Imperceptibles: vida y lucha de Marcelina Bautista Bautista
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Rodrigo Quintero Murguía 1
Rodrigo Quintero Murguía es internacionalista por la Universidad de Monterrey, así como autor de libros como La ruta del arcoíris en la Sultana y Sueños transfronterizos. Se ha desempeñado como funcionario público, ponente y colaborador en diversas organizaciones de la sociedad civil. En la actualidad forma parte de la planta docente de la Universidad Nacional Autónoma de México.
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Imperceptibles - Rodrigo Quintero Murguía 1
Imperceptibles
Rodrigo Quintero Murguía
Imperceptibles
Vida y lucha de Marcelina Bautista Bautista
UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA CIUDAD DE MÉXICO.
BIBLIOTECA FRANCISCO XAVIER CLAVIGERO
D.R. © 2022 Universidad Iberoamericana, A.C.
Prol. Paseo de la Reforma Número 880
Col. Lomas de Santa Fe
Ciudad de México
01219
publica@ibero.mx
Primera edición: noviembre 2022.
ISBN edición digital (ePub): 978-607-417-932-3
Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.
Hecho en México.
Digitalización: Proyecto451
Versión: 1.0
Índice de contenidos
Portadilla
Legales
Prólogo
Capítulo I
Los gigantes de Tierra Colorada
Lágrimas amargas
Nunca más
Capítulo II
Inmensa y gris capital
Los ricos también lloran
Espejismos
Capítulo III
Jesús está en la asamblea
Sacudida de conciencia
Hermanas de causa
Los adioses
Capítulo IV
Los vientos no siempre son de cambio
Con los guantes bien puestos
Los espacios también son nuestros
Capítulo V
Contracorriente
Los derechos no se piden, se conquistan
Esta novela está basada en sucesos reales,
en ocasiones combinados con ficción
con fines interpretativos.
A mis padres,
Juan Quintero y Virginia Murguía,
por su incondicional soporte
A Cristina Sada y Luis Felipe Cánudas,
por impulsar mis sueños
A Verónica Newman,
Eduardo Cervantes y Lorena Rossani,
por el tiempo dedicado y por sus comentarios
A Marcela Azuela,
por su invaluable apoyo
A Mary Goldsmith,
por sus investigaciones
A Marcelina,
por permitirme entrar en su vida
Al CACEH,
por permitirme ser parte de su equipo
Prólogo
Marcelina Bautista, la última heroína
LA DISCRIMINACIÓN estructural en México se expresa en su estado más puro en la manera en que hemos concebido y normado el trabajo del hogar remunerado. Las relaciones desiguales de poder que se tejen en todos los espacios de nuestra vida encuentran ahí su versión más zafia: hablo de una niña indígena que debe abandonar la escuela para trabajar en una casa ajena a la de su familia, haciendo la limpieza y cuidando hijos o abuelos de otras personas. Hablo también de la mujer que tiene que dejar atrás a sus hijos, a su pareja, a sus hermanos y sus anhelos, para ir a cuidar a otros.
Tiene que soportar el trato caprichoso de quienes habitan en esa casa que, como cualquiera, a veces se levantan de buenas, y otras, de malas; ante su entorno social, suelen contenerse. No con ella, sometida a escuchar las intimidades, aguantar las exigencias, demostrar su confiabilidad todo el día, todos los días. Tiene que remontar el racismo que prejuzga sus capacidades por su tono de piel, que asocia su origen étnico a la mezquindad y sus costumbres a la inferioridad de espíritu.
En ese mundo en el que todo es indiferencia o sospecha, su vida no avanza. Avanza el tiempo, pero no hay perspectiva de crecimiento, ni económico ni profesional, y en muchas ocasiones tampoco personal. Se espera que se trague las ganas, contenga los bríos y esté, siempre y sin excepciones, agradecida de no estar en la calle. Sus anhelos, sus emociones y sus intereses son estorbos al correcto desempeño de sus funciones. Se espera de ella una devoción patriótica. Pero su patria debe ser la intimidad ajena.
La historia de Marcelina es una historia entre muchas historias, la de una persona, entre muchas personas. Sin embargo, aunque los orígenes y las condiciones iniciales son las mismas que las de millones de mujeres y niñas, la historia de Marcelina Bautista es, para fortuna de todas, distinta y destacada. Marcelina piensa, en retrospectiva, qué la motivó a la rebeldía y nos lo cuenta, gracias a la pluma de Rodrigo Quintero. Recuerda esos sueños, esas emociones y esas experiencias que suelen enterrarse en el mundo de lo público. En las disyuntivas a las que se enfrenta desde muy pequeña nos muestra quién es: valiente, inteligente y sensible. Y lista para reconocer su propia humanidad, aunque otros la cuestionen. Y generosa de recordar quienes la han inspirado, acompañado y formado a lo largo de su vida.
La fotografía actual de Marcelina es sorprendente y por eso tiene tanto valor contar su historia. Tengo el inmenso privilegio de acompañar su lucha y aprender de ella hace muchos años. Sabe expresar su indignación pero es capaz de usarla para avanzar, milímetro a milímetro, día a día. Con naturalidad, transita entre la notoriedad pública (como invitada a los Oscar o como conferencista en la sede de la Organización Mundial del Trabajo) y la horizontalidad del Sindicato Nacional de Trabajadores y Trabajadoras del Hogar, que fundó hace apenas cuatro años después de 20 de labor en la sociedad civil. Asume para sí misma las responsabilidades pero comparte con otras el mando. Comprende, y es lo que más admiro, que es protagonista de un cambio histórico, pero no olvida que su culminación sólo se logrará gracias a las alianzas y los esfuerzos colectivos. Marilú, Sofía, Norma. Pocas veces he visto a Marcelina sola en un evento. Siempre están una o varias de las otras compañeras de lucha.
Que su historia sirva para motivar, pero no con el propósito de que surjan otras heroínas sino para provocar el cambio estructural. Para que las mujeres, las trabajadoras del hogar, no tengan que ser heroicas para exigir sus derechos. Para que la niña indígena pueda estudiar, explorar el mundo y tomar decisiones desde la autonomía. Para que el tiempo avance al ritmo de los ciclos que ella misma se imponga.
Ojalá, Marcelina, seas la última heroína. Y después de ti, ciudadanas.
ALEXANDRA HAAS
CAPÍTULO I
Los gigantes de Tierra Colorada
ESTABA NERVIOSA. Era la primera vez que recibía una llamada suya. Tenía entendido que me quería explicar algo sobre una campaña que tenía en mente. Mientras yo esperaba en la línea telefónica, Sofi, Ade y Arturo acomodaban las cajas que habíamos transportado a la nueva sede tras el sismo.
—¿Marcelina?
—Sí; mucho gusto, Alfonso. ¿Cómo estás?
—Muy bien, espero no interrumpir. Como sabes, me interesa mucho la temática de pueblos indígenas y tu tema en particular. Estamos por realizar la premier de la película Roma en México. ¿Cuántas de tus compañeras crees que puedan asistir?
—Yo imagino que unas veinte.
—Está perfecto. En la premier yo presento a los actores y tú presentas la película. ¿Te parece?
—Por supuesto —respondí emocionada y anoté la información que él me siguió proporcionando—. Muchas gracias por buscarnos y por comprometerte con nuestra causa, Alfonso.
En aquel momento no comprendí la magnitud de la noticia. Los últimos eventos nos tenían colapsadas de trabajo. Al colgar el teléfono me quedé observando el atardecer por la ventana; el cielo era de un rojo tornasol, del color de mi tierra, tan potente, tan arraigado, tan fuerte como su gente. Por más lejos que me encuentre de mi hogar —el lugar donde todo comenzó— ese color nunca me ha abandonado...
Era una noche fría como casi todas en esa temporada. A la distancia escuchaba el ulular de un búho. ¿O acaso era un aullido? Son dos sonidos que no debería confundir. ¿Los animales se comunican entre sí o cargan solos con sus penas? No creo que siquiera las tengan: son libres, probablemente más libres que nosotros; salvo los de corral que, de cualquier modo, gustan de nuestra compañía.
Las estrellas centelleantes intentaban iluminar con su tímido resplandor los oscuros cerros que simulaban gigantes hincados. Ellos protegían al pueblo cuando a nuestros vigilantes les llegaba la hora de soñar.
Por mi ventana podía apreciar tenues luces a la distancia, pero no lograba diferenciar si provenían de las pocas casas iluminadas o si acaso podría alcanzar con mis manos el elenco de luciérnagas que danzaban en torno de nuestro reposo.
Aquella noche extrañé las historias de mi abuela. Si no dormía en su casa era muy difícil para mí conciliar el sueño. En la mía ya éramos demasiados: doce hermanos en total, cuatro mujeres y ocho hombres. Yo soy de las de en medio y siempre he sido la más apegada a mi papá.
Volteaba de un lado a otro, en espera de que mi reloj biológico hiciera desaparecer mi pereza. No aguardábamos los rayos del sol, pues casi siempre salíamos a la milpa antes de que cantara el gallo.
Una vez que nos habíamos levantado nos poníamos nuestros chalecos de tela y nuestros zapatos, y después de una taza de café bien caliente salíamos a trabajar. El viento quiebra las mejillas y nos obliga a mantenernos despiertos; por lo general los bostezos nos sorprendían con los primeros rayos del sol. En la milpa recolectábamos frijol, maíz y sorgo.
Nunca me percaté de las distancias que recorríamos, pues en el trayecto siempre me distraía y perdía la cuenta de ese cálculo. Algunas veces captaban mi atención las mariposas que revoloteaban; otras, el andar de los ratones entre los matorrales secos, y, a veces, la sombra de los zopilotes reflejada sobre nosotros. Los cuarenta minutos de regreso eran los más cansados y tediosos. Yo memorizaba las piedras del camino para saber cuánto tiempo faltaba para llegar; saber que estaba cerca de casa me hacía feliz.
La casa quedaba a un costado de la carretera. El olor a mole colorado que mi madre guisaba se colaba por los techos de palma que cubrían las dobles aguas. Desde antes de bajar el último montículo se lograba percibir aquella fragancia. Entonces volábamos a pesar del peso de los costales que llevábamos a cuestas. Los hermosos recuerdos de toda mi familia conviviendo durante las cenas es el obsequio más preciado que atesoro en el presente.
La noche antes del inicio de clases dormí, junto con mi tía, en casa de mi abuela. Entonces era común que las familias grandes como la mía se repartieran en diferentes casas. Por las noches, una vez acostadas, mi abuela nos contaba historias de su juventud; nos hablaba sobre el verdor de los campos y la claridad de los cielos, sobre la pureza del río, la nobleza de la gente y lo apuesto del abuelo. Ahora caigo en la cuenta de que en cada suspiro exhalaba recuerdos.
A la mañana siguiente me dirigí al colegio. Me entusiasmaba el hecho de poder ver a mis amigas en la escuela. Nos encontrábamos en el entronque de las veredas y caminábamos hacia el colegio. Había un patio donde todos los lunes hacíamos los honores a la bandera y a cuyo alrededor estaban los salones. En casi todo el lugar se acumulaba mucho el polvo y los árboles brindaban insuficiente sombra los días de calor.
Muchos de los maestros del colegio provenían de comunidades de Oaxaca; habían estudiado en alguna de las normales rurales. Recuerdo en particular la intimidante mirada del maestro de cuarto grado. Antes de él, todas las maestras se ponían a jugar con nosotras durante el descanso, con cariño y dedicación. Este profesor comenzó a repartir insultos desde el primer día: ¿Por qué no lees bien?
, ¿estás tonto o qué tienes?
Después llegaron los golpes. A mí me golpeó poco, pero con los niños se ensañó de una forma inhumana.
En alguna ocasión fuimos a la casa de una amiga, donde siempre nos juntábamos después de clases. Platicábamos acerca de cuánto extrañábamos a la maestra Tere, de lo cruel que era el profesor, de la necesidad de jugar otra cosa que no fuera a Doña Blanca.
Con nuestras manos, mis amigas y yo creábamos mundos fantásticos: hacíamos reverdecer la hierba seca que moría con facilidad en el invierno y el verano. Así le brindábamos un refugio a los gusanos y a las hormigas, que de otro modo se volvían alimento para las aves.
Abril era muy especial, pues era el mes en el que nos decían contra qué equipos de otras localidades competiríamos. Jugábamos voleibol y en aquella ocasión nos tocaba enfrentar a las chicas de Nochixtlán y lo haríamos en San Andrés Sinaxtla. Aquel lugar de donde provenían ellas era