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Viviendo En Una Caja de Cristal: Experiencias de una maestra en el México rural de los años 50
Viviendo En Una Caja de Cristal: Experiencias de una maestra en el México rural de los años 50
Viviendo En Una Caja de Cristal: Experiencias de una maestra en el México rural de los años 50
Libro electrónico630 páginas8 horas

Viviendo En Una Caja de Cristal: Experiencias de una maestra en el México rural de los años 50

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Circunstancias especiales obligan a María del Socorro Camero Haro a aceptar un puesto de maestra de secundaria en Doctor Arroyo, Nuevo León, México. Antes de partir, su madre le dice que recuerde que vivirá en una caja de cristal en la que todos verán y juzgarán lo que hace. La recién graduada maestra no imagina cuán valioso será este consejo en el futuro.

Socorro había crecido en un ambiente protegido. Ahora se encuentra en un mundo diferente al suyo. Es la década de 1950, y la joven maestra se enfrenta a los tabúes de quienes viven en pueblos pequeños en ese momento. Es soltera y vive y trabaja sólo con varones. Ella se encuentra en un pueblo remoto al que sólo se puede acceder por caminos de tierra, que no tiene agua corriente y la electricidad está limitada a dos horas al día. Socorro se enfrenta a las supersticiones de la gente y conoce al villano local, que es casi una leyenda. Varias veces, el destino la coloca en situaciones peligrosas en las que debe tomar decisiones instantáneas y drásticas. La única comunicación con su familia y su novio es por correo. Problemas imprevistos afectan sus planes de boda. A pesar de su soledad, encuentra alegría en enseñar a sus alumnos y verlos sobresalir. Sus nuevos compañeros de trabajo y amigos la ayudan a adaptarse a su actual entorno.

El Director General de Educación ha prometido traer pronto a Socorro a Monterrey. ¿Cumplirá su promesa? ¿Se ganará ella la confianza y el respeto de la gente del pueblo? ¿Sobrevivirá su historia de amor? ¿Superará su soledad debido a la distancia del pueblo a su unida familia?

En este libro, encontraremos a Socorro lidiando con los desafíos y las intrigas del mundo real. Ésta es una historia verdadera que cautivará a los lectores.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 mar 2022
ISBN9781005984977
Viviendo En Una Caja de Cristal: Experiencias de una maestra en el México rural de los años 50
Autor

Maria Socorro Martinez

María Socorro “Coco” Martínez, maiden name María del Socorro Camero Haro, is a freelance writer and author of a memoir.Coco was born in San Luis Potosí, in the state of San Luis Potosí, México, but grew up in Monterrey, Nuevo León, México. She worked as a teacher of grades seven through nine, as well as an Assistant Principal for a year, in a middle school in Doctor Arroyo, Nuevo León, México, from 1958 to 1962. She later taught in middle schools in Monterrey, Nuevo León, México, from 1962 to 1966.She then married Martín H. Martínez, a US Air Force member, and moved to the United States. She was a stay-at-home mom to her three children until she returned to work as a bilingual assistant at elementary schools in North East ISD in San Antonio, Texas, from 1985 to 2004.Co-founder of the Spanish for Children program, National Autonomous University of México (Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM), San Antonio, Texas, she led double summer sessions from 1988 to 1995.Since 2002, she has worked part time for Tri-Lin Integrated Services in San Antonio, Texas, as a Spanish consultant and freelance writer of standardized test passages in Spanish for elementary students.Living in a Crystal Box is her memoir describing her experiences as a young city girl facing the hardships and taboos of working as a teacher in Doctor Arroyo, a rural Mexican town, in the 1950s.

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    Viviendo En Una Caja de Cristal - Maria Socorro Martinez

    PRÓLOGO

    Coraje, un sólido conjunto de valores y un profundo deseo de convertirse en maestra, fluyen a través de las memorias de Coco Martínez, Viviendo en Una Caja de Cristal. Sin otra opción, deja a su familia en Monterrey cuando comienza su carrera en el aislado pueblo rural de Doctor Arroyo, Nuevo León. Debe demostrar su valía como maestra y como mujer que viaja sola a fines de la década de 1950, una época en la que las mujeres permanecían con la familia hasta que se casaban. Ella cuenta su notable historia con humor, transparencia y una profunda percepción de sí misma y de quienes la rodean, quienes le ayudaron a cumplir su sueño.

    Escuchar cómo se desarrollaba su historia mientras llevaba cada capítulo a la clase fue realmente un regalo. Coco nos llevó con ella a Doctor Arroyo. Caminamos por las calles polvorientas y observamos a sus estudiantes mientras se ganaba su respeto y ellos, el de ella. Sus voces y las de sus compañeros y familiares resuenan con el sabor del lugar, tan auténticas como si las escucháramos nosotros mismos. El lenguaje y las imágenes que utiliza para transmitir su historia son deliciosos.

    Su fuerza, humor, intimidad, franqueza, valores y confianza brillan a través de sus palabras.

    Jean Jackson, instructor, Academy of Learning in Retirement

    PREFACIO

    La década de 1950 fue, para mí, una época muy romántica e inocente, quizás porque vi estos años a través de los ojos de una joven que creció protegida por su familia y rodeada de su amor.

    En ese tiempo, aún asistíamos a los bailes acompañadas de chaperones. Fueron los años en que, según decía mi madre y el resto de la sociedad mexicana, ninguna dama decente camina sola por la calle después de las diez de la noche. Sin embargo, a finales de esa década, mi vida dio un giro inesperado. Las circunstancias me obligaron a separarme de mi familia en la ciudad de Monterrey, Nuevo León, México.

    Habiendo logrado mi sueño de convertirme en maestra, me encontré en un dilema: aceptar un trabajo en una escuela pública en un lugar remoto, lejos de la seguridad de mi hogar, o rechazarlo y renunciar a la enseñanza.

    En el México de ese entonces, una mujer dejaba su hogar sólo cuando se casaba. Por ello, mi principal problema era convencer a mi padre de que me permitiera aceptar esa oportunidad.

    Mi destino me llevó a Doctor Arroyo, un aislado pueblito, sin camino principal asfaltado, sin agua potable y con luz eléctrica sólo dos horas al día. Ahí enfrenté el tabú de ser mujer soltera, trabajando y viviendo sólo con profesores varones, más la circunstancia de tener estudiantes de casi mi edad.

    Otro reto era ganarme el respeto y cariño de la gente. Mi arma sería aplicar el sabio consejo de mi madre: Nunca olvides que vivirás en una caja de cristal. Todos verán y juzgarán lo que haces.

    En este libro de memorias, Viviendo en Una Caja de Cristal: Experiencias de una maestra en el México rural de los años 50, comparto mis experiencias sobre los tabúes de los pueblos pequeños, las supersticiones y nuevas costumbres. Mi aventura comenzó en 1958. Describo no sólo mi soledad y frustraciones, sino también la alegría de ver a mis alumnos avanzar hacia sus metas. Muestro cómo las circunstancias influyeron en el rumbo de mi relación amorosa; las personas y proyectos a los que tuve que renunciar, y las vicisitudes de mi familia durante mi ausencia.

    En esta historia, he cambiado los nombres de algunas personas para proteger su privacidad.

    Este libro es mi carta de amor a la gente con la que compartí mis experiencias como maestra en Doctor Arroyo, Nuevo León, y a los maravillosos vecinos del entrañable pueblito; al amor de mi vida y a los miembros de mi familia, quienes enriquecieron mi existencia. Es también un tributo de gratitud al que fuera mi director, guía y amigo, el inolvidable profesor Francisco Merla Moreno.

    AGRADECIMIENTOS

    Este libro fue posible gracias a la valiosa ayuda de varias personas que creyeron en mí. Su conocimiento, consejo, aliento, amistad y amor contribuyeron a su realización. Ofrezco mi más sincero agradecimiento a todos ellos.

    A mi esposo Martín, por creer en mi potencial como escritora y apoyarme en las clases de redacción que ofrece el programa Academy of Learning in Retirement (ALIR) en San Antonio, Texas, y por su comprensión del tiempo invertido en escribir mi libro.

    A mis hijos Patricia, Carlos y Omar, cuyos comentarios sobre este proyecto fueron una gran inspiración para completarlo.

    A Jean Jackson, mi maestra de la clase de Redacción de ALIR, quien me dio las herramientas de redacción para embarcarme en mi aventura literaria.

    A todos mis compañeros de clase de Redacción II de ALIR, que me ayudaron al criticar los borradores de mi libro. Estoy especialmente agradecida con Jane Dreyfus, Susan Chandler, Val Pierce y Janet Alyn, quienes junto con mi maestra Jean Jackson, leyeron mi manuscrito desde su inicio.

    A Jan Kilby, otra maestra de la clase de Redacción, y ahora una amiga, que me ayudó a editar mi libro en inglés y que me ha guiado sabiamente con sus consejos sobre varios aspectos de mi carrera como escritora.

    A mi querido hermano Arcadio Cayito Camero, quien aplicó su experiencia en el campo literario y su conocimiento del idioma español para editar la traducción al español de este libro.

    A las personas que amablemente aportaron fotografías y demás información utilizada en el libro: Andrés Huerta? a través de su esposa Saskia Juárez, Trini Rodríguez, Arturo Quiroz y exalumnos de la secundaria de Doctor Arroyo: Matilde Briones, Rodolfo Contreras, arquitecto Ismael Nava, profesora Lilia Nava, profesor Víctor Manuel Nava y Lupita Torres.

    A Lillie Ammann, por editar y coordinar la publicación de mi libro.

    A cada uno de ustedes, les ofrezco mi eterna y sincera gratitud.

    Profa. María del Socorro Camero Haro

    CAPÍTULO UNO

    ¡TÓMELO O DÉJELO!

    Una mañana temprano en agosto de 1958, el atrio de La Dirección General, hoy Secretaría de Educación en Monterrey, Nuevo León, vibraba con risas y conversaciones animadas. Todo lo relacionado con la educación en el estado se manejaba en este lugar, desde la planificación y los programas escolares, hasta asignaciones, cambios de plaza y salarios, entre otras cosas.

    Ciento ochenta y ocho maestros recién graduados esperábamos con impaciencia escuchar nuestros nombres. ¡Era el Gran Día! Uno por uno seríamos notificados de nuestras nuevas asignaciones de maestros.

    Divididos en pequeños grupos nos sentamos donde pudimos. Para los hombres fue fácil encontrar un lugar, incluso en las escaleras que conducían al segundo piso, pero a las mujeres nos fue más difícil con nuestras faldas ajustadas o crinolinas almidonadas. Al sentarnos debíamos cuidar que nuestras rodillas estuvieran pudorosamente cubiertas.

    Las mujeres mexicanas no usaban pantalones de vestir en esa época. Todavía tardarían algunos años antes de convertirse en una prenda cotidiana.

    Yo llevaba un vestido amarillo que mi madre me había confeccionado para esa ocasión tan especial. El color del vestido contrastaba con mi piel canela. Mi cabello, negro intenso, lucía un corte moderno que enmarcaba muy bien mi rostro. Mi maquillaje era discreto y la única joyería que llevaba eran un par de aretes de oro y el brazalete que mi padre me regaló cuando cumplí quince años.

    Cerré los ojos por unos segundos, reviviendo en mi memoria la bendición de mi madre y su suave beso en mi mejilla antes de salir de casa. ¡Buena suerte, hijita! Rezaré por ti, me había dicho mientras yo subía al camión que me trajo hasta aquí. Con sus palabras y su bendición me sentí protegida.

    El día era tan brillante como los rostros de la joven muchedumbre que me rodeaba. Una ligera brisa ayudó a disipar el calor estático en el lugar. De vez en cuando, algunas de las chicas revisaban discretamente su cabello o maquillaje en sus espejos de bolsillo. Un peine o un lápiz labial corrigieron cualquier imperfección, y una vez satisfechas continuaron con sus charlas. Otras trataron de mantenerse frescas agitando abanicos de mano, o improvisándolos con alguna hoja de papel. La fuente de agua ganó popularidad a medida que el día se hizo más caluroso. Era la primera semana de agosto, por lo que el verano en Monterrey estaba en su apogeo.

    Sabíamos que sería una larga espera. Muchos de los graduados llevaron algo para botanear y beber. A media mañana, varios de ellos ya estaban compartiendo sus almuerzos o frituras con quienes los rodeaban. Otros hicieron planes para comprar algunas tortas o tacos en los pequeños puestos cercanos. Yo tenía un plátano y una manzana, pero el aroma y la vista de los tacos y tortas se estaban volviendo irresistibles.

    En medio de todo el regocijo, había muchas preocupaciones también. No toda la generación de aspirantes a maestros de 1955-58 nos habíamos graduado. ¡Yo tuve esta fortuna! Más que buena suerte, fue el gran esfuerzo que puse en estudiar tanto como pude, en el tiempo libre que tenía después de laborar en dos trabajos y de ayudar a mi madre con las tareas domésticas. Durante tres años trabajé extenuantemente, estudié mucho y dormí poco. El único tiempo que podía disfrutar eran unas horas libres los domingos por la tarde, después del trabajo. Usualmente iba al cine con Bertha, mi amiga y vecina, y ocasionalmente a alguna fiesta con ella y otro grupo de amigas.

    * * * *

    Al comienzo de nuestro último año de estudios, el Director General de Educación se presentó en nuestra escuela, la Normal del Estado. Todos los aspirantes a graduarnos como maestros fuimos requeridos al auditorio del edificio.

    ¿Tienes alguna idea de por qué está aquí el Director General?, susurró la joven sentada a mi lado.

    No, pero lo descubriremos pronto. Me temo que no son buenas noticias. Mira la cara de la profesora Rebequita, dije.

    Observamos a la subdirectora, quien acompañaba al Director General. En lugar de su sonrisa casi siempre placentera, mostraba en este momento una expresión severa.

    Después de un breve saludo el funcionario se aclaró la garganta y dijo: El motivo de mi visita es para hacerles saber que el próximo año no habrá disponibles muchos puestos de maestros. Por esta razón, están advertidos de que intentaremos retener a la mayor cantidad posible de ustedes.

    Sus palabras fueron seguidas por muchos susurros de los estudiantes. Varias personas en la audiencia se movieron nerviosamente en sus asientos; otras fruncieron el ceño.

    Como si esa información no fuera suficientemente inquietante, añadió: Y, para aquellos que se gradúen, tengan en cuenta que, por primera vez, muchos de ustedes tendrán que trabajar fuera de Monterrey.

    Un pesado silencio siguió a esta última declaración. Posteriormente el Director General nos agradeció nuestra atención y partió.

    Cuando el funcionario se retiró, acompañado por la profesora Rebequita, se escuchó un murmullo general de frustración. No duró mucho, pues ella regresó en seguida. Muy bien, jóvenes, ya escucharon al Director General. Mi mejor consejo para ustedes es que estudien mucho si no quieren volver el año próximo, dijo. Ahora, por favor retornen a sus aulas. Los profesores los están esperando.

    Cuando salimos del auditorio vi a mi alrededor muchos rostros con el ceño fruncido o con sonrisas forzadas. Otros simplemente tenían una mirada ausente. Probablemente cada uno de nosotros estaba pensando en cuál sería su futuro.

    Escuché a un estudiante preguntar: ¿De verdad crees que esto puede suceder, o simplemente están tratando de asustarnos?.

    Será mejor que lo creas, contestó su compañero. Estas personas no bromean.

    * * * *

    Ahora, casi un año después, estábamos sentados en la Dirección General. Las predichas malas noticias se habían convertido en realidad. No todos nos graduamos, y algunos compañeros estaban siendo enviados a trabajar fuera de Monterrey, no sólo a pueblos grandes, sino también a pequeñas comunidades. Esto estaba causando revuelo entre todos nosotros.

    Si no consigo un puesto aquí en la ciudad, dijo un joven maestro, hay dos municipios en este Estado de Nuevo León en donde no quiero trabajar: China y Doctor Arroyo.

    Por lo que he escuchado en las noticias, esos pueblos son bastante peligrosos, añadió una joven.

     Bueno, no aceptaré ninguna de esas asignaciones por seguro, dijo otro joven. Es mejor que me den un trabajo en Monterrey o en un pueblo agradable, o no lo aceptaré.

    Me pregunto si este joven realmente cumplirá su palabra si el Director General lo envía a trabajar a un lugar que no le gusta. Creo que es sólo bravuconería. Si necesita ayudar a su familia o si ama esta carrera, aceptará lo que se le ofrezca.

    Varias personas agregaron comentarios negativos. Pronto fue del consenso general, de que una asignación a cualquiera de los pueblos de Doctor Arroyo o China, Nuevo León, sería mala. Después, el tema de la conversación cambió y mi atención se centró en la puerta cerrada de la oficina del director. Mi impredecible futuro estaba detrás de ella. Cuando ésta se abría, cada uno de nosotros esperaba escuchar su nombre. Durante breves momentos reinaba un tenso silencio. Una vez que se cerraba, el ruido comenzaba nuevamente.

    Cada vez que un compañero salía de la oficina todos queríamos conocer su asignación. Hasta ahora, la mayoría de los puestos docentes aceptados habían sido en Monterrey, y unos pocos en pueblos cercanos a la ciudad. Si me van a enviar a trabajar fuera, espero que sea en uno de los pueblos aledaños para poder volver a casa todos los días o, al menos, una vez por semana.

    A primera hora de la tarde, el joven altanero fue llamado y entró a la oficina sonriendo socarronamente. Después de un tiempo relativamente corto, salió con expresión abatida. Sus amigos lo rodearon de inmediato.

    ¿A dónde te asignaron?, fue la pregunta inmediata.

    Después de un breve silencio, respondió de mal humor: ¡A China, Nuevo León!.

     ¡Ah! ¿Y lo aceptaste?, le preguntó uno de sus amigos.

    ¡Por supuesto que no!, contestó con brusquedad, alzando una ceja. Les dije a todos ustedes que no aceptaría tal lugar. Y ni crean que me preocupa. Estoy seguro de que me llamarán más tarde con una mejor opción.

    Luego describió su malograda entrevista. Todos a su alrededor lo escucharon atentamente.

    En ese momento la secretaria del director abrió la puerta una vez más. El ruido se detuvo casi por completo. Aquí y allá alguna tos nerviosa rompió el silencio. Las horas de espera tensa habían traído buenas noticias a varias personas y tristeza y frustración a las demás. Ahora, llenos de inquietud, miramos a la secretaria junto a la puerta. Todos esperamos sus palabras. Abrió su cuaderno, ajustó sus lentes sobre el puente de su nariz y leyó un nombre en su lista.

    ¡María del Socorro Camero Haro!, gritó ella.

    ¡Soy yo!, dije levantando la mano. Mi corazón comenzó a latir furiosamente. ¡Oh Dios! Espero que sólo yo pueda escuchar mi corazón latir como un tambor.

    ¡Buena suerte, Socorro!, dijeron algunos de mis amigos.

    Gracias. Seguro que la necesito, dije levantándome. Me sonrojé sabiendo que era el foco de atención. Alisé mi vestido y seguí a la secretaria dentro de la oficina. Un ligero estremecimiento recorrió mi cuerpo. En unos momentos conocería mi destino. La amistosa mujer sonrió y me deseó buena suerte. Luego abrió una segunda puerta y me indicó que pasara. Respiré profundamente y entré a lo que imaginé como la cueva del león. Sonreí pensando en lo que diría el Director General si supiera con qué comparé su oficina.

    El director estaba sentado detrás de su escritorio con varias carpetas delante de él. Era alto y robusto. Con su traje oscuro, la cabeza ligeramente calva y gafas con montura negra, me recordó a un juez. Me saludó con un firme apretón de manos. ¡Dios! Ojalá que no haya notado mi mano temblorosa.

    Después de intercambiar cortesías me señaló la silla frente a él. Me senté con las manos apretadas en mi regazo. Abrió una carpeta beige que tenía mi nombre en el frente.

    Señorita Camero, tengo un trabajo especial para usted, dijo con una sonrisa amistosa.

    Sentí mi piel erizarse. Imaginé lo que vendría después: ¡la plaza que la persona anterior había rechazado!

    Es... ¿China, Nuevo León?, pregunté con voz tensa. Estaba sentada en el borde de la silla sintiendo un nudo en el estómago.

    ¿Por qué dice eso?. El director ladeó la cabeza y sonrió. No, esta plaza es en otro lugar y es mucho mejor.

    Me recosté en la silla y comencé a relajarme. Me dispuse a recibir una buena noticia.

    Es en una escuela secundaria en Doctor Arroyo, y su salario será de mil pesos.

    Quedé estupefacta. ¡Doctor Arroyo! ¡El otro lugar a donde nadie quería ir! Mi mente comenzó a acelerarse. Mis padres dependían de mi ayuda. Siendo la mayor de siete hermanos no tenía muchas opciones. Pensé en toda la información que escuché antes y recordé que Doctor Arroyo estaba casi en el extremo sur del Estado. Vería a mi familia solamente durante los periodos vacacionales. Por otro lado, mi salario sería el doble de lo que había ganado como maestra-estudiante. Apreté mis manos. ¿Qué debo hacer?

    Entonces, ¿cuál es su respuesta, señorita Camero?. La voz del director me sacudió. Estaba tamborileando sobre mi carpeta abierta.

    Lo miré y me mordí el labio inferior sin contestar ni una palabra.

    Tengo que recordarle que no habrá otra oportunidad para tomar una decisión. ¡O lo toma, o lo deja!. Esta vez había una advertencia en su voz. El joven que salió hace un momento tendrá que buscar trabajo en otro lado, ya que rechazó mi oferta.

    Disculpe, señor director, pero espero que comprenda que debo consultar primero con mis padres antes de tomar esta importante decisión, le dije.

    Para mi sorpresa, mostró comprensión. Estuvo de acuerdo en esperar hasta el día siguiente para mi respuesta final.

    Antes de irme, añadió: Si le hace sentir mejor a usted y a sus padres, quiero que sepa que estoy planeando enviar dos maestras más a Doctor Arroyo. También debe saber que existe la posibilidad de que la traigamos de regreso el próximo año, si hay un puesto disponible en la ciudad.

    ¡Gracias, señor director! Les explicaré eso a mis padres.

    La veré mañana entonces y espero que tome una decisión acertada. Se puso de pie y me estrechó la mano.

    Salí de su oficina a toda prisa. De inmediato los compañeros comenzaron a hacer preguntas.

    Podría ir a Doctor Arroyo, les dije. Todavía tengo hasta mañana para pensarlo.

    En realidad, todo lo que necesitaba era el consentimiento de mis padres. En mi mente ya había decidido ir, no sólo porque mi familia necesitaba mi ayuda económica, sino porque trabajar como maestra valdría la pena cualquier sacrificio.

    Sin embargo, por unos instantes me asaltó un temor. ¿Cómo reaccionaría mi novio Martín ante mi decisión de salir a trabajar lejos de casa? Teníamos una relación a larga distancia. Por más de dos años sólo nos comunicábamos a través de cartas. Él residía en los Estados Unidos. Nos habíamos conocido en Monterrey cuando vino de vacaciones con su familia. Después ingresó a la Fuerza Aérea de ese país, y sus asignaciones a otras partes del mundo habían impedido que viniese a visitarme.

    Aunque Martín había crecido en el extranjero, yo sabía que su familia aún conservaba las costumbres mexicanas. De acuerdo a ellas, las mujeres solteras permanecían en sus hogares hasta casarse. Sin embargo, para el tiempo que él recibiera mi carta dejándoselo saber, yo ya estaría trabajando en Doctor Arroyo. Suspiré. Martín tendría que confiar en mí tal como yo confiaba en él. Después de todo, alejarme de mi familia era, en ese momento, una necesidad, no un placer.

    Mi primera cita con Martîn en 1956

    CAPÍTULO DOS

    ¡PERMÍTAME VOLAR!

    Regresé a casa con una miríada de emociones encontradas. Me habían ofrecido una plaza, aunque no era lo que yo quería. Si la aceptaba, sería un cambio radical para mí y mi familia.

    Pensé en todos los aspectos positivos. El salario extra que ganaría sería de gran beneficio en mi hogar. Además, independizarme por primera vez era algo emocionante. Traté de descartar los aspectos negativos, como lo de ir a un pueblo lejano, desconocido y con tan mala reputación; además de que raramente vería a mi familia y amigos.

    ¿Cómo serían mis compañeros de trabajo? ¿Le agradaría yo a la gente de Doctor Arroyo? Recordé el dicho: Pueblo chico, infierno grande. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo sólo de pensar en esto. Estaba tan profundamente sumergida en mis pensamientos que casi pierdo mi parada del camión.

    Antes de entrar a casa respiré profundamente. Necesitaría de todo mi coraje y diplomacia para informar a mis padres sobre mi asignación y obtener su permiso para trabajar fuera de la ciudad. Sin duda mi madre estaría de acuerdo, incluso si le rompiera el corazón verme ir. ¡Era mi padre quien sería difícil de convencer!

    Escuché la música del radio proveniente de la cocina. Mis hermanitas Norma y July acudieron a recibirme con un tierno abrazo mientras yo caminaba por donde jugaban.

    ¿Dónde están los muchachos?, les pregunté.

    Javier fue a la biblioteca, Héctor y Cayito están haciendo algunos mandados, y Ernesto está jugando con sus amigos en el río, detalló Norma.

    Sonreí pensando que las personas que nunca habían estado en Monterrey ignoraban que el río Santa Catarina estaba completamente seco. Muchos años antes había inundado partes de la ciudad, por lo que el gobierno decidió ampliarlo y canalizarlo. Sólo cuando llovía con fuerza podía uno ver un arroyo estrecho en medio de su enorme cauce.

    Esperaba dar la noticia a toda la familia, pero tal vez era mejor de esta manera. Vi a mi padre en la mesa de la cocina leyendo su periódico y tomando una taza de café humeante. Mi madre estaba de pie junto a la estufa, cocinando algo que olía delicioso. Ni siquiera los aromas del ajo y especias fueron capaces de despertar mi apetito.

    Tan pronto como me vieron, mi padre cerró su periódico y mi madre apagó la estufa. Besé a los dos, que me miraban expectantes. Supieron de inmediato que tenía algunas noticias serias para compartir.

    ¿Cómo te fue, hijita?, preguntaron casi simultáneamente, con un tinte de ansiedad en sus voces.

    Bueno..., carraspeé un poco y tomé aliento.

    Sin demora, les expliqué la situación. Cuando terminé, mi madre estaba en silencio, con expresión abatida en su pálido rostro. Mi padre tensó la mandíbula, frunció el ceño y dijo: ¡Está fuera de consideración! ¡Ni siquiera vamos a discutirlo!. Se puso de pie; vació el resto de su café en el fregadero y se dio la vuelta para alejarse.

    Me atravesé en su camino. Tomándolo por el brazo, lo forcé a detenerse.

    ¡Escuche, papá!, le dije. Sentí sus músculos tensarse debajo de mi mano.

    Sacudiendo su dedo índice hacia mí y frunciendo el ceño, dijo: ¡Escucha tú! Eres una señorita de su casa y no permitiré que te alejes de nosotros.

    Norma y July habían oído que yo estaba pidiendo permiso para salir de casa y tenían lágrimas en los ojos. Mi corazón se oprimió, sin embargo, no podía dejar que mis sentimientos se interpusieran. Si mi padre no me permitía ir, tal vez nunca conseguiría un trabajo como maestra para el Estado.

    ¡Estamos en 1958, papá! Estos son tiempos modernos. Las mujeres tienen más libertad, dije. Tragué saliva, tratando de no llorar.

    Era irónico para mí decir algo así, ya que todavía me comportaba a la usanza antigua. Mi madre todavía me acompañaba a todos los bailes a los que me invitaban, y si mi camión venía tarde de la escuela, ella estaría parada en la esquina esperándome.

    ¿Qué hace aquí sola, madrecita?, siempre le preguntaba.

    Una joven decente no puede estar en la calle después de las diez de la noche, solía contestar. ¡Qué dirá la gente!.

    Mi madre siempre se preocupaba por lo que la gente diría.

    Ahí estaba yo ahora, esperando una respuesta. Mi padre tenía una expresión severa. Me miró de reojo en silencio. Luego trató de quitar mi mano de su brazo, pero no lo dejé. Él supo que no iba a rendirme fácilmente.

    ¡El Director General sólo está tratando de asustarte! Él te dará trabajo en otro lugar, dijo tercamente.

    ¡No, no lo hará, papá! ¿No escuchó lo que dije antes? Ya está aconsejando a las personas que no aceptaron su asignación que comiencen a buscar otro tipo de trabajo. ¡No quiero ser una de ellas!.

    Estaba frustrada porque mi padre no quería ceder. Finalmente me disolví en lágrimas amargas. ¿Ha olvidado lo difíciles que fueron los últimos tres años para mí?, le pregunté.

    Durante los tres años anteriores, había trabajado como secretaria durante la mañana y como maestra-estudiante por la tarde. Al mismo tiempo, asistía a la escuela por la noche para obtener mi título de maestra. Diariamente antes de acostarme hacía la tarea de la escuela, escribía mis planes de enseñanza para la semana y procuraba ayudar a mi madre con algunas tareas del hogar. Muchas veces me quedé despierta hasta pasada la medianoche. Ésa era mi rutina de lunes a viernes.

    Los fines de semana trabajaba en la oficina de una tienda de curiosidades, doce horas los sábados y ocho horas los domingos. Mi único tiempo libre era el domingo por la tarde, después de haber recogido el dinero de los cajeros de las tiendas afiliadas. Apenas tuve tiempo para descansar durante esos años. Lo hice por mi familia y el anhelo de ser maestra. Ahora, sentía que mi padre me estaba cortando las alas, sin permitirme volar.

    Me sequé las lágrimas. Papá, siempre he sido obediente con ustedes; los dos saben perfectamente que pueden confiar en mí. Sé que en ese lugar se espera que mantenga la más alta conducta moral en todo momento. Nunca los he decepcionado y nunca lo haré. ¡Tiene que darme su permiso para ir! Ya no soy una niña pequeña. ¡Ya tengo veinte años!.

    Mis padres sabían cuánto anhelaba ser maestra. Mi papá finalmente accedió a dejarme ir. No sé si fue porque no podía soportar verme llorar o porque le informé que otras dos maestras también irían a Doctor Arroyo.

    Bueno, hijita, si otras dos maestras son asignadas allí también, entonces es diferente. Simplemente ve a ver si te adaptas, pero si te sientes incómoda prométeme que volverás de inmediato. El tono de su voz era conciliador. Me abrazó y besó mi frente.

    Comprendí lo difícil que era para él dejarme ser libre. Siempre había existido un fuerte vínculo entre nosotros porque no sólo era su primogénita sino además mujer.

    Con el corazón lleno de alegría prometí hacer eso. Besé a mis padres con una oleada de euforia. El resto del día traté de concentrarme sólo en los aspectos positivos de mi asignación.

    * * * *

    Al día siguiente volví a la Dirección General para aceptar el puesto. Cuando entré a la oficina –que ya no me pareció la cueva del león– el Director General se levantó para saludarme con un apretón de manos y una sonrisa amable. Me miró, abrió la carpeta con mi nombre y me ofreció un bolígrafo. Esa cara radiante me dice que va a Doctor Arroyo, ¿verdad?.

    Sí, señor director. ¡Muchas gracias por darme la oportunidad de consultar con mis padres al respecto!.

    Eso fue porque vino aquí con la actitud correcta, y pude ver que realmente quería el trabajo. Entonces, ¡de nada! Ahora terminemos este asunto.

    El director y yo firmamos el contrato y él me felicitó por mi decisión. Me aseguró que era una buena asignación.

    Después de agradecerle nuevamente, me sorprendió cuando se levantó y me acompañó hasta la puerta de salida. Cuando la abrió pude ver a todos en la sala mirándonos en silencio.

    ¡Quiero que aprendan de esta joven dama!, les dijo en voz alta a los maestros que esperaban. La profesora Camero no teme trabajar fuera de la ciudad. Ella ha aceptado el puesto en Doctor Arroyo. Me estrechó la mano y repitió: ¡Felicidades y buena suerte, profesora! La traeremos de vuelta lo antes posible. Con eso, cerró suavemente la puerta detrás de mí.

    Algunos de los maestros dijeron que lamentaban mi asignación a Doctor Arroyo. El resto de ellos, estoy segura, se sintieron aliviados de que esa plaza hubiera sido para otra persona.

    * * * *

    Cuando volví a casa les conté a mis padres la reacción del Director General. Ellos me escucharon en silencio. Me resultó difícil ver la mirada herida en los ojos de mi amada madre, la expresión pensativa en el rostro de mi padre y la ansiedad de todos mis hermanos, que no podían entender por qué tenía que irme.

    Tengo que ir, no porque quiera hacerlo, pero si no hubiera aceptado esta oportunidad, no me darían trabajo en ninguna otra escuela, les dije. Papá necesita mi ayuda para mantener a la familia, pero volveré tan pronto como pueda. Me miraron, poco convencidos.

    Mis amigas más cercanas, Alicia Rodríguez y Mary Paz Rodríguez –quienes no tenían parentesco entre sí– recibieron con consternación la noticia de que podríamos estar separadas por mucho tiempo e intentaron disuadirme. Sin embargo, la idea de que contribuiría a proporcionar una vida mejor para mi familia, me dio el coraje de seguir preparándome para dejar el nido. Todavía me quedaban tres largas semanas antes de que lo hiciera. ¡Apenas podía esperar!

    CAPÍTULO TRES

    DOLOROSA DESPEDIDA

    Finalmente llegó el día de mi partida. Era la última semana de agosto de 1958. Me desperté muy temprano y esperé impacientemente a que saliera el sol. Cuando el cielo se tiñó rosado, corrí a bañarme. Con nueve personas en nuestra familia, no quería esperar turno para usar el único baño de la casa.

    Me puse un vestido nuevo que mi madre me había hecho con mucho amor. Tenía suerte de que ella fuera una buena modista. A veces yo veía un vestido que me gustaba en una revista y ella me lo hacía. No podía esperar para usar mi nuevo guardarropa que estaba cuidadosamente empacado en dos maletas.

    Nos sentamos para mi último desayuno en casa. Quería gozar esos últimos minutos. Siempre había una sensación de felicidad cuando todos nos reuníamos alrededor de la mesa del comedor. Era entonces cuando compartíamos comida, historias y risas. Pero esa mañana había una atmósfera diferente. Hubo largos silencios. Mi madre estaba inusualmente callada, y mi papá dejó la mitad de su desayuno en el plato. Pronto estaba lista para partir, pero antes, era necesario observar una tradición especial.

    Puse un cojín en el piso y me arrodillé para recibir la bendición de mis padres. Hacíamos esto cada vez que íbamos a estar ausentes por un largo tiempo. La bendición de Dios Padre, de Dios Hijo y del Espíritu Santo, te acompañen y después de la de Dios, la mía. Mis padres recitaron estas palabras haciendo la señal de la cruz sobre mi frente, mis labios y mi pecho. Esto me protegería de todos los peligros del mundo.

    ¡Que Dios te acompañe siempre, hijita!, dijo mi padre. Me sentí bien escuchando sus palabras. Después besó mi frente y me ayudó a levantarme. Tomé su mano por unos segundos, esa mano fuerte que había sostenido la mía tantas veces a lo largo de mi vida. La solté y sentí un nudo en la garganta. Me estaba alejando del nido hacia lo incierto.

    ¡Cuídate mucho, hijita!, susurró mi madre en mi oído, luego agregó algo que sería mi guía de conducta en el futuro: ¡Y recuerda que estarás viviendo en una caja de cristal en donde todos verán y juzgarán lo que haces!.

    Ése era un consejo perfecto. Se secó las lágrimas y sonrió. ¡Mi madre era una mujer tan valiente y sabia! Ella siempre sería mi modelo a seguir.

    No se preocupe madrecita, recordaré todos sus consejos, le dije. Sabía que se sentiría mejor después de asegurarle esto. La abracé larga y fuertemente, queriendo llevar todo el calor de su ser conmigo. No sólo era mi madre, sino también mi mejor amiga y tenía que dejarla atrás. Me tragué el nudo en la garganta esperando que ella no notara mi dolor.

    Toda mi familia fue conmigo a la estación de autobuses. Nos acomodamos dentro de un taxi con las risitas habituales de los más pequeños. Mi padre estaba notablemente sombrío y mi madre se mantenía callada. Intenté entablar una conversación ligera para animarlos, pero sólo asintieron. Ocasionalmente mi madre respondió con una sonrisa triste. Miré a mis hermanos y me pregunté quién de ellos me extrañaría más. Javier y Héctor tenían dieciséis y catorce años, respectivamente. Como jóvenes adolescentes, entendían todo mejor; yo sabía que se harían compañía mutuamente. Por otro lado, Ernesto y July eran los más pequeños, por lo que mi madre los consolaría con seguridad si comenzaran a extrañarme.

    Yo había sido la maestra de primer grado de Ernesto. Sus compañeros de clase no descubrieron que estábamos relacionados hasta casi al final del curso. Ernesto era un niño muy respetuoso que me llamaba señorita Socorro en el salón de clase, y siempre usaba la palabra formal usted cuando hablaba conmigo. Lo hizo por sí solo y mis compañeros maestros lo encontraron divertido. Él entendió que en la escuela yo no era su hermana, yo era su maestra. Cuando Ernesto era un bebé estuvo muy enfermo; mi madre y yo hicimos guardia cuidándolo en el hospital de la Cruz Roja. Durante su convalecencia lo cargué todo el tiempo, pero él nunca se volvió consentido. Ernesto era un buen niño. Yo sabía que él me extrañaría.

    July era la bebé, inteligente e hiperactiva; por estas razones constantemente se metía en problemas. Un día estuvo caminando en el techo de la casa después de que mi madre le había advertido varias veces que no lo hiciera. Lamentablemente, mi madre me delegó la disciplina. Era un tiempo y cultura diferente. Ayudar con la disciplina era siempre esperado de los mayores en cualquier familia mexicana. Sonreí pensando que July pudiera estar feliz de verme partir. Me preocupaba que ella se saliera de control. Deseaba poder llevarla conmigo porque sabía que ella se comportaría bien alrededor mío.

    Respecto a Cayito y Norma, los de en medio, tenían un vínculo especial conmigo, y viceversa. Norma era la hermanita esperada por mucho tiempo, y durante años compartimos la misma cama. Cuando comencé a ganar dinero la llevaba a las tiendas conmigo y siempre le compraba algo. Cayito era más como un hijo pequeño que un hermano. Cuando él nació yo esperaba una hermanita, pero cuando me incliné sobre la cama y lo vi junto a mi madre, ¡tan morenito!, como dije, y con la cabeza llena de rizos negros, olvidé mi decepción. Me pareció más un muñeco de juguete que un bebé. Pensé que tres niños serían demasiado para mi mamá.

    Mamá, usted ya tiene dos niños. ¿Podría ser mío éste?, le pregunté con expectación.

    Claro, él es tuyo. Mi madre sonrió. Como yo sólo tenía ocho años, creo que ella pensó que era una simple ocurrencia, pero yo la tomé en serio. A partir de ese día me responsabilicé de cambiarlo y entretenerlo. Cuando llegó el momento, fui yo misma quien le enseñó a caminar. Afortunadamente para mí, él era un bebé muy paciente, así que no fue difícil cuidarlo.

    Ahora, todos estaban parados juntos en la estación de autobuses para verme partir muy lejos. Norma estaba junto a mi madre como tratando de sacar fuerzas de ella. Me di cuenta de que ambas tenían los ojos llorosos.

    Javier, Héctor y Cayito intentaban ser fuertes. ¡Los hombres no lloran!, pensé. Ése fue el concepto con el que fueron criados, y aunque seguramente les dolía mi partida, no lo iban a manifestar. Ernesto, quizás por ser el menor de los varones, se dio la vuelta y se secó los ojos furtivamente. Mi padre estaba más serio y silencioso que nunca. Al mirarlos, sentí mi corazón hundirse.

    Mientras mis dos maletas estaban siendo checadas, mi hermanita July comenzó a llorar.

    ¡Quiero ir contigo!, dijo, agarrando mi mano y jalándome hacia el autobús.

    ¡No, hijita, ni siquiera tienes tu ropa!, intervino mi madre. Ella trató de que July soltara mi mano.

    July no quería escuchar. Me miró con desesperación mientras seguía tirando de mí hacia el autobús. Su reacción me sorprendió, y de momento lo único que se me ocurrió fue decir:

    Mamá, eso no es un problema. Puedo comprarle ropa.

    Cuando July escuchó esto, tiró de mi mano con más fuerza y estaba lista para subir al autobús. Entonces todos comenzaron a decirle otras razones por las que no podía ir, lo que la hizo llorar más intensamente.

    Es que... como ustedes no quieren... conocer Doctora... Rollo, dijo ella sollozando.

    A mis hermanos les causó gracia su error. ¡Es Doctor Arroyo, tonta!.

    Me rompió el corazón. Quería llevarla conmigo.

    En ese momento vi la cara llena de angustia de mi hermana Norma. No había forma de que yo pudiera insistir en llevar a July conmigo. Para Norma ya era bastante con que yo me fuera. Separarse de su hermanita menor sería devastador para ella. ¡No podía yo hacerle eso! Además, reconocí que llevarla conmigo era imposible, pues July, de cuatro años, no tenía la edad escolar y yo no tenía forma de atenderla durante mis horas de trabajo.

    Me resultó difícil lograr que soltara mi mano. Cuando lo hizo, Norma la agarró con firmeza y tiró de ella. Quería asegurarse de que se quedaría.

    Sentí estrujarse mi corazón viendo llorar a mi hermanita, pero sabía que era lo correcto. Con un último abrazo y un beso me despedí de mi familia y finalmente abordé el autobús.

    Encontré mi asiento al lado de una ventana. Cuando el autobús comenzó a moverse los saludé por última vez. Me devolvieron el saludo con tristeza.

    ¡Volveré en Navidad con muchos regalos!, les prometí a través de la ventana abierta, tratando de animarlos.

    ¡Ve con Dios, hijita, y escribe pronto!, dijo mi madre con labios temblorosos.

    ¡Sí, mamá, le escribiré tan pronto como pueda! ¡La amo!, le grité, temerosa de que no pudiera escucharme por el sonido de los altavoces en el área.

    Mi madre siguió el autobús casi corriendo mientras éste salía de la terminal. Me envió bendiciones con su mano y luego se detuvo en medio de la calle, todavía secándose las lágrimas. Mis hermanos la abrazaron, mientras mi padre se quedó solo, al lado de la acera. Esta imagen oprimió mi corazón.

    ¡Oh, papá! Debe de sentirse de la misma manera que yo cuando tuve que soltar la mano de July. Tuvo que liberarme, a pesar de su dolor. ¡Gracias mamá y papá! ¡Los amo!

    El autobús dobló la esquina lentamente hasta que ya no pude verlos. Fue mi turno de llorar. Dejé que mis lágrimas fluyeran libremente como una corriente desbordada.

    Me vino a la mente la letra de una canción que mi madre amaba:

    Dicen que no se sienten las despedidas,

    dile a quien te lo dijo, que esto es mentira,

    el que se queda, se queda llorando,

    y el que se va, se va suspirando.

    Siempre habíamos sido una familia muy unida y ahora, con el corazón roto, yo era la primera en abandonar el nido.

    Un año pasará rápido, me dije. Pero, ¿sobreviviré un año entero lejos de mi familia?

    Pensé que era mejor no anticiparme, y simplemente vivir un día a la vez.

    CAPÍTULO CUATRO

    INTERCAMBIO INESPERADO

    El autobús atravesaba el tranquilo tráfico de Monterrey. Me sequé las lágrimas y observé a lo lejos el majestuoso Cerro de la Silla. Fue nombrado así por sus dos picos que semejan a una silla de montar. Esta enorme montaña al sureste de la ciudad, domina el paisaje de Monterrey. Cubre un área de 60 kilómetros cuadrados y su pico más alto es de casi 2000 metros de altura.

    Cerro de la Silla en Monterrey. Foto proporcionada por Mati Briones.

    Disfrutaba viendo esta montaña todos los días, camino al trabajo. Me causaba placer ver salir el sol detrás de ella, y era una experiencia maravillosa cuando la luna llena se elevaba sobre sus picos. El Cerro de la Silla me recordaba a un gigante silencioso, cuya silueta contra el cielo azul se podía apreciar desde muy lejos. Esa vez lo vi con tristeza en mi corazón, sabiendo que lo extrañaría, al igual que extrañaría todas las otras montañas escarpadas que rodean Monterrey.

    Más adelante el autobús pasó cerca del Cerro del Obispado, una pequeña colina con el Palacio del Obispo en la parte superior. Recordé las historias acerca de túneles subterráneos secretos que supuestamente conectaban éste con la Catedral, a cuatro o cinco kilómetros de distancia. Este lugar histórico ahora es un museo. Para mí y mi familia estaba lleno de vivencias inolvidables. Suspiré, evocando las muchas veces que fuimos allí sólo para admirar las luces de la ciudad. En mi mente volví a ver a mis hermanitos jugando y trepando por los cañones –ahora silenciosos– que protegieron este lugar contra las tropas estadounidenses en 1846.

    Poco a poco dejamos atrás Monterrey. Una vez en camino abierto, disfruté la vista de la impresionante Sierra Madre Oriental. Esta cadena de montañas a veces parecía azulada y otras muy verde. El paisaje cambió cuando nos acercamos a la ciudad de Saltillo. Aquí había más valles verdes y menos montañas.

    Arrullada por el suave balanceo del autobús y los susurros de los pasajeros, me quedé dormida, exhausta por las emociones del día.

    * * * *

    Cuatro horas después llegué a la terminal de autobuses en Matehuala, San Luis Potosí. Me sentí descansada y un poco más tranquila. Esto era la mitad del camino a mi destino. Desde ahí tomaría el único autobús a Doctor Arroyo, que salía sólo una vez al día. Estaba programado para las tres de la tarde. Miré mi reloj; sólo era la una. Todavía tenía dos horas por delante.

    Pedí indicaciones para llegar a la estación del autobús de Doctor Arroyo, pero no pude encontrar a nadie que me ayudara a llevar mis dos pesadas maletas. No era fácil caminar con tacones altos en las calles empedradas. Traté de mantener el equilibrio para no torcerme un tobillo. Afortunadamente Matehuala era una ciudad pequeña y la oficina de autobuses no estaba muy lejos. Registraría mi equipaje y luego buscaría un lugar para comer.

    Sierra Madre junto a Monterrey. Foto proporcionada por Mati Briones.

    Me preguntaba si las otras maestras ya habrían llegado, porque no estaban en mi autobús. Solamente una pareja de ancianos, una familia con varios hijos y yo, nos habíamos

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