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La Pausa
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Libro electrónico318 páginas4 horas

La Pausa

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La pausa va narrando cronológicamente todo aquello que ha aquejado a la humanidad y que se ha ocultado por mucho tiempo. Vidas que han sido tocadas no solo por el virus más letal del siglo, sino por la incertidumbre, aislamiento, falta de alegría e ilusión por vivir. Desde una perspectiva mística, se rescatan narraciones con dejos de linajes ancestrales, cambios de dimensión, limpieza del universo, así como lealtades familiares y memorias sociales. El tema resulta ser ya muy desgastado, pero las experiencias no. ¿Quiénes serán los que siguen? ¿Cómo evolucionaremos hacia una nueva realidad? ¿Será esta pausa el comienzo de un nuevo capítulo para la humanidad? La pausa se ha llevado mucho, pero ha traído mucho más.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 feb 2023
ISBN9788419390967
La Pausa
Autor

Edith Zepeda

Edith Zepeda es comunicóloga con posgrado en Ciencias de la Comunicación. Profesional con licencia de locución con amplia experiencia en radio y televisión. A través de los años, se ha enfocado en programas de apoyo social, estudios de desarrollo humano, elevación de la consciencia espiritual y sabiduría ancestral. Su primer libro, titulado Ayer soñé que moría, abordar temas de genes, creencias y legados ancestrales como elementos fundamentales en la construcción de la historia de cada ser humano. Su nueva obra, La pausa, subraya la importancia de la consciencia sobre lo heredado, para así valorar la vida misma, el desprendimiento de lo cotidiano y la discontinuidad de cada momento. Una avalancha de sentimientos, vivencias, pero, sobre todo, de reflexión que guían al lector a una introspección acerca de la lentitud de lo efímero.  

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    La Pausa - Edith Zepeda

    Introducción

    Cuando inicio este destiempo lo asumí como una pausa. En un principio creí que sería breve. Un intervalo que el universo envió para replantearnos nuestro papel y actitud dentro de la vida misma.

    Me atrevo a decir que la mayoría de nosotros no teníamos ni idea de todo lo que esta anómala circunstancia traería consigo. La pandemia que ha azotado al mundo, llamada coronavirus y COVID-19, ha dejado historias truncadas e inconclusas, con una incertidumbre terrible.

    A muchas personas las ha obligado a abandonar objetivos, lo que se ha traducido en metas frustradas, presión económica y falta de empleo. Ha traído problemas de tipo psicológico y en muchas situaciones ha llegado a finales dramáticos. Ha redirigido vidas y modificado pensamientos. Hemos vivido estos atípicos y difíciles meses, que suman ya dos años, durante el curso de la pandemia, planteándonos un sinfín de interrogantes, sin encontrar respuestas.

    La muerte se aproxima y de repente, sin advertirlo, el tiempo se ha agotado y ahí está el monstruo. Casi sin darnos cuenta se apodera de muchos, sin dejar claro en dónde inicia y, mucho menos, dónde terminará esa invasión denominada COVID-19 y lo que de ella se ha derivado.

    Reflexionamos y nos cuestionamos de mil maneras un sinnúmero de teorías sobre el origen del virus, si existió un propósito premeditado, si fue una estrategia de control o un experimento que se escapó de las manos de alguien. Creo que escribo el presente como un acto de autoconstrucción, tratando de recuperar pedazos de mí misma.

    Sin encontrar una contestación coherente ni sustentada, hemos debido aceptar situarnos en un tiempo mítico, en el que no hay un antes ni un después, solo un lastimoso presente, que no sabemos cuánto durará, con un tortuoso futuro.

    Hoy por hoy, pienso que la pandemia trata de enseñarnos a disfrutar el presente, con todas sus limitaciones. Pero también nos ha envuelto en una negra melancolía. Todos hemos perdido gente cercana por esta causa. Se ha experimentado como una situación efímera en la que cuestionamientos, refutaciones y réplicas endebles nos acribillan despiadadamente. ¿Destino? ¿Karma? ¿Final? ¿La vacuna será la solución? Se han desatado problemas de diversa índole en el ámbito internacional.

    Sin contexto ni pasado, con un escalofriante futuro y una conversación disonante, e incluso en ocasiones altisonante, en las que no hay certeza, solo incertidumbre, hemos sobrevivido con una lastimosa queja, un duro proceso de aprendizaje para todos, dibujando una vida nueva. Se han reafirmado conceptos, creencias, necedades y posturas de inflexibilidad o de innovación, con un dolor indecible, en el que el sufrimiento es el común denominador en todas las historias. Un dolor que nace de dentro, de esta situación que se manifiesta con enojo, crisis de angustia y desánimo entre muchos más sentimientos. Ha sido un fuerte proceso ante las palabras «realidad», «responsabilidad», «conciencia», «pertenencia» y, sobre todo, «amor», aunque parezca una posición muy soñadora. Estos tiempos aciagos han traído como resultado una realidad dura y cruda, en la que retumba constantemente la marcha fúnebre del letal virus.

    Momentos de emergencia, desesperación, enfrentamiento, precaución, confinamiento, supervivencia, violencia y peligro, en los que el desamor ha derrumbado y derrotado falsas esfinges, experimentando la urgente necesidad de regresar a la infancia, lugar al que no se puede volver, pero en el que muchos nos sentiríamos a salvo.

    Ha habido días en los que hubiéramos querido ser transparentes. El dolor, tanto físico como psicológico, nos invade. Por otro lado, también hemos contado con la alternativa de tener mayor capacidad de introspección, de compromiso con nosotros mismos, dejando a un lado la superficialidad. Esta emergencia ha representado la posibilidad de re-conectar uno mismo con el espíritu, valorando lo esencial de la vida, a través de la inteligencia del manejo del pensamiento, para fortalecer el alma.

    Hemos confirmado a quiénes y a dónde realmente pertenecemos, así como aquello que en verdad nos pertenece y que solo será nuestro aquí, porque al irnos no nos llevaremos absolutamente nada, solo lo que hayamos guardado en nuestro interior. Nada tangible, todo efímero e invisible. Lo que nos da el sustento, lo que realmente somos ante situaciones producidas por el forzoso confinamiento.

    Esta anómala situación ha solidificado amores y relaciones de amistad y familia, pero también, ha roto muchas, debido a la inusual y, en algunos casos, desconocida convivencia, provocando violencia intrafamiliar, desatando caos e inseguridades.

    Para algunos ha significado la locura en esa indeleble y delgada línea entre la vida y la muerte. Se han manifestado crisis psicológicas individuales y colectivas. Locura, desgano, tristeza, agresividad, depresiones, vandalismo y desesperación. Características puntuales de este tiempo. Todas, manifestaciones con interesantes particularidades de asombro, pánico y de dolor, que surgen en cada ser humano de forma diferente, con la presencia de nuestra parte oscura, ante el enemigo silencioso que hoy carcome al mundo y que se ha hecho presente.

    Esa amenaza que no se ve, pero que está en todas partes, ha provocado que se asuman la muerte y el duelo como una patología. Se ha ido diluyendo la noción del tiempo, del espacio de la misma realidad. Aunque cada uno elabora su propia realidad, de acuerdo con las edades y diferencias de razonamiento.

    Desafortunadamente, la crisis sanitaria no terminará de un día para otro. Lo que estamos experimentando es una nueva forma de vida que debemos adoptar y dejar de retar, como se ha venido haciendo a lo largo del tiempo en que se han dado más contagios por la inconsciencia de no evitar reuniones, asistir a lugares públicos y aglomerados y de no asumir medidas de higiene y protección.

    La pandemia ha volteado las cartas en el juego de la vida. Nos ha hecho forzosamente conscientes del laberinto de la existencia y de sus inusitados y misteriosos alcances al enfrentarnos a nuestras fortalezas y debilidades personales, familiares y sociales. La enfermedad se ha hecho presente con consecuencias de daño físico y mental.

    Al reestructurar identidades, hemos ratificado que somos una sociedad basada en la mentira, en la apariencia, en la deshonestidad, en conveniencias hipócritas, con intereses preestablecidos. Hemos caído en peligrosos abismos. Ha sido un sintiempo en el que cada día ha superado al anterior con terror macabro, al mirar cómo crece la devastación y agudeza del problema.

    Las noticias durante el primer año y medio informan que esta plaga azota al mundo entero. Sigue creciendo y mutando. Nos percibimos arrinconados en una abrumadora sensación de peligro y pánico. El ser humano, en su imperiosa necesidad de supervivencia, lucha por su seguridad ante ese miedo que lo paraliza, frente al reto de enfrentarse a lo desconocido. Cada uno buscó alternativas de entretenimiento y catarsis, según sus personalidades, necesidades y posibilidades.

    En ese camino de transformación, algunos comenzamos a reordenar criterios, juicios, actitudes y a tratar de asimilar el cambio inminente que la vida misma nos reclama. En este tiempo muchos secretos se develaron, muchas cosas que se habían quedado calladas se comunicaron, incluso me atrevo a decir que hubo malentendidos que se aclararon, otros que terminaron de concretarse para dar paso al distanciamiento, determinando ciertas situaciones. También, se han manifestado enfermedades terminales, que no tienen que ver con la COVID, pero que se han llevado muchas vidas. Se van los que deben irse, los que han concluido su tarea aquí.

    La existencia se ha pasmado como si fuera una película. Se han caído las máscaras de las personas que nos rodean, de nosotros mismos, llegado al fondo del abismo de donde no podrán salir. Dejándonos al desnudo, con una verdad incuestionable sobre quiénes somos, pero sobre todo, quiénes hemos sido a lo largo de la existencia. Con la pregunta más importante: ¿quiénes seremos?

    La reflexión de esta situación es muy profunda. A lo largo del presente, se comparten historias en diferentes momentos y realidades durante este indecible tiempo. La pausa va dando una perspectiva de la pandemia, al ir integrando relatos de acuerdo con el avance de esta crisis, en las circunstancias propias de cada uno de los protagonistas, que confluyen en un común denominador: el daño psicológico, donde la muerte forma parte de la vida y es parte sustancial del relato.

    También se muestra que, pese a cualquier circunstancia, tenemos la capacidad de cambiar sentimientos y actitudes mediante el manejo de la conducta, pero aparece el contrapeso de las costumbres, de la educación, de los prejuicios. Para ello requerimos forzosamente aceptar y luego modificar. Hacer consciente lo inconsciente. Se van los que jamás imaginamos. Nos estamos yendo todos. Se descubren secretos, se describen sentimientos y situaciones que, de forma definitiva e irreparable, han marcado este episodio de vida con heridas importantes en, por lo menos, dos o tres generaciones.

    Las historias finales del libro dan sentido al mismo. En varias ocasiones presumí haber acabado de escribirlo, pero no fue así. La vida lo siguió escribiendo. Había que integrar historias importantes, trascendentales, que dieran una idea de dónde venimos. De la historia de nuestra gente y de cómo influye en la propia. La importancia de la capacidad de reconocernos e integrarnos en los recovecos de nuestra propia vida, así como de amores y desamores. De las creencias que nos marcan y se van con nosotros, sellando nuestro fin. De nuestra parte luminosa, pero también de la oscura.

    Las narraciones que lo integran significan y encierran una renovación y renacimiento en ese majestuoso torbellino de vida y muerte. Aprender a sanar esas traumas que se producen con dolorosas muertes y profundos cambios es una tarea personal, en la que debemos enfrentar pautas culturales, aprendidas y enseñadas como códigos de vida, para poder manejarlas ante los albores del fin de un mundo conocido y estructurado, frente al nacimiento de otro desconocido, pero no por ello indigno. Encontrar la raíz de nuestra existencia es un asunto personal, la sabiduría se encuentra en cada uno, en la medida en que nos atrevamos a reconocerla.

    Rodrigo

    Marzo de 2020

    El ambiente se percibe enrarecido. La presencia de un virus que amenaza a la humanidad, expandiéndose rápida y catastróficamente, ha restado importancia a la muerte de Rodrigo. La sala funeraria está casi vacía.

    Ahí están sus hijos, algunos de sus hermanos y amistades y dos de las muchas mujeres con las que se relacionó. Por supuesto, cada una está por su lado, ignorándose y luchando por ser la protagonista en este difícil duelo. Una es la madre de sus hijos y con la única que se casó, de quien hace más de veinte años que se divorció y nunca mantuvieron una relación amistosa ni cordial. La otra es su reciente pareja, con quien vivía desde hace diez años y lo acompañó en su muerte.

    En la entrada del velatorio han instalado sobre una mesa un despachador con gel y toallas antibacteriales, cajas con guantes de látex y cubrebocas. En el piso hay un tapete sanitizante, para que los asistentes limpien sus zapatos antes de entrar. Hay también un letrero que invita a los visitantes a mantener distancia y evitar los acostumbrados abrazos de pésame.

    Sabine, hija del difunto, tiene los mismos ojos soñadores que su abuela paterna, que murió hace ya muchos años. Está de pie, pasmada y aturdida, observando detenidamente el féretro de su padre. Él también heredó esos hermosos ojos que hechizan, enamoran e hipnotizan, pero hoy ha muerto a los 61 años, a causa de un infarto fulminante. La joven confirma lo que su padre sostuvo en vida: «Morir bien es morir a tiempo». Rodrigo siempre lo repitió: «La muerte a diario nos acecha».

    Su hija está desconcertada. No puede creer que su padre esté ahí, dentro de ese ataúd. Sin vida. ¡Qué efímera es la existencia y cuán despiadada resulta ser la muerte! ¿Cómo puede cambiar nuestra realidad en un instante? Apenas ayer por la noche había visto a su padre, con ese humor negro que tanto lo caracterizaba. Habían bromeado y jugueteado, como era su costumbre. ¿Y quién lo diría? Su padre está hoy ahí, inmóvil. Una oleada de miedo y dudas aparecieron de pronto e hicieron presa de la joven.

    A Sabine solamente le entregaron unas llaves, una pluma y el celular que él llevaba en el bolsillo, así como la ropa que traía puesta. Posteriormente, lo prepararon y lo vistieron con su traje preferido, color gris, con una camisa blanca y una corbata azul cielo, que justamente ella le había regalado la última Navidad y que, incluso, no llegó a estrenar.

    ¡Qué doloroso! Esos simples objetos acompañaron a su padre al final de su existencia, restos de su vida. Qué sensación de tenerlos. Cuánto la perturba y la emociona, es como tener una parte de él. Enciende el celular del difunto y contempla el fondo de pantalla, una fotografía donde está ella con él… como siempre… La última llamada fue la de ella para avisarle de que había regresado a su casa. Después de verlo se le rompe el corazón, recuerda su rápida pero cálida y amorosa conversación.

    Ya llegué, Gargamel, ya duérmete. Te amo. Acuérdate de ir a caminar mañana, ¿eh? A lo que él respondió: «Hablamos, mi cielo. Te amo».

    Rodrigo yace en un ataúd dorado oscuro. Su rostro muestra el mismo gesto de indiferencia que le acompañó durante toda su vida. De profesión fue abogado penalista, por cierto, muy competente, pero algunos años se dedicó al dinero sucio, defendiendo a narcotraficantes y criminales. Su vida tuvo altas y bajas, momentos de excesos y también de penurias.

    Su cotidianidad estuvo matizada por una felicidad efímera, por mucho miedo y por ridículas ilusiones, en las que el dolor psíquico lo sobrepasó, al no plegarse a los mandatos familiares con los que creció en su círculo cercano. Sin embargo, replicó de generaciones anteriores infidelidad, traición, dolor y culpabilidad, así como emociones y actitudes específicas.

    Por azares del destino conoció a un contador del narco que le ofreció ganar lo que nunca había soñado. Empezaron a hacer negocios y este sujeto le fue mostrando una vida de opulencia y poder que terminó envolviéndolo. Ante esa falsa realidad, Rodrigo se deslumbró, perdió el piso y la dimensión de la honradez y la dignidad. De poseer un auto sencillo, pero funcional, llegó a tener cinco automóviles de lujo. A tener personal de seguridad y asistentes. Comenzó a asistir a restaurantes de moda y a afianzar cada vez más nexos con las personas equivocadas, las mismas que cuando más las necesitó le dieron la espalda.

    Pasado un tiempo y al complicarse algunos asuntos, lo presionaron e incluso lo amenazaron de muerte. Así fue como llegó a límites inconcebibles en excesos, peligros y mujeres. Si bien conoció lujos, también en alguna ocasión llegó a padecer hambre, abandono y depresión. Sobre todo, el tipo de hambre que más sufrió fue la falta de reconocimiento, el hambre de paz, de sentir que nada lo saciaba en la vida, en esa faceta de su interior que lo había movido de una búsqueda a otra, de un caso a otro, sin calcular qué tanto se arriesgaba. De un negocio a otro, sin considerar lo expuesto que fuera. De un conflicto a otro. De una mujer a otra, sin importar de qué mujer se trataba. Si era prohibida, si no debía ni siquiera mirarla, aunque esta se le insinuara u ofreciera. A Rodrigo siempre le atrajo lo prohibido, lo peligroso, tanto en su trabajo como en su vida personal.

    Por terceras personas, Sabine se enteró de muchas de las andanzas de su padre. Él se marchó de casa cuando ella era una adolescente de 14 años. Supo entonces que, además de sus hermanos, su padre tenía otros hijos con distintas mujeres. La chica comenzó a relacionar sus repentinas huidas y sus largas y misteriosas ausencias, marcadas por situaciones escandalosas. Su día a día agitado y poco coherente lo llevó a vivir con exceso de dinero, de mujeres y de alcohol. Su excentricidad y dispendio tuvo como consecuencia la necesidad y el apremio. La existencia de Rodrigo fue controvertida y difícil, aunque su familia de origen aparentemente era estable y vivía en un nivel medio bajo, pero siempre con educación y cuidados.

    Fue el séptimo hijo de ocho hermanos y desde que nació se distinguió por ser un niño hermoso, travieso y muy simpático, que trasmitía una chispa de alegría con sus ocurrencias y locuras durante las elocuentes comidas en familia, en las que, debido a la algarabía al hablar todos al mismo tiempo, no se lograba escuchar una sola conversación hilada y congruente. ¡Vaya que si era una familia feliz! …¡En la que todos eran cómplices y a la vez competidores! La madre fue la cabeza de esa historia, en la que el padre únicamente aparecía por las noches. Si bien lo justificaba por su enorme carga de trabajo, también era a causa de cuestiones de tipo personal, en las que no cabía ni la esposa y, mucho menos, los hijos.

    Con el tiempo, Rodrigo se convirtió en un joven rebelde, dolido por un padre ausente. Repitió esa ausencia con sus hijos: los del matrimonio con la madre de Sabine y los que tuvo fuera de este. Rodrigo provenía de una estirpe de padres ausentes y él mismo fue uno de ellos. Por apegos al linaje, seguramente de forma no aceptada, toleraba y hasta le parecían comunes esas situaciones. Si bien creció en un ambiente de amor, en su familia hubo muchos secretos que, aunque no fueron develados y en ocasiones se trataron de esclarecer o negar, afectaron su visión de la vida y la felicidad, como la energía que persiste y aun sin saberse se manifiesta, replicando herencias conductuales e inconscientes.

    Frecuentemente, entrada la noche, su padre aparecía argumentando exceso de trabajo. Apenas convivía con su familia. Generalmente, los fines de semana decía tener algún compromiso y salía hecho un maniquí, perfectamente arreglado y trajeado. Regresaba ya muy tarde, e incluso en ocasiones al despuntar el alba. Rodrigo aprendió por imitación. Repitió por esa lealtad inconsciente que se mantiene oculta pero latente.

    Fue quien tuvo mayor parecido físico con su padre. Infiel como su bisabuelo, su abuelo y su padre, con ese ansia de poder y riqueza que le carcomió el alma y que le fue legada por sus antepasados. Por otro lado, las memorias de pobreza y fracaso dejaron en claro que él mismo labró su propia prisión. Honró a su padre. Llevó cargando la injusticia del mundo e hizo lo que la tradición le impuso. Buscó el amor con tal intensidad que cuando lo tuvo no lo reconoció. O, tal vez, fue tanta su hambre de él que nunca lo paladeó. Era como quien lee un libro sin entenderlo, sin respetar los puntos y comas. Sin imaginar, simplemente por el abrupto placer de terminarlo, de arrumbarlo en el librero y comenzar uno nuevo. Así, Rodrigo, con las mujeres, ninguna era suficiente.

    En su juventud, Rodrigo fue un hombre muy atractivo. Además, igual que su padre, tenía un gran carisma con el sexo opuesto, lo que se tradujo en ser conquistador y seductor por naturaleza. Hombre de muchas mujeres, de pocos amores y muchos secretos. Un ser extremadamente inteligente y audaz. Al parecer, mientras más secretos había en su vida, más llamativa resultaba, sobre todo para él. Mientras menos se dejaba conocer, más se le idealizaba. Así pensó y actuó en consecuencia. Su existencia estuvo rodeada de un halo de misterio. Era un hombre que llevaba a cuestas la responsabilidad de múltiples vidas propias.

    Con el tiempo, Sabine fue descubriendo las distintas facetas y secretos de su padre y de sus negocios turbios. En el matrimonio de sus padres, Sabine fue la hija predilecta y la única mujer de entre dos varones. Fue quien logró controlar a Rodrigo en el alcoholismo del que vivió preso algún tiempo. Sabine, realmente, fue a la que Rodrigo llegó a escuchar y a pedir perdón con el corazón por las barbaridades que hacía, al beber de más y perdía la cabeza. Desde pequeña, ella ejercía un fuerte poder sobre su padre y presentía, dado su alto sentido de la intuición, cuándo algo malo le sucedía o estaba en peligro.

    Ahora, ante su féretro, mira el pasado de reojo y el futuro con temor, como queriendo escudriñar y descubrir más. Vislumbra un futuro incierto, con miedo a seguir destapando secretos y contempla su vida como un juego de ajedrez, en el que las piezas deben ser movidas con sumo cuidado y precisión. ¿Qué pasará con tantos nombres como desfilaron en la existencia de Rodrigo? ¿Los verdaderos fantasmas que son los nombres, que habían acechado a su padre en su furtiva trayectoria de «negocios» y «acuerdos» se irían con él? ¿Permanecerán en la vida de la joven? ¿Heredará también esa parte? ¡Qué más podría pasar si ya su padre estaba muerto! A sus 30 años, Sabine no ha tenido una pareja estable. Como si tantas situaciones vividas con Rodrigo la hubieran alejado del sexo opuesto. Aunque es una chica atractiva, manifiesta recelo y desconfianza total hacia los hombres. Tal vez en su inconsciente cree que todos son infieles y que difícilmente entregarían su amor con transparencia. Ahora Sabine puede ver que no ha tenido la suficiente confianza en sí misma como para hacer una vida lejos de su madre.

    ¿Se había quedado a su lado para protegerla? ¿Para ayudarla? No lo entendía a ciencia cierta. Su vida en este momento daba giros y vueltas y de pronto evocaba muchas historias, en las que el protagonista resultaba siempre ser su padre, y no se le escapan los detalles: cuando le enseñó a andar en bicicleta, a patinar, cuando la llevaba al colegio, cuando la abrazaba, cuando, a pesar de ser un hombre frío y calculador, mostraba su enorme ternura solamente con ella.

    Una danza de escenas invadía su inconsciente. Piensa en su vida como una flor seca, marchita sin su padre, quien le daba un propósito. Se siente terriblemente sola. La primera historia que le vino a la mente fue la de su propia vida, sin un objetivo aparente y sin un estímulo real, pues aun cuando había sido hija consentida, también fue la hija abandonada. Sabine vivió la ausencia de su padre a sin percatarse de ello, como si hubiera sido su pareja, se sintió herida y traicionada, tal vez incluso más que su madre. Por eso permaneció al lado de ella, primero porque a su corta edad no tenía demasiadas opciones y después porque vivía compartiendo el dolor del abandono. Sumisión, enojo y machismo fueron fuertes elementos heredados en su sistema familiar materno, que en su momento no percibió ni entendió. Traición, infidelidad y pena habían permanecido presentes a lo largo de su historia como situaciones simples, cotidianas y normales. Pactos, promesas y votos hechos con sus ancestros de manera inconsciente han limitado su vida y su plenitud.

    La superioridad del hombre sobre la mujer, la sumisión como una manera de demostrar amor, como una forma de vida. Los insultos, la infidelidad e incluso los abusos físicos, son los mandatos heredados en las historias de abuela y tías maternas, la supeditación a otros, que emanan como claves de vida.

    ¿Y ahora qué?

    El amanecer envuelve a Sabine en una fría soledad. Los minutos transcurren pesada y lentamente. Está ahí, mirando absorta el cadáver de su padre, que transmite la impasibilidad que le caracterizó siempre, además del sutil y, a la vez, cruel y tierno hermetismo que a ella, siendo su hija, la enamoró de ese hombre. Su único y verdadero gran amor. Nunca había siquiera imaginado ese momento: la realidad la supera, la envuelve, la trastorna.

    ¿Pudo haber vivido los mejores momentos de su vida en las muchas convivencias con su padre y no lo valoró? ¿Desaprovechó el tiempo preocupándose por banalidades? Se ha dado cuenta de que le faltó tiempo para hablar y que esa carga tan grande que él llevó en su vida, junto con la culpa, se vieran aminoradas ante el simple hecho de sentirse escuchado desde otra

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