LEALES Y GENERALES Y MANDOS DE LA GUERRA CIVIL GOLPISTAS
LA ESPAÑA DE 1936 NO ERA LA QUE IMAGINAMOS, LA QUE VEMOS EN LAS PELÍCULAS MODERNAS O LA QUE, A TODOS, EN MAYOR O MENOR MEDIDA, NOS CONTARON. No era un país de pobreza desmedida, o al menos no mayor que la que se vivía en muchos lugares de Europa. Tampoco era un lugar de espaldas al futuro, o que viviera de las rentas y los recuerdos de los hidalgos de los siglos XV y XVI, como decía Miguel de Unamuno; ni siquiera era un mundo aparte, protegido por esa burbuja de cristal que siempre fueron los Pirineos, como han querido retratarnos los países de nuestro entorno, en buena parte por oscuros intereses internacionales políticos y económicos.
A principios del siglo XX irrumpieron en España, igual que en el resto del mundo, las tecnologías de la segunda Revolución Industrial. Era el momento de los avances de la química, en particular la de la petroquímica y la ingeniería química, con los derivados del petróleo, los colorantes y los fertilizantes por bandera. También llegó la revolución de la electricidad, de las primeras cadenas de producción y de los productos para el consumo de masas. Un conjunto que se mantenía en constante ebullición y presionaba para que se modernizasen todas las economías decimonónicas de los continentes europeo y americano, desde España hasta Rusia y desde Canadá a Argentina.
No hay más que ver las estadísticas de esos años para comprobar que España ya era por entonces un país industrial, aunque basado en la producción de bienes de consumo para la alimentación. Las industrias ligadas a la agricultura eran la base industrial de nuestra economía. Es cierto que a la producción de vino, alcoholes, harina, pan y aceite se unían la industria textil y la siderurgia, pero la primera estaba muy localizada en Cataluña y la segunda, prácticamente centrada en el País Vasco. En cualquier caso, era una situación, de una u otra manera, propia de esa primera Revolución Industrial citada, pero modernizándose al
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