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Sueños de marengo y sangre
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Libro electrónico607 páginas9 horas

Sueños de marengo y sangre

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Información de este libro electrónico

La vida de Sofía se convierte en un infierno cada noche cuando cierra los ojos. Desde hace años sufre la misma terrible pesadilla, que está poniendo en peligro su estabilidad emocional y familiar. La insistencia de su esposo le llevará a buscar ayuda psicológica, pero lo que no imagina es que esa ayuda le llegará de una forma nada convencional.

Un misterioso exprofesor de Psicología le propondrá acabar con su pesadilla desde dentro, ayudándose de un líquido experimental.
Sofía se verá inmersa en un mundo desconocido, donde se le concederá el poder de interactuar en su pesadilla para acabar con las personas que la torturan cada noche en sus sueños.

«Sueños de marengo y sangre» es un thriller cargado de intriga y de acción trepidante, que no dejará descansar al lector desde la primera página.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 ago 2022
ISBN9788412510355
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    Sueños de marengo y sangre - F.J. Gálvez

    Prólogo

    Los sueños, ese espacio de tiempo en el que la mente se empecina en jugar con nosotros y con los recuerdos de nuestras vivencias. Cada noche nos asaltan sin pedir permiso y, lo que es peor, sin que podamos ser otra cosa que meros espectadores. Nunca sabremos cuál será esa historia que nos visitará, cuando cerramos los ojos buscando un descanso que creemos merecer, pero tampoco nos preocupa. Total, tan solo se trata de imágenes arrojadas en una coctelera que, después de ser debidamente agitadas por nuestro subconsciente, aparecen ante nosotros como si se tratasen de una realidad tan palpable como cierta.

    Se han realizado demasiados estudios sobre estas efímeras ensoñaciones, y cada uno de ellos con una conclusión totalmente distinta y sujeta a la interpretación de quien la escucha.

    El eterno dilema de si estas visiones tienen alguna relación con el futuro, el pasado, o con antiguos miedos, se ha quedado sin resolver, a pesar de los concienzudos esfuerzos de los gurús de turno de lo oculto.

    Nadie con sentido común intentaría dominar esas escapadas nocturnas, pues con tan solo despertar nos vemos libres de las jugarretas en las que nuestra mente nos sumerge cada noche.

    Los hay de varias clases: los divertidos, los amables, los imposibles y los violentos, aunque a estos últimos nos solemos referir como pesadillas.

    Nuestro corazón se aboca a una carrera alocada, sin ser consciente de que se trata de historias ficticias. Él no dispone del raciocinio necesario para discernir sobre ellas y, después de todo, apenas tardamos en olvidar la maraña de imágenes que han surgido en un periodo de tiempo que desconocemos.

    Pesadillas, esa variante del sueño de la que perfectamente podríamos prescindir, y que carecen de lógica alguna, por lo menos, no demostrada, y que no llegan a convertirse en una carga para el que las sufre, porque sus efectos se van en el instante en el que nuestros ojos se abren.

    Pocas veces un sueño se vuelve repetitivo, y si lo hace no tiene por qué tener mayor trascendencia, pero el problema comienza cuando se resiste a salir de nuestra cabeza. Seguro que este no es tu caso, pero imagina a alguien a quien le es imposible deshacerse de una pesadilla cruel y siniestra, y en su desesperación encuentra a un personaje que le promete dominar sus sueños desde dentro. ¿Aceptarías hacer todo lo que te propusiese, a cambio de ese poder? ¿Seguro?

                  SOMBRAS

    Existe el dolor espiritual y nunca hay que restarle importancia, sean cuales sean las causas que lo produzca, pero el dolor físico es una sensación a la que jamás nos acostumbramos.

    Ella lleva sufriendo mucho tiempo un castigo que no comprende y que no cree merecer, pero hoy los acontecimientos se han precipitado, como una cascada maligna sobre un barranco tétrico.

    Los dolores comenzaron hace apenas unas horas, y ha sido arrastrada, sin demostrar ni una miserable señal de piedad, a un lugar todavía más oscuro, que en el que ha tenido que malvivir los últimos nueve meses de su vida.

    La mejor forma de aguantar el dolor es fijar la mente en el futuro, en lo que está por llegar después de ese sufrimiento, pero este no es su caso. A pesar del miedo y de la incertidumbre, cualquier madre resiste el martirio de las contracciones, pensando en que la llegada de un hijo al mundo le traerá tales bendiciones, que le harán olvidarse de que parte de sus entrañas tendrán que ser rasgadas para que esa criatura vea la luz, pero a ella eso no le sirve de ningún consuelo.

    Ella ha acompañado a alguna de sus amigas antes de dar a luz en el hospital. Recuerda con añoranza la intensa luz de las habitaciones, que le resultaba tan molesta. Ahora pagaría con su vida por poder ver con claridad en esa especie de sala oscura y húmeda en la que se encuentra amarrada a una camilla con estructura metálica.

    Desde su espalda le llega el parpadeo de un resplandor en el instante que siente la punzada ardiente de un pinchazo en el brazo, pero sea lo que sea lo que le han suministrado no tiene un efecto inmediato. La luz se acerca a ella y revive la imagen de lo que tuvo que sufrir hace nueve meses. Una capucha, unida a una capa, oculta bajo su sombra el rostro del individuo que porta una vela que está unida a un soporte largo metálico, pero por desgracia también alumbra la despreciable sonrisa de la vieja que ha tenido que aguantar durante meses y que acaba de suministrarle algún tipo de droga. Odia tener que ver el rostro arrugado de esa mujer miserable, antes de contemplar el de la criatura que tiene que traer al mundo, pero las cosas no suceden como sería lo ideal. En su vida nada suele hacerlo.

    El individuo de la túnica comienza un periplo alrededor de la sala prendiendo cada una de las velas que circundan esa especie de templo sacado de la Edad Media. Los guiños de las llamas surten de una luz amable y cálida a la estancia, pero la aparición de un ejército de túnicas acaba de un plumazo con ese instante de placidez imaginaria.

    Los rostros ocultos bajo las sombras de sus capuchas se distribuyen flanqueando la cama, formando un círculo de ojos oscuros sin vida, que brillan con la vacilante luz de las velas. El encargado de iluminar la estancia culmina su trabajo encendiendo las velas de dos lámparas de araña, y abandona la sala tal y como llegó.

    Otra contracción, y ha sido más fuerte que la última. Echa de menos unas manos amigas que la consuelen y la ayuden a sujetarse sobre la camilla, pero lo único que la aferra a esa estructura son unas correas que laceran sus manos y tobillos y que apenas le dejan moverse.

    Tan solo se escuchan los murmullos confusos que surgen de los que portan las túnicas adornadas con una extraña cruz en la espalda, pero no tardan en sumirse en un silencio sepulcral, al hacer su aparición la persona que tanto temía volver a ver. Viste también con el mismo tipo de túnica, pero su capucha no puede impedir que ella reconozca el rostro del que un día juró quererla en la salud y en la enfermedad hasta que… posiblemente, hasta hoy.

    Otra contracción le hace retorcerse en la camilla, y la vieja de piel macilenta ordena a dos de los encapuchados que accionen unas palancas adosadas a los lados de la cama, que hacen que las piernas de la mujer se alcen y se abran de par en par, dejando a la vista de todos los presentes las partes de su cuerpo que han sido profanadas por esa gentuza los últimos meses. El pudor no entra en esta ecuación de terror, lo que le produce verdadero pánico es la daga que está mostrando su esposo sobre un atril, y la amenaza de usarla según sea el sexo del neonato.

    La vida se dirime muchas veces por un golpe de suerte a cara o cruz, pero en esta ocasión todo depende de si nace varón o mujer. Si nace niño, la criatura vivirá, pero si nace niña, la daga acabará con su vida. Podría estar forjándose conjeturas cargadas de ingenuidad al respecto, o imaginando la llegada heroica de alguien que venga a socorrerla, pero los dolores de las contracciones en lo único que le dejan pensar es en que su bebé quiere salir de dudas, tanto o más que ella.

    La anciana no se anda con rodeos e introduce las dos manos en su entrepierna. Viendo la dificultad que eso entraña, pide un estilete a uno de los encapuchados y este lo saca de una especie de cofre de madera. Ni escalpelo, ni nada que se le parezca. Esa mujer despreciable parece haber saltado unos cuantos siglos hacia atrás y está haciendo su sucio trabajo, con una herramienta que bien pudiera estar sacada del mismo remoto lugar que los adornos de la sala.

    La sangre brota por sus muslos y los cortes deben ser dolorosos, pero la droga está haciendo efecto y apenas nota un hormigueo, cuando sus carnes se abren al ser rasgadas por el acero afilado.

    Se le cierran los ojos, apenas puede abrirlos, pero necesita saber cuál es el sexo del bebé. Desea que nazca varón y que viva, aunque eso implique que en ese caso ella tenga que morir. Nota forcejeos dentro de su ser, y al instante se siente vacía. En ese momento abre apenas los ojos para ver en brazos de la vieja a su bebé. Antes de que pueda ver el sexo, la anciana lo envuelve en una mantita. A ella le gustaría tenerlo un momento en su regazo, pero apenas puede emitir una palabra para convencerles de que muestren algo de piedad.

    Su esposo espera en el atril, mientras la anciana cruza el salón entre los individuos de las capuchas. Antes de llegar, la vieja deja caer la mantita al suelo y cogiendo por debajo de los brazos al bebé lo alza ante la mirada diabólica del hombre y dice las palabras que la desgraciada parturienta jamás habría querido escuchar: «Es una niña».

    Ella se sobresalta en la camilla, al escuchar el golpe que su esposo da sobre el atril. Sabe que todo está perdido, pero por alguna razón, quizás por la droga que le han suministrado, en su fuero más interno comienza a dibujar un boceto de esperanza, que se queda inacabado cuando su esposo agarra a su hija como si estuviese haciéndose cargo del despojo de un animal depositándolo encima del atril.

    Su cabeza no puede más. La droga le aconseja al oído de forma dulce que cierre los ojos y que asuma lo que tenga que ocurrir, pero necesita ver lo que van a hacer con la criatura que lleva sintiendo dentro de su ser desde hace nueve meses y que se había convertido en la única compañía leal durante su encierro.

    Tras aguantar la verborrea ininteligible de su esposo, acompañada de rezos y de una parafernalia que le gustaría no haber visto ni escuchado nunca, abrió lo que pudo sus pesados párpados para ver cómo el hombre al que conoció de joven estaba levantando el cuchillo afilado por encima de su cabeza. Sobre el atril, su niña apenas se mueve, pero un segundo antes de que la daga caiga sobre su diminuto corazón, cree ver cómo su carita se ha girado hacia ella y sus pequeños ojos se han abierto para mirarla antes de cerrarse para siempre. Lo último que puede ver, antes de que sus párpados sucumban a la droga, es el atril cubierto de la sangre de un ser inocente y la sonrisa macabra de la vieja comadrona.

    DESPERTAR

    Un grito aterrador irrumpe en la tranquilidad de la noche y Ted bucea en la oscuridad, braceando en busca del interruptor. Desafortunadamente, esta situación se ha convertido en rutinaria, pero no por ello deja de ser el momento de angustia que desde hace años teme, cuando cada noche se va a la cama. Son demasiadas las veces que le ha confesado a su mujer que se siente frustrado como esposo, al no poder hacer otra cosa por ella para librarse de la pesadilla que encender la luz.

    —¡Sofía, cariño, despierta, estás aquí, con nosotros!

    Ted ha aprendido a moderar el tono de voz, debido a que su esposa reacciona de forma violenta, cuando la intenta despertar con brusquedad.

    —¡No me hagas daño por favor! ¡No volveré a desobedecerte nunca más!

    La luz tenue de la lámpara de la mesita apenas llega a iluminar sus rostros, pero es suficiente para que Ted pueda ver a su mujer clavada de rodillas sobre la cama con la mirada desorbitada, clamando al cielo todo tipo de barbaridades sin sentido.

    —Soy yo, Ted. Estás en casa, no tienes nada que temer, todo ha pasado, respira.

    Sofía escruta el escenario en penumbra con una expresión de incredulidad tallada en su rostro, reparando en cada detalle para salir de ese clímax de confusión que la está asfixiando.

    —Dime que sabes quién soy. Por favor, tienes que reaccionar.

    El temblor de la barbilla comienza a remitir, y por fin es consciente de que la persona que está sujetándola por los hombros es la misma que le ayudó a decorar la alcoba en la que están ahora mismo.

    Sus gritos se han transformado en llanto, en el mismo instante que ha tomado consciencia de la situación.

    —Si esto continúa, va a acabar conmigo. ¡No puedo aguantar más esta mierda!

    Sofía cae rendida sobre la almohada y se tapa la cara con las manos, intentando atrapar las lágrimas que brotan de unos ojos que no pueden dejar de llorar ante la mirada compasiva de su esposo.

    —¿Otra vez el mismo sueño? —le pregunta a pesar de conocer la respuesta.

    Ted ansía algún cambio en su relato, mientras le acaricia el pelo para transmitirle confianza, pero los sollozos le roban la energía necesaria para emitir un monosílabo que saque de dudas a su esposo. Como tantas veces, tendrá que resignarse y esperar paciente a su lado para que no se sienta desprotegida.

    —No quiero seguir viviendo con este miedo —dice Sofía ahogando las palabras contra la almohada.

    —¿Has vuelto a revivirlo? —insiste.

    —¡Siempre es el mismo, hostias! ¡Esta mierda no cambiará nunca!

    Ted ignora la vulgaridad de la respuesta, mientras se ocupa de desenredar los nudos de la melena pelirroja que le enamoró el día que la conoció.

    —Han pasado seis días desde el último sueño. Parece que las pesadillas se distancian en el tiempo.

    — Line 205 ¡Las pesadillas no, perdona! ¡La pesadilla!

    En otras ocasiones a Ted no le ha importado que le grite, pero la paciencia tiene un límite.

    —¡Estoy empezando a cansarme de tu actitud! Yo no tengo la culpa de lo que sucede en tu cabeza.

    Suele ser tozuda e impulsiva, pero entiende que Ted también lo está pasando mal con esta situación, por lo que coge su orgullo y lo guarda donde nadie pueda verlo.

    —No grites, por favor, o los niños se despertarán —suplica ella susurrando.

    —Si pudiera hacer algo para ayudarte… ¡Joder! Me siento mal conmigo mismo.

    —No digas tonterías —dice Sofía mientras le acaricia los labios.

    Ted se recuesta a su lado y los dos se dan la mano con la mirada perdida.

    —No comprendo cómo tu mente ha podido poner en mi lugar a otro hombre, y que encima sea un desalmado que te hace la vida imposible.

    —Yo tampoco lo entiendo, mi amor.

    —Deberías plantearte dejar de leer esos libros.

    —¡No espero que lo comprendas, pero por lo menos podrías dejar aparte el tema de los Templarios! Además, si lo hago es por una buena razón. Necesito saber todo lo que pueda sobre ellos para entender mejor mi sueño.

    —¿No has pensado que pudiera ser al revés, y que esos libros sean la causa de todo?

    —Sabes que no es así. Comencé a interesarme en estos temas a raíz de la primera pesadilla.

    Ted asume las posibles consecuencias, antes de decir la frase que ella odia.

    —Creo que debes dar el paso del que tanto hemos hablado. Tienes que visitar a un psiquiatra que esté especializado en traumas ocultos.

    —Yo no estoy loca —contesta decaída.

    —Nadie ha dicho eso, pero deberías acudir a un psiquiatra.

    —Aborrezco esa palabra.

    —De acuerdo, si lo prefieres, cambiamos la palabra por «doctor» y asunto arreglado.

    Ella nunca ha podido resistirse a esa sonrisa, tan tierna como traviesa, que la encandiló cuando observaba absorta la fachada de la Casa de las Conchas.

    —No me gusta que te burles de mí.

    —No lo hago. Tan solo quiero que vuelvas a ser la de siempre, risueña y alegre. No me puedes culpar por desear que vuelva mi antiguo amor.

    Sofía observa a su marido con ojos agradecidos, le besa en los labios y se refugia en sus brazos.

    —Necesito ver a Marina.

    —Es tarde y estará durmiendo. No creo que sea buena idea.

    Sofía sabe que Ted tiene razón, y muy a su pesar cede. El deseo de sentir en sus brazos a su niña pequeña después de la pesadilla tendrá que esperar a que amanezca.

    —No apagues la luz.

    —Tranquila, no lo haré, intenta volver a dormir.

    Sofía asiente con la mirada perdida, mientras él le besa en la frente y la aprieta con fuerza contra su pecho. Sofía encuentra por fin la seguridad que le hace falta después de cada episodio. Ted será su centinela fiel, hasta que vuelva a dormirse.

    COLORES

    El odioso quejido del despertador taladra sus sienes. Tras una ínfima rendija de sus párpados observa los números que indican que han pasado cuatro horas desde que despertó de su pesadilla. Su mano busca el calor de Ted, pero se topa con el vacío frío de su lado de la cama. Aunque le habría gustado un abrazo de buenos días, jamás le reprochará a su esposo que todas las mañanas se despierte antes que ella para lanzarse a correr por la ciudad. Su casa se encuentra en uno de los lugares más privilegiados de Salamanca. Situada en la parte sureste de la gran Catedral, está ubicada entre esta y el maravilloso huerto de Calixto y Melibea. Pocos escenarios pueden llegar a la talla del centro histórico de Salamanca, pero Ted disfruta alejándose para recorrer la ribera del río Tormes.

    Sofía se dirige hacia el ventanal revestido de mampostería. Sabe lo que le espera, por lo que desliza lentamente las cortinas dosificando los primeros rayos de luz del amanecer salmantino. El colorido llamativo de las flores y de la hierba del parque le resulta especialmente molesto, pero eso no es nuevo para ella. Cada vez que le toca revivir su temida pesadilla le ocurre lo mismo. Las pupilas se toman un tiempo hasta que consiguen acostumbrarse, pero tras una espera paciente, todo vuelve a la normalidad.

    Como si se tratase de un autómata programado por la eternidad, Sofía desciende los dos tramos de escalera y se dirige hacia la cocina para preparar el desayuno.

    Son las siete y media, cuando Ted entra en la cocina empapado de sudor. Le encanta verle vestido con ropa deportiva, pero después de cada episodio de su pesadilla, apenas puede mirar el color verde fluorescente de su sudadera.

    —¿Cómo te encuentras?

    —Muy bien, todo está olvidado.

    Él sabe con certeza que no está bien, y que por supuesto no ha olvidado nada de lo sucedido anoche. Son demasiados años cargando con este problema, y le cuesta comprender el rechazo que le produce a su mujer buscar ayuda especializada. Según Sofía, sería reconocer que su mente la ha derrotado, pero una mujer luchadora jamás acepta una derrota, y ella lo es.

    —¿Se han levantado ya los niños?

    —He oído los despertadores mientras preparaba el desayuno, no tardarán en bajar.

    No ha terminado de hablar, cuando se escuchan cerrarse dos puertas. Los tres hermanos bajan a la carrera por la escalera intentando adelantarse los unos a los otros, como si se tratase de una competición.

    —¡Buenos días! —gritan al unísono, mientras ocupan sus sitios a empellones.

    —Por favor, no quiero escándalos esta mañana.

    Los chicos ven a su madre presionarse el puente de la nariz y enmudecen. No necesitan que nadie les diga que ha vuelto a tener una noche horrible, y que la mañana no parece mejor.

    Jaime es el mayor. Es un muchacho en plena pubertad, desgarbado y en pleno estirón juvenil. A sus catorce años mide 1,75 y les saca medio cuerpo a sus hermanas.

    La segunda de la casa tiene once años y es la única que ha heredado el color de pelo de su madre. Carmen es una niña alegre, de piel extremadamente blanca, casi transparente, y Sofía le recuerda a menudo que se parece a su abuela cuando era joven.

    Marina es la pequeña de la casa y la más introvertida de los tres, pero cuando esa niña rubia platino se decide a hablar, suele dejar demasiado claro cuál es su sitio. Tiene nueve años, pero su pequeño tamaño haría llegar a la conclusión de que podría tener un par menos.

    Enseguida acaban con el desayuno y Sofía aprovecha la ausencia en la cocina de sus hijos mayores para abrazar a su pequeña, que rehúye de esa muestra de cariño con protestas infantiles. El autobús del colegio está a punto de llegar y carteras al hombro salen a la carrera hacia la parada.

    En la vivienda se escucha un agradable silencio y, tras disfrutar de unos minutos de calma, Sofía se recompone y coloca los vasos de los niños en el lavavajillas.

    —Eso puedo hacerlo yo.

    Ted aparece tras ella y Sofía se lleva la mano al pecho alterada. Odia las sorpresas.

    —No hagas eso, por favor.

    —Perdona, ha sido sin querer. ¿No te esperan en el trabajo?

    —He llamado al despacho y he dicho que me tomo la mañana libre.

    Sofía es dueña de un bufete de abogados, y dispone de un nutrido grupo de colaboradores que le hacen la vida más fácil. Al principio le costó delegar, pero criar a tres niños y sacar un negocio adelante la empujó a aprender que nadie es imprescindible, y que se pueden hacer grandes cosas desde casa, gracias a las nuevas tecnologías.

    Ted está tomándose una tostada mientras lee el periódico y ella le mira orgullosa. Al principio de su relación los celos se comían a ese chico por dentro, pero aquellos ataques irreflexivos pasaban tan rápido como una tormenta de verano. Con la calma y el diálogo llegaron a un acuerdo, prácticamente comercial, para conseguir sus objetivos. Aún puede recordar a aquel enérgico guía turístico rubio con pelo largo, recogido en una coleta de la que hace años no queda ni rastro. Sofía y sus amigas se habían unido a un grupo para realizar una visita cultural que debía recorrer los rincones secretos de Salamanca, y decidieron que entre todos los guías que llegaron a la Plaza Mayor, Ted sería el elegido. Era guapo, alto, y con un acento inglés que les hacía reír por bajo a todas menos a Sofía. Ella se había quedado prendada de sus ojos azules y su sonrisa angelical.

    Sus amigas no tardaron en darse cuenta de que Sofía siempre se retrasaba echando un vistazo a la última fachada o monumento, y que el chico volvía sobre sus pasos para interesarse por ella.

    Antes de terminar la visita, el chico ya le había contado que era originario de la ciudad estadounidense de Chicago y que se ganaba un dinero extra, como guía turístico especializado en el turista de habla inglesa para costearse los estudios.

    Ted era cuatro años mayor que ella, y desde un principio lo percibió como alguien maduro y responsable. En poco tiempo quedó irremediablemente enganchada a los conocimientos de aquel joven tan resuelto y avispado, que conocía cada uno de los rincones de esa maravillosa ciudad, y de las curiosas historias que se escondían tras sus piedras.

    A él le quedaba muy poco para terminar la carrera. Se había marchado de su país con una mano delante y otra detrás, por lo que tenía que agarrarse a cualquier trabajo, con tal de conseguir el dinero que le hacía falta para seguir estudiando sin tener que depender de sus padres. Ellos estaban muy bien situados, social y económicamente, pero Ted habría considerado un insulto aceptar cualquier tipo de ayuda.

    Esa forma de ser fue lo que más llamó la atención de Sofía, y desde entonces, nada ni nadie pudo separarlos. Ella vivía en Madrid con su hermana y con su madre, la cual enviudó siendo ella muy pequeña. Le llovieron unas cuantas broncas en casa, pero aun así decidió abandonarlo todo para convivir con él, a pesar de saber que los primeros años tendrían que estar de albergue en albergue.

    Sofía siempre había sido una mujer independiente, fuerte, valiente, y desde el primer momento le dejó claro a Ted que, si querían formar una familia juntos, los dos tendrían que implicarse con todas las consecuencias. Eso incluía que el cuidado de los futuros hijos sería compartido, y aunque a Ted le costó entrar por el aro, al final el amor logró vencer la educación machista que le había transmitido su madre.

    El español de Ted era fluido, pero nunca se había podido desprender del acento americano que tanta gracia le hacía, y le seguía haciendo.

    Era profesor en la Universidad de Salamanca, un sueño que exigió gran cantidad de sacrificios a la pareja y que los dos superaron con la actitud de un adulto.

    Sofía comenzó a estudiar Derecho, y juntos pasaban las noches empollando e intentando ayudarse el uno al otro, tanto en dudas que pudiesen surgir como ejerciendo de estrictos examinadores.

    No todo era estudio y trabajo. Cuando el compromiso de los exámenes les concedía un respiro, la calle se convertía en su zona libre de cargas. Las tardes de sol en la Plaza Mayor eran la línea de salida para unas horas de diversión y de calimocho juvenil. El alcohol barato, y la ropa bohemia, eran parte fundamental e indivisible de sus días de juerga y desconexión.

    La concesión de la plaza a Ted se demoró algo más de un año, pero al final lo consiguió con algo de ayuda. Aun residiendo en Chicago, el padre de Ted tenía relación con diversos personajes influyentes de la cultura en Salamanca, y esa fue la única vez que Ted se rebajó a pedirle un favor. Fue un trago que le costó digerir. Sofía reconoce que se vio obligado a pasar por esa humillación para que ella pudiese llevar a cabo su sueño de montar un bufete, por lo que siempre estará en deuda con él.

    Durante ocho años vivieron de alquiler en un pequeño apartamento de las afueras, y en él nacieron sus tres hijos.

    La pareja pecó muchas veces de impaciencia, debido a su juventud y su espíritu aventurero, y eso les pasó factura al creer tener una economía solvente en el momento de comprar la casa en la que viven actualmente. Se trataba de una construcción antigua, que el anterior propietario se había encargado de reformar antes de venderla. En su mejor época había sido residencia de estudiantes, y mucho más atrás un palacete señorial que el tiempo había conseguido deteriorar, hasta el punto de casi ser derruida.

    Sofía aún no había consolidado su negocio, y durante un año los ingresos brillaron por su ausencia. Fueron tiempos duros en los que tuvieron que sobrevivir con lo que ambos habían conseguido ahorrar, aunque huelga decir que con tres hijos que sacar adelante no pudo ser mucho. Cuando se mudaron a la nueva vivienda los niños aún eran muy pequeños, por lo que Adriana, la única hermana de Sofía, y siete años mayor que ella, tuvo que ir a vivir con ellos durante un par años. Sin ella todo habría sido mucho más complicado, pues era la encargada de cuidar de los niños, mientras Sofía se volcaba en el trabajo sin límite de horas.

    Las pesadillas comenzaron justo cuando Adriana tuvo que abandonarles para volver a su trabajo en el Ayuntamiento de Madrid, el cual había dejado tras pedirse una excedencia. A veces se pregunta si tuvo alguna relación la marcha de su hermana con todo lo que le sucede en sus sueños, luego piensa que es una tontería y termina por descartarlo.

    —Debo marcharme. El tiempo se me ha echado encima y tengo una clase a las nueve en punto.

    Ted le da un beso en la frente, y Sofía le devuelve una sonrisa que intenta aparentar una felicidad que a su rostro le cuesta proyectar.

    —Estaré bien. Sabes que siempre acabo un poco tensa después de tener una de estas «nochecitas».

    —Si te encuentras mal no dudes en llamar. ¿Lo harás?

    —No te preocupes, puedo cuidarme sola. Después de todo, lo único que tengo que hacer es no volver a dormirme.

    Sofía se despide forzando una sonrisa, mientras ve cómo Ted se sube en su coche y se aleja agitando el brazo por la ventanilla.

    Por fin llega la tan ansiada tranquilidad, y la disfruta como el primer sorbo de agua fresca de un sediento. Las escasas horas que puede dormir después de cada pesadilla jamás son un sueño reparador, y suele levantarse como si el mundo hubiese pasado por encima de ella, machacando cada uno de sus huesos.

    Encuentra pocos placeres mejores que lanzarse sobre el sofá y zambullirse en un océano de paz, pero hoy, un dolor intenso alrededor de sus ojos le impide librarse de esa sensación envenenada que provoca su pesadilla.

    Le gustaría dormir un buen rato, pero su sueño pende sobre ella como una guillotina sedienta de sangre. Hace tiempo le servía de consuelo que su pesadilla no se manifestara todas las noches, pero eso ya no le vale.

    En el fondo, reconoce que Ted lleva razón, y debería dejarse ayudar por un especialista, pero le cuesta demasiado desprenderse de su ego y admitir errores.

    Una de las cosas que más le afectan de la pesadilla es que su alter ego es una chica sin principios, sin valor, y sin más valores que los que le imponen, y a veces piensa que algo de la personalidad de la otra Sofía está mermando la suya. Nunca lo reconocerá ante Ted, pero con cada episodio nocturno se esfuma buena parte de su confianza.

    Line 203 Poco sabe ella que el plantearse estas dudas le va a llevar a descubrir a unos personajes que cambiarán su vida y que harán que los cimientos de lo que cree posible se resquebrajen, haciéndola caer por un precipicio de incertidumbre.

    Durante estos años le ha seguido la pista a toda clase de libros que hiciesen alguna referencia a la interpretación de los sueños, pero nunca ha conseguido dar con la clave que solucione su problema. Incluso ha devorado una diversidad ingente de documentales, en los canales temáticos que ha podido encontrar sobre sueños y sus variantes. Lo único que ha sacado en claro durante sus pesquisas, es que cada uno de los supuestos especialistas que aparecen ofreciendo su opinión, tiene criterios distintos e imposibles de conciliar para poder obtener una conclusión precisa. Con todos los años de investigación que lleva a sus espaldas, su teoría es clara y concisa: nadie tiene la certeza de que los sueños, o en su caso las pesadillas, deban tener un porqué, o una razón de ser que esté relacionada directamente con algún episodio sufrido en nuestras vidas cotidianas.

    Si se tratase de una pesadilla intrascendente, de la que a los pocos minutos de despertar ni se recuerda, no le daría la más mínima importancia. Si pudiese olvidarla con una ducha relajante este problema dejaría de serlo y pasaría a ser una simple anécdota.

    La ausencia de guerra no siempre es sinónimo de paz, pero en este instante, su cuerpo y su mente han llegado a un armisticio tan necesario como deseado. Quizás no parece una gran recompensa, pero no es aconsejable pedirle más a la providencia.

    Suena el reloj de pared de la cocina haciendo salir a pasear al cuco una sola vez. Se hicieron con el vistoso artilugio durante un tour que realizaron por distintos países europeos. Francia fue un destino de los que más gustaron a Sofía en su viaje de novios, y allí escuchó por primera vez que hace cientos de años existió una sociedad integrada por soldados llamados Templarios. No tiene la certeza de si lo que le atrajo de ellos fueron sus vestimentas, sus enormes y afiladas espadas, o las múltiples variantes en reglas y preceptos que acataban hasta la muerte, pero tampoco imaginaba que en un futuro esos personajes aparecerían en sus sueños, y no sería precisamente para bien.

    Ted llegó a casa sin apenas hacer ruido. Ha dejado su maletín en la entrada y se ha dirigido hacia el salón sin avisar de su llegada. Sofía está tumbada en el sofá con los ojos abiertos como platos, pero no reacciona ante su presencia.

    —¿Te ha ocurrido algo? —pregunta alarmado.

    Sofía cierra los ojos y los vuelve a abrir lentamente, mientras gira la mirada hacia él con una sonrisa cansada.

    —No me pasa nada. Hace tiempo que no era tan feliz.

    Ted muestra su extrañeza por el comentario y se sienta en el borde del sofá.

    — Line 202 Me has asustado —le reprocha con un golpecito en la barbilla.

    Sofía acomoda un cojín bajo su cabeza, como el mago que intenta despistar a su víctima mientras oculta la carta marcada.

    —Pues me encuentro muy bien.

    —Sé que me estás mintiendo. Tu problema no mejora, nunca lo hace, y creo de veras que acabará por pasar factura a nuestra relación.

    Sofía no comprende el propósito de ese comentario, y mucho menos que lo haga el día que acaba de sufrir otro episodio nocturno. Hace años que Ted no mostraba esa insensibilidad hacia ella, y mucho menos insinuando que una simple pesadilla podría estar poniendo en la cuerda floja su vida familiar.

    —Lo que acabas de decir te involucra a ti y a los niños.

    —No ha sido esa mi intención. Sabes que los niños y yo siempre estaremos contigo ocurra lo que ocurra, pero hace falta que de una vez por todas te decidas a ir a un especialista.

    —¿Un loquero? ¿Eso es lo que quieres que haga? ¿Visitar a un loquero por un sueño?

    —Yo solamente quiero que vuelvas a ser la misma de antes. No te das cuenta de que tu personalidad está cambiando a medida que tu pesadilla se repite. Yo puedo aguantarlo, pero los niños han llegado a tener miedo de ti. No solo se asustan cuando alguna vez te han oído gritar, sino cuando reaccionas de forma violenta a cualquier situación de estrés que se produce dentro de casa. Sabemos que no es culpa tuya, pero esto te está haciendo transformarte en una persona hostil.

    Sofía se pregunta en qué momento ha perdido el contacto con la realidad, como para no darse cuenta de que estaba cambiando tanto como Ted le está diciendo, y el dolor de cabeza vuelve para recordarle que no todo va tan bien como quiere hacerle ver a su esposo. Hasta tres tragos le ha costado que esa maldita aspirina cruce su garganta, mientras Ted se ha limitado a seguirla en silencio hasta la cocina.

    —¿Tan mal me veis? —le reprocha Sofía.

    —No es eso, cariño, pero necesitas que te abran los ojos sobre lo que está sucediendo a tu alrededor. No eres consciente de lo mucho que sufrimos todos por ti.

    —Y vosotros no sois conscientes de lo que tengo que sufrir cuando me duermo.

    —Eso también es culpa tuya —Ted eleva el tono—. Nunca entras en detalles sobre lo que ocurre ahí dentro —dice señalando su cabeza—, y lo poco que dices me tiene preocupado.

    —Te he contado varias veces que un cabronazo me tortura de forma sistemática, y ten por seguro que si alguien me hiciese lo mismo en la vida real lo rajaría de arriba abajo.

    —¿Ves? ¡Tú nunca te has expresado con tanta violencia! ¿No entiendes que esta no eres tú?

    —Papá lleva razón. Ese sueño es nocivo para ti.

    Inmóvil en el umbral de la puerta del salón, y con los ojos abiertos de par en par, está su hija pequeña, Marina.

    —Es tan solo un sueño, cariño —dice Sofía con tono maternal.

    —Mamá, si los sueños te amargan la vida solo hay dos soluciones, o cambias de sueños o cambias de vida.

    —¿Cómo has dicho? ¿De dónde has sacado eso?

    En ese momento aparecen sus dos hermanos propinándose empujones entre risas, y Marina corre a jugar junto a ellos. Mientras se aleja por el pasillo, la niña contesta en voz alta.

    —Esa frase la ha dicho doña Margarita esta mañana, y como estabais hablando de sueños...

    Los dos se miran sorprendidos. ¿Tanto tiempo llevaba su hija menor escuchando? Deben haber estado muy absortos para no percibir su presencia, pero es evidente que lo ha escuchado todo.

    —Sofía —Ted la coge por la mano—, tienes que prometerme que por lo menos te pensarás lo del especialista. Creo que no dejarte ayudar es una de tus cabezonerías. Nosotros tenemos muy claro que no estás loca, y eso es lo único que debe importarte.

    Tras un incómodo silencio, Sofía decide dar fin a la tensión que se ha creado entre ellos.

    —Muy bien, si se vuelve a repetir, y con la misma intensidad, prometo planteármelo de forma seria.

    —No me dejas nada claro —dice engullendo su enfado—, pero por ahora no te voy a pedir más. Quiero que cuando des el paso lo hagas por convicción propia.

    Ted la abraza con fuerza, mientras las miradas de ambos se pierden entre dudas.

    Sofía se despierta sobresaltada. Su corazón late desbocado y sus sienes parecen estar siendo coceadas por un pura sangre. Justo enfrente tiene a su marido cogiéndola por los brazos y por alguna razón no deja de agitarla. Por más que intenta entender lo que le está gritando, no consigue captar ningún sonido. Atónita mira por encima del hombro de Ted y descubre a sus tres hijos en la puerta del dormitorio abrazados. En esa escena muda puede ver a sus dos hijos mayores llorando desesperados, y se extraña de que Marina la observe impávida, sin transmitir ningún tipo de emoción.

    De repente, el tan ansiado sonido vuelve golpeándole como un trueno.

    —¡Por favor, tienes que despertar!

    —¡Mamá, no nos asustes!

    Los gritos desesperados de sus dos hijos son los que por fin la obligan a ser consciente de lo que está ocurriendo.

    —¿He vuelto a soñar? ¿He vuelto a hacerlo?

    Su voz suena titubeante y gastada, y en ese momento siente como un líquido caliente y pegajoso recorre su nuca deslizándose por su espalda. Al instante comprende que algo grave ha ocurrido y que está sangrando. Ted presiona un paño de cocina contra su nuca, pero Sofía se muestra sosegada, a pesar de ver que el paño blanco se está tiñendo de un rojo oscuro.

    —Creo que sí. ¿Ha cambiado algo?

    Ella le mira confusa. No tiene conocimiento de que haya tenido ninguna pesadilla, por lo que la respuesta a la pregunta de su esposo es que sí, algo ha cambiado. Es la primera vez que ignora lo que ha soñado esta noche. El desasosiego que le produce rememorar su pesadilla es infinitamente más liviano que el pánico que siente ahora, al no tener constancia de lo que acaba de ocurrir en su cabeza.

    —No recuerdo nada. Lo primero que he visto han sido vuestras caras. ¿Qué ha sucedido?

    —Tranquila. Lo primero es llevarte al hospital para que te curen la herida. Ya habrá tiempo para explicaciones, cariño.

    Dos horas después han regresado a casa. Una gasa aparatosa cubre los siete puntos de sutura en la parte de atrás de su cabeza, y en el camino de vuelta no han vuelto a hablar de lo sucedido. Los chicos se han quedado en casa con el hijo mayor al mando. Jaime cada vez se muestra más maduro, y cuando se le otorga una responsabilidad de adulto suele meterse de lleno en su papel de hermano protector.

    Cuando entran en casa, Carmen y Marina están durmiendo plácidamente ocupando los dos extremos del sofá, mientras Jaime juega con su móvil.

    —¿Te encuentras mejor, mamá?

    —El médico ha dicho que necesita reposo. Vosotros también tenéis que descansar. Coge a tu hermana pequeña y súbela a su cuarto.

    Jaime obedece y, con sumo cuidado, toma en sus larguiruchos brazos a la pequeña de la casa.

    Con una suave caricia, Ted despierta a Carmen, la cual, tras exagerar un bostezo, corre a abrazar a su madre. Sofía le devuelve el abrazo y, después de darle un beso en la frente, la niña corre tras su hermano escaleras arriba.

    Jaime consigue meter a su hermana menor en la cama sin que se despierte, y tras arropar a Carmen se marcha de la habitación cerrando la puerta con sigilo.

    —¿Subimos al dormitorio? —pregunta Ted.

    —Prefiero esperar aquí un rato. Me hace falta un momento de tranquilidad.

    —Como quieras. Yo voy a prepararme un té. ¿Quieres algo?

    —Una tila doble. Necesito relajarme —contesta decaída, mientras se sienta en el sofá.

    Ted vuelve con las dos tazas de infusiones humeantes, las deja sobre la mesa baja y se sienta al lado de su esposa.

    —¿Puedes contarme qué ha ocurrido? Te oí explicarle al doctor que me caí de la cama de espaldas y me golpeé la cabeza en el suelo.

    —Y ni tan siquiera te quejaste del golpe.

    Ted le da vueltas a la infusión, y tras sacar las dos bolsitas ofrece la bebida caliente a su mujer.

    —Pues ahora duele —dice Sofía regalándole una mueca amable.

    —Te pusiste en pie sobre la cama y agitabas los brazos con mucha fuerza. Parecía que querías quitarte algo de encima. Tu pijama quedó destrozado, y los niños, al oírme gritar acudieron a la habitación asustados.

    Sofía mira absorta el vapor que desprende la taza.

    —Me caí desde la cama —reflexiona en voz alta—. Podría haberme pasado algo grave.

    —Por supuesto que podría haber ocurrido una desgracia. Tenemos que acabar con este problema, y no podremos hacerlo si no colaboras.

    Sofía observa ensimismada la taza. Los sinuosos hilos de vapor que desprende su infusión andan enzarzados en una danza envolvente y mágica, creando formas de apariencia humana.

    —No os escuchaba.

    —Tuvo que ser consecuencia del golpe. El doctor opina que ha sido bueno que sangrases, pero dice que debemos tenerte vigilada.

    De un sorbo termina con el resto del contenido de su taza, y tras rechazar la ayuda de su esposo se levanta y se dirige hacia las escaleras.

    Ted la acompaña a poca distancia y, una vez que llegan a la primera planta, Sofía se detiene ante la puerta del dormitorio de las niñas.

    —Puedes subir a la habitación, voy enseguida.

    —¿Estás segura?

    —Sí, tan solo quiero verlas dormir —dice con un hilo de voz, mientras abre la puerta.

    Ted asiente y se marcha escaleras arriba. Sofía pierde la noción del tiempo, mientras disfruta de la belleza inocente de sus caritas apoyada en el quicio de la puerta. No puede permitir que esas niñas crezcan pensando que su madre es una trastornada. Sofía se acerca para depositar un sutil beso en la frente de sus dos hijas y abandona la habitación. Para no hacer ruido deja la puerta entreabierta, y cuando se dispone a subir a la planta superior, desde la habitación de las niñas surge una voz melodiosa.

    —Mamá.

    Ha sido solo un susurro, pero reconoce a la perfección la dulce voz de Marina.

    —Dime, preciosa.

    —Odio la venda que te han puesto detrás de la cabeza.

    —La necesito para curarme.

    —Pero te hace parecer vulnerable.

    Le sorprende la forma que tiene su hija pequeña de ver y analizar todo lo que sucede a su alrededor, pero intenta que no se le note.

    —El doctor ha dicho que solamente tengo que llevarla unos días.

    Marina no llega a abrir los ojos. De hecho, ni tan siquiera se ha girado para hablarle.

    —Estoy cansada, mamá. Hasta mañana. Y por favor, no sueñes nada, sabes que eso no te hace bien ni a ti ni a nosotros.

    Un escalofrío eriza la piel de Sofía. Irremediablemente, todo esto les está afectando a sus hijos. Debe hacer algo, y tiene que hacerlo ya.

    ACEPTANDO AYUDA

    —He tenido una conversación interesante con un profesor, compañero de mi universidad.

    —¿Sobre qué?

    —No te hagas la tonta, lo sabes muy bien. Conoce a un psiquiatra especialista en todo lo referente a sueños y su interpretación.

    —¿A cuántas personas les has contado mi problema?

    Sofía no aparta la mirada del informativo matutino, mientras se toma a pequeños sorbos un vaso con zumo de naranja, como si esa conversación no estuviese teniendo lugar.

    —Solo se lo he dicho a Marcos —se ve obligado a confesar—, y él me ha conseguido el teléfono del doctor.

    —Sabes que no aguanto a ese tío. ¿No había otro al que ir contándole mi vida privada?

    Ted comienza a dar muestras de impaciencia.

    —Me he informado y no hay muchos profesionales que se dediquen a esto como una especialidad.

    —¿Es de Salamanca?

    —Vive en Madrid, y tiene el despacho en el centro.

    —Vaya, tiene que estar forrado.

    A Ted empieza a agotarle el tono irónico de su esposa.

    —Se trata del Doctor Roberto Romagosa, y ya me he encargado de pedirte una cita para esta semana.

    —¿No se suponía que era yo la que tenía que dar ese paso? —dice sin apartar la vista del televisor.

    —No puedes retrasarlo más. Ya han pasado quince días del accidente —contesta Ted visiblemente contrariado.

    —Desde entonces, solamente se ha repetido la pesadilla una vez. Creo que voy mejorando, y si sigo así, creo que...

    —¡Basta! ¡Déjalo ya!

    Es domingo y los niños han salido a una excursión programada por la asociación de vecinos, por lo que Ted ni se ha molestado en modular el tono de su queja.

    —¿No ves que todo esto está afectando seriamente a nuestro matrimonio? ¡Cada día que pasa, nuestra vida íntima se va más a la mierda

    —¿Lo único que te importa es echar un polvo?

    —Eso que dices no es nada justo —comenta apesadumbrado—. Siempre he intentado ayudarte. Tu felicidad lo es todo para mí. Esa maldita pesadilla se está convirtiendo en la de todos.

    Sofía estrella el vaso sobre la mesa con rabia y un llanto desesperado interrumpe la conversación. Al contrario que en ocasiones anteriores, Ted no hace ni el más mínimo intento por consolarla.

    —La cita con el Doctor Romagosa es el lunes a las diez de la mañana. Ya he hablado con Isabel, y dice que no hay problema.

    —¿No le habrás contado nada a ella?

    Isabel es la mujer de confianza de Sofía dentro del bufete y la que se encarga de todo cuando ella está ausente, ya sea por trabajo, o por alguna de sus crisis.

    —Le he dicho que tenías que quedarte en casa con Carmen. He puesto la excusa de que estaba enferma. No te preocupes, no sospecha nada.

    Sofía observa a Ted desconfiada, esperando descubrir en sus ojos cualquier atisbo de ocultación.

    —¿Ves lo que está pasando? Te estás volviendo muy suspicaz. Antes nunca habrías dudado de si lo que te estoy contando es verdad o no, tus ojos te delatan. Te lo digo en serio, cariño, tienes que dejarte ayudar.

    Ella cambia de inmediato el gesto y gira su mirada hacia el televisor. Pasan un par de minutos en los cuales ninguno parece querer pronunciarse.

    —Está bien, lo haré. El lunes a las diez estaré donde digas, pero no te prometo que vaya a aguantar una sesión completa.

    Al escuchar lo que tanto esperaba, Ted se

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