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En Busca Del Corazón Luminoso: De Las Montañas De Naranjito, Puerto Rico, a Las Montañas De Crestone, Colorado
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Libro electrónico482 páginas7 horas

En Busca Del Corazón Luminoso: De Las Montañas De Naranjito, Puerto Rico, a Las Montañas De Crestone, Colorado

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Comenzando con su familia como aparceros o arrendados en las montañas de Puerto Rico a finales del siglo diecinueve, Victoria Rivera McKinley va llevando a los lectores a través de eventos dramáticos y dolorosos que, a pesar de las explicaciones sicológicas, se van sumando para dar paso a experiencias ciertamente mucho más grandes.

Con la cambiante cultura en Puerto Rico como trasfondo histórico, Victoria nos muestra cómo una familia de diez hermanos sobrevive y ellos aprenden a cuidarse entre sí. Con excelente ojo para el detalle físico y el comentario social, ella provee amplio espacio para describir la sanación y la enorme energía que se le dedica a vivir el misterio de la vida, mostrándonos la complejidad de las personalidades y las relaciones en las familias de numerosos integrantes que le hacen frente a la adversidad.

Esta es una historia de éxito, pero no sencillamente porque la autora se marchó de Puerto Rico y se convirtió en una sicoterapeuta en los Estados Unidos. La señora Rivera McKinley ofrece una extraordinaria perspectiva que encuentra la verdad en cómo cada persona vive la experiencia de su vida a su propia manera. La travesía de la autora culmina en las Montañas Rocosas, donde las enseñanzas budistas le brindan el marco espiritual y filosófico que le permiten entender su existencia.

En busca del corazón luminoso es una mirada profunda y poco usual a la adversidad y contradice términos como “disfuncional” para catalogar a una familia. Aquí la generosidad de espíritu es la clave para la supervivencia. La familia sobrevive utilizando la inteligencia y la compasión y aceptando vidas que tienen el sabor real de lágrimas, sangre, canciones y plegarias.
IdiomaEspañol
EditorialXlibris US
Fecha de lanzamiento26 abr 2017
ISBN9781543410532
En Busca Del Corazón Luminoso: De Las Montañas De Naranjito, Puerto Rico, a Las Montañas De Crestone, Colorado
Autor

Victoria Rivera McKinley

Victoria Rivera McKinley, puertorriqueña y de 76 años de edad, es madre de dos hijas casadas. Se dedica a la práctica de la sicoterapia en la ciudad de Nueva York. Desde temprana edad se convirtió en la cronista de su familia y añoraba escribir la historia de todos ellos para beneficio de futuras generaciones.

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    Vista previa del libro

    En Busca Del Corazón Luminoso - Victoria Rivera McKinley

    Copyright © 2017 por Victoria Rivera Mckinley.

    Numero de la Libreria del Congreso:   2017904527

    ISBN:      Tapa Dura                  978-1-5434-1052-5

                    Tapa Blanda               978-1-5434-1051-8

                    Libro Electrónico      978-1-5434-1053-2

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Las personas que aparecen en las imágenes de archivo proporcionadas por Thinkstock son modelos. Este tipo de imágenes se utilizan únicamente con fines ilustrativos.

    Ciertas imágenes de archivo © Thinkstock.

    Edición y corrección general 2017:

    Laura E. Nazario

    Lauranazario@yahoo.com

    Corrector inicial: Padre Salvador Ros

    Traducción inicial al español: Esther Irizarry-Vázquez

    Este libro es una versión expandida del escrito original en inglés. Contiene más detalles e información adicional.

    Fecha de revisión: 11/05/2017

    Xlibris

    1-888-795-4274

    www.Xlibris.com

    758113

    Contents

    Prólogo

    Agradecimientos

    Prefacio

    Introduction

    I Mis Padres: Dos Jóvenes Campesinos Con Más De Diez Hijos

    II Las Raíces De Nuestro Pueblo Y Nuestra Familia Dentro De Las Culturas De España Y De Los Estados Unidos

    III Los Abuelos Y Su Mundo: Somos Las Memorias Encarnadas De Nuestros Antepasados

    IV La Boda De Nuestros Padres

    V Residencia En La Granja De Juan C. Morales: Lo Desconocido Se Revela

    VI La Parcela: Con La Reforma Agraria Obtenemos Nuestro Propio Hogar

    VII Visita A La Familia. Octubre De 2012: Un Mundo Desaparece, Otro Comienza

    VIII Hermandad De Las Tres Mas Jóvenes

    IX Merín Entra Al Convento: Ella Ha Sido Llamada A Salvar Almas

    X La Escuela: Descalza Pero Esperanzada

    Xi El Avión Y La Migración Hacia Los Estados Unidos: Cómo Las Alas Cambian Nuestras Vidas

    XII Manuela, Matilde Y Otros Eventos Del 1950: Corazones Latentes Bajo La Turbulencia

    XIII Eugenio Y Alberto: Los Primeros En La Familia En Cruzar El Atlántico En Busca De Mejores Oportunidades

    XIV Alberto: Motivado Por Una Gran Compasión

    XV Laura: La Que Mira Con El Corazón

    XVI Miguel Y Antolín: En Palabras Y Acciones Cargaron La Luz

    XVII Genoveva: Ella Nunca Dejó De Soñar

    XVIII Sor Rosa: Bendecida Con Alas Y Muchos Brazos

    XIX La Misión Y La Cruz: Vida Realizada En Un Camino Espiritual

    XX Sor Rosa: Fundadora De Los Centros De Servicios Múltiples En Ferrán Y Punta Diamante

    XXI Eventos Imprevistos En El Año 1976

    XXII El Ir Y Venir Del Príncipe Negro

    XXIII ¿Quién Me Llama?

    XXIV La Pequeña Oveja

    XXV Múltiples Caminos: Una Sola Fuente

    XXVI Completando El Trabajo Del Legado Familiar

    XXVII En El Pueblo De Crestone, Colorado: Descubriendo Que Uno Es Todo Y Todo Es Uno

    Prólogo

    En busca del corazón luminoso: de las montañas de Naranjito, Puerto Rico, a las montañas de Crestone, Colorado, es una historia que comenzó en el siglo diecinueve Y culmina en el presente, de la familia de José Inés Rivera Morales y Narcisa Pérez Burgos, con sus diez hijos, que habitaron en el barrio Cedro Abajo de Naranjito, Puerto Rico. Paso a paso vemos cómo las costumbres, las tradiciones y los cambios socioeconómicos, políticos, culturales e históricos que transcurren en el ir y venir de cada día impactan y transforman a las personas en su viaje por la vida.

    En la familia Rivera-Pérez, el uso desmedido del alcohol, junto a la vida ardua y la estrechez económica de Puerto Rico, parecía llevar a sus miembros por un peligroso declive y derramamiento de las fuerzas intrínsecas con que contamos para contrarrestar las amenazas del ambiente. Es aquí que surge la pregunta de cómo los individuos logran levantarse del suelo y seguir creciendo para alcanzar un poco de felicidad. La repuesta a la interrogante se vislumbra en el corazón de cada individuo. En la historia de los Rivera-Pérez sobresale la bondad de dos hijas. La primera fue Laura, limitada a una educación de tercer grado elemental debido a las graves circunstancias socio-económicas de aquellos tiempos. Ella se dedicó a hacer los trabajos más humildes del hogar, apoyando así el desarrollo y progreso de los demás. La segunda fue la joven Emérita, quien desde pequeña se dio a llevarle ayuda a los necesitados y luego entró a un convento donde se ha destacado por una maravillosa obra de servicio. En el 1983 recibió de las Altrusas el premio Beatriz Lasalle por sus muchos años de servicio a la comunidad. Luego, en el 2010, la calle frente al Centro de Servicios Múltiples que ella fundó en el barrio Punta Diamante de Ponce, se nombró SOR ROSA RIVERA PERÉZ, por orden legislativa. Estas dos humildes hermanas se guiaron fielmente por el mensaje de Jesús: amaos unos a los otros. Con sus ejemplos de colaboración y bondad sin reservas, inspiraron a sus hermanos a luchar para dar lo mejor de sí mismos.

    La emigración a los Estados Unidos marca a esta familia, con seis hijos —entre ellos Victoria, la autora— forjando sus vidas en Norteamérica. El intercambio de ideas con una tierra amplia lleva a la escritora, al punto de sufrir una crisis espiritual, al estudio y a la práctica del linaje de la meditación del budismo en el pueblo de Crestone, Colorado. Así logra resolver viejos conflictos espirituales, descubriendo de nuevo el valor de las enseñanzas de la religión católica y cómo, en su esencia, armonizan con la tradición budista. Terminamos apreciando que la liberación no puede ser satisfactoria hasta alcanzar la reconciliación con, en vez del rechazo, de todas las experiencias vividas.

    En esta obra, cada uno de los miembros del clan Rivera-Pérez ocupa un capítulo, creando en conjunto un nicho donde se estampan y se honran sus vidas. Nos pueden sorprender las debilidades, las virtudes y los retos de cada cual, pero todo es la expresión de la humanidad que compartimos. El relato de sus historias nos lleva a apreciar que no importa cuán equivocado sea el camino que hayamos seguido, siempre podemos contar con el corazón luminoso en lo profundo de nuestro ser y con su capacidad de perdonar y amar. Es necesario, sin embargo, derrumbar las paredes que construimos para proteger al corazón del dolor de estar vivo. La autora consigue su paz al derribar esas paredes que contenían sus prejuicios, ignorancia y agresión, dejando así salir la compasión hacia su padre alcohólico-violento, sus hermanos y sus antepasados. Vemos pues, cómo los asuntos incompletos de dolor causado, entre otras cosas, por el maltrato, la agresión y la incomprensión pueden ser resueltos cuando luchamos por mantener una relación abierta y compasiva con los que viven y con los seres significativos en nuestras vidas aunque ya hayan fallecido.

    Agradecimientos

    A mis padres José Inés Rivera Morales Morales Iglesia y Narcisa Pérez Burgos Berríos Pagán. A mis hermanos Eugenio, Laura, Emérita, Antolín, Genoveva, Miguel, Alberto, Manuela, Matilde y Aida Rosa. A mis hijas Dara y Alma, mis nietos Thomas, Emérita Abigail, David Shea y Aislinn Sophia. A mis numerosos sobrinos y sobrinas y sus descendientes. Esta obra ha sido inspirada por mi deseo de desentrañar el amor —a veces oculto y en otras reluciente— en las luchas, el caos y en los sacrificios de la familia y además poder transmitirle este conocimiento a las futuras generaciones. Confío en que puedan beneficiarse de la historia de sus predecesores y de tener mayor conocimiento de sus raíces.

    Un agradecimiento especial a la señora Wallis Wilde-Menozzi, poeta, escritora y editora. Ella me llevó de la mano y me animó a seguir adelante en los momentos más difíciles de este proyecto. Más que una editora, ha sido un genio, cuyas sabias preguntas me ayudaron a destilar la historia de mi vida desde su fondo y energía más elemental. Así me llevó a transformar el caos y la confusión de las experiencias vividas para convertirlas en un relato con orden y coherencia. Su paciencia y sabia orientación en todo momento me infundieron la fortaleza y la esperanza necesaria para producir esta obra.

    A mi amigo poeta, Juan Antonio, le debo un agradecimiento especial. Él generosamente leyó mis memorias en las diversas fases de su desarrollo y me brindó invaluables observaciones desde diferentes puntos de vista, incluyendo su íntima comprensión de la cultura puertorriqueña. Además, agradezco a Gerald Berman, amigo cercano, quien pacientemente me brindó aliento a lo largo de este escrito.

    Prefacio

    A primera vista, las memorias de Victoria Rivera McKinley recuerdan las experiencias de una sola vida. Pero al leerlas nos damos cuenta de que está contando la historia de lo que en realidad es la espiritualidad vivida por las personas en un mundo moderno. Victoria ciertamente es una indagadora —en el camino para usar una frase de la filosofía zen— que busca el significado de su vida en los términos más amplios posibles en el mundo que hoy todos vivimos. Su vida comienza con unas raíces profundas en su familia natal, fuertemente abrazada a la fe católica tradicional, en su nativo Puerto Rico. Pero como vemos en las reflexiones de Victoria, esto era solo el comienzo. Al igual que para tantos otros hoy día, para ella las respuestas sugeridas por sus tradiciones y su hogar, por la naturaleza de sus limitaciones inherentes en un mundo que está continuamente cambiando y expandiéndose, la catapultan en pos de una larga y solitaria búsqueda espiritual.

    Con excepción de las venerables tradiciones indígenas, todas las grandes religiones del mundo son ahora más o menos religiones organizadas. Pero hay ciertos momentos en la historia en que las instituciones parecen cansarse y a la vez que liberan el espíritu humano, también lo limitan y lo inhiben. Jesús vivió en tal época, al igual que el Buda. Hoy nosotros también vivimos en un período similar. Todas las religiones organizadas parecen sentirse vacilantes ante la rapidez con que está cambiando el mundo. En estos momentos, mientras que la gran mayoría de los seguidores continúan siguiendo el status quo —aunque no siempre están contentos del todo con él— hay unas pocas almas valientes y Victoria es una de ellas, dispuesta a ver si hay algo más en la vida que lo que han recibido de las tradiciones que le fueron legadas.

    Las memorias de Victoria exigen nuestra atención en varios niveles. Para comenzar, nos encontramos con una persona de profunda inspiración espiritual que busca, ante todo, en la experiencia directa y personal de las más altas realidades espirituales en su propia vida. Ella no se contenta con recibir lo que anhela de segundas manos ni mediado a través de otras personas, de otras instituciones o por influencia externa. Pienso aquí en el mensaje de Jesús que nos dijo ¡El reino de Dios ya está aquí, dentro de ti; solo tienes que verlo!.

    Victoria es una persona que se inclina hacia el borde delantero de la onda o se mueve a vivir el futuro de una manera muy importante. Ella intuye que las verdades espirituales más profundas, las realidades y las experiencias a disposición de cada persona, no son la posesión de ninguna religión o tradiciones religiosas. Esto es sin duda algo bastante nuevo en la historia humana. Ella está a gusto en la tradición que últimamente ha estado explorando a profundidad, el linaje de la meditación del Budismo, al igual que lo está en su tradición de origen, el catolicismo romano. Y por supuesto se siente a gusto con las dos, pues ambas tratan de abrirnos los ojos a lo más profundo, poderoso y significativo en el universo.

    Victoria obviamente nos cuenta su propia historia. Es interesante que en las grandes religiones del mundo —y en el cristianismo y el budismo, que son particularmente importantes para ella— las historias de Jesús y las del Buda fueron las primeras literaturas. Esto señala el hecho de que las historias espirituales de los seres humanos son, desde cierto punto de vista, más profundas, verdaderas y reveladoras que las ideas o las doctrinas abstractas. San Francisco de Asís conocía esto muy bien, que la religión solo vive dentro de cada existencia humana real, concreta; no tiene vida en ningún otro lugar. Al contar su propia historia, Victoria expresa un profundo respeto por su propia persona, por su vida como ella la ha vivido y por lo que su vida ha sido realmente y sin la cual ningún auténtico viaje espiritual es posible. Las memorias de Victoria son una valiente declaración de un espíritu aventurero que busca en su propia experiencia —no solo para ella sino para todos nosotros— significados que se encuentran en las preguntas más profundas de la vida.

    Reginald A. Ray, Director Espiritual

    Fundación Océano del Dharma

    Crestone, Colorado

    Introduction

    El llamado a escribir

    Desde mi temprana juventud soñaba con escribir las memorias de la familia como un legado a mis descendientes. Pensaba que algún día ellos desearían conocer sus raíces o se preguntarían cuántos y quiénes éramos, cuáles eran nuestros nombres y todo lo que vencimos para sobrevivir y nutrir a las generaciones futuras. Comencé entrevistando familiares, viéndome como su reportera y ellos, curiosos y con interés en ayudarme, alentaban mis esfuerzos. Lo que se hacía difícil era reservar el tiempo necesario para llevar a cabo este proyecto. Las vicisitudes de la vida siempre me llevaban por otros lugares. Primero me casé e hice una maestría en Trabajo Social Clínico. En el matrimonio concebí dos hijas. Luego llegó un divorcio y tuve que luchar como madre soltera. Esto resultó en una crisis espiritual de larga duración. Encima de todo me abrumaban dudas sobre mi capacidad para escribir y de cómo escribir en un segundo idioma que todavía estoy aprendiendo. Así pasaron los años y ya envejeciendo me preocupaba perder la memoria como varios en mi familia la habían perdido. Mi madre y mi hermana mayor murieron a causa de la de la enfermedad de Alzheimer. Mi abuela materna también falleció con algún tipo de enfermedad mental y mi hermano mayor sufrió de demencia alcohólica al final de su vida.

    Cuando tenía alrededor de sesenta años comencé a sentirme deprimida, sensible, llorosa y olvidadiza. Me dije a mí misma: ahora es, por aquí viene el Alzheimer. Y así, entre más me preocupaba, más se me olvidaban las cosas. Le temía al envejecimiento por verlo como un callejón sin salida en el que la mente y el cuerpo se deterioran progresivamente. Mi pesimismo iba de la mano con un persistente vacío espiritual al que no le había prestado seria atención. A los dieciséis años había comenzado a rechazar la idea del Dios patriarcal que recibí en mi formación religiosa y me consideraba agnóstica. Cercana a mis treinta años y llena de inquietudes y agobios, llegué a sentir la promesa de liberación con la ayuda de la terapia sicoanalítica. Esto me brindó gran alivio y mi vida tomó el curso deseado. Fue entonces que contraje matrimonio y tuve dos hijas. Mis energías intelectuales y espirituales encontraron un canal de expresión en el campo de la sicoterapia, la que elegí como mi profesión. Doce años más tarde, para el 1980, mi matrimonio fracasó. El dolor de esta ruptura familiar fue inmenso y me llevó a ver las limitaciones del sicoanálisis y la sicoterapia para lidiar con el sufrimiento existencial de la vida.

    Durante los veinte años posteriores al divorcio, sintiendo la angustia de un vacío que no llevaba nombre, comencé a explorar la meditación. Afortunadamente, en el 2004 comencé un curso llamado Meditación con el Cuerpo con un maestro budista, el Dr. Reginald Ray, cuyas prácticas de meditación me ayudaron a liberar cargas emocionales y espirituales apenas tocadas en mi previa sicoterapia. En la meditación diaria descubrí que cada estado mental y cada situación presenta una oportunidad para encontrar la luz y despertar. Además aprendí que la senilidad no es un callejón sin salida, más bien es una etapa de continuo crecimiento donde es posible mantener la vitalidad, la lucidez mental y la creatividad. Sobre todo realicé que el espíritu de alegría, paz y compasión son intrínsecos a nuestra naturaleza y están en todo momento a nuestro alcance. Estos descubrimientos me llenaron de confianza y mi depresión gradualmente se fue desvaneciendo. Mi memoria y la habilidad de aprender nuevas cosas mejoraron significativamente. Por eso ahora, en estos años de edad dorada y preocupándome menos de perder la memoria, veo que este es un buen momento para emprender mi anhelado proyecto de relatar la historia de mis gentes.

    Mi familia es grande y diversa. El hecho de que algunos hemos tomado caminos que difieren de las profundas enseñanzas católicas tradicionales en las que fuimos criados ha traído conflictos y ha creado tensiones entre nosotros. Hay miembros influyentes de la familia que conservan la esperanza de que todos continuemos siendo fieles católicos. Mi hermana Sor Rosa, que es una religiosa que vive en un convento, y mi hermana Matilde, quien recibe la comunión diaria, ruegan por nuestra salvación que ellas entienden se logrará a través de Jesús y de la Iglesia Católica. Por otro lado, ellas tienden a ver mi orientación budista como parte de un movimiento de la Nueva Era que es anticristiana y por consiguiente peligrosa para la salud del mundo y para la salvación individual. Mi reacción ha sido permanecer relativamente en silencio sobre el asunto. Al vivir lejos en Nueva York evito las discusiones y los malos entendidos, pero de vez en cuando me siento juzgada y presionada para que regrese a la religión de mi cuna. En estas memorias quiero ponerle fin a mi silencio con la esperanza de que podamos, a través de un camino de comprensión, amarnos y aceptarnos con nuestras diferencias.

    En buena medida le debo a mi padre, José Inés, la motivación para embarcarme en el escrito de este libro. Nuestra relación de padre e hija fue desgarradora. Él falleció en el 1981 y todavía lucho por saber ¿quién era este hombre? ¿Cómo era capaz de influir tanto en mí, cuando en nuestra relación cotidiana me hacía sentir como una planta que languidecía por falta de sol y agua? Crecí muy apartada de él, tanto porque me infundía miedo como por la falta de comunicación entre los dos. La característica que llegó a definirlo ante mis ojos era su alcoholismo y su violencia. Sin embargo, cuando estaba sobrio era callado, tranquilo pero muy distante. Ocasionalmente comunicaba frases que parecían manar de una vida interior rica en conocimiento espiritual que nos dejaba sorprendidos, especialmente cuando la contrastábamos con su conducta paranoica y violenta en su estado ebrio.

    Uno de estos momentos sorprendentes se dio cuando mi madre me dio a luz en el hogar y la partera del barrio le comunicó que la criatura era una niña. Él se levantó del banco donde estaba sentado borracho y fue tambaleándose hacia la única mesa que teníamos en nuestra pequeña sala. Entonces dio con su puño un fuerte golpe sobre la mesa y exclamó: "La vamos a llamar Victoria porque ella va ser la victoria de esta casa". Por mi parte ignoré su pronunciamiento durante muchos años. En mi subconsciente me daba cuenta de dos cosas: primeramente, que mis hermanos podrían sentir celos de mi nombre y la misión especial —ser la victoria de la casa— que Papá me encomendó. También sentía que sus expectativas de mí eran una carga muy pesada. Pero ahora me doy cuenta que siempre he estado impulsada a luchar más allá de mis limitaciones tanto para salvarme a mí misma como para complacerlo a él. Y aunque parezca extraño, escribo estas memorias no solo con el deseo de honrar a mi familia, sino para honrar a ese padre que contribuyó en gran medida a mi dolor y a mis angustias pero también fue quien, en un momento de inspiración, me dio alas y me empujó por un precipicio para que aprendiera a volar.

    En el 1965 emigré de Puerto Rico a la ciudad de Nueva York y en el 1968 me casé con Thomas McKinley, un hombre de ascendencia irlandesa y escocesa. Un año después de la boda nos fuimos a vivir al Bronx. Vivir lejos de Puerto Rico me evitó presenciar el decaimiento de mis ancianos padres y de verme forzada a tomar parte en las decisiones sobre su cuidado en la última etapa de sus vidas. No obstante los visitaba todos los años, les daba ayudaba económica y les escribía con frecuencia, sobre todo a mi hermana en el convento, Sor Rosa. No me arrepiento de la decisión de establecerme en Nueva York, pero estoy consciente de que me perdí muchos de los asuntos notables de la familia y hoy siento la necesidad de llenar el vacío de lo que no llegué a compartir con ellos. Siento el llamado a regresar y mejorar mis relaciones con el pueblo en que nací y con la familia que me dio la vida y me vio crecer. Esto me ayudará a tener una mejor visión de este viaje por la Tierra y conocer más claramente lo que alienta la sobrevivencia y el triunfo sobre la adversidad. Luego quiero obsequiarles a las nuevas generaciones las lecciones obtenidas en esta obra. Deseo que ellos —en lugar de vivir con fantasmas ancestrales— tomen conmigo un viaje a los tiempos de antaño a conocer más íntimamente sus antepasados y sus raíces culturales.

    Mi amigo Juan Antonio leyó uno de los borradores de este escrito y pensó que el tema de mis memorias era el esfuerzo por salvarme de las circunstancias destructivas en las que me crié. Mi primera reacción fue distanciarme de su observación. Pero con el pasar de los días, su mensaje seguía resonando en mi mente y comencé a ver destellos de verdad en él. Admito que he dedicado esfuerzos consistentes y exitosos para salvarme de la pobreza material, del alcoholismo violento de mi padre y de la depresión severa de mi madre. Afortunadamente hoy día tengo una vida libre de estas condiciones. Pero ¿podrían quedar destellos de una cultura de pobreza, de violencia y de enfermedad mental que aún intento entender y que de hacerlo pueda alcanzar un mejor sentido de individuación, plenitud personal y capacidad para servir a otros? Aparte de dichas consideraciones, ¿acaso existen otras áreas en mi vida actual que buscan resolución a través de estas crónicas?

    Entre las preocupaciones que ensombrecen la etapa de la senectud resaltan el decaimiento físico y la mortalidad. Al escribir mis memorias estoy cogiendo tiempo prestado, adquiriendo nuevos conocimientos, utilizando mis habilidades latentes y preguntándome si aún me quedan potenciales por descubrir y realizar. No hay duda de que me embarco en este proyecto en parte para detener la pérdida de vitalidad y las habilidades que desaparecen cuando no se ejercen y se echan al olvido. Sin embargo, hay algo más en este escrito. Las memorias ayudan a ver con nuevos ojos y por primera vez lo que teníamos de frente durante la niñez y era demasiado fuerte para aceptarlo. En nuestro desarrollo se invierte mucha energía mirando hacia otro lado y construyendo muros de aislamiento para no ver, sentir y sufrir. Al reconectarnos con nuestro pasado tenemos la oportunidad de adquirir una imagen más profunda y completa de nuestro drama —con más colorido y riqueza emocional— que nos lleva a una mejor comprensión de nuestra hermandad y condición humana.

    Este escrito también tiene que ver con la redención, con el hecho de que nuestras vivencias tienen el potencial de transformarnos positivamente. Y por último, tiene que ver con el descubrimiento —debajo de los escombros de la mente— del corazón de luz y bondad, del corazón luminoso que es parte integral de nuestra naturaleza. En mi familia, los defectos de carácter así como las virtudes de cada uno nos trajeron sufrimiento pero también felicidad y nos estimularon a hacernos preguntas sobre la existencia, el amor, el bien, el mal, la guerra, la paz, la infelicidad y la felicidad. A fin de cuentas, si logramos la felicidad o no, esa no es la medida de lo que aprendemos o alcanzamos; la cuestión tiene más que ver con la dirección hacia dónde nos movemos cuando enfrentamos los retos de la vida. ¿Nos llevaron nuestras experiencias a entender mejor lo que es amarnos y protegernos mutuamente? En la medida en que nos esforzamos por mantener la razón y cordura —a veces teniendo éxito y otras no— en la medida que le dimos ayuda a otros necesitados y que buscamos soluciones a nuestros dilemas a través del trabajo, la educación y las relaciones y en la medida en que celosamente vigilábamos por el bienestar espiritual de cada uno, en esas medidas la transformación implícita en nuestras vivencias fueron redentoras. Así, con esfuerzo, llegamos a disfrutar en cierto grado de la luz y la bondad que yace en todo corazón humano.

    En el pasado mi familia se asemejaba a una constelación de estrellas cercanas unas a las otras. Con el pasar de los años nos expandimos y nos establecimos en lugares distantes, formando nuevas familias, mientras que otros ya han fallecido. La ruptura y la dispersión fueron acompañadas por profundos sentimientos de pérdida y grandes deseos de restablecer relaciones con los familiares distantes. Estas memorias también representan el esfuerzo de revitalizar los débiles lazos con los que aún viven y mantener un diálogo espiritual con los que ya no están con nosotros. Así podemos continuar creciendo con ellos en una relación consciente que a la vez que enriquece nuestro ser también nos ayuda a servir mejor a la humanidad.

    Capítulo I

    MIS PADRES: DOS JÓVENES CAMPESINOS CON MÁS DE DIEZ HIJOS

    …we all know the same strong yearning to leave some good as we go.

    Todos conocemos el fuerte anhelo de dejar algo positivo a nuestro paso.

    (Extracto de la canción Ordinary People, Extraordinary Dreams de Tom Renaud)

    1

    Cuando mi padre tenía ochenta años y ya estaba senil, yo tenía treinta y ocho. Fue entonces que por primera vez logré que me contara un poquito sobre su vida. Papá era un hombre de pocas palabras y no recuerdo que hayamos tenido ninguna conversación significativa durante mi niñez y adolescencia. Hoy estábamos en casa de mi hermana Manuela, en Carolina del Sur. Manuela había sacado a Papá del Hogar Nuestra Sra. de la Providencia —un asilo de ancianos en San Juan, Puerto Rico— porque allí se sentía muy triste y ahora ella lo estaba cuidando en su casa. Su cuerpo disminuido se encorvaba y se hundía en el gran sillón de cuero donde estaba sentado con la mirada fija al césped marrón que se vislumbraba a través de una amplia puerta de cristal en la sala. Era otoño y Papá tenía puesto su sombrero de Panamá color crema pálido, con olor a tierra y a sudor viejo, y una gruesa camisa de franela —una pieza de ropa que nunca necesitó vestir en el clima cálido de Puerto Rico y que ahora le impartía un aspecto levemente americano. Me arrodillé junto a su silla y estiré el cuerpo para acercarme a su oído. Papá escuchaba muy poco y también hablaba en voz muy baja. De repente tuvo un recuerdo de su pasado y con su voz lenta y atenuada le escuché decir:

    "Tengo que ir a buscar el caballo". No había ningún caballo en los alrededores. ¿Quizás estaba desorientado y alucinando?

    "¿Por qué?", le pregunté.

    "Porque si no lo traigo, me castigan". En sus ojos pequeños y arrugados se asomaron tímidamente unas lágrimas cansadas. Nunca lo había visto llorar antes, pero no me sorprendió ya que Manuela me dijo que Papá había llorado mucho durante el pasado año. Sentí curiosidad por su tristeza, pero permanecí impasible.

    "¿Lo castigaban mucho?", le pregunté y me acerqué más para oírlo porque sus palabras eran como susurro. Continué con mis preguntas, permaneciendo siempre neutral. Esta era la postura que me entrenaron a adoptar en mi profesión como trabajadora social clínica. No sabía de qué otra manera podía comunicarme con él.

    "Me castigaban todo el tiempo".

    "¿Cómo lo castigaban?"

    "Con sogas, correas, palos, con lo que estuviera a la mano". Fue triste visualizarlo como un niño que huía de o se sometía indefenso a una autoridad despiadada.

    "¿Por qué lo castigaban?"

    "Porque papá nunca estaba satisfecho con lo que yo hacía". Por primera vez estaba escuchando algo que tuvo que haber sido muy doloroso y crucial para un niño en la relación con su padre. Sin embargo, yo apenas sentía nada, mi corazón se endureció y se escondió tras las paredes que había construido en mi crecimiento para protegerme de él. Pero sí quería escuchar su historia, impulsada por lo que en aquel momento era un deseo inconsciente de llegar a tener una verdadera conexión con él.

    "Tuvo que haber sufrido mucho".

    "Sufrí muchísimo". Pude haberlo abrazado en este momento, pude haberle dicho que lo quería, pero no lo hice. Mi corazón se mantuvo cerrado y noté vagamente cómo mis músculos se tensaron y se pusieron rígidos estando a su lado. Continué con mis preguntas para verificar su memoria. Quería asegurarme que él estaba presente y consciente y que lo que me estaba diciendo era verdad y no el resultado de una mente trastornada.

    "¿Cuántos eran ustedes?"

    "Doce". Probablemente se olvidó de su hermana menor, María, la hija número trece que murió de tifus a los tres años.

    "¿Puede decirme sus nombres?"

    "Uno era José. Hizo una pausa, tratando de recordar. Y prosiguió: José, Maximino, Manuela, Julián". Sus ojos se humedecieron nuevamente y le pregunté por qué lloraba.

    "Porque a Julián era al más que castigaban". Noté su compasión y cuánto dolor llevaba consigo. Sin embargo mis emociones continuaban atrapadas detrás de una pared de hielo. Después mencionó a su hermano Pablo y lloró un poco más.

    "¿Por qué llora ahora, Papá?" Mi voz se tornó un poco más suave y tierna.

    "Porque para mí Pablo era el mejor". En ese momento sentí una ola de afecto por él. Conocía ese sentimiento de vulnerabilidad que experimentamos cuando alguien reconoce nuestro dolor y actúa con bondad. Mis ojos también se llenan de lágrimas cuando una persona a quien quiero percibe mi dolor. Los dos permanecimos un rato en silencio y luego él, con una mirada de preocupación, continuó diciendo:

    "Tengo que irme a trabajar".

    "¿Por qué?"

    "Porque yo cargo un sacrificio".

    "¿Qué tiene que ver el sacrificio con el trabajo?"

    "El sacrificio es más pesado si no trabajo; la gente tiene que trabajar".

    Algo que distinguía a Papá era su buen trabajo. A otros agricultores les gustaba tenerlo en su grupo cuando araban la tierra porque él lo hacía tan bien. Ahora estaba dejándome saber una de las razones por qué era tan buen trabajador. También sospeché que el no poder trabajar más a medida que envejecía contribuyó mucho a su deterioro mental. El trabajo era muy importante para él ya que aliviaba su sacrificio. No le pregunté de qué se trataba su sacrificio. En vez de hacerlo y manteniendo mi opinión sobre él como alguien que durante su vida se había portado muy mal y por consiguiente se estaba sintiendo culpable, le dije: "Parece que usted necesita castigarse a si mismo".

    "Sí, es bueno castigarse a uno mismo. Su mente estaba clara. Respondió a todas mis preguntas de forma franca, pero aparentemente yo había adoptado una actitud de ‘sí, claro’. Me estaba aferrando a la sensación de que este momento no era del todo real y que el juicio de Papá estaba afectado por su largo y corrosivo alcoholismo. Sin embargo, mi curiosidad se impuso y continué diciendo: No entiendo Papá, no entiendo. ¿Por qué las cosas tienen que ser así?"

    "Porque así es como tienen que ser".

    "¿Se siente culpable por algo? Nuevamente traté de ir directamente a su sentido de culpabilidad. Yo quería que confesara, que pidiera perdón, que me dijera me arrepiento por todo el sufrimiento que les causé a ti y a toda la familia".

    "", respondió. Aquí cayó en silencio. Él no era una persona elocuente ni tampoco estaba preparado para revelar su profundo sentir. Pero yo seguí guiándolo: "¿Por qué se calla de nuevo? ¿De qué se trata todo esto?"

    "No puedo decírtelo".

    "Debe ser difícil hablar del asunto. Él asintió con la cabeza y guardó silencio; el mismo silencio sordo que me esperaba cuando él estaba sobrio y que solamente era roto por las palabras malhumoradas cuando él se emborrachaba. Ya cansados los dos, pensé hacerle una última pregunta. Dígame Papá, ahora, mirando hacia atrás, ¿cuál es su opinión sobre su vida?"

    Me disparó una franca y simple respuesta: "Sin asunto y sin vaina".

    Esto me pareció incomprensible en aquel momento. Sin embargo he llegado a encontrar un profundo significado en el escueto resumen de su vida. En sus palabras encontré revelaciones profundas que se irán esclareciendo a lo largo de esta historia que aquí comienza.

    2

    Por un lado Papá se embriagaba con frecuencia y se sublevaba con violencia, cargando con ello un gran peso de culpa y hondas cicatrices. Una combinación que se remontaba a un padre abusivo y a una madre que no podía darle atención por estar sobrecargada con trece hijos. Por otro lado, Mamá cargaba con muchas heridas tras haber sufrido múltiples pérdidas y enfermedades, incluyendo familiares que padecían de pobreza mental. Ella vivió la experiencia de ver morir y enterrar a cuatro de sus hermanas a causa de la tuberculosis, además de un joven hermano y una hermanita de un año de nacida que murieron por causas desconocidas. Mamá hablaba de estas pérdidas con una mirada en blanco y sin emoción, como si fuera una sobreviviente del holocausto de la Segunda Guerra Mundial, con temor de acercarse a tanto dolor. Sin embargo, ese no era el caso cuando se trataba de la pérdida de Sofía, su hermana pequeña que falleció a los diez años. Después de contraer matrimonio, Mamá se fue a vivir con Papá en las tierras de Juan C. Morales y se llevó a Sofía a vivir con ella. Algún tiempo después Sofía se enfermó con tos y fiebre. Con una mirada sombría y resignada y conteniendo las lágrimas, Mamá me contaba: "Don Juan y su familia me obligaron a enviarla de vuelta a la casa de mi padre. Tenían miedo de que ella tuviese tuberculosis. Al poco tiempo murió y no volví a verla. Yo ya sabía que enviarla de vuelta a mi padre iba a ser el fin de ella".

    3

    Según mis vagos recuerdos, desde niña, el tema de la muerte estaba siempre presente en la mente de nuestra madre. Cuando todos los demás estaban ocupados en sus propios menesteres, ella y yo nos quedábamos solas en la casa. El sol de la tarde arrojaba una suave luz anaranjada a través de la ventana, anunciando el crepúsculo y pronto después la oscuridad. El silencio nos rodeaba y era solo interrumpido por el canto de un pájaro, las gallinas batiendo sus alas, el ladrido de un perro o el gruñido de un cerdo. Era una especie de serenidad solitaria que llevaba a Mamá a reflexionar sobre la muerte y a sentarme en su regazo mientras cantaba:

    "Oh Cielos, Cielos,

    ¿Qué será de mis niños?

    Si yo me muero.

    Si yo me muero,

    ¿Qué será de mis hijos?

    Oh Cielos, Cielos".

    A pesar de que yo era pequeña y no entendía sus palabras, sí sentía la tristeza de Mamá. Era una mezcla de ternura y desolación que nos unió bajo un manto de depresión. Estábamos envolviéndonos en un trastrueque de humor que con el pasar de los años echaría profundas raíces en nuestro ser.

    4

    La preocupación que arropaba a Mamá en cuanto a la muerte tenía su justificación ya que en muchas ocasiones ella vio sus temores convertirse en realidad. Un día mi hermano Antolín volvió de visitar a la tía Rosa, que vivía lejos de nosotros, en el barrio donde Mamá se crió. (Mamá nació en un barrio de Orocovis, luego la familia se mudó al barrio Palmarito de Corozal y allí vivía su hermana Rosa, mientras que nosotros vivíamos en el barrio Cedro Abajo

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