Crónicas desde el Frenopático
Por Eduardo Catalán
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Eduardo Catalán
Eduardo Catalán es investigador y periodista independiente, nacido en Lima, Perú. En su primera obra "Paraíso de los Suicidas" (2018), explora los alcances del autoritarismo en una urbe convulsionada por la corrupción. Publica con regularidad contenidos informativos, crónicas y relatos cortos en sus blogs: "Páginas desde el Paraíso de los Suicidas" y "Anomia Social". La "Cola del Diablo" es la segunda novela del escritor.
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Crónicas desde el Frenopático - Eduardo Catalán
Generación R
Miami, Septiembre, 28 del 2010
1
Han transcurrido apenas siete años desde que sobrevino el estrago y parece que fue sólo ayer, cuando la policía acudió tronando desapacibles las sirenas a la casa de los Ravelo. Fueron las hermanas Hernández Gutiérrez, quienes sobrecogidas de horror dieron la alarma. Cada día — Jairo — jugaba a la pelota contra la pared de las veteranas y ellas enjaulaban al Choki, para que no arrancara detrás de la bola, cada vez que el niño la aporreaba con el ímpetu de un jugador experimentado. Se deleitaban contemplándolo desde su ventana, fantaseando con orgullo que pronto sobresaldría como pelotero del colegio. Les fascinaba su talante porque, les hacía recordar los días cuando Tiago andaba en casa. Sobre todo, por aquella forma tan precoz que tenía al sostener el bate.
—¡Igualito a mi Tiaguito! — prorrumpía la menor.
—¿Qué será de la vida de ese malagradecido?— criticaba la otra al instante.
—¿Cómo te expresas así, del pobrecito? ¡Con lo atareado que debe estar! Ahora que es todo un médico — Interrumpía la madre regañando a la hermana, al tiempo que intentaba disimular su rencor.
La maestra opinaba que Jairo no era de los más aplicados, pero sí uno de los más listos. Fíjese, terminaba las tareas en clase en un dos por tres…
. Explicó la mujer a la prensa, cuando tuvo oportunidad de hablar acerca de su alumno. Su memoria era notable, comparada con la de su padre, que era incapaz de retener hasta los anuncios comerciales que a diario martilleaba la televisión. En la mesa asombraba a todos, repasando con pelos y señales el acontecer transmitido por los noticieros. Que, por cierto, siempre se trataban de hechos horrendos, desgracias familiares, crímenes de odio, violaciones de lactantes, deportaciones masivas… Toda esa programación de la que se ocupan siempre los canales hispanos y de la que sus padres nunca se desenganchaban. Entonces, Jairo tenía once años y era normal verlo jugando solo. Su rutina se cifraba — desde que llegaba de la escuela, hasta que sus papás retornaban del trabajo—, en practicar frenético contra la pared de las Hernández Gutiérrez. Para luego volver a su habitación y continuar absorto con sus videojuegos. Pero, desde que inició el régimen con Ritalín, habíase transformado en un niño considerablemente apático. Sus papás — como muchos — no advertían las secuelas del químico en el comportamiento de Jairo. Por añadidura pensaban que, si el fármaco había sido prescrito por un médico — indiscutiblemente — tendría que ser lo mejor para el niño. ¿Para qué entonces, han leído tantos libros?…
. Se despreocupaba la madre. Sucedió que el departamento de sicología de la escuela —arbitrariamente — sometió a una evaluación psicológica a todo el alumnado y al menos noventa estudiantes, fueron diagnosticados con Deficiencia de Atención. Entre los cuales también se encontraba Jairo. De esto ya hacía casi dos años. Mariana — la madre de Jairo — estaba aguardando por una niña a la que llamarían Carolina, como la abuela paterna. Era una mujer joven y había emigrado de Centro América a los Estados Unidos, escapando de los maltratos de un padre dipsómano. Hombre necio, que tenía martirizados a su mujer e hijos en una pocilga, sujetos a sus arrebatos. Mariana no tenía mayor instrucción, que la que pudo recibir en una destartalada escuela, a cargo de los religiosos de su aldea. Pero su pasión era la costura. Oficio con el que proveía sustento para la madre y sus maltratados hermanos. El dinero miserable que conseguía el padre trabajando como estibador, inmediatamente lo despilfarraba en diversiones procaces. Hastiada de aquella vida, juntó sus reales y un buen día partió a pie rumbo a Norte América, traspasando la frontera por Tijuana. Razón por la cual, no deseaba rememorar su pasado infeliz. Ni siquiera Yoselindo — el marido —, tenía claro los pormenores de su infancia. Situación, de la que tampoco hablaba con su mujer, por considerarla una experiencia lejana, lamentable y muy característica de las costumbres indígenas que se imponen en el resto del Continente.
—¡Estos indios! ¿De qué países vendrán?— juzgaba exaltado, saboreando las barbaridades delincuenciales, que le gustaba ver por televisión. Hacía quince años atrás —junto a diecisiete socios más— había arriesgado la vida surcando el océano trepados en un neumático, en búsqueda de la tierra de la libertad
. Hecho que consideraba heroico y siempre que podía, con gran entusiasmo, se lo relataba a su hijo que, despreocupado, lo escuchaba sin manifestar un ápice de asombro. Y Yoselindo — con gran desencanto — leía en la mirada de su hijo, ese desinterés por tamaña aventura, que casi le cuesta la vida a él y a sus diecisiete socios. A veces, Jairo, preguntaba por los nombres de los camaradas de viaje del padre, pero o Yoselindo no recordaba ninguno o simplemente los callaba. Por algunos instantes hacía memoria como si principiara a nombrarlos pero — en el acto — una mueca ensombrecía su semblante y al instante escapaba de sus recuerdos. Luego proponía al hijo, que fuese a jugar a su cuarto. Yoselindo remaba de sol a sombra. Era repartidor de golosinas por las mañanas y durante las tardes, empaquetaba carne en el interior de un gigantesco frigorífico. A media noche llegaba a casa muerto de cansancio, comía algo y en el acto se metía a la cama. Muchas veces, hasta sin desvestirse. Veía poco a su hijo y casi siempre desde lejos. Mariana tampoco era una madre comunicativa y extrañamente, disfrutaba más hablando a solas. Al