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Sin nada que perdonar
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Libro electrónico1671 páginas28 horas

Sin nada que perdonar

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Información de este libro electrónico

Yolanda creía que su matrimonio con Gerardo sería para siempre, ellos habían tenido tres hijos, y ella pensaba que era feliz con él. El problema era que él ya no era feliz con ella, sino con otras, soñaba con divorciarse pero lo único que lo detenía era el amor por sus tres hijos, a los que consideraba muy pequeños para exponerlos a una separaci

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento5 dic 2022
ISBN9781685742560
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    Sin nada que perdonar - Cecilia Hernández Besembel

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    SIN NADA

    QUE

    PERDONAR

    Cecilia Hernández Besembel

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos e imágenes fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable por los derechos de los mismos.

    Publicado por Ibukku, LLC

    www.ibukku.com

    Diseño y maquetación: Índigo Estudio Gráfico.

    Copyright © 2022 Cecilia Hernández Besembel.

    ISBN Paperback: 978-1-68574-255-3

    ISBN eBook: 978-1-68574-256-0

    Prólogo

    Una tarde, mientras hacía una escultura en mi taller de cerámica, mis hijas me llamaron para merendar en la cocina, y una de ellas me dijo.

    —Verdad mami, que si una persona mata a otra, pero llama a la policía, cuando ellos llegan no se la llevan presa… ¿Verdad?.

    Al oír esto me reí, era la pregunta de una adolescente, y enseguida le contesté:

    —Solo si al llegar la policía no encuentra el cadáver –dije sonriendo.

    Pero al decir estas palabras, mi mente comenzó a construir rápidamente un relato completo sobre lo que dije, con los personajes que se relacionaban y los hechos que ocurrían, incluso desde ese primer día, quedó establecido el final. Algo mágico surgió de adentro mí, y desde entonces, disfruté mucho de esta fantasía que me hacía sentir tan bien. La historia y sus personajes llegaron para quedarse en mi cabeza. Iban y venían en el trascurrir de mi vida cotidiana, porque seguí con mi trabajo escultórico durante meses, aunque a veces, yo buscaba el momento pera pensar en ellos, y entonces surgían nuevos personajes, sus familiares, hijos, amigos y enemigos. La historia crecía a medida que me sumergía en ella. Nadé en el mar de mi imaginación, hasta que en unas vacaciones familiares, en la isla de Margarita, me decidí a comenzar a escribir. Tomé una libreta de hojas blancas y un lápiz, que estaba en la habitación del hotel, y comencé.

    Nunca pensé en escribir, mi vida se enrumbó hacia las artes plásticas desde pequeña, heredé el taller de cerámica de mi madre, y me dediqué a este oficio que me encanta. Y que ahora entiendo que en gran parte fue por él, por el arte cerámico, que pude llegar a escribir. El oficio del ceramista es esencialmente creativo, desde preparar la arcilla, elaborar una pieza, hasta finalmente con la ayuda del horno lograr la transformación deseada. El tiempo que requieren estos procesos es un tiempo de soledad, de reflexión, de diálogo interno, pero sobre todo de recuerdos. Mis esculturas son hechas de recuerdos, y me atrevo a decir que, de recuerdos es que está hecho todo el arte del mundo.

    De igual manera, de recuerdos está hecha esta historia, y solo me di cuenta días después, cuando descubrí que el principal evento, lo había oído cuando era niña, en Caracas, ciudad donde nací. Mi mente seleccionó y sacó todo lo que necesitó de mi memoria para armar un cuento nuevo, formado de retazos, de muchos acontecimientos que me contaron, que viví, o que vi. Casi todos los sucesos pasaron, pero a otros protagonistas, y los protagonistas de los que escribo, también existen o existieron, con diferentes nombres. Me tardé mucho escribiéndola, pero ahora sé que tenía que ser así. Necesitaba ver más de lejos algunos recuerdos para darles su justo valor, y realzarlos.

    Esta es una novela maracucha. Llegué a Maracaibo cuando tenía 10 años, y quizás por eso pude distinguir y apreciar mejor las diferencias que había entre Caracas y esta ciudad a orillas de un inmenso lago, que me fascinó desde que lo vi.

    Capítulo I

    La llegada de los nuevos vecinos

    La verdad sobre lo sucedido en la casa de la familia Acosta Méndez, en los Haticos, era algo que muchos querían saber, principalmente ellos, los afectados. La noticia se fue propagando de boca en boca, pese a que no tuvo cobertura periodística, hasta interesar a personas que no los conocían. Pero con el pasar del tiempo, y el silencio de la justicia que no resolvía el caso, la gente fue perdiendo interés y cuando al fin se supo la verdad sobre lo que pasó, solo los dolientes y unos pocos allegados tuvieron acceso a ella, pues el resto ni preguntó ni se acordó más del asunto. Sin embargo, este relato merece ser contado y quizás deba comenzar por la llegada de los nuevos vecinos de los Acosta Méndez.

    Esto sucedió en el mes de enero, que parecía transcurrir muy rápido aquel año, alejándose con él ese poquito de fresco que llegaba en las tardes permaneciendo hasta la mañana, ‘los hielitos de diciembre’ como decimos aquí. Sí, porque la verdad es que Maracaibo tiene un clima muy caliente, consecuencia directa de un sol que día tras día resplandece como el protagonista principal de la topografía plana de esta región. Debido a esto, cualquier persona que llegue por primera vez a esta ciudad, lo primero que percibirá será el calor. Y eso fue exactamente lo que sintió el gringo Roger Bradley al bajar del avión, procedente de Houston, en donde tenía su sede principal la compañía para la cual trabajaba.

    Al caminar por la pista de aterrizaje hacia la puerta de entrada al edificio del aeropuerto, sus ojos se resintieron ante el sol radiante que iluminaba aquella mañana, por lo que rápidamente saco sus lentes oscuros y se los ajustó en el rostro. Roger Bradley había nacido en Galveston y había vivido allí hasta los 11 años, momento en que su madre, una enfermera instrumentista decidió abandonar a su padre, un mecánico de lanchas que cayó en el alcoholismo. Por esta razón busco trabajo en otro hospital en la ciudad de Houston, a donde se mudó con su único hijo. En esta ciudad madre e hijo consiguieron llevar lo que se puede decir una vida tranquila y normal, sin lujos pero sin muchos contratiempos que afrontar, hasta que Roger cumplió 23 años, y fue llamado a participar en la guerra de Vietnam. Allí sirvió a su país durante 18 meses, tiempo en el que vivió experiencias terribles que marcarían su personalidad para siempre.

    Era el sábado 19 de enero de 1992 y en Venezuela era presidente Carlos Andrés Pérez, quien gobernaba luego de ganar por segunda vez la elección presidencial el 4 de diciembre de 1988. En el aeropuerto ‘La Chinita’, Roger era esperado por su jefe y amigo Alan Thompson, con quien había estudiado en la secundaria. Luego la vida los había separado unos cuantos años, siendo mucho más generosa con Alan, quien por no prestar servicio militar debido a un defecto físico, pudo ir a la universidad sin ningún impedimento, en donde se graduó de ingeniero mecánico. Trabajó los primeros años para la Shell, pero luego al morir su padre, Alan invirtió el dinero que heredó en fundar una compañía de bombas y válvulas que suministra servicios a industrias petroleras, llamada Liberty Oil & Gas Equipment Supply.

    La compañía prosperó rápidamente y ahora después de quince años, era un negocio consolidado, y aunque estaba formada por varios socios, Alan se jactaba de ser el motor impulsor y daba como ejemplo el haber conseguido el contrato con Venezuela, que tenía tan solo un año de haberse firmado, y que por el modo como se estaba desarrollando, todo indicaba que los llevaría a convertirse en una gran compañía. Por esta razón, era preciso mudarse de la pequeña oficina en la que funcionaban actualmente a una sede grande, que contara con varias oficinas para el personal administrativo y un depósito para materiales, que pudiese cubrir las crecientes necesidades de manera más rápida y eficiente.

    Al ver llegar a Roger a Maracaibo, Alan sonrió, pues esto significaba la materialización de la nueva etapa del negocio, ya que precisamente él había sido el elegido para ser el encargado de la dirección de la nueva sede, la cual aspiraba que estuviera lista en el menor tiempo posible. Por eso, apenas estuvo frente a Roger le dio un fuerte abrazo, correspondido a su vez por su amigo, que inmediatamente le dijo en inglés:

    —Bueno! Aquí estoy! Y me traje las seis válvulas para 2 pulgadas y el sensor que faltaba– le dijo Roger sonriendo.

    —Que bien, esos repuestos lo están pidiendo con urgencia, y que bueno que estas ya aquí! Tenemos mucho que hablar, hay muchas cosas que tengo que explicarte– dijo Alan y agregó —Mira, conmigo vino un muchacho, un ingeniero de aquí, se llama Getulio Adrianza, me ha estado ayudando mucho y si a ti te sirve, lo podemos contratar como tu ayudante, pero esa será tu decisión, por lo pronto yo lo contraté por tres meses solamente –Luego se dirigieron hacia la zona de descarga de equipaje, donde se suponía estaría el ingeniero Getulio, pero este no estaba. Alan lo busco con la mirada sin obtener resultado ¿Qué extraño? Pensó, así que se quedaron parados frente al carril para el equipaje y siguieron conversando.

    Alan le preguntó a Roger:

    —¿Y cómo está tu hijo Sam?.

    —Bien, él y su esposa me invitaron a comer el fin de semana, tú sabes, para despedirme… él ha ganado unos kilos, me gusta, estaba tan flaco y ella parece una buena chica, le gusta cocinar y la verdad lo hace bien! –dijo Roger y agrega mirando de abajo hacia arriba a Alan –Y aquí como que no es tan mala la comida! Tú como que estás más gordo…

    Alan respondió con un movimiento afirmativo de cabeza y sonriendo pues era verdad, había engordado varios kilos. Tenía una sonrisa juvenil bonita, con una dentadura que se podría catalogar de perfecta, que daba la impresión de estar muy bien cuidada.

    —Sí, estos meses aquí he engordado mucho– dijo Alan– La comida es muy buena, hay unos lugares en donde preparan una carne en coco divina! También conejo en coco y además hay una cerveza suave que con este calor es deliciosa!

    Roger lo miraba sonriendo y pensaba como se adaptaban las personas a los sitios en donde estaban y por un momento recordó algunas de las comidas que más le habían gustado de los países en donde había estado, pero luego vinieron imágenes lúgubres de la guerra, de cómo le tocó comer en algunas ocasiones. Esto siempre le pasaba, a pesar de la asistencia psicológica que recibió al regresar a su casa después del conflicto, no era fácil manejar sus traumas, estos en ocasiones afloraban sin control y lo dominaban, provocándole cambios de humor que habían afectado muchas veces su vida personal y profesional. Pero en este momento esos malos recuerdos no tuvieron fuerza para perdurar, debido a que el ambiente estaba lleno de optimismo.

    De pronto, por una puerta de los empleados del aeropuerto salió el ingeniero Getulio Adrianza y sonriendo caminó rápidamente hacia Alan y Roger, y sin dejar que Alan lo presentara, le extendió la mano a Roger.

    —Bienvenido señor Bradley! Bienvenido a Maracaibo– luego mirando a Alan dijo.

    —Ya yo controlé lo del equipaje, así que me pueden dar los tiques que yo me encargo de sacarlos –concluyó Getulio.

    Roger se quedó mirándolo sin moverse, porque no entendió su español debido al acento y a lo rápido que Getulio habló, entonces Alan le dijo hablando más lento en español.

    —Roger dale los tiques del equipaje a Getulio, él es el ingeniero que trabaja para nosotros –dijo Alan

    Roger inmediatamente buscó en su chaqueta los tiques y se los dio al ingeniero, mientras que Alan mirando a Getulio le dijo:

    —Ok, nosotros vamos saliendo a buscar la Wagoneer –dijo Alan.

    Los dos gringos caminaron animados hacia la puerta de salida del aeropuerto, ambos llenos de optimismo como suele suceder al comienzo de un trabajo, especialmente en este caso, que los impulsaba la idea de instalar y tener éxito en esta primera sede en Maracaibo, para luego extenderse por toda Venezuela. Como es de suponer, a cada uno lo movían diferentes ambiciones, la de Alan Thompson era la de tener la mayor cantidad de dinero posible, pues era codicioso, anhelaba todo lo que con él se puede comprar. En cambio la de Roger, era una ambición más pequeña, más fácil de satisfacer, el solo soñaba con suficiente dinero para poder jubilarse holgadamente, y esto para él significaba poder tener una casa propia no muy grande, pero si en un lugar cerca del mar, contar con unos ahorros en un banco y por sobre todo, comprar un velero.

    Ciertamente, a pesar de que los dos tenían la misma edad y eran muy amigos, eran tan diferentes como el agua y el aceite. La personalidad de Alan era la de un hombre sereno, analítico y muy sociable, en cambio la de Roger era la de un hombre inquieto, impulsivo y poco sociable. Pero en donde más se podían notar sus diferencias era en el aspecto físico, pues aunque los dos representaban los 44 años que tenían, los dos la mostraban de distinta forma. Alan lucia una cara juvenil, era un baby face con una nariz pequeña, perfilada, una piel tersa, ojos verdes y abundante cabello castaño claro, con pocas canas. En donde sí se le notaba la edad era en el cuerpo, con sobrepeso en el abdomen, brazos poco musculosos y un caminar lento debido a una lesión en una rodilla.

    En cambio Roger, era un hombre delgado, fuerte, de esos que algunas personas catalogan de fibrosos, debido a su visible musculatura limpia de grasa, ágil, acostumbrado a la actividad física. Tenía la piel curtida por el sol. Su cara alargada, con una nariz pronunciada y labios delgados, tal vez tenía más arrugas de las que debía de tener a sus 44 años, pero esto era debido a su afición al mar. Su pelo era canoso, tenía entradas y sus ojos azul –claro siempre los mantenía ocultos tras unos lentes oscuros.

    —¿Este tipo de donde lo sacaste? –dijo Roger refiriéndose a Getulio mientras caminaban hacia el vehículo hablando en inglés.

    —No te preocupes, es muy amable– le dijo tranquilamente Alan– Es un muchacho joven y quiere el trabajo, además aquí las cosas se manejan diferentes y él me ha ayudado con muchos trámites.

    Ciertamente Getulio era joven, tenía 32 años, físicamente era un latino de piel morena, no era muy alto, más o menos 1,70 ms de estatura. Además, tenía el pelo negro liso por su lado indígena, y por su lado español, unos ojos grandes, almendrados con largas pestañas y una boca con labios delgados, y por su lado africano, tenía la nariz un poco ancha y un trasero prominente. Pero si alguien quisiera describir su modo ser, lo primero que diría es que era un hombre abierto, capaz de hablar con cualquier persona sobre cualquier tópico, alegre, colaborador, un hombre con más virtudes que defectos. Pero entre sus defectos, estaba el de ser orgulloso y rencoroso, aunque no vengativo, eso se lo dejaba a Dios, pues era muy religioso.

    Un instante después Alan siguió hablándole a Roger.

    —Y el administrador, el señor Glauco, también está funcionando bien, pero tú vas a estar a cargo cuando yo me vaya y si no te gusta alguien del personal lo reemplazas…tú decides –dijo Alan.

    Con estas palabras Alan le daba toda la responsabilidad a Roger porque confiaba en él, pero igualmente le exigiría cuentas claras y un buen rendimiento en el trabajo. No dudaba de la honestidad de su amigo, ni de su entrega al trabajo, ni tampoco de sus conocimientos sobre mecánica, pero lo que si le preocupaba era su carácter fuerte, un tanto explosivo, su amor a la bebida y a las mujeres y sobre todo a los fantasmas de la guerra que todavía pudieses estar rondando en su cabeza. Pero a pesar de todo, Alan creía que Roger era su mejor opción para este cargo.

    —¿Y al fin que decidiste sobre el local de la oficina? –le preguntó Roger.

    Al oír esto Alan sonrió e inmediatamente detuvo el caminar, para contestar la pregunta con la importancia que merecía este asunto para él.

    —¿Te acuerdas que te dije que ya había conseguido un local para alquilar, pero que solo tenía un pequeño espacio para el depósito? Pues bien, Getulio me dio una magnífica idea, me sugirió que alquilara una casa de familia y que le hiciera las modificaciones necesarias…y mira, conseguimos una casa espaciosa, con suficiente terreno para el estacionamiento y con un precio tan barato que decidí comprarla, así podemos modificarla como queramos sin pedir permisos ni quejas.

    ¿Qué te parece?– terminó preguntándole Alan, con un gesto de satisfacción en el rostro que reflejaba el orgullo que sentía al pensar que la decisión que había tomada era magnífica, por tanto, aquella era una pregunta que solo buscaba la aprobación del otro, y Roger automáticamente lo sintió así.

    —¡Perfecto Alan, perfecto!– dijo Roger sonriendo.

    —Ahora pasamos por allá para mostrártela antes de ir al hotel –dijo Alan con entusiasmo y continuaron caminando.

    Al llegar donde estaba estacionada la camioneta Alan abrió la puerta del conductor, y de inmediato sintió como el calor salía del interior del vehículo, por lo que se quedó parado sin entrar y solo oprimió el botón que quitaba el seguro a todas las puertas. Pero el sonido que produjo este mecanismo en todas las puertas fue la señal que indujo a Roger a abrir la del copiloto, pero al hacer esto, el gringo sintió como si hubiera abierto un horno.

    —¡Que calor! Esto es igual que Houston en verano –dijo Roger.

    —Aquí todo el año es verano– dijo Alan Thompson sonriendo –Pero no te preocupes, en todas partes hay aires acondicionados!– le dijo esto mientras prendía el motor y encendía el aire acondicionado en máximo.

    Mientras tanto, Getulio con la ayuda de un maletero, ya se acercaba a la camioneta con todo el equipaje. Eran dos cajas y dos maletas de Roger, que las acomodaron en la parte trasera de la Wagoneer y luego de cerrar la puerta y darle la propina al maletero, Getulio se metió al vehículo en el asiento de atrás diciendo:

    —Bueno, estamos listos señores.

    Y así partieron hacia la casa en donde funcionaría la sede de la compañía. Durante unos minutos, reino el silencio dentro de la Wagoneer en marcha, pero el entusiasmo de Alan lo impulso a continuar contándole a Roger todo lo de la sede.

    —Como ya se dio la opción de compra, ya nos dieron las llaves de la casa pues la semana que viene es la firma y el pago del resto del dinero– luego miró a Getulio por el retrovisor y le ordenó –Getulio quiero que el lunes comiences con los trabajos del acondicionamiento del depósito, ojalá se pueda tumbar la pared que dijiste, hay que apurarnos pues a más tardar en dos semanas me tengo que ir –dijo Alan Thompson.

    Alan se refería a irse a Houston, sus socios lo esperaban para ponerlos al tanto de todas sus decisiones y además debía tramitar con ellos el dinero para la compra de repuestos que PDVSA ya había pedido y mientras más rápido los enviase a Venezuela sería mejor.

    —No se preocupe señor Thompson –contestó el ingeniero Getulio– Ese depósito puede estar listo en un mes.

    Alan asintió con la cabeza mirando a Getulio por el espejo retrovisor. Para entonces, ya se acercaban a la ciudad, pues el aeropuerto está alejado de ella, y Roger que hasta entonces había estado en silencio, observando por la ventana, se volteó a mirar a Getulio y dijo:

    —¿Cómo se hace para yo poder manejar aquí? –Roger hablaba el español con acento gringo.

    —¡Ah! Eso no tiene ningún problema –le respondió alegremente Getulio –Eso se tramita con una gestora y listo– pero luego preguntó– ¿Usted tiene licencia americana?

    —Sí –dijo Roger Bradley

    —Entonces no va a haber ningún problema –le dijo Getulio sonriendo.

    Roger se quedó callado y serio, pensando en que le comenzaba a molestar la manera de ser de aquel sujeto, a quién percibía como un bocón o ese tipo de persona que quiere caer bien a todos, característica que asociaba con personas poco confiables y en ese momento en su mente dijo ¡Clown! Pues lo catalogó de payaso.

    Alan miró a Roger mientras manejaba y comenzó a hablar en ingles con él. Hablaba sobre el trabajo, pues tenía muchas cosas que quería explicarle, cosas que por teléfono ya le había dicho, pero que ahora personalmente podía ampliarlas y ratificarlas. Luego paso a hablar sobre la casa que acababa de comprar, motivado por el hecho de que ya se acercaban a ella, lo que lo entusiasmó a comenzar a explicarle la remodelación que él quería hacerle. Roger solo oía y afirmaba con movimientos de cabeza todo lo que su jefe y amigo le explicaba, y por su parte Getulio estaba viendo por la ventana el paisaje como distraído, pero en verdad estaba prestando mucha atención a lo que hablaban los gringos, pues entendía bastante bien el inglés aun cuando no se atreviera a hablarlo.

    La casa estaba ubicada a una cuadra de la avenida principal de Los Haticos, que es una de las avenidas que va bordeando las orillas del lago de Maracaibo. El nombre de esta parte de la ciudad surgió porque antiguamente, cuando Maracaibo era una ciudad pequeña que no llegaba hasta este sector, en estos terrenos lo que había eran pequeños ‘hatos’, al que la gente llamaba ‘los haticos’, nombre que perduró hasta el día de hoy, a pesar de la gran transformación que ha tenido a lo largo del tiempo la ciudad.

    Uno de los factores decisivos de esta transformación fue la inmigración alemana que comenzó a llegar a Maracaibo a mediados del siglo XIX, desarrollando con éxito en pocas décadas el comercio de café, azúcar, y en general todo tipo de mercancía seca, hasta llegar a ser banqueros y prestamistas, que según los historiadores fueron los más importantes del occidente de Venezuela en ese siglo. Luego, en las primeras décadas del siglo XX, continuó esta inmigración, pero solo hasta que se descubrió petróleo en Venezuela, pues este hecho provocó los grandes cambios económicos, políticos y sociales que causarían la merma paulatina de la actividad económica a la que ellos se dedicaban, disminuyendo por tanto su éxodo hacia nuestro país, aunado también a otros factores. Sin embargo, la herencia de estos alemanes sigue presente en Maracaibo, de manera viva en cada descendiente aunque se sientan completamente maracuchos y se apelliden Lückert, Firnhaber, o Budell.

    La zona de Los Haticos, fue quizás la preferida por ellos para fundar sus nuevos hogares, y seguramente fue por estar a orillas del lago de Maracaibo, construyendo una urbanización que muchos llamaban la colonia alemana. Y es que, no solo es el hecho de estar cerca del lago, sino que además, es un sector alto, en donde luego del espacio plano de la playa, el terreno comienza a elevarse en forma de colinas, ofreciendo por su altura un interesante sitio para construir viviendas, principalmente por la hermosa vista hacia el lago y lo fresco del lugar. Precisamente en una de estas partes altas de Los Haticos es que estaba la casa que Alan Thompson había comprado, la cual había sido construida por una pareja de alemanes que provenía de Baviera, en donde habían vivido por más de cuarenta años, pero al ellos morir siendo ancianos, ninguno de sus tres hijos maracuchos quiso ni vivir en ella, ni conservarla.

    Roger, quién escuchaba lo que Alan le explicaba, no pudo evitar distraerse viendo el lago, el enorme puente y unas pequeñas embarcaciones pintadas con colores llamativos: amarillos, anaranjados, verdes, entre otros. De pronto y sin dejar de ver el lago le dijo en ingles a Alan:

    —Pero es grande este lago… –dijo con tono de asombro.

    —Sí –contestó Alan sonriendo– ¡Y lleno de petróleo!

    Roger no dijo nada más, pero siguió mirando el lago pues toda su vida le había gustado vivir a orillas del agua, bien sea de mar, río o lago, igual disfrutaba de ella manejando veleros o lanchas a motor, o esquiando o hasta buceando.

    —Okey, allá en aquella esquina esta la casa ¿la ves?– dijo Alan interrumpiendo los pensamientos de Roger.

    En pocos minutos cruzaron a la derecha, y subieron una larga y empinada cuadra, y luego cruzaron a la izquierda entrando a la primera calle que encontraron, pues la casa quedaba, como dijo Alan, justo en esquina. Esta calle era un tanto estrecha y poco transitada pues era una calle ciega, y en ella había solo cuatro casas grandes, dos a cada lado de la calle, que tenían mucho terreno alrededor. Al estacionar la Wagoneer frente al portón, el primero que se bajó fue Getulio con las llaves en la mano para abrirlo.

    Tanto el portón para los vehículos, como el portoncito para las personas, así como toda la cerca del frente de la casa, eran un esmerado trabajo de herrería, de los que casi no se fabrican ya, pues estas eran las rejas que originalmente se habían hecho cuando se construyó, elaboradas con cabillas macizas, y un diseño que combinaba líneas rectas y onduladas, con círculos en la parte superior. Pero esta cerca, tenía como base un muro de ladrillos macizos frisados de cincuenta centímetros de altura, en donde estaban empotradas las rejas de 1.30 ms de altura, lo que permitía ver toda la fachada de la casa y su jardín.

    Luego de entrar y estacionar el vehículo, los tres hombres caminaron hacia la puerta principal de la casa, y Getulio que tenía las llaves se dispuso a abrirla, mientras Alan le hablaba en ingles a Roger. Pero Getulio no pudo abrirla, al parecer la cerradura estaba trabada, y como el ánimo de Alan estaba que se desbordaba por mostrarle a Roger lo que quería hacer, le dijo a Getulio que mientras abría la puerta, él iría con Roger al patio de atrás. Caminaban lentamente, cambiando impresiones sobre el gran espacio que tenía la casa, sobre todo el lado del garaje, el cual era un piso de cemento con capacidad para tres o cuatro carros, pero que se podía ampliar hasta el fondo porque mantenía el mismo ancho. Así pues, al llegar al patio de atrás Alan le señaló con el dedo el sitio en el que, según él, sería perfecto construir el depósito.

    —Está muy bien!– dijo Roger asintiendo con un gesto de cabeza.

    —Es que este patio tiene veinte metros de fondo por sesenta y pico de ancho– dijo orgullosamente Alan.

    Y por un momento los dos amigos detuvieron el caminar y se quedaron en silencio pensando en cómo iban a llevar a cabo la construcción. Observaban el espacioso patio en el cual había dos matas grandes y hermosas, una de mango y otra de limón, y en el resto del terreno, tan solo había hojas de las dos matas, tierra y un poco de monte que atestiguaba el abandono en que estaba aquel lugar.

    Pero de pronto se oyeron los ladridos de un perro, por lo que Alan y Roger instintivamente buscaron con la vista de donde provenían, mirando por encima del muro de la casa, pues no era muy alto, tal vez tendría metro y medio de altura, por lo que se podía ver perfectamente la casa de al lado. Se oyeron de nuevo los ladridos y esta vez pudieron ver que eran de un perro grande, de color negro, que desde el patio vecino les estaba ladrando precisamente a ellos. Roger veía al perro, pero luego notó que se abría una puerta de la casa vecina y que de ella salía una mujer joven, y un momento después, una niña pequeña que la seguía.

    La mujer vestía un blue-jean y una franela amarilla, era de piel clara y cabello oscuro, que llevaba recogido en la nuca en forma de moño, pero algo despeinado. Caminaba hacia unas matas, luego se inclinó y le quito unas hojas secas. El perro volvió a ladrar y ella entonces se percató que ladraba a dos hombres que estaban en la casa vecina. Para ese momento, Getulio ya había podido abrir la cerradura atascada, había entrado a la casa, y acababa de abrir la puerta que daba al patio de atrás, disponiéndose entonces a caminar hacia los dos gringos. La joven mujer al ver a Getulio de lejos, camino hacia el muro, acompañada del perro y un poco más atrás, caminaba la niña.

    En ese momento eran las 11 y pico del mediodía y el sol brillaba de una manera esplendorosa. Alan, al ver que la mujer se aproximaba, tomo la iniciativa de saludarla mientras también daba unos pasos hacia ella.

    —Buenos días vecina– dijo en español con un inconfundible acento gringo.

    —Buenos días– contestó la mujer sonriendo, y agregó– ¿Ustedes son los que quieren comprar la casa?

    —Exacto, pero ya la compramos– dijo Alan con un gesto orgulloso Hasta aquel momento los dos americanos se habían mantenido a una distancia como de un metro, hasta que llegó Getulio y caminó hacia la mujer hasta estar prácticamente pegado al muro.

    —Como está señora, ¿Se acuerda de mí? Yo fui el que vino a ver la casa con la señora Rosales y ella nos presentó– dijo Getulio.

    —Si claro– dijo ella acercándose un poco más– Al verte te reconocí –Mire le presento a mis jefes, los ingenieros Alan Thompson y Roger Bradley.

    —Mucho gusto yo me llamo Yolanda de Acosta– dijo sonriendo mientras agarraba a la niña que en ese momento le tendía los brazos para que la cargara –Y esta es Ana Gabriela, mi hija de tres años –dijo esto con la niña ya cargada.

    No fue la usual presentación que incluye un apretón de mano, porque el muro no lo permitía, pero igualmente fue válida. Luego, los tres hombres sonrieron y por un instante se quedaron viéndolas a las dos, a la joven madre y a su niña, por lo que ella continuó hablando para llenar el silencio reinante.

    —Yo estoy muy contenta de saber que pronto va a vivir gente en esa casa– dijo alzando sus cejas –porque para nosotros es un peligro que esté desocupada, varias veces vimos a hombres allí tratando de romper alguna de las rejas de las ventanas para meterse y nos tocaba espantarlos y llamar a la Sra. Rosales, la de la inmobiliaria, hasta que contrataron a los vigilantes –explicó Yolanda.

    —Pues no se preocupe, ya el lunes habrá gente aquí y estoy seguro que vamos a ser buenos vecino!– dijo Alan con tono entusiasta.

    Continuaron hablando por un rato más, tiempo suficiente para explicarle a Yolanda la razón por la que habían comprado la casa, así como los planes de remodelación que tenían, para hacer unas oficinas y un depósito. Alan fue el que más habló con la joven mujer, mientras ella lo oía con atención, aunque Getulio intervino varias veces. Pero el que observó todo en silencio fue Roger, quien estaba fascinado viendo hablar a Yolanda. Aquella mujer le pareció muy bonita y simpática, y es que hasta la manera como llevaba cargada a su niña le gustó tanto, le pareció que la hacía lucir atractiva y natural.

    —Bueno, estamos a la orden para cualquier cosa que yo pueda ayudarles, ahora tengo que irme pero no duden en llamarme –dijo la joven mujer

    De esta forma Yolanda se despidió de sus nuevos vecinos y regresó a su casa.

    Igualmente los tres hombres se despidieron de ella y luego por sugerencia de Getulio, se dirigieron hacia dentro de la casa con el fin de mostrársela a Roger.

    —Que simpática esa señora– dijo Alan –Ojalá y no tengamos problemas con ella al iniciar la construcción.

    —Sí, ojalá y todo marche bien, aunque la señora Rosales, la de la inmobiliaria, me habló muy bien de la señora Yolanda, me dijo que ella fue la que le hizo el favor de conseguirle los vigilantes nocturnos luego de los intentos de los ladrones de meterse en la casa, y es que aquí las casas cuando están solas, las desbalijan, hasta las pocetas del baño le quitan –comentó Getulio mientras caminaba.

    —Está bien pero– dijo Alan arrugando el entrecejo– no es suficiente, necesitamos tener un permiso firmado para estar seguro que no tendremos problemas con la construcción.

    —Sí– dijo Getulio y agregó –La verdad es que usted tiene razón.

    —La semana entrante tenemos que ocuparnos de eso –le dijo Alan con tono de prioridad a Getulio.

    —Sí señor– le contestó el joven ingeniero.

    Así pues, los tres hombres entraron por la puerta de atrás de la casa al área del lavadero, que era como un pasillo ancho que conducía a la cocina, que era grande e iluminada por una ventana ancha, ubicada arriba de un mesón largo en donde se encontraba el lavaplatos. Luego pasaron a una pequeña salita que daba acceso a los tres cuartos, los cuales tenían cada uno su baño. El cuarto principal era espacioso, con una ventada con vista hacia el lago y contaba con un closet en forma de pequeño cuarto que todavía ostentaba un buen trabajo de carpintería que podía apreciarse en todo el conjunto de gavetas, estantes y zapateras. Además, el baño de este cuarto, era el único que tenía bañera, y sus piezas sanitarias se encontraban en perfecto estado. Los otros dos cuartos eran un poco más pequeños, sus closets estaban situados en su misma área, y sus baños, también estaban operativos.

    Esta era una casa grande, de una sola planta, con una sala principal amplia, la que suele llamarse sala –comedor, con un medio baño para las visitas y un pequeño estudio. Al estar los tres hombres en la sala principal, Roger mirando el techo, dijo:

    —Lo que más me gusta de esta casa son los techos de madera– dijo el gringo.

    —¡Sí! –Exclamo Getulio mirando hacia arriba– Estos techos son hermosos y ya prácticamente nadie los hace, por lo costosos que son.

    Por un corto tiempo los tres hombres se quedaron mirando el techo, construido todo de una madera marrón claro, con vigas gruesas y cuadradas, perfectamente cortadas que sostenían los listones, que lucían todos iguales.

    —Esta casa es una buena adquisición– dijo Alan sonriente y satisfecho.

    —Es cierto, y ¿sabes?– le dijo Roger en inglés a Alan– Yo podría vivir en el cuarto principal, ¿qué te parece? Así hasta te salgo más barato que pagarme un apartamento, o como dice mi contrato ‘la vivienda’– dijo esto en tono irónico y sonriendo.

    Alan se sonrió y se quedó mirando la espaciosa casa y luego volteó a ver a Roger, asimilando la propuesta, pues no había pensado en esta posibilidad por lo que no quiso darle ninguna respuesta antes de analizarla, así que le dijo en inglés.

    —Eso hay que hablarlo –dijo Alan y le dio una palmada en su hombro.

    Luego le dijo en español a Getulio que ya era hora de marcharse, que cerrara bien toda la casa pues irían a almorzar, y agrego.

    —¿Quién quiere una cerveza bien fría antes de almorzar?– dijo Alan.

    La respuesta de los dos hombres fue afirmativa, pero la verdad es que esta invitación a tomar unas cervezas tenía para Alan no solo el propósito de saborear la agradable bebida, sino también el de promover una buena relación entre Roger y Getulio, pues conocía bastante bien el carácter un tanto antisocial y hosco que tenía su amigo de la infancia, así como sus arranques de mal humor, y sus respuestas groseras que daba algunas veces ante alguna situación problemática. Por otro lado, confiaba en que Getulio se llevaría bien con Roger, por su forma de ser desenvuelta y proactiva, que ya le había dado muestras de serenidad y prudencia ante los problemas de trabajo que se habían presentado.

    Alan sentía que los dos podrían ser un buen equipo, e intuía que en ese momentos los necesitaba a ambos. A Roger porque confiaba plenamente en su honradez, y sabía que era muy trabajador, pero además le gustaba su franqueza en cuestiones de negocio. A Getulio, simplemente su instinto le decía que era la persona indicada. Pero para esto, contaba con poco tiempo, un poco más de una semana antes de regresar a Houston.

    Ya casi era mediodía cuando los tres hombres se dispusieron a irse de la casa de Los Haticos rumbo a un restaurante de comida típica zuliana, que Alan había conocido gracias a Getulio. La comida le había gustado mucho, pero como él no sabía bien cómo llegar hasta allá, le pidió a Getulio que manejara. Alan se sentó atrás cómodamente estirando la pierna en la cual tenía el problema en la rodilla a lo largo de todo el asiento trasero.

    —Getulio– dijo Alan –párate a comprar las cervezas antes de llegar.

    —Muy bien– dijo Getulio y agregó –¡Por aquí mismo vamos a comprar esas cervezas! –dijo alegremente el joven ingeniero.

    A los pocos minutos Getulio estacionaba frente a uno de los tantos depósitos de licores de la ciudad, para comprar seis cervezas heladas con el dinero que Alan le dio. Allí mismo sentados en el carro se tomaron el primer trago brindando por el éxito de la nueva sede, e inmediatamente después Getulio continuó manejando hacia el restaurante mientras disfrutaba de su cerveza, pues a diferencia de otros lugares en el mundo, en Maracaibo en esa época se podía manejar e ingerir bebidas alcohólicas, porque aunque existía la prohibición por ley, en la práctica esta legislación no se cumplía. Prácticamente no existía quien sancionara con multas o con prisión a quien lo hiciera, la realidad era que habían tan pocos policías y fiscales de tránsito, que casi nunca se les veía por la ciudad. Así que el comportamiento del ciudadano en general era completamente silvestre, cada quién se comportaba según las normas que consideraba que debía respetar.

    Pero mientras Getulio manejaba hacia al restaurante, en Los Haticos Yolanda caminaba en el patio de atrás de su casa, llevando a su niña cargada, pensando en todo lo que acababa de oír de boca de los gringos que ahora serían sus nuevos vecinos, los dueños de la ‘oficina con depósito’ como le había explicado el que más habló, aunque no recordaba su nombre. Pensó que tendría que llamar a Elke, su amiga y vecina del frente, para contarle esta novedad, pues ella también debía saberlo ya que este negocio podría traer algunos problemas al vecindario, como por ejemplo ruidos. Pero por otra parte, la verdad era que la llegada de estos nuevos vecinos la tranquilizaba, porque el saber que ahora esa casa estaría habitada, significaba la mejor solución para controlar el problema de los ladrones.

    Yolanda era una mujer bonita, de 30 años, no muy alta, como de unos 1,65 cm, tenía el cabello negro y los ojos de este mismo color. Tenía la nariz perfilada, la boca con el labio superior más delgado que el inferior, que era más grueso, de amplia sonrisa, de esas que al reírse muestran casi toda la dentadura. Era delgada y con una cintura pequeña que acentuaba la forma de su trasero y de sus piernas bien torneadas, figura que había conservado a pesar de sus tres hijos. Había nacido y crecido en Maracaibo, por lo que se consideraba una maracucha ‘rajá’ (rajada), y le gustaba decirlo. Su padre era de la región de los Andes, concretamente de La Mesa y se llamaba José Antonio Méndez Ramírez, había venido siendo muy joven, a los 18 años, a buscar una mejor vida en la ciudad de Maracaibo, en donde conoció y se casó con Ana Pereira, una joven de 17 años oriunda del barrio El Saladillo, con quién tuvo tres hijos: Nancy, Yolanda y José Antonio (Toñito).

    Pero la suerte económica nunca acompaño a la familia de Yolanda, por más que sus padres se esforzaron, siempre vivieron humildemente, por lo que solo lograron darles a sus hijos justo lo necesario en el aspecto material, y lo hicieron con muchos esfuerzos y privaciones. Siempre viviendo con un presupuesto ajustado, en modestas viviendas alquiladas, su padre trabajando en diversos oficios, cambiando de trabajo con tal y conseguir un mejor salario, mientras que su madre planchaba ropa a sus vecinos para ayudar con los gastos. Pero por otra parte, hay que decir que esta precaria realidad económica, no fue motivo para que este hogar no fuera un hogar feliz. A pesar de la falta de dinero, en él había un ambiente de amor y de respeto promovido por los padres, que a su vez se reflejó en la buena relación que había entre los niños, que jugaban y se ayudaban en sus tareas y actividades.

    Ana, la madre de Yolanda, era una católica que iba a misa todos los domingos acompañada por sus tres hijos, pues su marido José Antonio, solo iba en ciertas ocasiones, a pesar de compartir las mismas creencias. Pero además, a Ana le gustaba mucho cantar, y es que tenía una hermosa voz, la cual heredaron sus dos hijas, pues Toñito, quizás por parecerse a su padre, no heredó ese don.

    Ana les enseñaba a sus hijas desde pequeñas canciones del folklore venezolano, gaitas o cualquier canción que a ella le gustara, y lo hacía a través de su ejemplo, pues era inevitable para ella el cantar. Ella tenía un pequeño radio, con el que oía sus canciones favoritas, las cuales muchas veces cantaba al mismo tiempo que la transmisión, haciendo dúo con sus cantantes preferidos gracias a este artefacto eléctrico. Sus hijas al verla entonar una melodía se alegraban, porque aquello era como un alegre juego en el que imitaban a su madre cantando las tres juntas, practicando para luego presentárselo al padre cuando llegaba de trabajar.

    Ciertamente en su hogar había suficiente amor, comprensión y cordialidad, pero la estreches económica se fue acentuando con los años, haciendo pensar al andino que quizás era mejor regresar a La Mesa, a las tierras de su familia y vivir de la agricultura. Así que un buen día, al ser despedido del trabajo que tenía, se fue primero solo a corroborar lo que sus dos hermanos le planteaban y ofrecían, que era sembrar conjuntamente las tierras heredadas de sus padres difuntos. Al volver lleno de entusiasmo, le insistió a su esposa que se fueran a vivir para allá, idea con la que ella no estuvo de acuerdo, aunque luego accedió a ir sola con él para ver lo que le ofrecía, dejando a sus hijos con su hermana, pero al regresar, lo hizo furiosa y espantada luego de ver la vida tan miserable que les esperaba.

    —Aquello es un rancho de la época de la independencia, una casucha grande pero de esas que solo tienen un baño atrás en el patio y todo está deteriorado, además, se encuentra lejísimo del pueblo, ¿cómo van a ir a estudiar los muchachos? ¿Y si se enferman? ¿Para qué hospital los voy a llevar? –dijo Ana.

    —No te preocupes mujer, que con la primera cosecha de melones te compro una casa en La Mesa y vivimos allí– le dijo su papá lleno de convicción al hablar.

    —Pues tus hijos y yo esperaremos a que compres esa casa para irnos contigo– le contestó.

    Aquel viaje a La Mesa fue la primera y última vez que Ana acompaño a su esposo. Así que él no tuvo más remedio que acostumbrarse a vivir solo en la finca, trabajando dos o tres semanas seguidas, y luego ir a Maracaibo por unos cuatro días para ver a su familia, y llevándoles el dinero que podía, pero siempre insistiendo en que su suerte cambiaria al vender una buena cosecha. La nueva realidad de no tenerlo en casa hizo que Ana asumiera toda la crianza y autoridad sobre los hijos, pasando a ser este, solo el padre cariñoso que venía cada cierto tiempo.

    La costumbre de ‘las presentaciones del coro’ continuó, y gracias a las dotes vocales de las niñas, estas fueron perfeccionando, ofreciéndoselas ya no solo al padre cuando regresaba de viaje, sino en cualquier fiesta familiar o del vecindario a las que fueran invitados. Pero a medida que las niñas crecían, fue surgiendo poco a poco una diferencia en la actitud de Ana, pues ya no las acompañaba parada junta a ellas como un trío, sino que ahora lo hacía algunas veces sentada y otras de pie pero un tanto alejadas de ellas y tratando de no aparecer en la escena, para que solo sus hijas destacaran. Sus hijas al notar este cambio la llamaban para que cantaran juntas, pero ella sonreía y se negaba aduciendo que era la directora musical que las tenía que ver para poderlas corregir.

    Luego de tres años, la promesa del gocho se hizo realidad, pues su cosecha de melones le dio más dinero de lo que había soñado, así que se fue a Maracaibo lleno de satisfacción y alegría, pero sobre todo de orgullo. El camino se le hizo corto pensando en el momento en que le mostraría el dinero a su esposa para comprar la tan anhelada casa. Se sentía tan contento que se le olvidaron todos los trabajos y pesares que había soportado estos tres años y pico de duro trabajo. Incluso, aquellos malestares físicos que había sufrido en los últimos meses, los mareos, los dolores de cabeza, las palpitaciones del corazón, todo había quedado atrás y solo pensaba en todo el dinero que había ganado y en la casa que iba a comprar.

    La felicidad que embargó a toda la familia de Yolanda solo duró un día, el de la llegada del padre con el dinero, el día de la euforia, de los planes, de los abrazos y los besos. Pero a la mañana siguiente, otra realidad comenzó a aflorar, José Antonio, el gocho incansable, no se podía levantar de la cama, tenía un malestar que según él, era culpa de las cervezas de la celebración, pero este malestar ya no lo abandonaría. Ana, no tardó en llevarlo al médico, y después de varios exámenes, se descubrió que la verdadera causa era el mal de Chagas y su pronóstico no era bueno, pues sufría de una miocarditis típica de esta enfermedad, en otras palabras, tenía una severa lesión cardíaca, la cual estaba muy avanzada.

    Inicio el tratamiento médico, mejorando un poco su condición, aunque no recuperaba por completo el bienestar, pues los dolores abdominales persistían, razón por la cual Ana no lo dejó regresar a La Mesa. Pero apenas un mes después, José Antonio se levantó de la cama una madrugada para ir al baño, y estando allí, a los pocos minutos perdió el conocimiento y se cayó. Al oír el golpe, su esposa fue por él y lo consiguió tendido en el piso del baño boca arriba. Yolanda, de 12 años, oyó la voz angustiada de su mamá y fue la primera en llegar, encontrándola arrodillada al lado de su padre intentando levantarlo.

    —Ayúdame a llevarlo a la cama– le dijo su madre con voz entrecortada.

    Yolanda y su madre intentaron pero el cuerpo inerte de José Antonio era demasiado pesado para ellas, entonces su mamá le dijo que se quedara con él, que iba a llamar al vecino para que las ayudara. Al quedar ella sola con su padre, le agarró la cara con ambas manos y buscándole la mirada le comenzó a hablar.

    —Papi, Papi qué te pasa –dijo ella mirándolo a los ojos buscando su atención.

    Pero la niña sentía que su papá observaba algo en el techo, por lo que volteó hacia arriba y al no ver nada, lo miró nuevamente y se quedó tratando de comprender aquella mirada perdida instalada en un rostro sin expresión. Aquella imagen de los ojos de su padre jamás se le olvidaría a Yolanda, y más aún, al oír luego a los médicos explicarle a su madre que él había muerto súbitamente debido a la afección cardíaca producida por el mal de Chagas, por lo que inmediatamente ella comprendió que esa mirada que jamás había visto en el rostro de nadie era la de un hombre muerto.

    Luego de enterrar a José Antonio, los familiares le aconsejaron a Ana que procurara comprar una casa con el dinero que este había ganado con la última cosecha de melones, y además, los dos hermanos del difunto le propusieron comprar la parte de la finca que les pertenecía como herencia. Esta propuesta le pareció apresurada y en un primer momento ella se negó, por estar aturdida y sumida en la tristeza debido a la celeridad con la que todo había sucedido. Pero luego, gracias a que su hermana mayor le insistió y la animó, a los tres meses Ana compró una modesta casa en el barrio el 18 de octubre, frente a la plaza. Para ese entonces Nancy tenía 14 años, Yolanda 12 y estudiaban los primeros años del bachillerato, y su hermano Toñito solo contaba con 8 años y estaba en primaria. Pero los tres recordarían siempre haber visto en esta época a su mamá llorar sola, sabiendo todos que era por su papá. En esta circunstancia tan penosa, fue que al fin, la familia de Yolanda tuvo una casa propia.

    Aquel sábado 19 de enero 1992, Yolanda entró con su hija a la cocina de su casa, y lo primero que hizo fue ir a tomar el teléfono para llamar a su amiga y vecina Elke Budell de Montero.

    —¿A que no sabes Elke? Acabo de conocer a los gringos que compraron la casa de la esquina –le dijo Yolanda.

    —Sí, cuéntame… –dijo Elke con curiosidad.

    Yolanda le contó la breve conversación que tuvo con los nuevos vecinos, pero cuando la alemana le preguntó cómo se llamaban, la joven mamá no se acordó y las dos se rieron de su mala memoria. Pero luego, al mirar el desorden en que se encontraba su casa volvió a molestarse y se quejó del trabajo que tenía por delante, por lo que Elke, sin dejar que terminara su lamento le contestó:

    —No amiga, no te amargues por la casa, cuando venga la guajira que limpie, no te vas a poner como tu suegra! Que le atacaban los nervios porque la casa estaba sucia!– le dijo Elke en tono de regaño.

    —Tenéis razón Elke, voy a tratar de calmarme… –dijo Yolanda –Pero ahora tengo que colgar, hablamos después –dijo despidiéndose.

    —Está bien, pero te espero en la tarde –dijo Elke.

    Elke Budell de Montero vivía en la casa que estaba frente a la de Yolanda, era hija de una joven pareja de alemanes que habían emigrado a Venezuela en 1920, después de la primera guerra mundial en busca de una vida mejor. Y en Maracaibo la encontraron, prueba de su prosperidad era la casa donde vivía ella en la actualidad. Construida por su padre, esta casa fue el hogar del matrimonio junto con sus dos hijos, Hans y Elke, siendo Hans mayor que ella 12 años. En la actualidad Hans vivía casado en Alemania, aceptó una propuesta de trabajo, luego que su madre muriera de cáncer, hacia más de 18 años, y se fue de Venezuela. Desde entonces, su padre viudo había vivido compartiendo el tiempo con sus hijos entre Alemania y Maracaibo, hasta que la muerte le llego en Alemania, a la edad de 92 años. Al morir su padre, Elke negoció con su hermano los bienes que repartirían, para heredar la casa legalmente, pues no se imaginaba viviendo en otra parte.

    —Yoly, en serio quiero que vengas en la tarde un ratico para que veas lo que estoy haciendo– le dijo esto con un tono de picardía que Yolanda ya conocía.

    —A la tarde nos vemos porque estoy segura que debe ser algo sabroso!– así terminó la conversación.

    En aquel instante al mirar nuevamente a su alrededor, Yolanda se dispuso a arreglar lo que pudiera en la casa, se sintió mejor de ánimo a pesar del desorden. La casa era grande, de dos pisos y a ella le gustaba muchísimo, comenzó a recordar la primera vez que la visitó, la impresión que le causó por ser una casa construida en lo alto de un terreno frente al lago. Sin duda alguna esto era el mayor encanto que para ella poseía esta casa, su ubicación, pues permitía disfrutar no solo de la vista sino también de la brisa fresca que llegaba todos los días.

    Esta casa había sido de los padres de Gerardo y la conoció en una circunstancia especial y no frecuente, pues la madre de Gerardo la invito a una merienda de agradecimiento en su honor. Esto sucedió en 1983, cuando Yolanda estudiaba segundo semestre en la Escuela de Administración y Contaduría de la universidad del Zulia, llamada LUZ, y Gerardo estudiaba el último semestre de la misma carrera. Pero a pesar de que los dos estudiaban en la misma universidad y en la misma facultad, no se conocían, nunca se habían visto, seguramente por la diferencia de semestres y de horarios.

    Pero sucedió que una mañana de clases en la Escuela de administración, un estudiante pasó por varios de los salones llenos de alumnos, pidiendo donantes de sangre A-negativo para una muchacha enferma de leucemia, tipo de sangre que es difícil de hallar porque es poco común. Había recorrido varios salones, pero no había tenido suerte en su búsqueda, hasta que entró al salón en donde estaba Yolanda, cuyo tipo de sangre era precisamente ese. A ella le conmovió la situación de aquella muchacha, e inmediatamente se ofreció a ayudarla.

    Al día siguiente muy temprano en ayunas, Yolanda fue con su mamá a la clínica privada en donde estaba la paciente, llevando escrito el nombre de la enferma en un pedazo de papel, el cual entregó a una de las enfermeras del banco de sangre de la clínica, y ella luego de leerlo, le dijo a una compañera:

    —Llegó una donante para Fedora Acosta Pérez, hazme el favor y llama desde ese teléfono a su habitación para avisarle a la mamá, así se tranquiliza la pobrecita, hace como 10 minutos estuvo aquí preguntando si había venido algún donante.

    Esa mañana, después de donar su sangre, Yolanda conoció a María Auxiliadora, la madre de Gerardo, quien luego de darle las gracias entabló una conversación con ella y su mamá sobre la enfermedad de su hija.

    —Hace ocho meses comenzó todo, primero un decaimiento y unas manchas en las piernas como si fueran pequeños morados, y no pensamos que fuera algo grave, pero luego una menstruación se le convirtió en hemorragia y cuando la lleve el médico fue que descubrimos esta tragedia –dijo María Auxiliadora.

    La señora trataba de contener el llanto, y Ana la consolaba mientras caminaban al cafetín de la clínica en donde desayunarían juntas.

    Luego las tres mujeres subieran al cuarto donde estaba Fedora. Al abrir la puerta la encontraron recostada en su cama, sonriéndoles, pues las estaba esperando. Su figura delgada y la delicadeza de sus movimientos transmitían dulzura y paz interior.

    —Buenos días, pasen adelante por favor –dijo Fedora extendiendo el brazo y abriendo la mano.

    Yolanda camino hacia ella y tomo la mano que le ofrecía, y al hacerlo notó la blancura de su piel que contrastaba con su cabello oscuro ¡Dios! ¡Y hasta nos parecemos por el color del pelo y la piel blanca, aunque ella es más blanca que yo! Pensó Yolanda, e inmediatamente hubo entre las dos una simpatía que las impulsó a hablar animadamente, mientras la mamá de Fedora las observaba con tanto agrado que le pidió el número de teléfono a Yolanda para invitarlas a ella y a su mamá a ir a su casa una tarde, cuando a su hija le dieran de alta. De esta manera, Yolanda sin saberlo entraba en la familia Acosta con muy buen pie, pero sin conocer aún a su futuro esposo.

    La merienda fue todo un acontecimiento en la casa de Los Haticos. La mamá de Gerardo, entusiasmada por darle una tarde de alegría a Fedora, le pidió a Elke que la ayudara, pidiéndole que hiciera los dulces y en el acto la vecina aceptó encantada, dedicando tres días para hacerlos, primeramente porque el motivo de la ocasión era Fedora, a quién quería mucho y su estado de salud era una de sus preocupaciones, y en segundo lugar porque para ella era un placer y un compromiso ofrecer su pastelería, y comprobar después que a la gente le gustaba. Elke había aprendido a cocinar con su madre, por lo que era experta en cocina alemana, pero a su vez, por haber nacido en Maracaibo, también dominaba la cocina de aquí.

    Ese día, la casa lució reluciente desde el jardín de entrada hasta el último rincón de adentro, pues todo estaba limpio y en orden, en especial el cuarto de Fedora en donde habían vestido su cama con una nueva colcha rosada complementada con almohadones diversos, algunos rojos y otros blancos de fundas tejidas en croquet. Además, María Auxiliadora, la mamá de Gerardo, había sacado lo mejor de los enseres que aún le quedaban del tiempo de bonanza que tuvo mientras su esposo vivió, pues en los últimos años había tenido que vender poco a poco toda su platería. Sin embargo, todavía contaba con una hermosa vajilla inglesa, un fino juego de cubiertos de acero inoxidable, sin dejar de mencionar las bandejas de vidrio y un hermoso juego de té o café de porcelana.

    María Auxiliadora eligió el patio de atrás de la casa que tenía una hermosa vista hacia el lago de Maracaibo. Entre Elke y ella colocaron dos mesas redondas, una para la comida salada y otra para los dulces, engalanadas con unos manteles floreados de colores vivos que Elke le prestó, junto con sillas de hierro forjado de ambas casas. El trabajo brindo sus frutos pues el patio de atrás quedó perfecto para recibir a los invitados esa tarde. Por lo que pocos minutos antes de que llegara alguien, Elke comenzó a colocar las galletas y una deliciosa torta linzer en la mesa de los dulces, pero de pronto le dijo a María Auxiliadora.

    —Mirá Mariíta, yo sé porque tu decidiste hacer el bonche aquí en el patio– le dijo mirándola con una sonrisa pícara en los labios.

    —¿Por qué va a ser? ¡Por la vista y el fresco! –contestó María Auxiliadora.

    —No señor, para mí que es para poder fumar sin que te regañen tus hijos– le dijo Elke sonriendo aunque luego, puso cara de preocupación y agregó:

    —Te estoy viendo que estas fumando ahora más que antes, tienes que tratar de dejarlo… –terminó diciendo en tono de súplica.

    —Lo que pasa es que este problema de Fedora me tiene tan mal –contestó María Auxiliadora.

    Elke le tomo la mano, le sonrió y le pidió que la ayudara a terminar de colocar los dulces pues se dio cuenta que no era el momento de hablar de eso, pero era cierto, María Auxiliadora estaba fumando ahora mucho más. Y lo grave era que este vicio había comenzado por lo menos hacía unos veintitantos años atrás, después de haber dado a luz a su hijo Gerardo, de una manera inocente mientras jugaba cartas con sus amigas en el club. Pero luego por la muerte de su esposo, se convirtió en un vicio que ahora se incrementaba por la enfermedad de Fedora y los problemas económicos.

    Pero al acercarse la hora acordada para la merienda, las primeras en llegar fueron dos amigas de Fedora, las que habían estudiado con ella la licenciatura en educación y que por suerte, habían conseguido trabajo las tres dando clases en el mismo colegio. Las tres amigas eran inseparables y ahora que Fedora estaba suspendida por su enfermedad, las otras dos siempre la llamaban y visitaban. Una de ellas, había llevado su guitarra para tocar y cantar, así que al poco rato, cuando Yolanda y su mamá ya habían llegado, la amiga

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