jornaleros eran ejidatarios.²⁴ Vale subrayar que una señal de ese cambio poblacional y del mercado de trabajo rural fue la avalancha de migrantes mexicanos hacia Estados Unidos. ¿O fue casualidad que se acrecentara a tal grado después de 1970?

    Otro grupo de opositores estaba formado por los enemigos históricos de la reforma agraria: los liberales. Uno de ellos, Luis Téllez, era portavoz de las ideas centradas en la competitividad, la eficiencia económica y las ventajas comparativas. Arropado por las recomendaciones de organismos financieros internacionales (en especial del Banco Mundial), referidas a la urgencia de suprimir la propiedad colectiva no sólo en México sino en varios países más, este segundo grupo de expertos mexicanos tejió argumentos de largo alcance. Culpaban a la propiedad ejidal del pobre desempeño del campo mexicano, sobre todo de la agricultura. Además de que habían inhibido la inversión privada, las limitaciones a la propiedad privada impuestas por el artículo 27 de la Constitución de 1917 no sólo eran inadmisibles por sí mismas (por contravenir al liberalismo), sino que lo eran aún más a finales del siglo XX, cuando los latifundios habían dejado de existir. Sólo el propósito de destruirlos podía justificar semejantes anomalías en torno a los derechos de propiedad.²⁵

    No debe soslayarse el hecho de que el rumbo del mundo a principios de la década de 1990 respaldaba el antiagrarismo. Acorde con las ideas predominantes en buena parte del planeta, reforzadas por la caída del Muro de Berlín, la desaparición de la Unión Soviética y del bloque de países socialistas, y aun por los cambios en China que favorecieron la propiedad familiar después de 1978, los reformadores de 1991 proponían abrir paso al mercado, al libre comercio (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio, GATT; Tratado de Libre Comercio de América del Norte, TLCAN) y al auténtico o más auténtico reino de la propiedad privada. Se trataba de otorgar a esa forma de propiedad las garantías de que había carecido en México durante la mayor parte del siglo XX. Una vez liberada

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