Viva de milagro: El poder de la gratitud en tiempos difíciles
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¿Has sentido alguna vez que estás ante un imposible? ¿Existe una manera de superar los noes que nos gritan las adversidades? ¿Puede ocurrir un milagro cuando todo parece perdido?
Elizabeth Sánchez es la prueba de que todo es posible. Ella n
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Viva de milagro - Elizabeth Sánchez
Capítulo 1
EL NACIMIENTO DE
UN PROPÓSITO
CUBA, EL PAÍS EN EL QUE NACÍ
Conozco esta historia con precisión. Me la han contado tantas veces, durante tantos años, que a veces siento que la viví con plena consciencia. Pero, aunque se trata de mi vida, no soy la única protagonista.
Nací en Placetas, Cuba, el 11 de marzo del año 1993, en medio de un contexto casi imposible de describir, lleno de situaciones surrealistas e inexplicables. Esa temporada tuvo su propio nombre: el periodo especial. Sin lugar a dudas, fue un tiempo raro, diferente de lo ordinario, incluso para aquella pequeña isla.
Mis padres, como muchos cubanos, padecían escasez y vivían de la ilusión de lo por venir. Cada día luchaban por convertirse en grandes profesionales con la esperanza de vivir mejor y tener recompensa y honor por tanto sacrificio. Ellos creían que mientras más dominaran el conocimiento y lograran ponerlo al servicio de la actividad social, eso aumentaría la rentabilidad del país y, en consecuencia, las condiciones de vida de los ciudadanos mejorarían.
Mi mamá me cuenta que a partir de los diez u once años los niños eran separados de sus familias con el pretexto de llevarlos a estudiar y trabajar en las llamadas «escuelas al campo», al mismo tiempo que los formaban en un sistema de creencias dirigidas a defender los intereses del Gobierno, lo que limitaba su capacidad de verse como personas libres, con el poder de decidir sus vidas.
El periodo especial marcó un antes y un después en la vida de todos los cubanos, incluyendo mis padres. Ellos no se explicaban la situación económica extrema a la que habían sido sometidos en esos años. Básicamente, tenían las mismas obligaciones que cumplir, con un alto carácter moral, pero carecían hasta de lo básico para vivir. La opresión y la miseria se podía tocar con las manos.
Mi madre era profesora de Economía Política de la Universidad Central de Cuba y ella veía a sus estudiantes desmayarse en el aula después de sus clases de deporte, porque no había suficiente alimento. Entonces, quedó embarazada y eso le salvó la vida. Mientras yo crecía y me formaba en su vientre ella se alejó del mundo intelectual y, sin darse cuenta, Dios la estaba rescatando, porque tenía algo grandioso para ella; algo que solo comprendería a través del dolor.
HORAS DE DOLOR
Eran las once de la noche. Mis padres estaban preparándose para ir a dormir cuando un profundo y repentino dolor apareció en la parte baja del vientre de mi mamá por intervalos de tiempo, así que comenzaron a medir los espacios entre una contracción y otra hasta que el dolor se hizo tan persistente e intenso que la única alternativa era caminar para el hospital.
La distancia entre la casa y el hospital era de una media milla. Sin embargo, se transformó en un trecho infinito. Producto del dolor, los pasos de mi madre eran lentos y desgarradores. La falta de electricidad convirtió el cielo en un regalo de luces donde las estrellas iluminaban su ilusión de ser madre.
En una situación normal, cualquiera podría preguntarse dónde había una ambulancia, pero no en Placetas, en 1993. Ese vehículo estaba en el parqueo del hospital sin utilidad, porque no había gasolina.
A pesar de la realidad que los envolvía, mis padres avanzaron paso a paso, con su lento andar, llenos de sueños y esperanzas, recorriendo aquellas calles largas y oscuras, hacia un lugar que por momentos les parecía inalcanzable.
Finalmente, llegaron y dejaron atrás los senderos oscuros que habían recorrido entre gemidos de dolor. La voz de mi papá irrumpió con urgencia y con súplica en la sala de emergencia, pidiendo la presencia de un médico.
Está de recorrido por la sala —respondió una voz cortante que los paralizó—, así que tienen que esperar.
Después de esa respuesta, solo pudieron sentarse en una silla de madera a esperar, mientras que los dolores intensos continuaban. Pasaron quince minutos, hasta que apareció el doctor soñoliento y cansado. Él los reconoció de visitas anteriores y los atendió con amabilidad. Después de revisar a mi madre, su diagnóstico fue que ya había llegado el momento, que tenía tres centímetros de dilatación, así que debía quedarse interna.
Hasta ese instante todo parecía muy natural. Después de despedirse de mi papá y de mi tía Albania, mi mamá se perdió por un estrecho pasillo, abrazando con fuerza su destino. Ahora solo éramos ella y yo. La llevaron a su primera parada: una pequeña cama donde debía esperar a que se completaran siete centímetros más de dilatación, según las indicaciones del médico.
Pero el tiempo pasaba y la madrugada, llena de silencios y dolor, iba ganando espacio. Aunque mi mamá tenía la preparación física y psicológica para aquel momento tan esperado, la aflicción sobrepasaba sus límites. Ella sentía que solo existía una forma de sobrevivir y era soportar las profundas contracciones que parecían eternas.
La noche fue testigo de aquel dolor, de esa intensa batalla que ambas estábamos peleando, hasta que el amanecer llegó, para ser relevado por la tarde... y de nuevo anocheció. Al parecer, todo seguía igual, con la diferencia de que las fuerzas físicas de mi madre se habían debilitado lentamente, haciendo que ella fuera perdiendo la conciencia.
Inmersa en esa profunda sensación de inconciencia en la que se entrelazaban lo real y lo irreal, su mente divagaba entre dimensiones desconocidas y solitarias, buscando respuestas ante esas circunstancias extrañas.
De repente, en su esfuerzo por permanecer presente, mi mamá descubrió que bajo las sábanas había un líquido extraño, espeso y desconocido para ella, el cual recorría sus piernas. Sin embargo, no había tiempo para detenerse a indagar, porque los dolores eran tan profundos que su conciencia no reaccionaba ante las circunstancias. Estaba confundida y no tenía noción del tiempo. Sus ojos entreabiertos se refugiaban en los paisajes pintados que estaban en la pared y pedía clemencia, pero no había respuesta.
Después de suplicar entre gritos internos, mientras creía que iba a morir, una enfermera se acercó a mi madre, levantó sus sábanas y dijo: «Esto es líquido meconial».
Comenzó a sentir un miedo terrible por mi vida. Una sensación de compasión por esa alma desconocida, pero deseada y soñada, la embargó y le infundió las fuerzas que necesitaba para luchar y resistir. La cobardía no era opción.
En su mente apareció la imagen de la niña con la que había soñado en tantas oportunidades, esa pequeña de dos años, rubia y con ojos azules, que llevaba puesto un hermoso vestido de lazos y cintas. Ella deseaba tanto tenerme entre sus brazos que estaba dispuesta a pelear contra aquellos rivales intangibles llamados tiempo y espera.
Después de todo ese dolor, tras veinte horas en trabajo de parto, llegó la doctora y dijo:
—Tenemos que operarte, porque no has dilatado como esperaba.
—¿Ahora mismo? —preguntó mi madre, con ingenua esperanza.
—No —respondió la doctora.
Mi madre estaba paralizada y confundida ante esa respuesta. De pronto, le dieron la orden de virarse hacia su izquierda y ella obedeció con rapidez. Solo quería mejorar y culminar con el infinito sufrimiento al que habíamos sido sometidas, aunque ella no sabía nada de lo que yo estaba