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Se puede volar sin alas
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Se puede volar sin alas

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Se puede volar sin alas podría ser la historia de muchos emigrantes cubanos que abandonan su país en busca de un futuro mejor, pero es la historia de Arely: una mujer valiente y trabajadora que supo entender lo que pasaba a su alrededor y puso tierra de por medio sin abandonar jamás sus raíces y convicciones. 
Bienvenidos a una vida real, con sus idas y venidas, que nos embaucará y abrirá los ojos a una realidad tapada y poco conocida.


Arely Rivero nació después de finalizada la Segunda Guerra Mundial en la mayor y más desarrollada isla de Las Antillas en el mar Caribe en ese entonces: Cuba.
Hija única de una familia cristiana y trabajadora, de ancestros canarios, disfrutó de una infancia feliz y aprendió el valor de la verdad, el respeto, la honradez, la gratitud, el perdón y el amor, entre otros principios o virtudes no menos importantes.
Fue una activa revolucionaria desde sus recién cumplidos 12 años al triunfo de la Revolución cubana del 1 de enero de 1959. De creencias religiosas desde su niñez, se fue apartando paulatinamente hasta considerarse atea durante muchos años. 
Creyó ciegamente en las promesas de la Revolución, del sistema socialista y de sus primeros líderes. Atravesó un proceso de intenso trabajo como médico por su pasión: la salud y el bienestar de los niños, pero lenta y progresivamente fue dudando de la efectividad del sistema, de las medidas utilizadas y de las explicaciones de sus fracasos.
Rescató en silencio sus creencias y a su Dios, que nunca la abandonó, y se lanzó, con casi 50 años, ya en su tercer matrimonio, a la aventura incierta del emigrante que entre adversidades y logros aquí comparte con ustedes.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 dic 2022
ISBN9791220136426
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    Se puede volar sin alas - Arely Díaz Rivero

    NOTA DE LA AUTORA 

    La mariposa (Hedychium coronarius) significa fragante nieve.

    Realmente, esta planta no es oriunda de Cuba, sino que habita en regiones tropicales asiáticas y montañosas de la India. Fue introducida en Cuba convirtiéndose, por su belleza y fragancia, en la favorita de los ramos de novias, y cultivos en parques y jardines en el siglo XVIII. Pueden ser blancas, como las habituales en Cuba, amarillas o color salmón.

    Durante las guerras de independencia fue utilizada por las mujeres para transportar en sus ramas intrincadas mensajes ocultos que llevaban en sus mantas o en su pelo entre los campamentos mambises. 

    El 13 de octubre de 1936 fue elegida, a pesar de sus orígenes, la Flor Nacional de Cuba por un grupo de botánicos, ya que su color blanco y su dulce fragancia simbolizan la pureza de los ideales de independencia y la paz. 

    I Familia emigrante 

    «Si lloras porque no puedes ver el sol,  las lágrimas no te dejarán ver las estrellas».

    Rabindranath Tagore (1861-1941)

    Según los expertos, entre las muchas ventajas de escribir, está el ayudar a preservar la salud tanto física como emocional. 

    A pesar de mis 75 años de vida, gracias a Dios, me siento saludable en esas dos esferas y, para poder preservarlas, quiero hacer uso de la escritura, tal y como he hecho en tres ocasiones difíciles en mi vida y que fueron de gran ayuda emocional. Esos momentos fueron en 1982, en mi segundo año en Angola trabajando en el Hospital Josina Machel de Luanda; en 1997, cuando, recién emigrada en Suecia y sin trabajo, mi entonces esposo me abandonó; y en 2015, cuando mi madre enfermó en su fase terminal hasta su fallecimiento.

    Ahora, me mueve el dolor tan inmenso que se siente al ver la Cuba que me vio nacer, cómo sufre y está destruida desde todos los puntos de vista. No es la misma en la que nací y crecí. Es otra Cuba, ¡qué ingenua!, creyó en las promesas de una revolución y sus dirigentes. Creyó en la promesa de que se iba a convertir en un paraíso.  Se le prometió mucho; algunas se cumplieron, parcialmente, durante unos años, en educación y salud. Luego, se fueron resquebrajando hasta llegar a los niveles más deplorables que podamos imaginar y, actualmente, es una vergüenza ver cuál es la educación que se recibe en las escuelas y la atención sanitaria que recibe la población, salvo muy contadas excepciones. 

    La vida es en sí misma un eterno crecimiento. En la historia de la humanidad, la emigración ha sido una constante y, gracias a ella, llegó el desarrollo. Desde sus inicios, el ser humano ha emigrado de su lugar de origen por innumerables causas que han ido cambiando con el desarrollo de esta.

    En aquellos tiempos, la búsqueda de tierras fértiles, de agua potable, de un mejor clima para el cultivo, la conquista de nuevos territorios, el comercio e intercambio de bienes y luego, en el pasado siglo, la búsqueda de mejores condiciones de trabajo y de vida, de educación para los hijos, etc., han ido incrementando las causas de la emigración. 

    En mi familia, el primer testimonio escrito de esta acción la encontré al fallecer mi madre en 2015 y revisar, entre los papeles que guardaba con celo, las fotocopias de los documentos de mi bisabuelo paterno, Domingo Rivero alias Pedro, natural de Arafo, Tenerife. La primera fotocopia data del 23 de mayo de 1866 y corresponde a la certificación de matrimonio de sus padres, mis tatarabuelos. La segunda, el propio certificado de nacimiento de mi bisabuelo en Arafo, el 28 de abril de 1867. El tercero, el certificado de defunción de su mamá, mi tatarabuela, Dominga Fariña de Mesa, el 9 de mayo de 1870 a los 26 años. Y el cuarto, el certificado de defunción de mi tatarabuelo, Francisco Rivero Pérez, fallecido el 18 de febrero de 1896 a los 53 años, siendo este documento el primero de los emitidos en el que aparece su alias, Pedro, refiriéndose a Domingo. En él se nombran a los tres hijos de mi tatarabuela: Pedro, Prudencia y Anselmo. Los dos últimos deben haber nacido en los años 1868 y 1869 ya que la madre falleció en 1870. Según este documento, a la muerte de su padre, mi bisabuelo ya estaba casado, residía en Cuba y sus hermanos habían fallecido. 

    Estos cuatro certificados fueron emitidos el 25 de octubre de 1912 por Don Hildebrando Rebozo y Ayala, párroco de la Degollación de San Juan Bautista del pueblo de Arafo, en Tenerife.

    Domingo (Pedro) había viajado desde La Habana a La Palma el 18 de septiembre de 1912 en la línea alemana Hamburg Amerika Linie, en el vapor La Plata, de cuyo boleto existe la fotocopia, al igual que de su cédula personal del 2 de diciembre a su llegada a Canarias. Con fecha del 3 de diciembre, le fue emitido un certificado del Juzgado de Santa Cruz de Tenerife donde aparece exento de antecedentes penales. El bisabuelo tenía entonces 45 años.

    Por lógica, el bisabuelo Pedro tuvo que haber emigrado de adulto joven entre 1887 y 1890, ya que, a la muerte de su padre en 1896, consta en acta que él residía casado en Cuba.

    No tengo referencia si emigró solo o ya casado con mi bisabuela también canaria, Juana Martín Rodríguez, natural de los Sauces Barraquita en la isla de La Palma, a quien sí conocí personalmente. Recuerdo que vivió en casa de mis abuelos paternos hasta su fallecimiento en la década de 1950, pero de la que no tengo documentación al respecto. Sin embargo, nunca conocí al bisabuelo que falleció en 1937, mucho antes de nacer yo.

    Lo cierto es que de ese matrimonio nacieron, que yo conozca, cuatro hijos: mi abuelo Bernardo en 1896; mi tío abuelo Aureliano a quien llamábamos cariñosamente tío Macho y era vecino del abuelo en Guayos; tía Celia, que vivía en Cabaiguán y que también conocí; y Victoria a quien no conocí porque, según referencia de mis tíos, vivía en La Habana.

    Mi abuelo trabajó, según recuerdo, en el cultivo de tabaco en la finca La Aurora entre Guayos y Sancti Spíritus. Él y mi abuela, María Plasencia, contrajeron matrimonio y tuvieron once hijos de los cuales mi padre, Clemente, fue el segundo.

    En el momento actual, de los once hermanos, solo queda con vida mi tía Juanita, la séptima en orden cronológico, quien fue una de mis favoritas, pues fue ella la que, con solo 14 años, se fue a vivir a Santa Clara cuando yo nací para ayudar a mis padres en mis primeros años de crianza. Estuvo con nosotros hasta mis 5 años. En ese entonces, mi papá trabajaba en la Casa Molina, una tienda de víveres en la calle Maceo esquina a Céspedes (Santa Rosa) en Santa Clara y mi mamá estaba recién graduada de la Escuela Normal de Maestros y trabajaba de maestra rural.

    Tiíta, como la llamo cariñosamente, ha sido para mí como mi segunda madre, al igual que lo fue mi tía Matilde (q. e. p. d.). Tía Juanita, a sus 90 años, cuenta historias de su niñez y juventud que todos disfrutamos, y me ha ayudado con las fechas del árbol genealógico incluido al final del libro.

    Aunque oí decir muchas veces que «los cubanos no eran por naturaleza emigrantes», en mi familia existieron algunos esporádicos antes del triunfo de la Revolución y muchos más después de esta. 

    Por la línea materna (ver árbol genealógico), emigró a Nueva York en el año 1927 un tío de mami, Hilario Lara, a quien llamábamos Lalito. Mami lo conoció en su primer viaje a Cuba en 1932 teniendo ella 8 años. Sus visitas, según ella, no eran muy frecuentes, pero yo recuerdo las cartas que recibía su madre, mi bisabuela Caridad (Mamaíta, así la llamaban todos), quien para mí era mi abuela ya que mi verdadera abuela, Manuelita, murió con 23 años, en 1926, por una septicemia estreptocócica, antes del descubrimiento de la penicilina (1928), y dejó huérfanos a tres hijos: mi tía Carmen Gilda con 4 años, Nereida, mi madre, con 2 años y mi tío Armando con solo 9 meses. Fueron entonces mis bisabuelos maternos con sus tres hijas adultas (Matilde, Carmita y Lucianita) que trabajaban, quienes se hicieron cargo de criar a los tres hijos de mi abuela ya que al morir ella, ya estaba separada de mi abuelo Valentín y padre de sus hijos.

    En la familia materna había un miembro más (hijo de crianza): tío Pepe (José Ramírez Massaguer) fue adoptado oficialmente por la prima de mami, Rosaly, que era la jefa de enfermeras de la sala de Pediatría del Hospital San Juan de Dios de Santa Clara. La madre de tío Pepe, enferma psiquiátrica, lo ingresaba con frecuencia con diarreas y deshidratación, siendo él un lactante, en la sala en la que ella trabajaba y le tomó cariño. Como ella y su esposo René trabajaban, a Pepe lo criaron también en casa de mi bisabuela, junto con mami y sus dos hermanos, lo que hizo que los cuatro se quisieran como hermanos. Por supuesto, Pepe era para mí un tío más y sus hijos, mis primos.

    Yo compartí con tío Lalito en varios de sus viajes a Cuba siendo niña; lo conocí personalmente a los 7 años y, luego, nos visitó en dos ocasiones más que recuerdo y, en una de ellas, vino con dos de sus hijas: Mirna, una joven de unos 16 años y Priscila, una niña poco mayor que yo y muy vivaracha. Ellos vivían todos en Nueva York. Las chicas hablaban inglés con tío Lalito, pero buen español con nosotros pues su madre era natural de Puerto Rico. 

    Guardo muy gratos recuerdos de sus visitas, sus historias, su perfume y me llevaba a pasear con frecuencia. En una ocasión, recuerdo que salimos con mis primas, las hijas de tía Carmen Gilda: Gildita, Magda y María Isabel (Chiqui), y juntos fuimos al antiguo Ten Cent de Woolworth de Santa Clara, mi ciudad natal. Entre otras cosas que no recuerdo, compramos unas cartucheras de moda para los lápices de la escuela, llamadas Pony Tail.

    Por aquel entonces, en la década de los 50, emigró un primo hermano de mami, Jesús Lara, que vivía en La Habana y al que tío Lalito ayudó a establecerse primero en Nueva York y luego se mudó a Miami. Tío Jesús no pudo visitar Cuba, como lo hacía Lalito, pues poco después del triunfo de la Revolución en 1959 se negó la entrada de los cubanos residentes en Estados Unidos a Cuba durante veinte años.

    No fue hasta después de que yo emigrara, a finales de 1993, a Moscú, cuando mi tío Jesús pudo volver a Cuba para visitar la familia y, gracias a ese viaje, mi madre pudo darle todos los documentos de mi curriculum vitae para que él, a su regreso a Miami a finales de 1994, me los enviara por correo postal a Suecia, donde ya yo vivía en ese momento con residencia permanente.

    A tío Jesús tengo que agradecerle también que, antes de viajar a Cuba, ayudó económicamente a mi entonces esposo, quien residió temporalmente en Miami antes de reunirse conmigo en Suecia en abril de 1994. Tío y yo pudimos comunicarnos telefónicamente en varias ocasiones, estando yo en Suecia, pero tristemente no pudimos vernos más, pues falleció antes de que yo pudiera hacer mi primer viaje a Estados Unidos en julio de 2001.

    Aproximadamente, por los años 1952-1953 emigraron a Estados Unidos tres tíos paternos, motivados por amistades conocidas con experiencia de posibilidades de trabajos bien retribuidos en ese país. Ellos fueron: tío Manolo, el mayor de los hermanos; tía Hilda, la que le sigue a mi papá; y tío Vicente, ambos con sus respectivas esposas. Las tres mujeres trabajaron en factorías, una de las cuales era de muñecas, y los tíos en dependencias de Coca Cola y de Chevrolet, entre otros trabajos. 

    A pesar de que en esa época Cuba no es que fuera el paraíso terrenal, pues había muchas cosas que podían ser mejor, no es menos cierto que había un nivel de vida muy superior al existente en la actualidad y Cuba era uno de los países más desarrollados en aquel entonces. 

    Fue la primera nación de Iberoamérica, y la tercera en el mundo (tras Inglaterra y Estados Unidos), que tuvo ferrocarril (1837); la primera demostración mundial de una industria movida por electricidad fue en La Habana (1877); Carlos J. Finlay fue un médico cubano que descubrió el agente transmisor de la fiebre amarilla (1881); el primer sistema de alumbrado eléctrico público de toda Iberoamérica (incluyendo España) se instaló en Cuba (1889). A principios del siglo XX, el primer tranvía que se conoció en Latinoamérica circuló por La Habana, la primera ciudad del mundo en tener telefonía con discado directo, sin necesidad de operadora (1906). Un año después, se estrenó en La Habana el primer departamento de rayos X de Iberoamérica. Años más tarde, Agustín Parlá y Domingo Rosillo realizaron el primer vuelo latinoamericano, el cual duró dos horas y cuarenta minutos entre Cuba y Cayo Hueso (1913). En 1915 se acuñó el primer peso cubano con un valor, desde el primer día, idéntico al del dólar; en muchas ocasiones, hasta 1959, sobrepasando en un centavo al valor del dólar norteamericano. Cuba fue la segunda nación del mundo en inaugurar una emisora de radio (la PWX), y la primera nación del mundo en radiar un concierto de música y en presentar un noticiero radial (1922). En 1937, Cuba decretó, por primera vez en Iberoamérica, la Ley de Jornada Laboral de ocho horas, el salario mínimo y la autonomía universitaria. Y tres años después, se aprobó la más avanzada de todas las constituciones del mundo de aquella época. Fue la primera en Iberoamérica en reconocer el voto a las mujeres, la igualdad de derechos entre sexos y razas, y el derecho de la mujer al trabajo. A mediados de siglo, se convirtió en el segundo país del mundo que emitió formalmente televisión y un músico cubano marcó un récord mundial, no igualado ni por Elvis Presley ni los Beatles: Dámaso Pérez Prado con su pieza Patricia; un mambo que estuvo quince semanas consecutivas en el Hit Parade de Estados Unidos. Poco tiempo después, se inauguró en la capital el primer hotel del mundo con aire acondicionado central: el hotel Riviera (1951) y, al año siguiente, se construyó el primer edificio de apartamentos del mundo construido con hormigón: el FOCSA, donde se construyeron los estudios de televisión más modernos del mundo de aquellos tiempos: C.M.Q. Televisión. En los años 50, Cuba poseía una vaca por cada habitante y ocupaba el tercer puesto en Iberoamérica (tras Argentina y Uruguay) en el consumo de carne per cápita; se convirtió en el segundo país de Iberoamérica con menor mortalidad infantil y obtuvo el reconocimiento de la ONU por ser el segundo país de Iberoamérica con los índices más bajos de analfabetismo y por ser el mejor país en número de médicos per cápita (1 por cada 957 habitantes) y mayor consumo calórico per cápita diario de Iberoamérica (2870 kcal.). En 1958, Cuba fue el país de Iberoamérica con más automóviles, el que más electrodomésticos tenía, el que contaba con más kilómetros de líneas férreas por km² y el segundo en el número total de receptores de radio. Durante la década de los cincuenta, Cuba tuvo el segundo y tercer lugar en entradas per cápita de Iberoamérica, a pesar de su pequeño tamaño y de que solo tenía 6,5 millones de habitantes, en 1958, ocupaba el puesto 29 entre las economías mayores del mundo. A finales de la década, La Habana era la ciudad del mundo con el mayor número de salas de cine, superando a Nueva York y París, que ocupaban el segundo y tercer lugar respectivamente.

    Mis tíos paternos, que habían emigrado a principios de los años 50, regresaron en barco tras el triunfo de la Revolución, entusiasmados con la idea y los sueños de una Cuba mejor después de los difíciles años de la tiranía de Fulgencio Batista que no es menos cierto que fue sangrienta, pero que ha sido superada con creces si la comparamos con las víctimas de la opresión que, durante más de sesenta años, han tenido que pagar innumerables cubanos; algunos por el simple hecho de no estar de acuerdo con el sistema impuesto desde el 1 de enero de 1959.

    Al regreso de mis tíos, todos en la familia estábamos felices y creíamos en las promesas de una Cuba mejor.

    Al triunfo de la Revolución, a mis 12 años y después de haber vivido los últimos intensos meses de zozobra por el recrudecimiento de torturas a manos de la tiranía Batistiana contra los Revolucionarios, y sabiendo que mi padre era un simpatizante y colaborador en la venta de bonos del movimiento 26 de julio que ayudaba a la causa de los Rebeldes, también me entusiasmé y soñé que las promesas se harían realidad.

    La década de los 60 fue intensa para mí, pues estuve dedicada a mis estudios preuniversitarios, mi carrera de medicina, mi matrimonio, el nacimiento de mi primera hija y mi graduación como médico y, aunque tuve momentos de confusión, no fui lo suficientemente profunda ni esclarecí mis dudas, sino que me dejé atrapar por la vorágine de mi vida y no fui capaz de ver lo que otros pudieron ver y comprender en ese entonces. 

    No obstante, confieso con toda honestidad que creí ciegamente en el éxito de las banderas que se enarbolaban, de la justicia, la igualdad de derechos, la posibilidad de estudios para todos, la abolición de la prostitución, el derecho a la salud y la atención médica gratuita. 

    Desde niña, había soñado con ser médico y, desde entonces, yo era la pediatra de mis muñecas. Ignoro si mis padres, que ahorraban desde siempre con ese fin, hubiesen podido o no costearme los estudios universitarios. Conozco muchos ejemplos de familias de clase media que lo lograron con la tenacidad y esfuerzo también de sus hijos que combinaban sus estudios universitarios con trabajo para lograr este objetivo. Tengo la experiencia de que, a pesar de haber sido una niña nacida en un hogar de clase media (mi padre estuvo empleado primero en una tienda de víveres y luego en una ferretería y mi madre era maestra), pude recibir gran parte de mi educación primaria en escuelas privadas y obtener tratamiento ortodóncico privado que era extremadamente caro en esos tiempos. Hoy, creo que mis padres también lo hubiesen logrado con mi ayuda, pero no por ello voy a restarle valor al hecho de que pude entrar en la Universidad sin esos grandes esfuerzos económicos que hubiesen tenido que hacer, y graduarme como médico en 1969.

    Al comienzo de la década de los 70, por la parte materna, tío Armando emigró con su entonces esposa, Olympia, y la hija de ambos, Mercedita, de 14 años. Por la vía paterna, también emigraron mi tío Alberto con su esposa Irma y su hija mayor, Milagros, que tendría unos 14 años y mi tío Papi (Bernardo) con su entonces esposa, Teresa, y su hijo mayor, David J.

    Todos estos familiares emigrantes, antes de abandonar el país con sus familias, tuvieron que pasar años en trabajos agrícolas como castigo por haber tomado dicha decisión, sin olvidar las pésimas condiciones de trabajo y los malos tratos recibidos en la mayoría de los casos.

    Además, a esas alturas, habían suspendido la posibilidad de viajar directos a Estados Unidos y tenían que viajar vía España; tras unos meses podían seguir a Costa Rica y, de ahí, a Estados Unidos, aunque imagino que existían distintas vías

    La otra gran diferencia entre este grupo de emigrantes de la familia con los que lo hicieron antes del triunfo de la Revolución en los años 30 y 50 era que, con los primeros, se mantenía contacto a través del funcional correo entre ambos países, así como por vía telefónica y telegráfica. Tal es así que yo me escribía con frecuencia con mi tío Vicente y guardo aún fotos que él me envió en aquella época. Las fotos fueron recuperadas personalmente cuando logré viajar a Cuba por primera vez en 1998, después de emigrar.

    Lo más triste fue que, en los años 60 y 70, los despedíamos con la certeza de que todos estábamos condenados al silencio y a la incomunicación, pues estaba prohibido tener relación de cualquier tipo con apátridas, como se les llamaba de forma semántica, y gusanos, de forma despreciable.

    Fue muy triste tener que aceptar un silencio impuesto e imposible de evadir ya que el no acatarlo ponía en riesgo poder seguir mis estudios en mi soñada especialidad de Pediatría.

    Confieso que a esas alturas me sentí confundida; por una parte, las medidas impuestas para poder emigrar me parecían exageradas e injustas y, por otra, no comprendía bien el motivo de la salida de mis tíos, pero les deseábamos lo mejor.

    Pensaba que era una pena que no tuvieran la paciencia suficiente para esperar que el país pudiera avanzar y dejar atrás esa etapa de restricciones y controles de los abastecimientos de productos alimenticios, ropa, zapatos y otros artículos de primera necesidad, pero que incluso en aquella época se lograban cubrir las necesidades mínimas, cosa que hace ya varias décadas ni se logra. En conversaciones posteriores con esos mismos familiares, comprendí que no era la escasez lo que los motivaba, sino la falta de libertad y la opresión a la que se veían obligados por no pensar igual que mis padres y yo. Eso tan simple y lógico no lo vi ni tampoco les pregunté. Nunca tuvimos problemas ni discrepancias familiares, inclusive recuerdo que todos iban a despedirse de nosotros antes de partir.

    Quién me iba a decir en aquel entonces que yo, con apenas 24 años y dudando de quienes tomaban la decisión de emigrar, los imitaría precisamente veinticuatro años más tarde, en diciembre de 1993.

    Mi hijo Erick se fue a estudiar a Moscú en 1989, se negó a regresar a Cuba y, en noviembre de 1994, viajó a Suecia, donde vive actualmente.

    Mi prima Gilda emigró a Estados Unidos con sus dos hijos menores en la década de los 80.

    En la década de los 90, aparte de mi madre y yo a Suecia, emigraron quince familiares: nueve paternos y seis maternos. Cuatro lo hicieron a Suecia; uno, a España y diez, a Estados Unidos. Mi tío Manolo, el mayor de los hermanos de papi, emigró de nuevo con su esposa. 

    En 1994, María, la hermana de papi (tía Marita), lo hizo con su hija Odalys y sus nietos. A finales de ese año, Pepito, el hijo mayor de mi tío Pepe, emigró a Suecia en diciembre de 1994. No obtuvo residencia y, en el proceso de su deportación a Cuba en 1996, se quedó en Venezuela y, un año más tarde, se reunió allí con su esposa Lourdes e hijo, quien decidió partir a Estados Unidos en el 2010. Años después, Pepe se trasladó con su esposa desde Venezuela para unirse a su hijo. Actualmente, todos residen en Florida.

    En 1995, mi madre emigró con residencia permanente a Suecia por reunificación familiar conmigo. Ese mismo año, mi primo Carlos Alberto Rivero partió a Estados Unidos.

    En 1996, mi primo Óscar, hijo de Marita, se fue a Tenerife y los hijos de mi prima Magda (hija de Carmen Gilda, hermana de mami), a Estados Unidos; el mayor de ellos, Pierre, había estado en Suecia. En 1999, mi prima Magda y su esposo partieron a Estados Unidos.

    Después del año 2000, emigraron once familiares, siete de vía paterna (cuatro a España y tres a Estados Unidos) y cuatro por parte de madre, todos a Estados Unidos. 

    De 2001 a 2009, emigraron mi tía Carmen Gilda, hermana de mami, su hija María Isabel (Chiqui) y sus nietas, todas a Estados Unidos.

    En 2004, mi primo Javier, hijo de Berta (la hermana de papi), también se fue a Estados Unidos, donde pudo reunirse con su esposa en 2007 y con su hija mayor en 2014.

    En 2009, Lisandra, la hija de mi prima Lourdes, emigró a Tenerife y mi primo Luis Manuel, a Miami.

    Mi nieta Gissell, en 2013, emigró a España. Mario, el hijo de Melba, al igual que mi prima Lourdes en el 2015 emigró a Tenerife.

    II Infancia y religión De 1946 a 1958

    «Deben cultivarse en la infancia, preferentemente,  los sentimientos de independencia y dignidad».

    «¡Cuán desventurados son los pueblos que matan a Dios!». 

    José Martí (1853-1895)

    Yo nací el 15 de noviembre del 1946 en la ciudad de Santa Clara, la capital de la entonces provincia de Las Villas, siendo y perdurando como única hija del matrimonio de mis padres: Clemente y Nereida.

    Mi padre trabajaba en un establecimiento de ventas de víveres y licores que en Cuba se denominaban bodegas. Dicho establecimiento se llamaba Casa Molina por el apellido de sus dueños. Estaba situado en la calle Maceo esquina a Céspedes (Santa Rosa).

    Él era natural de Guayos, un pequeño pueblecito situado en la carretera central entre la ciudad de Cabaiguán y Sancti Spíritus, entonces perteneciente a la misma provincia donde nací. Fue el segundo hijo de una familia de once hermanos y, tras terminar sus estudios secundarios, que en ese entonces llegaban hasta un octavo grado, comenzó a trabajar en un establecimiento similar en su pueblo natal. Siendo muy joven aún, pero por sus cualidades de cumplidor, buen trabajador y honesto, fue recomendado a la familia Molina, amigos de la familia Corona con quienes papi trabajaba al terminar la escuela secundaria y por eso se fue para Santa Clara (según referencia de mi tía Juanita). Alquiló un cuarto en la esquina de casa de mi bisabuela Caridad (Mamaíta) y almorzaba y comía en un hostal que quedaba al lado de la casa de mi bisabuela. Así fue como conoció a mi madre.

    Mami era la segunda hija del matrimonio de mis abuelos, quienes se divorciaron al poco de nacer su tercer hijo y mi abuela, con solo 23 años, falleció a consecuencia de una sepsis estreptocócica antes del descubrimiento de la penicilina. A su muerte, dejó a su pequeño hijo con tan solo 9 meses, a mami con 2 años y a mi tía Carmen Gilda con 4. Tanto a mami como a sus hermanos, los criaron las tías, sobre todo Matilde quien nunca se casó y se dedicó íntegramente a sus sobrinos, y con cierta preferencia hacia mi madre. Mami fue la única que estudió. Tal vez le gustaba y era la más aplicada, eso no puedo afirmarlo, pero lo cierto es que mi bisabuela, cuando me contaba historias de antaño, siempre sacaba a relucir las historia sobre mi mamá como una niña voluntariosa y dominante; y mi bisabuela, a quien llamo abuela, conmigo era un amor, pero indiscutiblemente era una mujer de carácter fuerte. Pienso que los malcrió un poco a todos por lástima a la orfandad absoluta, pues, aunque mi abuelo vivía y de hecho recuerdo que lo conocí siendo niña, no parece que los visitara mucho ni se ocupara mucho de sus hijos, a pesar de su buena posición económica. 

    Mi madre creció con un sentimiento de rencor y odio hacia su padre, cosa que realmente nunca noté ni en mi bisabuela ni mi tía Matilde que era muy noble, servicial y querida por todos. Mi tía Carmen Gilda, la hermana de mami, recuerdo que sí se relacionaba con su padre y con su medio hermana Mimi, a quien mencionaba frecuentemente. Mami también la conocía, pero su relación era más distante.

    Cuando mis padres se conocieron, mami estudiaba en la escuela normal de maestros primarios de Santa Clara donde se graduó poco antes de casarse. Recién graduada y casada, obtuvo un trabajo de maestra rural en un campo que quedaba bastante alejado de la ciudad y se dificultaba el viajar diario. Se fueron a vivir a una casita pequeña con una sala, un dormitorio, cocina y baño, antes de que yo naciera y, cuando vine al mundo, se mudaron a una casa en la calle La Pastora que tenía, además de sala, una saleta y dos dormitorios además del baño, la cocina y un patio central.

    Cuando yo nací, mi tía Juanita, con 14 años, se mudó a Santa Clara para ayudar a mis padres en mi crianza. Aunque ella era bien joven, contaba con cierta experiencia, pues tenía dos hermanas menores y la más pequeña ya tenía 2 años. 

    Al lado de ellos, vivía una familia, María e Inocencio (Chencho), con su única hija, Argelia, que era contemporánea de mi tía Juanita e hicieron una gran amistad. Como María era ama de casa, ayudaba tanto a mi mamá con su experiencia como a mi tía Juanita cuando se quedaba sola a mi cargo. Yo, a pesar de que me mudé de esa casa con aproximadamente 5 años, recuerdo con claridad no solo la casa sino a esos vecinos con quienes tuvimos relación por siempre y a su lindo perrito.

    También recuerdo a mi tatarabuela Rita, a la que todos llamábamos Madrina y que era pequeña y menudita, con su pelo canoso recogido con sus peinetas en un moño detrás de la nuca y sentada en una comadrita en la saleta de casa de mi abuela. Vivió 103 años y murió cuando yo tenía 5.

    No son muchos los detalles de esa época, algunos quedaron grabados en fotos que aún conservo. Los viajes al campo a fiestas y comelatas donde mami trabajaba en ese entonces; viajes a Varadero con tía Juanita y Argelia, la vecina; el perrito que tenía Argelia que era muy cariñoso y se llamaba Rin; los caldos de carne o hígado de pollo que María hacía y se tomaban como consomé y que eran deliciosos cuando uno estaba resfriado y le llamaba bistí

    Con mi tía Juanita salía a caminar al parque de la iglesia de La Pastora, al parque cerca de la Audiencia que tenía columpios. Solo guardo muy gratos recuerdos de esa etapa de mi vida. A los 4 años, viviendo aún en esa casa, ingresé en el Kindergarten (aula infantil) del colegio privado de Las Teresianas. Tengo gratos recuerdos de los trabajitos manuales que se hacían, entre ellos, un lindo árbol de Navidad y una fiesta que se hizo donde yo iba vestida con un traje blanco, un capuchón y una varita mágica con una estrella. Me acompañaba un compañero de aula que tenía puesta una corona en su cabeza. El resto de los niños del grupo vestían de uniforme detrás de nosotros. Nunca supe el significado de tal fiesta, pero estando de emigrante en Suecia, y viendo las celebraciones del 13 de diciembre de Santa Lucía asumo que era algo parecido a lo que representaba esa fiesta, aunque no estoy segura de ello.

    Guardo un grato recuerdo del inicio en el colegio, pues la madre superiora, el día de mi matrícula, me regaló un pequeño perrito fox terrier de porcelana azul pastel y blanco del que jamás me he separado y que aún conservo. Gracias a su pequeño tamaño, ha viajado y me ha podido acompañar 70 años de mi vida. También conservo la amistad de una de las niñas de la clase; años después volvimos a encontrarnos en segundo grado. Ella me reconoció y aún somos amigas: Teresita Pedraza.

    Por alguna razón, mami decidió que yo hiciera mi preprimario y el primer grado en la escuela pública Hurtado de Mendoza (Escuela Pía). Tal vez porque decidieron mudarse de nuevo para el barrio de El Carmen. Allí compartí esos dos cursos con amigas que perduraron a través de los años, a pesar de que casi todas nos separamos por muchos años. De esa etapa estaban Nydia León, con quien tengo una foto con el uniforme, Leticia Cabrera, Maricarmen Águila, Olga Fleites, Marcy Tandrón, Ángela Millar, Carmen Alonso, Marisol Rubio, Carmen Rodríguez Clúa y Lydia Núñez, entre otras. Todos estos nombres los fui recopilando gracias a Olguita, Maricarmen y Carmen Alonso, pues, en verdad, de quien guardo más recuerdos de aquellos años es de Nydia.

    Cuando comencé la escuela, tía Juanita había regresado a Guayos y nosotros nos mudamos de nuevo para el Barrio de El Carmen donde vivía mi abuela y vivimos a tres o cuatro puertas de ella en una casita de altos que también tenía dos dormitorios, pero era más pequeña que la de la calle Pastora. Por aquellos días mami, aunque seguía de maestra rural, trabajaba mucho más cerca y viajaba a diario. En ese tiempo, fue mi tía Matilde, que temporalmente se fue a vivir al Hotel Roosevelt en la calle Independencia a una cuadra de la escuela, quien me recogía a las doce y me llevaba con ella a almorzar y luego íbamos por la tarde para mi casa hasta que mami llegaba del trabajo. 

    Tengo gratos recuerdos de ese tiempo, los almuerzos en el hotel con mi tía y de los ricos bistecs con perejil que me comía, no creo que fuera uno completo, pues yo no comía mucho, pero me alimentaba bien. Me gustaba la leche con chocolate Milo después de almorzar o merendar, los frijoles negros y colorados en puré con platanitos manzanos y las frituras de malanga, el pescado, el pollo asado de los domingos. Odiaba los garbanzos, las lentejas y los chícharos. Los domingos, recuerdo el olor a pan recién horneado que papi compraba en la panadería Brito de la calle Unión y Martí; lo traía calentito y, en otras ocasiones menos frecuentes, era pan de ajo o de chicharrones. A veces, se compraban los pasteles de guayaba también calentitos que se desayunaban con el café con leche habitual.

    De la estancia en el hotel con tía, recuerdo que me gustaba saltar en la cama, cosa que mami jamás me hubiera permitido y, desafortunadamente, un día me caí y me partí la lengua. Tía se asustó mucho y me dio azúcar blanca, desconocía que tuviera el poder de contener el sangrado, pero fue muy efectiva. De pequeña me gustaba salir con ella, tenía unos amigos en la carretera de Camajuaní, de apellido Guenaga, que era un matrimonio muy afable con un hijo adolescente. Me encantaba ir allí, tenían una casa grande con un columpio. Luego, cuando fui mayorcita no me gustaba mucho salir con tía, pues ella conocía a todo el mundo en Santa Clara ya que de joven trabajó en una tienda de ropa y ventas de telas en la calle Máximo Gómez (Los Precios Fijos) y solo de caminar unos metros había que detenerse e intercambiar con alguna señora conocida que la saludaba, hacían una tertulia de varios minutos y eso me cansaba.

    Con la que me gustaba mucho salir era con mi bisabuela Mamaíta. Caminaba despacio, me tomaba de la mano y siempre me llevaba a montar en coches de caballos que daban vueltas por el parque y por la ciudad. Luego, íbamos a la dulcería La Suiza a comprar panetelas borrachas y merenguitos dorados suaves y cremosos con almíbar en el centro. Yo le decía abuela y era la que se quedaba conmigo cuando mis padres iban al cine; eso me encantaba pues se acostaba conmigo hasta que ellos llegaban, y recuerdo que traían unos sándwiches que se llamaban medias noches que eran una delicia. También me cuidaba la noche de la víspera de Reyes cuando mis padres salían y en otras ocasiones menos significativas. Ella era muy complaciente y me quería mucho.

    Al terminar mi primer grado, me matricularon en

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